Melanie

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En cuanto Parks y Justineau salen a la calle, acompañados por el sujeto de experimentación número 1, Caroline Caldwell se dirige a la sección central de Rosie, abre un compartimiento lateral que hay a la altura de su cabeza y coloca en posición horizontal una palanca que hasta entonces estaba en vertical. Es el control de anulación del sistema de acceso de emergencia. A partir de ahora, nadie podrá entrar si ella no se lo permite.

A continuación se dirige a la cabina y enciende uno de los tres paneles. El generador, veinte metros más atrás, comienza a zumbar, pero no a rugir, porque Caldwell no está enviando corriente al motor. La necesita en el laboratorio, que es a donde se dirige entonces. Como va a tener que trabajar en contacto directo con el tejido infectado, se pone los guantes, las gafas y la máscara.

Enciende el microscopio electrónico, se abre camino con paciencia y puntillosidad por las pantallas de configuración y opciones gráficas y finalmente introduce la primera de las placas que ha preparado.

Con un agradable hormigueo de impaciencia, pega el ojo al visor. Al instante aparece allí el sistema nervioso del hambriento de Wainwright House, revelado ante su mirada ávida. Como eligió el verde para esta placa, se encuentra paseando bajo un dosel de dendritas neuronales, una jungla cerebral.

La resolución es tan perfecta que la deja sin aliento. Las estructuras, sean grandes o pequeñas, aparecen recreadas con absoluta nitidez, como en la ilustración de un manual. El hecho de que el tejido cerebral sufriese tantos daños antes de que pudiera sacar su muestra se manifiesta únicamente en la presencia de materia extraña —motas de polvo, pelo humano y células bacterianas, así como los esperados micelios fúngicos— entre las neuronas, perceptible al desplazar de manera casi imperceptible la placa bajo la torreta. Las propias neuronas aparecen recreadas con emocionante completitud bajo su mirada.

Ve lo que ya han visto y comentado otros antes que ella, pero nunca había podido verificar por culpa del tosco equipo de que disponía en la base. Ve, con toda exactitud, cómo construye sus nidos el cuco Ophiocordyceps en la espesura del cerebro, cómo rodea las dendritas neuronales con sus finísimos micelios, igual que la hiedra alrededor de los robles. Solo que la hiedra no le susurra cantos de sirena al roble para apoderarse de él.

¿Cucos? ¿Hiedras? ¿Sirenas? «Céntrate, Caroline», se dice con ferocidad. «Mira lo que tienes delante y extrae las conclusiones adecuadas allí donde existan pruebas para sustentarlas».

Las pruebas existen. Ahora ve lo que otros han pasado por alto: las grietas en la fortaleza («¡Céntrate!»), los sitios donde se han reagrupado las inmensamente paralelas estructuras del cerebro humano, desesperadas y superadas en número, alrededor de las neuronas acogotadas por el hongo y entre ellas. De hecho, algunos grupos de neuronas se han hecho más densos, aunque las más nuevas están hinchadas y desgarradas, rotas desde dentro por placas amiloideas de afilados bordes.

Caldwell siente que se le eriza el vello de la nuca al comprender el significado de lo que está viendo.

Ha tenido que suceder muy lentamente, se dice a sí misma. Los primeros investigadores no descubrieron esta evolución porque justo después del Colapso no había llegado a un punto en el que pudiera verificarse de manera visual. Solo lo habrían hecho si alguien hubiera sospechado de su presencia y hubiese realizado los experimentos necesarios para encontrarla.

Caldwell levanta la cabeza y se aparta del microscopio. Le cuesta, pero es necesario. Podría pasarse horas o días enteros contemplando ese mundo verde, y seguiría encontrando maravillas en él.

Puede que luego. Aunque luego está empezando a convertirse en una palabra sin referencias para ella. Luego es un día o dos más de fiebre cada vez más alta y pérdida de funciones, seguida por una muerte dolorosa y nada digna. Cuenta con la mitad de una hipótesis viable. Ahora tiene que terminar el proyecto mientras aún está en condiciones.

