Maya

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La carta a Vera » El enano y la foto mágica

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El enano y la foto mágica

El miércoles por la mañana llegué al Prado sobre las nueve, tan sólo unos minutos después de que hubieran abierto el museo. Me dirigí allí con la esperanza de encontrarme con José de nuevo, porque no habíamos quedado en ningún sitio determinado. La siguiente ocasión sería en la Iglesia de Santa Ana, pero allí acudiría muchísima gente.

Volví a pasar por delante de El jardín de las delicias, y me quedé un rato en esa sala, ya que era donde me había encontrado con José el día anterior. Luego subí a la primera planta y me coloqué delante de las dos majas. Permanecí mucho tiempo mirando a Ana a los ojos, y resultó un poco escalofriante comprobar que me devolvía la mirada. No me habría sorprendido demasiado si hubiese guiñado un ojo.

Al cabo de una hora abandoné el museo, subí por la transitada calle Alfonso XII y entré en el parque del Retiro. En las praderas abundaban las mayas de color amarillo, blanco y rojo, Bellis perennis. Estuve paseando por el gran parque contemplando a los niños con su uniforme de colegio, a las parejas de estudiantes, a los jubilados y a los abuelos con sus nietos y a menudo con una bolsa de comida para las ardillas. Vi un gran contraste entre lo maravillosa que en realidad era la vida diaria, y lo normal y corriente que al parecer les resulta a los implicados. Recordé algo que habían dicho Ana y José en Taveuni: «Los elfos están ahora en el cuento, pero son aquello para lo que no hay palabras. ¿Sería el cuento un verdadero cuento si fuera capaz de verse a sí mismo? ¿La vida diaria causaría impacto si estuviera constantemente explicándose a sí misma?».

Había decidido regresar al Prado, pero antes me senté en un banco enfrente del Parterre, con sus flores sistemáticamente colocadas y los arbustos cortados como si fueran esculturas. De repente, José apareció ante mí, como si alguien le hubiera informado sobre mis paseos diarios por el Retiro.

Se sentó a mi lado en el banco, y allí permanecimos varias horas. En las manos tenía un periódico y un gran sobre color sepia. Dijo que se iba a Sevilla en el tren de las doce, y yo volví a asegurarle que acudiría el viernes al funeral. Estoy completamente seguro de que no le dije nada de mi secreta esperanza de que tú me acompañaras. Por otra parte, puede que mencionara tu nombre en Fidji, pero sólo el nombre, aunque sí puede que al inglés le dijese en algún momento tu apellido, y él se quedó en Maravu cuando yo me marché.

José calló durante unos minutos. No sólo la piel de su rostro estaba pálida, todo él presentaba de repente un aspecto casi fantasmal. Recuerdo que me vino a la mente la historia de Orfeo, que había subido del reino de los muertos pero sin conseguir traer consigo a Eurídice.

Por fin me decidí a hablar:

—Estarás pasando unos días muy malos.

Agarró con fuerza lo que llevaba en las manos.

—He estado pensando en el asombroso parecido entre Ana y la mujer de los cuadros de Goya —proseguí—. Intento aceptar la idea de que sólo se trata de una extraordinaria casualidad.

Asintió con la cabeza y parecía estar concentrándose para darme una respuesta. Yo me adelanté a él:

—Pero dijiste que Ana y su familia tenían una explicación muy diferente.

Volvió a asentir con la cabeza.

—Sí, se trata de algo relacionado con una vieja historia, más bien una patraña, en mi opinión. Todo empezó con algo vivido por El Planeta en Francia.

—Cuenta —dije—. ¡Cuéntame!

—En la primavera de 1842, según la leyenda, emprendió un largo viaje desde Cádiz al santuario Les-Saintes-Maries-de-la-Mer, en la Camarga, entre los dos brazos principales del delta del Ródano. Al parecer, llegó a Marsella el 26 de mayo de ese mismo año y trabajó allí una temporada como estibador en el puerto, con el fin de ganar dinero para el viaje de vuelta. Unas semanas más tarde, cuenta la historia, le sucedió lo que luego se ha ido contando de generación en generación, hasta hoy. Dicho sea de paso, se trata de una historia que ya oí muy poco tiempo después de conocer a Ana y su familia. Y te digo de entrada que la historia que voy a contarte tiene muchísimas variantes dentro de la propia familia Maya. Pertenece a una tradición oral, por no decir a un «circuito» de mitos. No he sido capaz de encontrar ningún documento escrito referente a esta tradición andaluza, ni siquiera de tiempos más recientes. Pero al parecer también existe una tradición suiza, totalmente independiente de la andaluza, que se supone tan antigua como ésta última. Procuraré ser breve, y creo que debo centrarme en los elementos más comunes.

—¡Sigue!

—En la tarde de uno de los primeros días de junio de 1842, El Planeta se encontraba en el muelle de Marsella dispuesto a descargar una goleta que estaba atracando. La goleta llevaba señales aparentes de haber sufrido los estragos de una tempestad. Por cierto, se dice que era un barco noruego. Antes de que bajaran la escalera de desembarque, un hombrecillo trepó por la borda, saltó a tierra, y desapareció corriendo entre los cobertizos portuarios.

—¿Un hombrecillo?

—Un enano, un enano vestido de bufón. Al parecer, llevaba un traje de color violeta, y un gorro verde y rojo con las puntas hacia arriba. Atados al gorro y al traje llevaba cascabeles que sonaban cuando corría entre los cobertizos del puerto para esconderse. Y desapareció, como ya he dicho. Había mucha gente en el muelle que lo vio, y los marineros de la goleta hicieron varios comentarios sobre la posible identidad del hombrecillo.

