Maya

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La carta a Vera » Bellis perennis

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—Pero existe otra explicación completamente diferente, y es la explicación por la que apostaban Ana y su familia. Han sido gitanos durante generaciones. Yo sólo he sido gitano durante unos años.

Miró de repente el reloj, y en el instante en que iba a preguntarle por la explicación que tenía Ana de por qué era idéntica a una mujer que vivió en este planeta hace doscientos años, dijo:

—Lo malo es que tengo que marcharme. Ya llego con un cuarto de hora de retraso a una cita muy importante.

Me sentí un poco estafado y él debió de darse cuenta porque, antes de desaparecer corriendo, me puso una mano sobre el hombro y dijo:

—Tengo muchas cosas que arreglar estos días. Se trata de obligaciones muy tristes, pero también de algunas muy agradables. El andar por el Prado buscándote ha sido una de las agradables. Tengo, además, otras cosas en que pensar.

Y con ello se dirigió a toda prisa hacia la salida del Botánico.

Me quedaban muchas preguntas sin responder. No sabía aún quién era el enano de Sevilla, no sabía cuál era la explicación de la propia Ana sobre su parecido con los retratos, no sabía nada más acerca de El Planeta, ni sobre el bisabuelo de la joven, que murió tras una pelea en 1894. Necesitaba además una explicación de todo lo referente a las curiosas frases recitadas constantemente por Ana y José en Taveuni. Ni siquiera habíamos fijado una nueva cita José y yo. ¿O sabía que me alojaba en el Palace? ¿Llegué a mencionarlo?

Lo único que había sacado en claro era lo del funeral el próximo viernes en la Iglesia de Santa Ana. Por cierto, otra vez una de esas irritantes igualdades en los nombres.

Me sentí tan solo en ese momento en el Botánico que se me ocurrió que tal vez podría pedirte que vinieras conmigo a Sevilla a pasar el fin de semana. En mi opinión me lo debes, después de haberte reído tanto cuando reconocí a Ana y José a orillas del Tormes. Al menos podías hacerme el favor de acompañarme a un funeral al que me parece importante asistir.

Cómo te reías, Vera. Pero la risa nunca está muy lejos del llanto, porque la felicidad es frágil como el cristal. Eso lo hemos aprendido muy bien tú y yo.

Eché un vistazo a Carlos de Linneo. Tal vez fuera él quien bautizó con el nombre Bellis perennis a la maya. Fue uno de los que intentaron entender algo más de este sorprendente mundo en el que cada uno de nosotros estamos de paso.

De camino al hotel entré otra vez en el Prado y me dirigí a las salas de Goya. Tenía que volver a estudiar exactamente cómo era Ana María Maya aquel día en que echó a correr tras un enano en los jardines del Alcázar. La Niña del Prado no había cambiado mucho durante los meses transcurridos desde que yo la vi en Taveuni. En Salamanca sólo la había visto un instante, cuando salió apresuradamente del café. Pero el enano, aquel enano, había tomado una foto de Ana en la Galería del Grutesco.

¿Para qué quería esa foto?

Comí algo en un bar y estuve vagando por las calles antes de volver al hotel. Cuando por fin llegué a mi habitación, me acerqué a la ventana y miré la plaza de Neptuno, el Ritz al otro lado y el edificio del Prado. Allí dentro colgaban dos cuadros de Ana María Maya.

En ese momento decidí hacer todo lo posible para llevarte conmigo a Sevilla, para lo cual tendría que contarte la larga historia que llevo dos días con sus dos noches martilleando dentro de la memoria de mi ordenador portátil.

Me senté junto al escritorio, encendí el ordenador, anoté la fecha, 5 de mayo de 1998, y empecé a trabajar con el texto, párrafo a párrafo. Primero hice un borrador de todo lo que había visto y vivido en Oceanía entre noviembre y enero, relaté el vuelo de Nadi a Matei, describí brevemente Taveuni y Maravu Plantation Resort, y conté mi primer encuentro con Ana y José. Así empecé a escribir la carta, antes de volver a ver a José en el Retiro a la mañana siguiente, antes de enterarme de lo que le ocurrió a El Planeta en Marsella casi a la entrada del verano de 1842, y de lo que sucedió en el muelle de Cádiz un día de invierno de 1790.

