Matilda

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La casa de la señorita Honey

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La casa de la
señorita Honey

LA señorita Honey se reunió con Matilda fuera de la escuela y las dos anduvieron en silencio por la calle Mayor del pueblo. Pasaron por delante de la frutería, con su escaparate lleno de manzanas y naranjas; de la carnicería, con su exhibición de carne sanguinolenta y pollos desplumados colgados; del pequeño banco y de la tienda de ultramarinos y de la tienda de material eléctrico, y llegaron al otro lado del pueblo, a la estrecha carretera rural donde ya no había gente y muy pocos coches.

Ahora que estaban solas, Matilda se volvió repentinamente muy comunicativa. Parecía como si hubiera estallado una válvula dentro de ella y estuviera liberándose un torrente de energía. Correteaba junto a la señorita Honey dando pequeños saltitos y extendía los dedos como si quisiera dispersarlos a los cuatro vientos y sus palabras salían como fuegos artificiales, a una terrible velocidad. «Era señorita Honey esto y señorita Honey lo otro y, mire señorita Honey, creo honradamente que puedo mover casi todo en el mundo, no sólo volcar vasos y cosas pequeñas como ésa… creo que podría volcar mesas y sillas, señorita Honey… Incluso cuando hay gente sentada en las sillas, creo que podría volcarlas, y cosas mayores también, cosas mucho mayores que sillas y mesas… Sólo necesito disponer de un momento para concentrar la fuerza en los ojos y entonces puedo lanzar esta fuerza a cualquier cosa, en tanto la mire fijamente… Tengo que mirarla muy fijamente, señorita Honey, muy, muy fijamente y entonces noto que todo eso sucede dentro de mis ojos, y los ojos se calientan como si estuvieran ardiendo, pero eso no me importa lo más mínimo, señorita Honey…».

—Cálmate, chica, cálmate —dijo la señorita Honey—. No nos precipitemos.

—Pero usted cree que es interesante, ¿no, señorita Honey?

—Claro que es interesante —dijo la señorita Honey—. Es más que interesante. Pero, a partir de ahora, tenemos que andar con mucho cuidado, Matilda.

—¿Por qué tenemos que andar con cuidado, señorita Honey?

—Porque estamos jugando con fuerzas misteriosas, de las que no conocemos nada. No creo que sean fuerzas malignas. Puede que sean buenas. Puede que sean, incluso, divinas. Pero, lo sean o no, vamos a manejarlas con cuidado.

Eran palabras sensatas de una persona sensata, pero Matilda estaba demasiado emocionada para verlo de la misma forma.

—No veo por qué hemos de tener tanto cuidado —dijo, sin dejar de brincar.

—Estoy intentando explicarte —dijo pacientemente la señorita Honey— que nos enfrentamos con lo desconocido. Es una cosa inexplicable. La palabra apropiada para ello es fenómeno. Es un fenómeno.

—¿Soy yo un fenómeno? —preguntó Matilda.

—Es muy posible que lo seas —respondió la señorita Honey—, pero yo, en tu lugar, no pensaría de momento que se trata de algo especial. Lo que pienso que podíamos hacer es estudiar un poco más este fenómeno, sólo nosotras dos, pero tomándonos las cosas con calma todo el tiempo.

—¿Entonces quiere usted que haga algo más, señorita Honey?

—Eso es lo que estoy tentada de proponerte —dijo precavidamente la señorita Honey.

—¡Estupendo! —exclamó Matilda.

—Probablemente —dijo la señorita Honey—, me desconcierta bastante más lo que hiciste que cómo eres y estoy tratando de encontrarle una explicación razonable.

—¿Como qué? —preguntó Matilda.

—Como, por ejemplo, si tiene algo que ver o no el hecho de que tú eres excepcionalmente precoz.

—¿Qué significa exactamente esa palabra? —preguntó Matilda.

—Un niño precoz —dijo la señorita Honey— es el que muestra una inteligencia asombrosa muy pronto. Tú eres una niña increíblemente precoz.

—¿Lo soy de verdad? —preguntó Matilda.

—Por supuesto que lo eres. Debes saberlo. Fíjate en lo que has leído. Y en las matemáticas que sabes.

—Supongo que tiene razón —dijo Matilda.

La señorita Honey se asombró de la falta de vanidad y de la timidez de la niña.

—No dejo de preguntarme —dijo— si esta repentina aptitud tuya de poder mover un objeto sin tocarlo tiene algo que ver o no con tu capacidad intelectual.