—¿Qué dijeron?

—La goleta venía del Golfo de México, y en algún lugar al sur de las Bermudas había recogido al taciturno enano y a un marinero alemán de una barca. El marinero había contado que procedían del velero María, que había naufragado unos días antes, y que seguramente ellos dos eran los únicos supervivientes.

—¿No dijo nada más?

—También el marinero alemán fue bastante parco en palabras, y además, hubo problemas de entendimiento en el muelle de Marsella esa tarde de junio, porque el alemán no hablaba francés ni español, y al cabo de un rato había desaparecido, igual que el enano. Según una de las versiones, el marinero se estableció como panadero en un pueblo suizo.

—¿Alguien volvió a verlos?

—Al enano sí. El Planeta no tenía otro lugar para dormir que entre los cobertizos del muelle, pues quería regresar a Cádiz en cuanto hubiera ganado algún dinero. Cuando acabaron de descargar la goleta se fue a dormir, y escondido entre unos toneles de vino vacíos, descubrió a un hombre que lloraba desconsoladamente. El Planeta se acercó a él y vio que se trataba del infeliz enano.

—¿Qué le contó?

—No hablaba más que alemán, un idioma tan desconocido para el gitano de Cádiz como el español para aquel hombrecillo. Pero al menos una de las historias que se cuentan sobre ese encuentro entre El Planeta y el enano, señala que el hombrecillo disfrazado intentó cubrirse.

—¿Cubrir qué?

—Su traje de bufón. Al parecer, le era tan necesario ocultarlo como su traje de presidiario a un preso fugado. No quería ser reconocido como bufón. Se supone que El Planeta le prestó una chaqueta, y aquí terminan todas las huellas sobre el enano en Marsella.

—¿El Planeta jamás volvió a verlo?

—Sobre este punto, la tradición se divide. Algunas versiones cuentan que El Planeta y el enano convivieron unos días entre los cobertizos del puerto de Marsella, y que una noche, el enano intentó contar su historia con mímica y con unos dibujos que hizo.

—¿Dibujos?

—Dibujó una baraja, una baraja francesa con corazones, diamantes, tréboles y picas. Luego, al parecer, recitó un pequeño versículo, en alemán se entiende, por cada uno de los 52 naipes de la baraja. El Planeta se acordaba de algunos, aunque fueron recitados en una lengua que no entendía. En el único retrato que se conserva de El Planeta, un grabado en cobre de Francisco Lameyer, muchos opinan que representa a un comodín, o, en otras palabras, un enano. Lo cierto es que se llevó a Sevilla la historia sobre el enigmático enano. Allí era muy conocida, cuando al bisabuelo de Ana le sucedió algo muy extraño exactamente 52 años después, es decir en el mes de junio de 1894.

—Ahora hace 104 años —comenté.

—104 años, así es. El bisabuelo de Ana se llamaba Manuel, y como su propio bisabuelo, era un respetado cantaor que vivía en Triana, o como ya era llamado, «el barrio gitano». Manuel vivió en lo que ahora se denomina la edad de oro del flamenco, con la aparición de los llamados «cafés cantantes» en Sevilla. También fue una persona mítica para la familia, lo apodaban El Solitario, o Manuel el Solitario. Tal vez lo llamaran así por ser un estrafalario, un marginado o un pensador, y tal vez también por ser muy solitario. Varias canciones suyas tratan sobre la soledad en el ser humano. Además, era un buen jugador de cartas, se dice, y le gustaba hacer solitarios. Parece ser que fue un artista polifacético, y un maestro en el arte de leer las cartas. Tal vez fuera lo de los naipes lo que…

José se detuvo de repente, como si se hubiera olvidado de contar algo importante, e intenté que retomara el hilo.

—¿Qué pasó con los naipes? —pregunté.

—Tal vez convenga empezar por el otro extremo.

—No me importa por qué extremo empieces, con tal de que se aten los cabos sueltos al final.

Y continuó:

—Una noche de verano de 1894, Manuel el Solitario estaba paseando por la orilla del Guadalquivir, como hacía cada noche después de cantar en el café cantante de Silverio Franconetti. La madre de Silverio tenía antepasados gitanos, aunque Silverio era considerado un payo, y el que los payos se dedicaran al cante flamenco era una novedad…

—Una noche de verano de 1894, Manuel estaba paseando por la orilla del Guadalquivir —repetí.

—Y esa noche, cuenta la tradición, vio una extraña figura moverse en la oscuridad junto al río, para más detalle entre el puente de Triana y el de San Telmo, a sólo unos metros de la Iglesia de Santa Ana. Tal vez tenga la ocasión de enseñarte el lugar exacto este fin de semana, porque la calle Betis sigue siendo una zona que merece un buen paseo, con su magnífica vista sobre el río hasta la plaza de toros, la Torre del Oro y la Giralda. Bueno, la figura en la oscuridad era, al parecer, un enano.

—¿Allí también? —se me escapó.

—Recuerda que Manuel conocía la vieja historia sobre el encuentro de El Planeta con el enano en Marsella…

—Pero lógicamente no podía tratarse del mismo enano.

José miró fijamente el Parterre. Luego dijo en una voz muy baja, y tal vez más a sí mismo que a mí:

—No, claro que no, no podía tratarse del mismo enano.

—O en ese caso tendría que haber sido muy anciano.

José negó con la cabeza.