Hoy es jueves, 7 de mayo, son las cuatro de la tarde, y no faltan ya muchas horas para que coja el tren rumbo a Sevilla. Tengo delante de mí un montón de fotos, y lo más curioso no son los motivos en sí, sino lo que Ana escribió al dorso de cada una de ellas. También he conseguido una insólita explicación de por qué Ana se parecía tanto a un retrato pintado hace doscientos años.

Desde que entré en la habitación del hotel, tras haber estado con José en el Botánico, han pasado, como ves, dos días con sus dos noches, durante las cuales se me ha hecho cada vez más importante enviarte esta epístola. No me atrevo a arriesgarme a que no la recibas, porque has de venir conmigo a Sevilla mañana, tienes que venir, y espero que te hayas decidido ya cuando leas esto. Aquí y ahora acabo de tomar la decisión de llamarte por teléfono; y en la larga carta constará que intenté ponerme en contacto contigo antes de enviarte todo lo que he escrito, de manera que debes elegir tus palabras cuidadosamente, porque dentro de unas horas volverán a aparecer en la pantalla de tu ordenador.

Estoy junto al escritorio, levanto el auricular y marco tu número de Barcelona…

Obviamente no me acuerdo de cada una de las palabras que pronunciamos, pero a continuación reproduzco cómo creo que transcurrió nuestra conversación telefónica.

—¿Sí?

—Soy yo.

—¿Frank?

—Ana ha muerto.

—Lo sé.

—¿Qué has dicho?

—Que ya sé que Ana ha muerto.

—¡Pero si no la conocías!

—¡No, exactamente, nunca la conocí!

—Entonces, ¿cómo sabes que ha muerto?

—¿Qué es todo esto, Frank?

—¿Cómo demonios sabes que murió?

—No te comprendo. De verdad que no entiendo por qué has montado todo esto.

—Yo tampoco… quiero decir que no comprendo lo que quieres decir con «todo esto».

—¡No fastidies!

—Estoy solo en la habitación de un hotel, y llevo aquí casi dos semanas. Necesito hablar con alguien. Necesito decir a alguien que Ana ha muerto.

—¿Fuiste tú quien le dio a él mi número de teléfono?

—¿Quién es él?

—Dijo que se llamaba José.

—¿Cómo?

—Acaba de llamar un tipo que ha dicho que se había visto contigo en el Parque del Retiro. Luego dijo que te había dado un regalo que debíamos compartir tú y yo. —¿Eso dijo?

—Y luego dijo que Ana había muerto. —¿Te lo dijo a ti?

—¿No sabías que me había llamado? —¡No!

—¿Y qué es ese «regalo»?

—Es verdad que mencionó algo así. Dijo que era para los dos.

—Creo que voy a colgar…

—¿Oye?

—Si no me dices de qué se trata ese «regalo», cuelgo ahora mismo.

—No entiendo por qué eres tan agresiva.

—No soy agresiva.

—Pues por qué estás tan enfadada, si lo prefieres.

—No lo estoy. Sólo te he preguntado por ese «regalo».

—Son unas fotos. Y luego, una especie de manifiesto.

—¿Un qué?

—Un manifiesto.

—Muy bien. Pues puedes quedártelo todo, Frank.

—De verdad que no sabía que te había llamado.

—Pero bien sabrás si le has dado mi número de teléfono.

—No le he dado nada.

—Entonces, ¿le habrás dicho cómo me llamo?

—Eso puede ser.

—¿Un manifiesto?

—Pero no llamo por eso.

—¿Por qué llamas entonces? Tengo bastantes cosas que hacer, ¿sabes?

—¿Recuerdas cómo te reías?… No contestas.

—Fue una noche maravillosa, Frank, de verdad. Tienes que perdonarme que esté un poco irascible, pensé que habías sido tú quien le había dicho que me llamara sobre algo de un regalo para los dos, ¿entiendes? Y luego llamas tú media hora más tarde.

—No tenía ni idea de que te hubiera llamado.

—Sí que recuerdo haberme reído. Claro que pensaba que te lo estabas inventando todo. Las dos cosas son típicas de ti.

—¿Las dos cosas?

—Inventarte historias y hacer que tipos como ése me llamen para hablarme de un regalo.

—Sobre la última parte ya hemos hablado bastante. Si sigues empeñándote en eso voy a ser yo el que cuelgue…

—¿Oye?

—He estado escribiendo día y noche.

