Matilda

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El sombrero y el pegamento

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El sombrero
y el pegamento

A la mañana siguiente, poco antes de que su padre se marchara a su aborrecible garaje de coches de segunda mano, Matilda fue al guardarropa y cogió el sombrero que él llevaba todos los días al trabajo. Tuvo que ponerse de puntillas y servirse de un bastón para descolgarlo de la percha. El sombrero era de copa baja y plana, con una pluma de ave en la cinta, y el señor Wormwood se sentía orgulloso de él. Creía que le daba un cierto aire atrevido y elegante, especialmente cuando lo llevaba ladeado y con su llamativa chaqueta de cuadros y la corbata verde.

Matilda, con el sombrero en una mano y un tubo de pegamento en la otra, depositó un poco de éste con suma pulcritud alrededor del cerco interior del sombrero. Luego, lo volvió a colgar con cuidado en la percha valiéndose del bastón. Calculó con exactitud la operación, aplicando el pegamento justamente en el momento en que su padre se levantaba de la mesa del desayuno.

El señor Wormwood no notó nada cuando se puso el sombrero, pero al llegar al garaje no se lo pudo quitar. Aquel pegamento era un producto muy fuerte, tanto que si se tira demasiado puede arrancarle a uno la piel. El señor Wormwood no tenía ningún deseo de perder el cuero cabelludo, por lo que tuvo que dejarse el sombrero puesto todo el día, hasta cuando ponía serrín en las cajas de cambio o alteraba los cuentakilómetros de los coches con su taladro eléctrico. En un esfuerzo por salvar las apariencias, adoptó una actitud descuidada, confiando en que su personal pensara que, en realidad, quería tener puesto el sombrero todo el día, como hacen los gángsters en las películas.

Cuando llegó a su casa esa noche, seguía sin poderse quitar el sombrero.

—No seas bobo —dijo su mujer—. Ven aquí. Yo te lo quitaré.

Dio un tirón brusco del sombrero. El señor Wormwood soltó un alarido que hizo temblar los cristales de las ventanas.

—¡Aaaay! —gritó—. ¡No hagas eso! ¡Déjalo! ¡Me vas a arrancar la piel de la frente!

Matilda, arrellanada en su asiento habitual, observaba con mucho interés la operación por encima del borde de su libro.

—¿Qué pasa, papá? —preguntó—. ¿Se te ha hinchado de pronto la cabeza o algo así?

El padre miró a su hija recelosamente, pero no dijo nada. ¿Cómo iba a hacerlo? Su mujer le dijo:

—Tiene que ser pegamento. No puede ser otra cosa. Eso te enseñará a no manejar un producto como ése. Supongo que estarías intentando pegar otra pluma en el sombrero.

—¡Yo no he tocado ese asqueroso producto! —rugió el señor Wormwood.

Se volvió y miró otra vez a Matilda, que le devolvió la mirada con sus grandes e inocentes ojos castaños.

La señora Wormwood le dijo:

—Deberías leer las etiquetas antes de usar productos peligrosos. Sigue siempre las instrucciones.

—¿De qué diablos estás hablando, estúpida? —gritó el señor Wormwood, sujetando el ala del sombrero para evitar que alguien intentara quitárselo de nuevo—. ¿Me crees tan idiota como para haberme pegado esto a la cabeza a propósito?

Matilda dijo:

—Un chico que vive en esta calle se metió un dedo en la nariz sin darse cuenta de que tenía un poco de pegamento en él.

—¿Qué le pasó? —farfulló el señor Wormwood, sobresaltado.

—Se le quedó pegado el dedo dentro de la nariz —dijo Matilda— y tuvo que ir así durante una semana. La gente le decía que no se hurgara la nariz, pero no podía hacer nada. Iba haciendo el ridículo.

—Le estuvo bien empleado —dijo la señora Wormwood—. En primer lugar, no debía haberse metido el dedo ahí. Es una costumbre repugnante. Si a todos los niños les pusieran pegamento en los dedos, dejarían de hacerlo.

—Las personas mayores también lo hacen, mami —dijo Matilda—. Yo te vi a ti hacerlo ayer en la cocina.

—¡Estoy harta de ti! —exclamó la señora Wormwood enrojeciendo.

El señor Wormwood tuvo que dejarse el sombrero puesto durante la cena, frente al televisor. Tenía un aspecto ridículo y se mantuvo en silencio.

Cuando fue a acostarse trató de quitárselo de nuevo, y lo intentó también su mujer, pero no cedió.

—¿Cómo voy a ducharme? —preguntó.

—No podrás ducharte —le dijo su mujer.

Más tarde, al observar a su enjuto marido dando vueltas por el dormitorio con su pijama de rayas moradas y el sombrero de copa baja en la cabeza, pensó el aspecto tan ridículo que tenía. Difícilmente podía asociarlo al tipo de hombre con quien sueña una mujer.

El señor Wormwood descubrió que lo peor de llevar puesto siempre un sombrero en la cabeza era tener que dormir con él. Era imposible reposar cómodamente sobre la almohada.

—Deja de dar vueltas —le dijo su mujer al cabo de una hora de moverse de un lado a otro—. Me figuro que por la mañana estará más despegado y saldrá fácilmente.

Pero por la mañana seguía igual y no salía. Así que la señora Wormwood agarró unas tijeras y fue cortando poco a poco el sombrero, primero la copa y luego el ala. En las zonas donde la banda interior se había pegado al pelo, en las sienes y en la parte de atrás de la cabeza, tuvo que cortarlo de raíz, dejándole un cerco blanco pelado alrededor, como si fuera una especie de monje. Y en la frente, donde la banda se había pegado directamente a la piel desnuda, le quedaron pequeños parchecitos de restos de cuero, que no pudo quitarse por más que se lavara.

—Tienes que intentar quitarte esos trocitos de la frente, papá. Parecen pequeños insectos de color marrón. La gente pensará que tienes piojos.

—¡Cállate! —rugió el padre—. Cierra tu asquerosa boca, ¿quieres?

En conjunto resultó una prueba satisfactoria. Pero sin duda era esperar demasiado que le hubiera servido al padre de lección permanente.

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