—No lo era. Pero Manuel se le quedó mirando, según la abuela de Ana, porque se acordó de la visita de El Planeta a Marsella. De repente, el enano le saludó con el dedo índice, exactamente el mismo gesto que hace El Planeta en el grabado de cobre. Manuel se acercó al hombrecillo, que llevaba un traje normal y corriente entre los payos en aquella época. «¿Está dando un paseo?», preguntó el enano, y así se inició una animada conversación entre el enano y Manuel el Solitario.

—Este enano hablaba español, ¿no?

—Sí, incluso con acento andaluz, aunque de una manera que indicaba claramente que no había nacido ni en Sevilla ni en ningún otro lugar de Andalucía, ni siquiera en la península ibérica.

—¿Y de qué hablaron?

—No esperes demasiado, pues nos estamos refiriendo a una conversación que tuvo lugar hace más de cien años, y he de subrayar que he oído muchas versiones distintas de la misma. Aunque «conversación» tal vez no sea la palabra más adecuada. El enano habló de sus orígenes. He oído contar esta historia a primos hermanos y primos segundos de Ana, y hasta ahora jamás he oído contar igual la misma historia dos veces.

—¡Elige una de ellas! ¡O cuéntamelas todas!

—Haré una combinación de todas ellas. En esta versión resumida, tocaré sólo los puntos en los que coinciden todas las versiones. Además, no tenemos mucho tiempo.

A mí me interesaba oír lo más posible, y me temía que no le diera tiempo, como había sucedido en el Jardín Botánico. Este pálido español de pelo rubio y ojos azules me parecía cada vez más enigmático, y no sabía hasta qué punto podía fiarme de él. Si me estaba tomando el pelo, me hubiera gustado pararle los pies antes de que me dejara en ridículo.

—¡Sigue! —dije.

—El enano se hizo pasar por el mismo personaje al que 52 años antes El Planeta le había prestado una chaqueta, y, por lo visto, supo desde el primer momento que estaba hablando con un bisnieto de aquel hombre. Abrió un saco, del que extrajo una chaqueta muy vieja que entregó a Manuel, presuntamente como una especie de prueba de que estaba diciendo la verdad. Cuando el enano abrió el saco, Manuel oyó un débil sonido de cascabeles bajo el traje del hombrecillo.

—¿Y el enano no era especialmente viejo?

—No, estaba en su mejor edad.

—Empiezo a intuir la relación que esta historia puede tener con Ana. Pero ¿qué más contó el enano?

—Era verdad que el velero en el que llegó a Marsella le había recogido de una barca al sur de las Bermudas, en la cual iba también un marinero alemán. Pero no habían sido rescatados del mar a causa de un naufragio.

—¿Por qué estaba entonces en una barca en medio del mar?

—El enano venía de una isla volcánica que de repente se había hundido en el mar. El marinero alemán llevaba sólo unos días en la isla, tras el naufragio del barco María.

—¿Y el enano?

—El enano había llegado a la isla en compañía de otro marinero ya en 1790, y vivió allí durante 52 años, antes de alejarse a remo de la isla, que empezó a agrietarse para acabar hundiéndose en el mar.

Me reí con sarcasmo.

—Entiendo —dije—. El enano había llegado a una isla en el Atlántico 104 años antes de encontrarse con Manuel en Sevilla. ¿Y seguía en su mejor edad?

Pero José ni siquiera esbozó una sonrisa, más bien al contrario, porque contestó:

—Otros 52 años más tarde, una noche de junio de 1946, fue observado de nuevo en la Plaza de la Virgen de los Reyes, delante de la catedral de Sevilla. Esa plaza, debido a La Giralda y a los altos muros que rodean el Alcázar, tiene una acústica especialmente buena, y se dice que sonaron unos cascabeles cuando el enano cruzó corriendo la plaza, en dirección al Archivo General de Indias y la Puerta de Jerez.

Seguía muy serio, pero yo pensé por un instante que me había dejado engañar. Tal vez José estuviera loco, al menos era un cuentista y, en ese caso, también podía ser que Ana no hubiera muerto.

—¿Vas a decirme ahora que era el mismo enano al que Ana persiguió por los jardines del Alcázar?

Se puso el dedo índice de la mano derecha sobre la boca, negó con la cabeza y contestó:

—Ana lo creía. Estaba completamente convencida. Lo primero que me dijo cuando la alcancé en el jardín de los Poetas fue: «¡Oí los cascabeles!». Esa frase la repitió muchas veces antes de morir. Estamos en 1998 y han transcurrido exactamente 52 años desde 1946.

Hice cuentas. Al parecer, surgía una historia relacionada con ese enano cada 52 años.

—Entonces tendremos que esperar a ver lo que ocurre en 2050 —dije alegremente—. ¿Pero no creerás tú también en esas historias?

Tuve la sensación de que no quiso responderme directamente porque se limitó a repetir:

—Ana las creía firmemente. Durante toda la vida se estuvo preguntando qué podría suceder en Sevilla precisamente este año.

—¿Dijiste que Manuel murió a consecuencia de una pelea?

—Un par de años después de su encuentro con el enano en Sevilla, estaba jugando a las cartas con unos amigos, y ganaba continuamente. Le gustaba hacerse pasar por una especie de mago con facultades especiales para ganar a las cartas sin esfuerzo, y esa noche contó todas las historias sobre el enano de la isla que se hundió en el mar, el encuentro del enano con El Planeta y su propio encuentro con el enano junto a la orilla del Guadalquivir.

—¿Contó algo más de lo que has mencionado?

—Habló también del origen del enano…

—¿Ah sí?