—¿Quiere usted decir que no hay sitio suficiente en mi cabeza para tanto cerebro y, por ello, tiene que echar algo fuera?

—Eso no es exactamente lo que quiero decir —dijo la señorita Honey sonriendo—. Pero, pase lo que pase, lo repito de nuevo, hemos de proceder con sumo cuidado a partir de ahora. No he olvidado ese aspecto extraño y distante de tu cara después de volcar el vaso.

—¿Cree usted que podría hacerme daño? ¿Es eso lo que piensa, señorita Honey?

—Te hizo sentirte muy rara, ¿no?

—Me hizo sentirme deliciosamente bien —dijo Matilda—. Durante unos instantes me sentí volando por las estrellas con alas plateadas. Ya se lo dije. ¿Quiere que le diga otra cosa, señorita Honey? Fue más fácil la segunda vez, mucho más fácil. Creo que es como cualquier otra cosa, que cuanto más se practica, mejor se hace.

La señorita Honey andaba despacio, por lo que la niña podía seguirla sin tener que correr mucho, lo que resultaba muy placentero por aquella carretera estrecha, ahora que habían dejado atrás el pueblo. Era una tarde espléndida de otoño y las bayas coloradas de los setos y espinos empezaban a madurar para que los pájaros pudieran comérselas cuando llegara el invierno. A ambos lados se veían elevados robles, sicomoros y fresnos y, de vez en cuando, algún castaño. La señorita Honey, que deseaba dejar de momento el tema, le dijo a Matilda el nombre de todos y le enseñó a reconocerlos por la forma de sus hojas y la rugosidad de la corteza de sus troncos. Matilda aprendió todo aquello y almacenó esos conocimientos en su mente.

Llegaron por último a un hueco en el seto del lado izquierdo de la carretera, donde había una cancilla de cinco barrotes.

—Por aquí —dijo la señorita Honey, que abrió la cancilla, hizo pasar a Matilda y la volvió a cerrar.

Tomaron un camino estrecho que no era más que una senda de carros llena de baches. A ambos lados había una apretada formación de avellanos, árboles en los que se arracimaban sus frutos de color castaño pardo en sus envolturas verdes.

—Pronto empezarán a recogerlas las ardillas —dijo la señorita Honey— y almacenarlas cuidadosamente para cuando lleguen los fríos meses que se avecinan.

—¿Quiere decir que usted vive aquí? —preguntó Matilda.

—Así es —contestó la señorita Honey, pero no dijo nada más.

Matilda jamás se había detenido a pensar dónde viviría la señorita Honey. La había considerado siempre como una profesora, una persona que surgía de no se sabía dónde, daba clases en la escuela y luego desaparecía de nuevo. «¿Alguna vez nos detenemos a pensar —se preguntó Matilda— dónde van nuestras profesoras cuando terminan de dar sus clases? ¿Nos preguntamos si viven solas o si tienen en casa una madre, una hermana o un marido?».

—¿Vive usted sola, señorita Honey? —preguntó.

—Sí —dijo la señorita Honey—. Muy sola.

Caminaban por las profundas rodadas del camino, bañadas por el sol y tenían que mirar dónde ponían los pies si no querían romperse un tobillo. Se veían algunos pajarillos en las ramas de los avellanos, y eso era todo.

—No es más que la casa de un granjero —dijo la señorita Honey—. No esperes mucho de ella. Ya estamos cerca.

Llegaron a una pequeña puerta verde, medio escondida por el seto de la derecha y casi oculta por las ramas que sobresalían de los avellanos. La señorita Honey se detuvo ante ella.

—Aquí es —dijo—. Aquí vivo.

Matilda divisó un estrecho y descuidado sendero que conducía a una casa diminuta de ladrillo rojo. Era tan pequeña que parecía más una casa de muñecas que una vivienda. Los ladrillos con los que estaba construida eran viejos, desgastados y de color rojo muy claro. El tejado era de pizarra gris y asomaba en él una pequeña chimenea y se veían dos pequeñas ventanas en la parte delantera. Cada ventana no parecía mayor que la plana de un periódico y la casita no disponía de planta alta. El terreno a ambos lados del sendero estaba muy descuidado, lleno de ortigas, zarzas y hierbajos de color pardo. Un roble enorme daba sombra a la casa. Sus imponentes y alargadas ramas parecían envolver y abrazar la casita y, quizá también, ocultarla del resto del mundo.