En su laboratorio de la base tiene, o tenía, docenas de placas con el tejido cerebral de los sujetos de experimentación 16 (Marcia) y 22 (Liam). Si dispusiera de ellos los utilizaría. Con independencia de lo que le dijo a Justineau en un momento de desesperación sobre amasar todas las observaciones posibles con la esperanza de que apareciese un patrón, no le gusta derrochar los recursos. Ahora tiene un patrón —o al menos una hipótesis que podría someter a prueba—, pero le han arrebatado todas las muestras de los sujetos de experimentación que tenía en la base, todos los niños que gozaban de una inmunidad parcial a los efectos del Ophiocordyceps.

Necesita nuevas muestras. Del sujeto de experimentación número 1.

Pero sabe que Helen Justineau se resistirá a cualquier intento de diseccionar a Melanie, o incluso de tomar una simple biopsia de su cerebro. Y tanto el sargento Parks como el soldado Gallagher han desarrollado, tal como se temía ella desde el principio, unos vínculos inaceptables con el sujeto de experimentación, por culpa de una interacción constante en un entorno parcialmente normalizado. Ahora mismo no hay ninguna garantía de que, si anunciase su intención de obtener muestras de tejido cerebral de Melanie, algún otro miembro del grupo la apoyase.

Así que traza sus planes basándose en la idea de que ya ha anunciado tales intenciones y las han rechazado.

Despliega y monta la esclusa de la sección central. Su diseño, basado en una serie de elementos plegables, es tan ingenioso que, a pesar de la torpeza de sus manos, le resulta bastante sencillo abrirla. Ya no es solo el problema de las vendas: la anterior delicadeza del tejido inflamado ha dado paso a una pérdida de sensibilidad y capacidad de respuesta general. Les dice a sus dedos que hagan algo y ellos comienzan a moverse despacio y con titubeos, como un coche arrancado en invierno.

Pero persevera. Una vez extendida, la esclusa encaja en ocho acanaladuras, cuatro en el techo del vehículo y otras cuatro en el suelo. Hay que introducir un extremo en cada uno de ellas y luego anclarlos con un soporte de manguito que se aprieta con una manivela. Caldwell tiene que usar ambas manos y una llave. Mucho antes de que termine, sus manos recuperan la sensibilidad, y comienza a sentir un dolor penetrante e incesante. La agonía la hace sollozar muy a su pesar.

Las partes delantera y lateral de la esclusa están hechas de un plástico superflexible pero extremadamente resistente. Las partes superior e inferior hay que sellarlas con una solución rápida, aplicada por medio de un aparato portátil. Caldwell se ve obligada a sujetarla con el codo izquierdo y usar el pulgar de la mano derecha para apretar el botón.

Al terminar está todo hecho un desastre, pero para asegurarse de que el sello funciona a la perfección expulsa todo el aire de la esclusa y comprueba que la presión cae lentamente hasta cero.

Muy bien.

Vuelve a bombear aire fresco hasta que la esclusa recupera la presión normal. Anula el control manual de las puertas y lo redirige a su ordenador, en el laboratorio. Deja las dos puertas cerradas, pero solo la interior con llave. A continuación introduce una botella de gas fosgeno en la cámara de reserva de la esclusa. Ya había reparado en la presencia del fosgeno durante el registro inicial de los contenidos del laboratorio y entonces supuso que serviría para sintetizar polímeros orgánicos. Pero también tiene otras aplicaciones, claro, como la asfixia rápida y efectiva de especímenes de laboratorio de gran tamaño sin provocar daños importantes en los tejidos.

Entonces se dispone a esperar. Y mientras lo hace examina sus propios sentimientos con respecto a lo que va a hacer. Es reacia a pensar en los efectos del gas sobre sus compañeros humanos. El fosgeno es más humano que su pariente el cloro, pero eso tampoco es mucho decir. Caldwell espera que Melanie entre primero en la esclusa y pueda cerrar la compuerta exterior antes de que entre nadie más.

Pero sabe que es poco probable. Lo más seguro es que Helen Justineau entre con Melanie, o que cualquiera de ellos preceda a la niña. Esta perspectiva no la preocupa demasiado. Incluso le parece que es de justicia, en cierto modo. Las numerosas intervenciones de Justineau han contribuido de manera muy sustancial a la absurda situación en la que se encuentran, en la que se ve obligada a conspirar para recuperar el control de su propio espécimen.

Pero espera que al menos no sea necesario asesinar a Parks o a Gallagher. Lo más probable es que los dos soldados se coloquen en retaguardia y vigilen hasta que Justineau y Melanie estén dentro de Rosie. Momento en el que podrá cerrar la puerta para que no entren.

