Matilda

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El segundo milagro

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El segundo milagro

MATILDA no salió con los demás de la clase. Después de que hubieran desaparecido los otros niños, ella siguió en su pupitre, tranquila y pensativa. Sabía que tenía que contarle a alguien lo que había sucedido con el vaso. No podía guardar para sí un secreto tan importante como ése. Lo que necesitaba era sólo una persona, un adulto inteligente y comprensivo que la ayudara a entender el significado de ese extraordinario suceso.

Ni su madre ni su padre le servían. En el caso de que se creyeran su historia, lo cual resultaba dudoso que ocurriera, era casi seguro que no acertarían a comprender el suceso tan asombroso que había tenido lugar en la clase esa tarde. Sin dudarlo, decidió que la única persona en la que le gustaría confiar era la señorita Honey.

Matilda y la señorita Honey eran las únicas personas que permanecían en la clase. La señorita Honey se había sentado a su mesa y estaba hojeando unos papeles. Levantó la vista y dijo:

—Bien, Matilda, ¿no te vas con los demás?

Matilda dijo:

—Por favor, ¿podría hablar con usted un momento?

—Claro que puedes. ¿Qué te sucede?

—Me ha sucedido algo muy raro, señorita Honey.

La señorita Honey se sintió enseguida interesada. Desde las dos desastrosas entrevistas que había tenido recientemente sobre Matilda, la primera con la directora de la escuela y la segunda con los espantosos señores Wormwood, la señorita Honey había pensado mucho en esta niña y se había preguntado cómo podría ayudarla. Y ahora, allí estaba Matilda, sentada en la clase con una expresión curiosamente exaltada, preguntándole si podía hablar con ella en privado. La señorita Honey no había visto antes aquella expresión tan peculiar, con el asombro reflejado en sus ojos.

—Sí, Matilda —dijo—. Cuéntame eso tan raro que te ha sucedido.

—La señorita Trunchbull no va a expulsarme, ¿verdad? —preguntó Matilda—. Porque no fui yo quien puso ese animal en su jarra de agua. Le prometo que no fui yo.

—Sé que no fuiste tú —dijo la señorita Honey.

—¿Me van a expulsar?

—Creo que no —dijo la señorita Honey—. La directora se enfadó un poco, eso es todo.

—Está bien —dijo Matilda—, pero no era eso de lo que quería hablarle.

—¿De qué quieres hablarme, Matilda?

—Quiero hablarle del vaso de agua con el animal dentro —dijo Matilda—. Usted vio cómo se volcó sobre la señorita Trunchbull, ¿no?

—Claro que sí.

—Bien, señorita Honey. Yo no lo toqué. No me acerqué a él.

—Ya sé que no lo hiciste —dijo la señorita Honey—. Tú escuchaste que le dije a la directora que era imposible que hubieras sido tú.

—Pero es que fui yo, señorita Honey —dijo Matilda—. De eso es precisamente de lo que quería hablarle.

La señorita Honey se quedó un momento en silencio y miró atentamente a la niña.

—Me parece que no te comprendo —dijo al cabo.

—Me enfadé tanto de que me acusara de algo que no había hecho, que hice que sucediera.

—¿Qué es lo que hiciste que sucediera, Matilda?

—Que se volcara el vaso.

—Aún sigo sin entender lo que dices —dijo amablemente la señorita Honey.

—Lo hice con los ojos —explicó Matilda—. Yo estaba mirándolo y deseando que se volcara y entonces sentí en ellos calor y algo raro y salió de ellos una especie de fuerza, y el vaso se volcó.

La señorita Honey seguía mirando fijamente a Matilda a través de sus gafas de montura metálica y Matilda la miraba también a ella fijamente.

—Sigo sin entenderte —dijo—. ¿Quieres decir que en realidad obligaste al vaso a que se volcara?

—Sí —contestó Matilda—. Con los ojos.

La señorita Honey se quedó callada un momento. No creía que Matilda le mintiera. Lo más probable es que, sencillamente, estuviera dando rienda suelta a su viva imaginación.