La señorita Honey, con una mano apoyada en la puerta, que aún no había abierto, se volvió a Matilda y dijo:

—Cuando vengo por este sendero recuerdo algo que escribió un poeta llamado Dylan Thomas.

Matilda permaneció callada y la señorita Honey comenzó a recitar el poema con voz sorprendentemente armoniosa:

Vayas donde vayas, amiga mía,

Por el país de las historias que se cuentan a la luz de la lumbre

No tengas miedo de que el lobo disfrazado de piel de cordero

Brincando y balando, torpe y alegremente, querida mía,

Salga de su guarida, entre hojas humedecidas por el rocío

Para comerse tu corazón en la casita rosada del bosque.

Hubo un momento de silencio y Matilda, que nunca había oído recitar poesía romántica en voz alta, se sintió profundamente emocionada.

—Parece música —murmuró.

—Es música —dijo la señorita Honey que, a continuación y como avergonzada de haber revelado ese aspecto íntimo de sí misma, abrió rápidamente la puerta del jardín y entró en el sendero.

Matilda se quedó atrás. Le asustaba un poco aquel sitio. Le parecía irreal, aislado y fantástico y, por tanto, muy alejado de este mundo. Era como una ilustración de un cuento de los hermanos Grimm o de Hans Christian Andersen. Recordaba la casa en que vivía el pobre leñador con Hansel y Gretel, donde vivía la abuela de Caperucita Roja y, también, la casa de los siete enanitos, la de los tres osos y la de muchos más. Parecía sacada de un cuento de hadas.

—Ven, querida —dijo la señorita Honey, y Matilda la siguió por el sendero.

La puerta principal estaba pintada de verde; se hallaba desconchada y no tenía cerradura. La señorita Honey se limitó a levantar el pestillo, abrió la puerta y entró. Aunque no era una mujer alta, tuvo que agacharse un poco al traspasar la puerta. Matilda la siguió y se encontró en una especie de pasadizo estrecho y oscuro.

—Ven a la cocina y ayúdame a preparar la merienda —dijo la señorita Honey, y la condujo a la cocina, si así podía llamarse.

No era mucho mayor que un armario de buen tamaño y sólo tenía una pequeña ventana que daba a la parte trasera de la casa, debajo de la cual había un pequeño fregadero sin grifos. En otra pared había una repisa, presumiblemente para preparar la comida y, encima de ella, un pequeño armarito. En la repisa había un hornillo de petróleo, un cazo y una botella mediada de leche. El hornillo era del tipo de los que se usan en el campo, que se llena de petróleo, se enciende en la parte superior y, con un émbolo, se da presión a la llama.

—Podrías traer un poco de agua mientras yo enciendo el hornillo —dijo la señorita Honey—. El pozo está fuera, en la parte de atrás. Coge el cubo. Está ahí. En el pozo encontrarás una cuerda. Ata el cubo a un extremo de ella y bájalo al fondo, pero no vayas a caerte dentro.

Matilda, más perpleja que nunca, cogió el cubo y se dirigió a la parte trasera del jardín. El pozo tenía un tejadillo de madera y un sencillo cabrestante del que pendía una cuerda que se perdía en el oscuro agujero sin fondo. Matilda subió la cuerda y ató el asa del cubo a su extremo. La bajó luego, hasta que escuchó un chapoteo y la cuerda se destensó. La subió de nuevo, con el cubo lleno de agua.

—¿Está bien así? —preguntó cuando regresó a la casa.

—Es suficiente —dijo la señorita Honey—. Supongo que no habías hecho esto nunca, ¿no?

—Jamás —dijo Matilda—. Es divertido. ¿Cómo consigue suficiente agua para bañarse?

—No me baño —dijo la señorita Honey—. Me lavo de pie. Saco un cubo lleno de agua, que caliento en este hornillo, me desnudo y me lavo por todas partes.

—¿De verdad que hace eso? —preguntó Matilda.

—Por supuesto que sí —dijo la señorita Honey—. La gente pobre de Inglaterra se lavaba de esa forma hasta no hace mucho. Y no tenían hornillos de petróleo. Tenían que calentar el agua en la lumbre.

—¿Es usted pobre, señorita Honey?

—Sí, mucho —dijo la señorita Honey—. Es un hornillo estupendo, ¿no te parece?