No es un plan perfecto. Y no es que esté deseando cometer lo que, a fin de cuentas, equivale más o menos a un asesinato. Pero las implicaciones de su hipótesis son tan cruciales que renunciar a ella por cuestión de escrúpulos sería un crimen contra la humanidad. Tiene un deber y un intervalo de tiempo para cumplirlo. Un intervalo que, con toda probabilidad, no se medirá en días sino en horas.

Ha arrancado los sellos de la ventana para poder ver al equipo de rescate cuando regrese. Pero el dolor de los brazos y las manos la ha dejado rendida. Muy a su pesar, la vence el agotamiento. Pierde y recobra alternativamente la consciencia. Cada vez que fuerza a sus párpados a abrirse, estos vuelven a cerrarse poquito a poco, en minúsculos incrementos.

Después de una de estas veces, de repente su mirada coincide —a distancia, a través de la ventana— con la de un niño pequeño, que se encuentra frente a la puerta, casi delante de ella.

Un hambriento, obviamente. Su edad al contraer la infección no pasaría de cinco. Está desnudo, flaco e indescriptiblemente mugriento, como las víctimas de las catástrofes que antes del Colapso aparecían en los anuncios para pedir donaciones, en aquellos tiempos de inocencia en los que la muerte de unos pocos miles parecía una catástrofe.

El niño observa a Caldwell con avidez, sin parpadear. Y no está solo. Es tarde ya y las sombras alargadas ofrecen mucha cobertura. Pero, como los detalles de un rompecabezas, los demás hambrientos van saliendo uno a uno del fondo. Una niña mayor, de pelo rojo, escondida detrás de la forma voluminosa de un coche aparcado. Un niño de cabello negro, mayor aún, que se agazapa entre los restos de un escaparate con un bate de béisbol en las manos. Dos más tras ellos, en la propia tienda, con las manos y las rodillas bajo un perchero con vestidos enmohecidos y blanqueados por el sol.

¡Una manada entera! Caldwell está hipnotizada. Ya se había dado cuenta, cuando Parks y su gente le dijeron que los sujetos habían desaparecido de la campiña, que eso podía significar muchas cosas. Una posibilidad que en su momento le pareció poco plausible, pero ahora ya no tanto, era que los niños infectados poseyeran la inteligencia suficiente para darse cuenta de que el sargento y sus hombres eran una amenaza y hubieran decidido mudarse a nuevos territorios de caza.

Caldwell se fija en que el niño del pelo negro indica algo a los otros dos con un gesto de la cabeza y ellos se colocan a su altura para ver a qué se refiere. Está claro que es el líder. Además, es uno de los pocos que no está totalmente desnudo. Lleva una chaqueta de camuflaje sobre unos hombros estrechos y huesudos. En algún momento habrá matado a un soldado y habrá decidido quedarse con su pellejo además de con su carne. Su rostro es un torbellino de manchas de colores, una exhibición tribal de estatus y fuerza.

Caldwell mira cómo se mueve el grupo de niños. Igual que una manada. Les ve intercambiar señales con gestos silenciosos y expresiones faciales. Les ve coordinar sus esfuerzos contra esa cosa desconocida que ha aparecido entre ellos.

Puede que sea el sonido, el constante zumbido del generador, lo que los ha atraído. O puede que siguieran a Justineau o a Gallagher en una de sus excursiones y lleven un rato vigilando a Rosie. Pero al margen de la razón, ahora la han visto.

Y no solo eso, sino que la están acechando.

A pesar de que está parapetada tras un cristal irrompible, dentro de un tanque gigantesco cuyo armamento podría reducir a escombros y polvo todos los edificios que lo rodean. A pesar de que no tienen ninguna forma evidente de llegar hasta ella o evaluar el riesgo que representa. A pesar de que, y esto es crucial, no pueden olerla desde el otro lado del acero, el cristal, los polímeros y los sellos estancos.

La identifican como presa y reaccionan de manera acorde.

Cuando Caldwell se levanta y sale lentamente del laboratorio en dirección a la compuerta central, al principio no es consciente de haber tomado la decisión. Pero es una buena decisión. Está justificada por una serie de razones.