—…y fue precisamente ese punto del cuento el que desencadenó la desgraciada pelea en Triana. La policía me ha confirmado que un tal Manuel fue matado a golpes en Triana en esa época, lo que significa que esta parte de la leyenda es histórica, al menos en lo que se refiere a la pelea.

—¡Sigue!

—Dije que el enano había llegado a la isla tras un naufragio en 1790. Eso sólo es verdad en parte.

Me eché a reír:

—O se llega a una isla en 1790 o no se llega. Ni se va ni se llega en parte.

—Tranquilo. Sólo estoy intentando repetir una vieja historia, es decir, la historia que el enano contó a Manuel el Solitario. A esa isla que luego se hundió en el mar, llegó un marinero solitario, también alemán, tras un naufragio en 1790, y lo único que llevaba el hombre en el bolsillo de la camisa cuando tocó tierra, era una baraja. Vivió completamente solo en la isla durante 52 años, sin otra compañía que la baraja. Era una baraja muy elaborada, en la que cada carta llevaba pintada la figura entera de una persona. Se trataba más bien de personajes de cuentos, porque todos eran bajitos y se parecían bastante a los elfos que aparecen en ellos.

—Tal vez se parecieran a los seres humanos de El jardín de las delicias —sugerí.

—¿Qué has dicho?

Repetí la pregunta y José contestó:

—Puede ser; pero, en el cuadro de El Bosco, las personas están desnudas, y los elfos de la baraja llevaban exquisitos trajes de la época de la Ilustración. Del enano se decía que llevaba un traje color violeta y un gorro con las puntas hacia arriba. Atados al traje llevaba unos cascabeles capaces de anunciar el más leve movimiento del bufón.

—No sé si…

—El marinero náufrago llenaba sus largos días haciendo solitarios, exactamente como Napoleón durante su destierro en Santa Elena. Al cabo de algún tiempo, comenzó a soñar con las figuras de la baraja, pues fueron su única compañía durante muchos años. Soñaba tan intensamente con los elfos humanos de la baraja que le parecía verlos también durante el día. Era como si volaran en torno a él como espíritus ingrávidos. De ese modo, comenzó a mantener largas conversaciones con ellos, aunque, obviamente, era el solitario marinero quien hablaba consigo mismo. Pero una mañana…

—¿Sí?

—Un día, los elfos logran salir de la imaginación del marinero y entrar en el mundo real en una isla desierta del Caribe, la misma a la que había llegado el hombre tras su naufragio. Los elfos habían conseguido abrir la puerta del espacio creador de la conciencia del marinero al espacio creado bajo el cielo. Así, fueron apareciendo uno tras otro, como si salieran saltando de la frente del marinero, y, al cabo de unos meses, la baraja estaba completa. El último en salir fue Comodín, que llegó como esos hijos que nacen mucho más tarde que el resto de los hermanos. El marinero ya no estaba solo, sino que vivía en un pueblo rodeado de 52 elfos vivos, además del pequeño bufón.

—Sufriría de alucinaciones, o se habría vuelto loco tras tantos años de soledad en la isla. No me resulta nada difícil imaginármelo.

—Él se hizo la misma pregunta, si se trataba de alucinaciones. Pero luego, en 1842, llegó aquel joven marinero a la isla tras el naufragio del María. Lo curioso era que también el recién llegado veía los 52 elfos. No obstante, se fijó en que al parecer no tenían ninguna conciencia sobre quiénes eran o de dónde procedían. Simplemente estaban en la isla, lo cual era para ellos tan normal y corriente como es para la mayoría de los seres humanos que haya un mundo en el que vivimos. La única excepción era Comodín. Él no era exactamente como los demás elfos, ¿sabes? Supo penetrar el velo de la ilusión y llegó por fin a entender quién era y de dónde venía. Comprendió que de algún modo milagroso había llegado a un mundo y que se encontraba en medio de un inconcebible cuento de hadas. A Comodín el mundo le parecía un inmenso milagro. O, por usar sus propias palabras, y siempre según Manuel el Solitario: «De repente se encontró en un mundo, y vio un cielo y una tierra». Los elfos daban por sentadas ambas cosas cuando estaban allí. Pero Comodín era diferente, era el marginado que veía todo aquello ante lo que los demás elfos estaban ciegos. O, como él mismo lo expresó: «Comodín merodea intranquilo entre los elfos de azúcar como un espía en un cuento de hadas. Se hace sus reflexiones, pero no tiene ninguna autoridad a quien informar. Sólo Comodín es lo que ve. Sólo Comodín ve lo que es».

—¿Dijiste que luego la isla se hundió en el mar?

José me miró con sus ojos azules, y ya no pude creer que todo eso fueran invenciones suyas. Siguió:

—Y también se hundieron el marinero y los 52 elfos. Sólo el marinero alemán y Comodín lograron escapar a tiempo en una barca de remos. Pero hay algo más que tienes que saber para comprender lo que ocurrió luego.

Eché un vistazo al reloj.

—Cuenta —dije—. ¡Cuéntame!

Sin embargo, tardó unos segundos en continuar:

—Ni Comodín ni los elfos de la isla cambiaron lo más mínimo durante los años que convivieron con el marinero en la isla. El marinero sí envejeció, pero los elfos no tenían ni una sola arruga en la piel ni una mancha en sus coloridos disfraces. Es porque eran de espíritu. No eran de carne y hueso como nosotros, los mortales.

—¿Y la pelea?