El hornillo rugía con una llama muy fuerte, azulada, y el agua del cazo estaba empezando a hervir. La señorita Honey sacó una tetera del armarito y echó un poco de té en su interior. Sacó también media hogaza de pan moreno. Cortó dos rebanadas delgadas y, luego, de un recipiente de plástico, tomó un poco de margarina y la extendió sobre el pan.

«Margarina», pensó Matilda. «Es cierto que debe de ser muy pobre».

La señorita Honey buscó una bandeja y colocó en ella dos tazas, la tetera, la botella mediada de leche y un plato con las dos rebanadas de pan.

—Siento no tener azúcar —dijo—. No la uso.

—Está bien así —dijo Matilda.

Con su sensatez, parecía darse cuenta de lo delicado de la situación y ponía gran cuidado en no decir nada que pudiera turbar a su acompañante.

—Vamos a llevarla al cuarto de estar —dijo la señorita Honey, cogiendo la bandeja y saliendo de la cocina para dirigirse, a través del pequeño pasadizo oscuro, a la habitación de delante.

Matilda la siguió y se detuvo, totalmente asombrada, a la puerta del llamado cuarto de estar. La habitación era pequeña, cuadrada y desnuda, como la celda de una cárcel. La escasa luz que entraba provenía de una única y diminuta ventana de la pared de enfrente, desprovista de cortinas. Los únicos objetos que había en la habitación eran dos cajas de madera puestas boca abajo, que hacían las veces de sillas, y una tercera caja, colocada entre las otras dos y también boca abajo, que hacía de mesa. Eso era todo. No había un solo cuadro en las paredes ni alfombra en el suelo, que era de toscos tablones de madera sin encerar; entre los resquicios de los tablones se acumulaba el polvo y la suciedad. El techo era tan bajo que Matilda hubiera alcanzado a tocarlo con las puntas de los dedos de un salto. Las paredes eran blancas, pero su blancura no parecía pintura. Matilda pasó la palma de la mano por ella y se le quedó adherido a la piel un polvillo blanco. Era cal, el producto más barato, que se emplea en establos, cuadras y gallineros.

Matilda estaba horrorizada. ¿Era allí donde realmente vivía su aseada y pulcramente vestida profesora? ¿Era allí donde iba tras un día de trabajo? Resultaba increíble. ¿Qué razones había para ello? Seguramente había algo muy extraño en todo esto.

La señorita Honey colocó la bandeja sobre la caja que hacía de mesa.

—Siéntate, querida, siéntate —dijo— y tomemos una taza de té bien caliente. Sírvete tú misma el pan. Las dos rebanadas son para ti. Yo nunca como nada cuando vuelvo a casa. A la hora del almuerzo me doy una buena comilona en la escuela y eso me mantiene hasta la mañana siguiente.

Matilda se sentó con cuidado en una de las cajas y, más por educación que por otra cosa, cogió una rebanada de pan con margarina y empezó a comérsela. En su casa hubiera tomado una rebanada untada de mantequilla y mermelada de fresa y, probablemente, un trozo de tarta. Y, sin embargo, esto era mucho más divertido. En aquella casa se escondía un enigma, un gran enigma, de eso no había duda y Matilda estaba dispuesta a averiguar qué era.

La señorita Honey sirvió el té y añadió un poco de leche en ambas tazas. No parecía preocuparle en absoluto estar sentada en una caja boca abajo, en una habitación desprovista de muebles y tomando té de una taza que apoyaba en la rodilla.

—¿Sabes una cosa? —dijo—. He pensado mucho en lo que hiciste con el vaso. Es un gran poder que tienes, chiquilla.

—Sí, señorita Honey, lo sé —respondió Matilda, al tiempo que masticaba el pan con margarina.

—Por lo que yo sé —prosiguió la señorita Honey—, no ha existido jamás nadie en el mundo que haya sido capaz de mover un objeto sin tocarlo o soplando sobre él o empleando algún método externo.

Matilda asintió con la cabeza pero no dijo nada.

—Lo fascinante —dijo la señorita Honey— sería averiguar el límite real de ese poder. Ya sé que tú crees que puedes mover todo lo que quieras, pero yo tengo mis dudas sobre eso.

—Me encantaría intentarlo con algo realmente grande —dijo Matilda.

—¿Y a qué distancia? —preguntó la señorita Honey—. ¿Tienes que estar siempre cerca del objeto que tratas de mover?

—Francamente, no lo sé —dijo Matilda—. Pero sería divertido averiguarlo.

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