Devuelve el control de la puerta al panel que hay junto a la propia esclusa. A continuación abre y cierra varias veces la compuerta exterior, para comprobar su capacidad de respuesta a diferentes velocidades. Bajo su atenta mirada, las válvulas hidráulicas, gruesas como antebrazos, se extienden y contraen con suavidad encima y debajo de la puerta. Incluso en el tercer nivel de velocidad —y hay otros siete más rápidos— calcula que las válvulas ejercen una presión superior a los seiscientos cincuenta newtons por metro. En cambio, la compuerta interior cuenta con servomecanismos más sencillos. Nunca se pensó que tuviera que hacer las veces de segunda jaula de contención.

Caldwell enumera una serie de factores. Es imposible saber si el sujeto de experimentación 1 volverá de la expedición. Si lo hace, no está nada claro que la emboscada que le ha preparado salga bien. E incluso en el caso de que lo haga, no hay forma de saber cómo responderán los supervivientes a la muerte de quienes queden atrapados en la esclusa.

Pero la verdad, o al menos una parte de ella, es que no puede resistirse. Esos monstruos quieren cazarla. Así que decide cazarlos a su vez y aprovecharse de sus esfuerzos en beneficio de sus propios planes.

Deja la compuerta exterior totalmente abierta y la interior en parte. Se pega a la abertura y espera.

Su cuerpo sigue empapado de sudor por los esfuerzos anteriores. Sabe que sus feromonas están propagándose desde su piel a lomos de los turbulentos gradientes del aire en proceso de enfriamiento de la tarde. Cada vez que respira, los niños hambrientos inhalan su olor. Puede que sean inteligentes, cooperativos y astutos. Pero su naturaleza es la que es, así que solo es cuestión de tiempo que respondan.

La niña de pelo rojo es la primera que se mueve. Sale de detrás del coche y avanza a campo abierto en dirección a la tentadora puerta abierta de Rosie.

El niño de la chaqueta de camuflaje hace un ruido semejante a un ladrido. La niña de cabello rojo se para, a regañadientes, y se vuelve hacia él.

El más pequeño de los niños del escaparate pasa corriendo por delante de ella como un proyectil y se abalanza hacia la puerta. Es algo tan repentino y tan rápido que Caldwell, a pesar de que lo estaba esperando, apenas tiene tiempo para reaccionar.

Pulsa el interruptor con el pulgar.

El niño traspasa la puerta exterior de un salto y vuela sobre Caldwell con los brazos estirados.

Antes de que pueda alcanzarla, la compuerta interior se activa.

Caldwell ha subestimado la fuerza de los servos. La puerta se cierra como un cascanueces sobre el cuerpo del niño hambriento y le aplasta las costillas. El hambriento abre la boca para gritar, pero sus pulmones están terminal e irremisiblemente colapsados. Gritar es imposible. Ha quedado atrapado con un brazo detrás del torso, dentro de la esclusa, y el otro fuera. Y aunque sea en vano, todavía intenta alcanzar a Caldwell con los finos dedos estirados. Uno de ellos le roza la manga de la bata de laboratorio, pero la infección no se puede contraer con un arañazo, únicamente por contacto con la sangre o la saliva. Mientras lleve las gafas y la máscara no está en peligro.

Caldwell se fija en que la cabeza está totalmente intacta. Siente un torrente de entusiasmo abrumador y se echa a reír en voz alta.

Solo es media carcajada. El resto se lo traga algo que entra como una flecha desde la calle y la golpea en la mandíbula desgarrando el alambre y el papel de la máscara. Siente una agonía indescriptible. La boca se le llena de sangre mientras los trozos de sus dientes rechinan en su interior con un ruido sordo que recuerda al de un naufragio.

La piedra cae al suelo teñida de rojo por la sangre. La niña pelirroja ya está cargando otra en la tira de tela descolorida que utiliza como honda.

El cuerpo destrozado del niño mantiene la compuerta interior abierta unos ocho centímetros, mientras que la exterior sigue totalmente abierta y los hambrientos del exterior, sus camaradas, sus amigos, han echado a correr hacia ella con sus improvisadas armas en alto.