—Manuel el Solitario ganó todas las partidas de cartas, y cuando le preguntaron por qué ganaba siempre, contó que había aprendido algunos trucos del enano que El Planeta se había encontrado en Marsella. Eso bastó para que uno de los jugadores, que llevaba perdiendo toda la noche y que además estaba muy borracho de manzanilla, se lanzara sobre él a puñetazos. Manuel murió unos días más tarde a causa de las lesiones. Dejó mujer y dos hijos pequeños, un niño y una niña. Algunos opinan que no recibió el apodo hasta después de contar la historia del marinero y la baraja mágica.

—No sé si debo aplaudir o sólo limitarme a decir «colorín colorado, este cuento se ha acabado».

—No tienes que hacer ni lo uno ni lo otro. Pero tú mismo has expresado tu asombro por el parecido de Ana con la maja de Goya.

Me había olvidado de que todo lo que había contado también tenía que ver con Ana, y pensé que, de alguna manera, también con esa minúscula parte del misterio de la que yo mismo había sido testigo. Dije:

—Ibas a contarme cuál era la explicación de Ana y su familia sobre ese parecido.

—Pero ahora que conoces al pequeño bufón que recorre la historia, tal vez seas capaz de adivinar cuál es la relación entre las dos leyendas. También sabes que hace sólo unos días sacó una foto de Ana en los jardines del Alcázar… Bueno, tengo que irme al tren.

—Espera un poco —dije—. El enano llegó a Marsella en 1842, se encontró con Manuel en Triana en 1894, y cruzó la Plaza de la Virgen de los Reyes en 1946. Y Ana dijo que se trataba del mismo enano que apareció en los jardines del Alcázar en este año 1998.

—Eso es lo que dice la historia, sí.

—Pero en todo caso, el enano no pudo haberse encontrado con Goya. El viejo maestro murió mucho antes de que El Planeta llegara a Marsella.

—Goya murió en 1828.

—E incluso si el enano hubiera llegado a conocer a Goya, no conoció a Ana hasta mucho, muchísimo tiempo después de que el gran artista pintara sus majas desnuda y vestida.

—Vayamos por partes.

—¡Sí, venga! Me has prometido que al final vas a atar todos los cabos sueltos.

—El marinero que se llevó una baraja mágica a la isla que se hundió en el mar, salió en un barco desde Cádiz a principios del año 1790. Era un bergantín español llamado Ana, un nombre nada raro para un barco en aquella época. Ana navegó primero hasta Veracruz, en México, y en el viaje de vuelta a Cádiz se hundió con una gran carga de plata. Todo esto ocurrió, lo he comprobado en viejos anales y registros de barcos.

—¿Has comprobado que un bergantín llamado Ana se hundió realmente con una gran carga de plata en 1790, cuando se dirigía a Cádiz?

—Así es, aunque según los anales el barco se hundió con todos a bordo. Nada indica que hubiera supervivientes.

—Y digamos que no los hubo, ya que el marinero volvió a naufragar en la isla desierta 52 años más tarde, sin haber podido volver a la civilización.

—Veo que estás atento. Pero cuando salió de Cádiz, en 1790, llevaba consigo una baraja. No sé si necesito contar que existe una leyenda propia sobre esa extraña baraja o, mejor dicho, sobre cómo la consiguió el marinero.

—Sí, sí —dije—. Quiero oírlo también.

—El barco, procedente de Sanlúcar de Barrameda, antes de hacerse a la mar en 1790, pasó un breve tiempo en el muelle de Cádiz, donde había, como de costumbre, gitanos vendiendo de todo, desde naranjas y aceitunas, hasta puros, mecheros y naipes a los marineros a punto de cruzar los grandes mares. La leyenda cuenta que nuestro marinero compró esa extraña baraja a un niño gitano de unos seis años llamado Antonio, quien mucho más tarde sería conocido como el legendario cantaor El Planeta.

—¿Y la edad coincide?

—El Planeta nació en Cádiz alrededor de 1785. Eso puedes comprobarlo en cualquier enciclopedia.

—Sea como sea, es una gran historia —exclamé—. Los gitanos son muy ingeniosos.

—Aquel día, había también en el muelle un enano, lo cual no es en sí tan sorprendente, pero la tradición sostiene que debajo de su ropa normal llevaba cascabeles, es decir, como un bufón.

Contemplé el demacrado rostro de José.

—Creo que el último trozo de la historia debería suprimirse —dije.

—¿Por qué?

—Porque él estaba en la baraja. Estaba en el bolsillo del marinero. Así que no podía estar a la vez en el muelle viendo cómo el barco se hacía a la mar. Además…

En ese momento tuve la sensación de haberme golpeado la cabeza y me detuve.

—¿Además? —repitió José.

—Incluso si estuviera dispuesto a aceptar que ese enano de la baraja mágica no envejeciera como los mortales, porque era de espíritu y no de carne y hueso…

—¿Sí?

—…no podría haber retrocedido en el tiempo. No llegó a Europa hasta 1842, ¿no es así?

Se encendió una chispa en sus ojos azules. Dijo:

—¿No puede retroceder en el tiempo lo que sólo es de espíritu?

—Sí, sí: en el espíritu. Lo que es de espíritu puede moverse hacia atrás y hacia delante en el tiempo.

José asintió con aire aprobador.

—Te estás acercando a la clave. Pero aún queda una curva en el camino, ¿sabes?, llámalo un epiciclo épico, si quieres. La tradición señala precisamente que el enano en cierto modo era fantasía, y lo fantástico no envejece como nosotros. Por eso el enano podía ser tan viejo. Además, se dice que puede moverse hacia atrás en el tiempo, pero no más allá de su propia concepción, por eso no existe ninguna historia sobre El Principito o Alicia en el País de las Maravillas antes de que Saint-Exupéry y Lewis Carroll las contaran, aunque desde entonces hay miríadas de referencias a esas historias por todas partes.

