Melanie

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La señorita Justineau está furiosa, así que Melanie hace lo que puede por estarlo también. Pero no le resulta fácil, por varias razones.

Aún está triste por el asesinato de Kieran y es como si la tristeza impidiese que se inflamara la furia. Y el hecho de que la doctora Caldwell se haya marchado en el gran camión significa que Melanie no tendrá que volver a verlos, y cuando lo piensa le dan ganas de dar saltos y agitar los puños en el aire.

Así que mientras que el sargento Parks utiliza todos los tacos que conoce (o eso parece) y la señorita Justineau está sentada al pie de la calle con mirada triste y aturdida, lo que Melanie hace es pensar «Adiós, doctora Caldwell. Váyase muy, muy lejos, y no regrese».

Pero entonces la señorita Justineau dice:

—Se acabó. Estamos muertos.

Y eso lo cambia todo. Melanie deja de pensar en lo que siente y piensa en lo que va a pasar, y al hacerlo siente repentinamente un frío en el estómago.

Porque la señorita Justineau tiene razón.

Ya han gastado todo el inhibidor que les quedaba. Su olor es realmente intenso, hasta el punto de que le sorprende poder estar tan cerca de ellos sin sentir deseos de morderlos. De algún modo se ha acostumbrado a ello. Es como si la parte de ella que solo piensa en comer y comer estuviese encerrada en una cajita y no tuviera que abrirla si no le apetece.

Pero eso tampoco les va a servir de mucho a la señorita Justineau y al sargento Parks. Tendrán que seguir su viaje a través de la ciudad, oliendo a comida, y no pasará mucho tiempo antes de que se encuentren con alguien más que quiera devorarlos.

—Tenemos que seguirla —dice Melanie con tono de urgencia, ahora que sabe lo que está en juego—. Tenemos que volver allí dentro.

El sargento Parks le lanza una mirada intrigada.

—¿Puedes hacerlo? —le pregunta—. ¿Como hiciste con Gallagher? ¿Hay un rastro?

Melanie no lo ha pensado hasta este momento, pero ahora respira hondo… y lo encuentra al instante. Hay un rastro tan fuerte que es como si fluyese un río por el aire. Tiene una parte de la doctora Caldwell y una parte de otra cosa, que podría ser un hambriento, o más de uno. Pero sobre todo es el penetrante hedor químico de los motores de Rosie. Podría seguirlo con los ojos vendados. Podría seguirlo mientras duerme.

Parks lo ve en su cara.

—De acuerdo —dice—. En marcha.

Justineau se lo queda mirando, estupefacta.

—¡Iba a cien por hora! —dice con la boca retorcida en una mueca de rabia—. Ha desaparecido. Es completamente imposible que la alcancemos, por Dios.

—Eso no lo sabremos hasta que lo intentemos —replica Parks—. ¿Quiere tumbarse y morir, Helen, o intentarlo?

—Hagamos lo que hagamos acabaremos igual.

—Pues entonces muera de pie.

—¡Por favor, señorita Justineau! —suplica Melanie—. Vamos un poco, al menos. Cuando oscurezca podemos parar y buscar un sitio para ocultarnos.

Pero lo que está pensando es que tienen que salir de estas calles, donde viven y cazan los niños hambrientos que son como ella. Piensa que tal vez podría proteger a la señorita J contra hambrientos normales, pero no contra el niño de la cara pintada y su tribu feroz.

El sargento Parks extiende una mano. La señorita Justineau se la queda mirando, pero él la mantiene allí hasta que al final la acepta. La ayuda a ponerse en pie.

—¿Cuántas horas de sol nos quedan? —pregunta.

—Dos, más o menos.

—No podemos seguir en la oscuridad, Parks. Y Caroline sí. Tiene faros.

Parks lo reconoce con un seco cabeceo de asentimiento.

—Continuaremos hasta que esté demasiado oscuro. Luego nos atrincheraremos. Por la mañana, si el rastro sigue siendo claro, lo seguimos. Si no, buscamos alquitrán, o creosota o cualquier otra mierda que enmascare nuestro olor, como hacen los chatarreros, y continuamos hacia el sur.

Se vuelve hacia Melanie.

—Adelante, Lassie —dice—. Haz tu trabajo.

Melanie vacila.

—Creo que… —dice.

—¿Sí? ¿Qué pasa?

—Creo que seguramente pueda correr mucho más que ustedes, sargento Parks.

Parks se echa a reír, con una carcajada breve y ronca.

—Sí, yo también lo creo —dice—. Haremos lo que podamos. Mantente a la vista, eso es todo.

Entonces se le ocurre una idea mejor y se vuelve hacia Justineau.

—Déjele el walkie-talkie —le dice—. Si la perdemos que nos llame y nos indique por dónde seguir.

Justineau le entrega a Melanie el aparato y el sargento Parks le enseña cómo llamar y recibir con él. Es muy fácil, aunque está diseñado para dedos mucho más grandes que los suyos. Practica hasta que consigue hacerlo bien. Entonces Parks le explica cómo colgárselo de la cinturilla de los vaqueros rosa del unicornio, donde parece ridículamente grande y aparatoso.

La señorita Justineau le ofrece una sonrisa de aliento. Pero por debajo, Melanie vislumbra todos sus miedos, su tristeza y su agotamiento. Qué poco le falta para sucumbir…

Se acerca a ella y le da un breve pero sentido abrazo.

—Todo saldrá bien —le dice—. No dejaré que le pase nada.

Es la primera vez que se abrazan así, la primera vez en que es Melanie quien ofrece el consuelo en lugar de recibirlo. Y se acuerda de que la señorita Justineau le hizo exactamente la misma promesa, aunque no sabría decir exactamente cuándo. Siente una punzada de nostalgia por aquel momento, pasara cuando pasase. Pero sabe que no se puede ser un niño eternamente, por mucho que uno quiera.

Echa a correr, cada vez más deprisa. Pero no pasa de una velocidad que puedan seguir los dos adultos. Al llegar a cada intersección aguarda a que aparezcan antes de continuar. Con walkie-talkie o sin él, no piensa dejarlos solos ahora que está llegando la noche. Una noche, que, bien lo sabe ella, alberga cosas espantosas.

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