La mano de Caldwell se mueve en un acto puramente reflejo y pulsa el control de la compuerta. Comienza a cerrarse, pero se ha olvidado de subir la velocidad de tres a diez. En el último instante la punta del bate se introduce por la abertura y allí se queda, encajada. Los sistemas hidráulicos resoplan y el borde de la puerta muerde el metal del bate y comienza a partirlo. Pero entonces entran a tientas unas pequeñas manos y algunas comienzan a buscar a Caldwell mientras la mayoría lucha con la compuerta para impedir que se cierre.

No pueden llegar hasta ella. Pero tiran de la puerta con determinación al tiempo que cambian de posición para dejar que entren otras y se sumen a sus esfuerzos. Caldwell conoce la potencia de la puerta, así que cuando ve que comienza a abrirse de nuevo, el asombro provoca que su cuerpo se rebele contra su voluntad. Se lleva los puños a la boca mientras retrocede unos pasos, como si pudiera ocultarse detrás de ellos.

El rostro pintado del niño de pelo negro aparece en el hueco de la compuerta. Le clava unos ojos feroces, inyectados en sangre, y al ver sus silenciosas muecas, Caldwell comprende que ahora se trata de algo personal.

Lo que quiere decir que se considera una persona. Y eso es algo asombroso.

Corre a la cabina y baja dos palancas más, las que activan las ruedas y las armas. No puede controlar ambas cosas a la vez, claro. Tendrá suerte si consigue recordar cómo se conduce, sin contar con otra cosa que un par de días de instrucción recibidos hace dos décadas. Durante un momento aterrador, la consola de mandos entera se le antoja extraña y carente de sentido. Tiene que sacar a su cerebro del torrente de adrenalina para recobrar su control consciente.

Lo primero es el botón de la E, que está ahí mismo, en el centro de la columna de dirección. La E es de ELEVAR. Con el siseo de serpiente de los sistemas hidráulicos, el chasis de Rosie se levanta veinte centímetros. Caldwell ve que se dispersan algunos de los hambrientos, pero los golpes y ruidos procedentes de la sección central revelan que algunos de ellos siguen allí.

El pánico le retuerce las entrañas. Tiene que salir de aquí. Sabe que cabe la posibilidad de que se lleve al enemigo consigo, pero si se queda puede darse por muerta. Al final conseguirán abrir la compuerta y la interior los contendrá unos pocos segundos, como mucho.

Coge la palanca de dirección con las manos insensibles, empuja con fuerza hacia delante y reza. Los frenos se desactivan por sí solos. Rosie se sacude como un perro y se pone en movimiento, tan rápida y bruscamente que Caldwell sale despedida hacia atrás y se hunde en el asiento del conductor. Sus manos dejan de empujar la palanca un momento y el coloso derrapa y embiste una farola, que se desprende del suelo con un tintineo parecido a las campanadas que anuncian el comienzo de los combates de boxeo.

Caldwell tiene que agarrar mejor la palanca y empujar con fuerza para enderezar a Rosie. Grita de dolor, pero apenas alcanza a oír su voz bajo el rugido de los motores revolucionados. No tiene ni idea de lo que está pasando en la compuerta de la sección central, porque el ruido de los motores se traga también los sonidos procedentes de allí. Así que empuja con todas sus fuerzas, hasta llevar la columna al final de su recorrido. La calle se convierte en una mancha borrosa y gris.

Hay un segundo impacto y luego un tercero, pero Caldwell solo los percibe como vibraciones. Rosie tiene ya tanto impulso que abre el mundo a su paso como si fuese agua.

Unas figuras aparecen fugazmente en la calle, delante de ella, luego a su lado y luego detrás. ¿Más hambrientos? Una de ellas se parecía a Parks, pero es imposible verificarlo con certeza sin detenerse y eso es algo que no quiere hacer. Es más, de momento ni siquiera recuerda cómo se hace.

Sin embargo, algunas partes de la consola comienzan a parecerle más familiares. Se da cuenta de que no tiene por qué estar ciega. Rosie tiene cámaras a lo largo de toda su longitud, la mayoría de las cuales se pueden girar en todas direcciones. Las enciende y mira hacia las pantallas, situadas a mano izquierda. Una de ellas está centrada en la sección central, donde dos hambrientos han logrado mantenerse agarrados al titán en movimiento. Uno de ellos es el líder, cuya chaqueta ondea en la estela de aire de Rosie como una bandera. El otro es la niña pelirroja.