—Yo creía que el enano fue «concebido» por un marinero al otro lado del mar, y al menos después de marcharse el velero Ana.

José se esperaba esta pequeña objeción.

—Comodín procedía de una baraja impresa en Francia a finales de la década de 1780. Desde entonces, hay al menos una persona en el viejo mundo que ha tenido una visión de él, y precisamente hasta allí puede retroceder en el tiempo. Por otra parte…

—¡Venga sigue!

—Se dice que fue observado por la gente en el muelle de Cádiz aquel día de invierno de 1790, pero ahí se pierden todas las huellas. No hay ninguna leyenda que vaya más atrás en el tiempo de ese día. No hay rastro de él en el tiempo anterior a ese día.

—¿Y Ana creía en todo esto?

José hizo un gesto negativo y dijo:

—Ella conocía todas las historias sobre El Planeta, Manuel el Solitario y su tío abuelo, que murió hace unos años, y no digo que creyera en todo eso, incluso se mostraba un poco molesta de vez en cuando con esas «historias de gitanos» con las que se había criado porque, ya sabes, se suele identificar a los gitanos con engaños y mentiras. Pero estaba segura de que era el enano de los cascabeles al que persiguió por los jardines del Alcázar. «Oí los cascabeles», dijo. Por eso fue tras él. Fue como si hubiera restablecido la credibilidad de la familia.

—¿Y la maja de Goya?

—A eso llegamos ahora. Mientras Comodín está en el muelle viendo marcharse el velero Ana, lleva algo extraño en el bolsillo de su chaqueta, algo de lo que, al parecer, se veía obligado a echar mano cuando tenía que escapar de los borrachos que se burlaban de él por ser un enano.

—¿Qué era?

—Un pequeño retrato de una joven.

—¿Ah sí?

—Se trataba de una miniatura, pintada con una técnica completamente desconocida. No era un grabado en cobre, tampoco una pintura al óleo, y su superficie era tan lisa que recordaba a la seda. Sobre todo era un retrato tan real que se decía que el enano era un artista genial con facultades sobrenaturales. La imagen que mostraba reproducía lo que las personas podemos ver.

De nuevo me desplacé mentalmente al Prado, donde colgaban dos cuadros de una mujer que había estado sentada en un banco en los jardines del Alcázar sólo unas horas antes de morir, y hasta allí llegó un enano que le hizo una foto…

—Sé a qué retrato te estás refiriendo. Pero esa foto se hizo hace sólo unos días.

—Para nosotros sí. Para la gente del muelle de Cádiz, era un retrato aún más nuevo.

—¿Qué quieres decir?

—Pertenecía a un lejano futuro, por eso la gente lo vivió como magia. Se decía que tenía que ser obra del diablo.

—¿Existen realmente tradiciones antiguas que hablan de un enano que llevaba un retrato perfecto de una bella mujer?

—Como historias inventadas, sí, como patrañas, como imaginaciones de gitanos. No creo que la gente creyera en tales historias, pero la leyenda ha mantenido su brillo a pesar de todo. La historia sobre «El enano y el retrato mágico» es una de esas leyendas. Hasta hoy no hemos entendido lo extraña que es la vieja historia sobre el enano con el retrato mágico porque, la historia en sí, es mucho más antigua que el arte de la fotografía.

—¿Y Goya?

—El gran ídolo de Goya fue Velázquez, que vivió en el siglo XVII, procedía de Sevilla y luego se convirtió en pintor de la corte de Felipe IV. El viejo maestro pintó muchos enanos y bufones, pues estaba rodeado de ellos, ya que, como es sabido, en los tiempos de Velázquez era corriente que en la corte hubiera enanos o bufones.

—¿Sí?

—Cuando Goya se encontró con ese pequeño bufón en Sanlúcar de Barrameda, en la primavera de 1797, intentó llevárselo a la fuerza a su estudio para retratarlo.

—¿Y el enano se resistió?

—Gritó y protestó todo lo que pudo, pero el gran pintor era, como sabemos, sordo como una tapia y no oía los gritos del enano. Por fin, al sacar el hombrecillo el misterioso retrato de Ana María Maya, el artista le soltó, porque nunca había visto nada igual. Estaba terminando de pintar La maja desnuda, y pintó la cara de Ana sobre la figura desnuda para ocultar la verdadera identidad de la modelo.

José y yo estábamos sentados en un banco con asientos a ambos lados del respaldo, y en ese momento llegó un señor mayor y se sentó al otro lado. José esperó unos instantes antes de proseguir, esta vez en susurros.

—Nunca fue fácil para Ana ser identificada con la mujer del viejo cuadro, a veces era una verdadera carga. Pero te puedes imaginar que tampoco habría sido nada fácil para una modelo viva en los tiempos de Goya. Una mujer gitana que se hubiera dejado retratar desnuda en esa época, corría el riesgo de perder la vida.

Permanecí unos segundos reflexionando. Luego pregunté:

—¿Existe realmente una tradición gitana que relate esta historia sobre Goya y el enano del retrato misterioso?

Por fin intuí en el rostro de José algo que podía parecerse a una sonrisa. Negó con la cabeza y dijo:

—Las historias se limitan a contar que el enano de los cascabeles estuvo en el muelle de Cádiz cuando el Ana partió, y que mostró el retrato de una mujer tan detallado y natural que la gente enmudeció de asombro. Uno de los que allí estaban era el pequeño Antonio, que luego sería el tatarabuelo de Ana. Así que lo único que se ha podido constatar es que el retrato estaba ya en Sevilla desde el año 1790, es decir, varios años antes de que Goya pintara su gitana o maja desnuda. A mí me parece más que suficiente.