—¿Sobre nosotros?

—Sobre Ana y José.

—Mándamelo si quieres. Lo leeré.

—Pero corre mucha prisa, ¿sabes? Enciende el ordenador esta noche. Necesito unas horas más.

—De acuerdo.

—En esa carta tan larga voy a pedirte algo, aunque sea lo último que hagas por mí.

—¿Qué es eso tan importante?

—Si te lo digo ahora, vas a decirme que no.

—Dilo.

—Quiero pedirte que vengas conmigo al funeral de Ana mañana por la tarde. Es en Sevilla.

—Ya me lo has preguntado.

—¿Sí?

—Si no has sido tú, habrá sido el tipo ése que me ha llamado. Da igual.

—¿Te pidió que fueras a Sevilla?

—¿Vas a decirme que no lo sabías?

—¡No! No sabía nada. Tiene que haber llamado a Información.

—Le dije que este viernes no me venía muy bien. Yo no la conocía, Frank.

—Me conoces a mí.

—Afortunadamente no eres tú el que ha muerto.

—Quiero decir que hubo mucha gente en el entierro de Sonia a la que jamás habías visto.

—Eso es distinto.

—No si te digo que Ana fue una íntima amiga mía.

—No entiendo nada. Ya no vivimos juntos.

—¿Pero acudirías al entierro de mi madre?

—Ahora estás siendo bastante macabro.

—No hace falta que discutamos quién de los dos es más macabro.

—Yo no discuto, de verdad que no. He acabado con todo. Tú y yo ya nos hemos dicho adiós, Frank. ¿Cuándo vas a entenderlo?

—¿Tienes un nuevo amigo?

—Eso fue lo que me preguntaste en el puente. Y luego empezaste a contar todas esas patrañas.

—¿Tienes un amigo?

—Me parece que no tienes ningún derecho a preguntarme eso.

—No seas así. Sólo te pregunto si tienes novio.

—No.

—¿No qué?

—Nunca volveré a casarme.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—Aunque tengo muchos y buenos amigos. Espero que tú también.

—Aquí en España no tantos. Precisamente por eso era muy importante para mí que me acompañaras a Sevilla. Yo pagaré todos los gastos, claro.

—No sé, Frank, de verdad que no sé.

—Entonces dejémoslo por ahora. Pero ¿me prometes leer lo que te envíe esta noche?

—Ya te lo he dicho. Reservaré tiempo para ello.

—Bien. Y luego veremos si cambias de idea.

—¿Sobre qué estás escribiendo? ¿Sobre todo lo que me contaste en el puente?

—En parte, pero entonces no sabía casi nada.

—Me dejas intrigada. ¿No podrías hacerme un resumen?

—No, es imposible. Quiero que tengas todo a la vez. Todo o nada.

—Entonces esperaré hasta la noche.

—Te plantearé un enigma para que tengas algo en qué especular.

—¿Un enigma?

—¿Cómo es posible que una persona que vive hoy sea idéntica a otra que vivió hace doscientos años?

—No lo sé. Además, nadie sabe con exactitud qué aspecto tenía la gente que vivió hace doscientos años.

—Existen retratos pintados.

—Pero ningún ser es idéntico a otro, Frank, ¿No me dijiste que habías estudiado genética?

—Dije que se trataba de un enigma.

—¿Has bebido?

—No empieces otra vez con esas tonterías.

—Creo que no te viene bien beber tanto.

—¿Sabes a quién me recuerdas?

—Te pregunto si has bebido.

—Me recuerdas a un geco.

—¡Déjalo ya!

—Me refiero a un geco determinado.

—¿No tendrás alterado el sistema nervioso, verdad?

—¿Crees en los enanos?

—¿Que si creo en los enanos?

—Olvídalo. El funeral se celebrará en Triana, en la Iglesia de Santa Ana, a las siete de la tarde.

—Ya veremos. Al menos voy a leer lo que estás escribiendo.

—Me hospedo en el Palace.

—Estás loco. Menos mal que ya no compartimos gastos.

—No habría ni escrito ni llamado si no fuera porque todavía me preocupa un poquito saber cómo estás.

—Y yo no creo que hubiera aguantado tanto tiempo una conversación telefónica tan absurda si no tuviera sentimientos parecidos.

—Hasta luego, Vera.

—Hasta luego. Eres muy raro. Siempre lo has sido.

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