Caldwell gira a la derecha y sube por una empinada pendiente en la que hay un cartel que indica la dirección de Highgate y Kentish Town. Espera hasta el último momento para virar y entonces tira de la palanca de dirección con todas sus fuerzas para que Rosie se incline bruscamente, pero la pendiente la ralentiza y el efecto no es tan espectacular como ella esperaba. Los hambrientos siguen agarrados y luchando con la puerta entreabierta.

Caldwell ha estado antes en este sitio, hace mucho tiempo. Antes del Colapso. Los recuerdos despiertan en su mente y la inundan de irreales yuxtaposiciones. Casas en las que aspiró en su día a vivir pasan fugazmente por delante de sus ojos, achaparradas y oscuras como viudas en un cementerio español, esperando pacientes la resurrección.

Al llegar a lo alto de la pendiente vuelve a girar. Calcula mal el ángulo y se lleva por delante parte de la pared de un pub que ocupaba la esquina. Rosie ni se inmuta, a pesar de que las cámaras posteriores muestran que el edificio queda en ruinas tras ella.

La calle se estrecha para doblar un recodo antes de describir un amplio y gradual giro hacia el centro de Londres. Caldwell vuelve a apoyar el cuerpo sobre la palanca de dirección y pega deliberadamente el flanco derecho de Rosie a la alargada fachada de lo que parece un colegio. El cartel que hay sobre la puerta reza LA SAINTE UNION. Una lluvia de ladrillo pulverizado cae sobre el parabrisas y se alza un chirrido de metal torturado aún más estruendoso que el rugido del motor. Pero Rosie aguanta y recompensa a Caldwell mostrándole que al menos uno de los hambrientos sale despedido en medio de la pétrea lluvia.

Grita con toda la fuerza de sus pulmones: un chillido de triunfo y desafío que parece el alarido de una banshee. La sangre de su boca herida salpica todo el parabrisas delante de ella.

Vuelve al centro de la calle y echa un vistazo a las cámaras. Ni rastro de los hambrientos. Tendrá que parar para examinar la presa que se ha cobrado y asegurarse de que sigue intacta. Pero los hambrientos que acaba de desalojar podrían seguir con vida. Recuerda la expresión en el rostro pintado del muchacho de pelo negro. La perseguirá mientras le respondan las piernas.

Así que continúa sin parar, más o menos en dirección sur, a través de Camden Town. Más allá se encuentra Euston y a continuación el río. Las calles siguen vacías, pero Caldwell no se fía. Antes vivían once millones de personas en esta ciudad. Algunos de ellos deben seguir detrás de las ventanas cegadas y las puertas cerradas, atrapados a medio camino entre la vida y la muerte.

A estas alturas ya ha recordado cómo funcionan los frenos y reduce la velocidad, intimidada por los ecos que levanta el bramido de los motores de Rosie en estos parajes desolados. Durante un momento estremecedor, tiene la sensación de que podría ser el último ser humano que queda con vida sobre la faz de un planeta necrótico.

Y de que, en realidad, tampoco sería tan grave que la raza que construyó estos mausoleos se tienda en ellos al fin, silenciosa y resignada, hasta convertirse en polvo.

«¿Quién nos echaría en falta?».

Es la depresión de su organismo tras la descarga de adrenalina provocada por la captura del espécimen y la lucha contra sus enemigos. Y la fiebre. Caldwell se estremece y de pronto pierde la visión. Frente a ella, la calle parece disolverse en una mancha grisácea. Es una disfunción repentina y espectacular. ¿Se está quedando ciega? No puede ser. Aún no. Necesita un día más. Unas pocas horas, como mínimo.

Tira de la palanca y Rosie frena bruscamente, con un chirrido.

Bloquea la dirección.

Se pasa una mano sobre la cara y se frota los ojos con el pulgar y el índice para aclararse la visión. Tiene la sensación de que son dos canicas ardientes alojadas en su cráneo. Pero cuando se atreve a abrirlos y mirar por el parabrisas de la cabina, comprueba que funcionan a la perfección.

Porque realmente hay un muro de color gris y casi quince metros de altura delante de ella, tendido de un lado a otro de la calle. Y por fin, tras un minuto o más de estupefacta contemplación, comprende lo que es.

Su némesis, su poderoso adversario. El Ophiocordyceps.

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