José miró el reloj y dijo que tenía que irse hacia la estación. Sugerí que le acompañaba parte del camino.

Subimos lentamente por el Paseo de Paraguay hasta la Plaza de Honduras en medio del gran parque. José seguía llevando el periódico y el gran sobre color sepia. No se me ocurrió pensar que lo que llevaba en la mano estuviera destinado a mí. Yo iba meditando sobre todo lo que había dicho de los dos naufragios, de El Planeta, de Manuel el Solitario y de ese pequeño enano que aparecía por todas partes.

La historia era como sigue: un enano se encuentra en el año 1790 en el muelle de Cádiz diciendo adiós a un velero a punto de cruzar el mar hacia México. En un bolsillo lleva la miniatura de una joven gitana. Parece que el artista ha logrado pintar a la mujer exactamente como sus ojos la han visto en un gran jardín o patio, porque los colores y los detalles son más nítidos que en los mejores tapices de seda. Pero ¿qué clase de técnica usó el pintor si el papel sobre el que está pintado tiene un grosor de sólo un milímetro? No es una acuarela, tampoco un óleo, ni un grabado en cobre coloreado. Lo más extraño del minúsculo cuadro tal vez sea la superficie tan lisa, como si estuviera pulida con cera o resina. Por el muelle corre además un niño gitano de unos cinco o seis años. Es el tatarabuelo de la mujer del retrato, y es él quien muchos años más tarde llevará a Sevilla el cante flamenco. Más de cincuenta años después, volverá a encontrarse con el enano en Marsella. Entonces no se acordará de haber visto a ese mismo enano hace mucho, mucho tiempo, pero tal vez sí lo recuerde el enano. Y luego: en la cubierta del velero los marineros han comenzado a arriar las velas, pero uno de ellos se vuelve y dice adiós con la mano al enano y al niño gitano, a quien, por cierto, acaba de comprar una baraja. En una de las cartas hay un retrato en miniatura del mismo enano que está en el muelle. Cuando el marinero abra la baraja en una isla desierta tras un naufragio unas semanas más tarde, mirará ese retrato, y en los siguientes años lo estudiará de cerca una y otra vez. Pero ¿se le ocurrirá pensar que se trata del mismo enano que se encontraba en el muelle cuando él salió de Cádiz?

José dijo:

—Desde que Ana era una niña había oído todas esas leyendas sobre el enano del muelle de Cádiz, del enano que bajó saltando de un velero en Marsella, del enano que se encontró con Manuel el Solitario en Triana y del enano que cruzó tan deprisa la Plaza de la Virgen de los Reyes que los cascabeles atados a su traje sonaron como un pasacalle.

—¿Debo suponer que no había oído ninguna leyenda sobre ese mismo enano de los jardines del Alcázar?

José negó con la cabeza, pensativo.

—Pero durante los últimos años había estado muy atenta a lo que podría suceder en 1998. Entre todas las historias, la favorita de Ana era la del enano que logró salvar el pellejo mostrando el retrato mágico de una joven. Por la manera en que el retrato era descrito en los viejos cuentos, Ana se había imaginado que tenía que tratarse de una fotografía, a pesar de que el episodio en el muelle de Cádiz había tenido lugar muchísimo antes de que se hubiera inventado esta técnica. Y luego había otra cosa, algo muy distinto…

—¿Sí?

—Desde que era adolescente, a Ana le decían que se parecía a una mujer de un cuadro de Goya. A ella le hacía ilusión, lo tomaba como un piropo, aunque también le daba algo de vergüenza parecerse a una mujer desnuda. Luego se fue pareciendo cada vez más a la mujer gitana del cuadro, y llegó el día en que ya no sirvió ni la manera de maquillarse ni la de peinarse. Se había convertido en La Niña del Prado, y la una ya no podía separarse de la otra.

—Espera un momento —dije—. Has pasado demasiado deprisa por un punto esencial.

—¿A qué te refieres?

—Aunque Ana hubiera logrado cambiar su aspecto mediante el maquillaje o el peinado, no habría conseguido alejarse un solo milímetro de la cara representada en el cuadro de Goya.

—¿Y por qué no?

—Porque entonces también el cuadro de Goya habría tenido un aspecto diferente.

José reflexionó un instante, luego dijo:

—Claro, tienes razón. El destino no se deja retocar. No es más que una sombra de lo que sucede. Y tal vez debería añadir… bueno.

—¿A qué esperas?

—Sólo aquella mañana en que Ana persiguió al enano por los jardines del Alcázar, y, repito, solamente esa mañana desde que yo la conocía, se puso colorete, algo que sólo hacía muy rara vez cuando bailaba.

Me detuve bruscamente, y dije:

—¡Eso era lo único que le faltaba! Le faltaba el colorete en las mejillas.

José me miró casi asustado, y yo añadí:

—Si Ana hubiera llevado colorete en Fidji, habría pensado inmediatamente en el cuadro de Goya.

Nos pusimos a andar de nuevo.

—Pero ¿por qué se puso colorete justamente aquel día? —preguntó José—. ¿Tú lo comprendes? De esa manera se parecía aún más a la mujer del viejo retrato, era idéntica.

—Hay algo que se llama «la sentencia del tiempo» —comenté—. Además, tu pregunta equivale a preguntar qué viene primero, el huevo o la gallina.

—También hay algo que se llama «amar tu destino».