—¿Quieres decir que, sentada donde estás, le ordenaste al vaso que volcara y él lo hizo?

—Algo así, señorita Honey, sí.

—Si hiciste eso, entonces es el mayor milagro que haya realizado una persona desde los tiempos de Jesús.

—Lo hice, señorita Honey.

«Es extraordinario —pensó la señorita Honey— con qué frecuencia tienen los niños ideas fantásticas como ésta». Decidió poner fin al asunto de la forma más amable posible.

—¿Podrías hacerlo de nuevo? —preguntó amablemente.

—No lo sé —contestó Matilda—, pero creo que sería capaz.

La señorita Honey colocó el vaso vacío en el centro de la mesa.

—¿Le pongo agua? —preguntó, sonriendo ligeramente.

—No creo que importe —dijo Matilda.

—Está bien. Adelante, pues. Vuelca el vaso.

—Puede que tarde algún tiempo.

—Tómate todo el tiempo que quieras —dijo la señorita Honey—. No tengo ninguna prisa.

Matilda, sentada en la segunda fila, a unos cuatro metros de la señorita Honey, apoyó los codos en el pupitre y la cabeza entre las manos. Esta vez dio la orden desde el principio. «¡Vuélcate, vaso! ¡Vuélcate!», ordenó, pero sus labios no se movieron y no produjo ningún sonido. Se limitó a pronunciar las palabras mentalmente. Concentró la totalidad de su pensamiento, de su cerebro y de su voluntad en sus ojos y sintió de nuevo, sólo que mucho más rápidamente que antes, la acumulación de electricidad, la fuerza que comenzaba a manifestarse y el calor que empezaba a sentir en los globos oculares y, luego, los millones de diminutos e invisibles brazos con manos que salían y se dirigían al vaso y, sin hacer ningún ruido, ella siguió gritándole al vaso, desde el interior de su mente, que volcara. Lo vio tambalearse, luego ladearse y, luego, volcar con un sonido tintineante en la mesa, a menos de veinte centímetros de los brazos cruzados de la señorita Honey.

La señorita Honey se quedó con la boca abierta y los ojos tan grandes que podía verse el blanco de ellos. No dijo una palabra. No podía. La impresión de ver realizado el milagro la había dejado sin habla. Miraba boquiabierta el vaso, inclinada sobre él, pero lejos, como si fuera un objeto peligroso. Después levantó la cabeza con lentitud y miró a Matilda. Vio que la niña tenía el rostro blanco como el papel y temblaba, con los ojos vidriosos mirando al frente sin ver nada. Tenía el rostro transfigurado, los ojos desencajados y brillantes y seguía sentada sin hablar, hermosa en medio de aquel silencio.

La señorita Honey esperó, temblando también ella y observando a la niña que, poco a poco, recuperaba la consciencia. Y entonces, de repente, su rostro adquirió un aspecto de tranquilidad seráfica.

—Estoy bien —dijo, y sonrió—. Estoy bastante bien, señorita Honey, no se preocupe.

—Parecías completamente ausente —dijo la señorita Honey en voz baja, atemorizada.

—Lo estaba. Volaba junto a las estrellas con alas de plata —dijo Matilda—. Ha sido maravilloso.

La señorita Honey seguía mirando a la niña con total admiración, como si fuese La Creación, El Principio del Mundo, La Primera Mañana.

—Esta vez vino mucho más rápidamente —comentó muy tranquila Matilda.

—¡No es posible! —exclamó la señorita Honey con voz entrecortada—. ¡No lo creo! ¡Sencillamente, no lo creo! —cerró los ojos y los mantuvo cerrados durante un rato y, cuando los volvió a abrir, parecía haberse recuperado—. ¿Te gustaría venir a merendar conmigo a mi casa? —preguntó.

—¡Oh, sí! Me encantaría —dijo Matilda.

—Está bien. Recoge tus cosas y yo me reuniré contigo fuera, dentro de un par de minutos.

—No le contará a nadie lo que… lo que he hecho, ¿no, señorita Honey?

—No se me ocurriría —dijo la señorita Honey.

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