—¿Relacionó Ana alguna vez su parecido con la maja de Goya con las viejas historias de Cádiz sobre el enano y el retrato mágico?

—Con el tiempo, sí. Un tío suyo fue el primero en interpretar la vieja leyenda sobre el retrato perfecto del enano, en el sentido de que tenía que tratarse de una moderna fotografía en color. Pero, en ese caso, tendría que tratarse de la foto de una persona que viviría en la Tierra muchísimo tiempo después de que el enano mostrara la misteriosa imagen en el muelle de Cádiz. Porque una fotografía no miente, siempre tiene un modelo vivo. Y desde entonces, ese aspecto se convirtió en parte de la propia historia. La familia sabía ya que el enano no se hace viejo como nosotros, los mortales. Pero que también fuera capaz de retroceder en el tiempo, era una novedad. En los últimos años, la familia llegó incluso a especular sobre cuál de las hijas de la numerosa familia descendiente de El Planeta podría ser la mujer del retrato, y se insinuaba también que la fotografía tal vez sería tomada en algún momento durante 1998. Y empezaron a estar alerta ante los enanos.

—Y al parecerse Ana cada vez más al cuadro de Goya…

—Sí, algunos opinaron que se estaba cerrando el círculo, y aparecieron algunas historias completamente nuevas que decían que el enano había vendido su retrato mágico al gran pintor. Una de ellas sostiene que la verdadera modelo de Goya fue decapitada por haberse dejado retratar desnuda. Según la tradición, la cabeza sería colgada y se expondría sobre un palo para burla y escarnio. De todo esto no se hablaba en voz alta, al menos no cuando Ana estaba presente.

—¡Pero ella también pensaría en ello!

—Le quitaba importancia. Era capaz de reírse de todo eso. Pero sí, pensaba en ello. Al menos no le fue más fácil vivir con ese enorme parecido con el famoso retrato de Goya. A veces no quería salir. En Sevilla no tanto tal vez pero, en Madrid, la gente se paraba en la calle señalándola con el dedo, algunas personas reaccionaban casi con espanto. No sé, pero tal vez por eso se sentía tan a gusto en el Jardín Botánico. Creo que se ocultaba ahí. Ana estaba estigmatizada. Era como si anduviera con una gran mancha de nacimiento en la cara.

—Por no decir de muerte —señalé.

La cara pálida se contrajo y dijo:

—Porque hay algo más. Durante cincuenta años se ha presagiado que la muchacha de la imagen mágica moriría en cuanto alcanzara la misma edad que la maja de Goya, pero…

Vaciló, y yo le hice gestos para que continuara.

—Eso sólo sucedería si se entregaba a un hombre. Era, por así decirlo, el castigo por haberse dejado pintar desnuda. Se decía que se había entregado a muchos hombres, y que ya no era una mujer honesta, y así el destino se ocuparía de castigarla si a pesar de todo intentaba tener una vida amorosa.

Me volví hacia él:

—Me parece muy irrazonable, por no decir injusto. No era la mujer de la foto la que se había dejado retratar desnuda. ¿No has dicho que Goya pintó su cabeza sobre el cuerpo desnudo de otra mujer?

Movió la cabeza de un lado para otro, como sopesando lo que acababa de decirle.

—El destino no es justo ni injusto —señaló—, simplemente es ineludible. Es como es. Por eso siempre llega a tener razón.

Me acordé de la lesión de corazón de Ana y dije:

—Has insinuado que Ana murió porque era ya idéntica a la mujer del cuadro de Goya, y todo estaba con ello consumado. ¿No podríamos decir que la modelo de Goya era idéntica a Ana cuando murió, porque dio la casualidad que la foto se le hizo sólo unas horas antes de que se desplomara?

—Da lo mismo. También eso es como lo del huevo y la gallina, un enigma que nunca se puede solucionar, sea cual sea el extremo por el que se empiece. Cuando el enano le hizo la fatídica foto a Ana, la historia sobre la foto del enano se fundió con la historia sobre el parecido de Ana con la maja de Goya. El círculo estaba cerrado. Todo ese enredo de mitos sobre el enano había empezado de alguna manera en los jardines del Alcázar. Y allí acabó también.

Intenté decir algo más:

—No he dicho que crea en esas historias, y creo que tú tampoco…

Me hizo un gesto para que continuara:

—Pregunta lo que quieras.

Dije:

—Ana padecía una lesión de corazón. No podía bailar ni tener hijos, porque no toleraría los grandes esfuerzos. ¿No fue esa persecución a través de los jardines del Alcázar tan intensa como el baile flamenco?

—Al menos sería el baile de su muerte. Pero ¿por qué echó a correr tras el enano? Porque él le había hecho una foto. Nadie salvo Ana echaría a correr tras un enano sólo porque le han sacado una foto. Pero esa foto que le sacó el enano había perseguido a Ana durante toda su vida. Se había criado con ella.

Nos habíamos ido parando cada metro y medio desde que nos levantamos del banco del Parterre, y cada vez que nos cruzábamos con alguien, José se cuidaba de bajar la voz. Anduvimos un rato sin decir nada. Yo rompí el silencio:

—Dijiste que el enano de Marsella dibujó una baraja para El Planeta y que además recitó un versículo por cada una de las cartas de la misma.

José andaba ya un poco más deprisa.

—El Planeta recordaba algunos de esos versículos, a pesar de que se recitaran en una lengua por él desconocida, y se dice que los apuntó en un trozo de papel tal y cómo los oyó. Parece ser que ese trozo de papel se conservó en la familia hasta los tiempos de Manuel.

—¿Ah sí?

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