Matilda

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El fantasma

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El fantasma

EN el hogar de los Wormwood hubo relativa calma durante unas semanas, aproximadamente, tras el episodio del pegamento. Resultó evidente que la experiencia había escarmentado al señor Wormwood, que perdió temporalmente su costumbre de presumir y fanfarronear.

Luego, de repente, volvió a atacar. Puede que hubiera tenido un mal día en el garaje y no hubiera vendido suficientes coches de segunda mano de pacotilla. Hay muchas cosas que vuelven irritables a un hombre cuando llega a casa del trabajo, y una mujer lista aprecia por lo general los síntomas de tormenta y lo deja solo hasta que se calma.

Cuando el señor Wormwood regresó esa tarde del garaje, su rostro era tan tenebroso como una nube de tormenta y alguien iba a sufrir pronto el primer embate. Su mujer notó inmediatamente los síntomas y se esfumó. Matilda estaba acurrucada en un sillón, en un rincón, totalmente absorta en un libro. El señor Wormwood conectó la televisión. La pantalla se iluminó y el programa comenzó a atronar la habitación. El señor Wormwood miró a Matilda. Ésta no se había movido. Estaba entrenada para cerrar los oídos al espantoso sonido de la temible caja. Siguió leyendo y eso, por algún motivo, enfureció a su padre. Puede que su enfado aumentara al ver que ella disfrutaba con algo que no estaba a su alcance.

—¿No dejas nunca de leer? —preguntó bruscamente.

—¡Ah, hola papá! —dijo agradablemente—. ¿Has tenido un buen día?

—¿Qué es esta basura? —preguntó arrancándole el libro de las manos.

—No es basura, papá, es precioso. Se titula El pony rojo y es de un escritor americano llamado John Steinbeck. ¿Por qué no lo lees? Te encantaría.

—¡Porquerías! —dijo el señor Wormwood—. Si lo ha escrito un americano tiene que ser una porquería. De eso es de lo que escriben todos ellos.

—No, papi, de verdad que es precioso. Trata de…

—No quiero saber de qué trata —rugió el señor Wormwood—. Estoy harto de tus lecturas. Busca algo útil que hacer —con terrorífica brusquedad comenzó a arrancar a puñados las páginas del libro y a arrojarlas a la papelera.

Matilda se quedó horrorizada. Su padre prosiguió. No había duda de que el hombre sentía cierto tipo de celos. ¿Cómo se atrevía ella —parecía decir con cada página que arrancaba—, cómo se atrevía a disfrutar leyendo libros cuando él no podía? ¿Cómo se atrevía?

—¡Es un libro de la biblioteca! —exclamó Matilda—. ¡No es mío! ¡Tengo que devolvérselo a la señora Phelps!

—Tendrás que comprar otro entonces, ¿no? —dijo el padre, sin dejar de arrancar páginas—. Tendrás que ahorrar de tu paga hasta que reúnas el dinero preciso para comprar uno nuevo a tu preciosa señora Phelps, ¿no? —al decir esto, arrojó a la papelera las pastas, ahora vacías, del libro y salió de la habitación dejando puesta la televisión.

En la misma situación que Matilda, la mayoría de los niños se hubieran echado a llorar. Ella no lo hizo. Se quedó muy tranquila, pálida y pensativa. Sabía que ni llorando, ni enfadándose, conseguiría nada. Cuando a uno le atacan, lo único sensato, como Napoleón dijo una vez, es contraatacar. La mente maravillosamente aguda de Matilda ya estaba trabajando, tramando otro castigo adecuado para su odioso padre. El plan que comenzaba a madurar en su mente dependía, sin embargo, de que el loro de Fred fuera realmente tan buen hablador como Fred decía.

Fred era un amigo de Matilda. Era un niño de seis años que vivía a la vuelta de la esquina y llevaba muchos días explicándole lo buen hablador que era el loro que le había regalado su padre.

Así pues, la tarde siguiente, tan pronto como la señora Wormwood se marchó en su coche a otra sesión de bingo, Matilda se encaminó a casa de Fred para averiguarlo. Llamó a la puerta y le preguntó si sería tan amable de enseñarle el famoso pájaro. Fred se sintió encantado y la condujo a su dormitorio donde, en una jaula de gran altura, había un loro, de color azul y amarillo, realmente precioso.

—Ahí está —dijo Fred—. Se llama Chopper.

—Hazlo hablar —ordenó Matilda.

—No puedes hacerle hablar —le explicó Fred—. Hay que tener paciencia. Habla cuando quiere.

Aguardaron. De repente, el loro dijo: «Hola, hola, hola». Era igual que una voz humana.

—¡Es asombroso! —exclamó Matilda—. ¿Qué más sabe decir?

—¡No fastidies! —dijo el loro, imitando maravillosamente una voz fantasmal—. ¡No fastidies!

—No para de decir eso —rió Fred.

—¿Qué más sabe decir? —preguntó Matilda.

—Eso es todo. Pero es estupendo, ¿no?

—Es fabuloso —admitió Matilda—. ¿Me lo dejarías una noche?

—No —contestó Fred—. Desde luego que no.

—Te daré mi paga de la semana que viene —dijo Matilda.

Eso era otra cosa. Fred lo pensó unos segundos.

—De acuerdo —dijo—, si prometes devolvérmelo mañana.

Matilda regresó tambaleándose a su casa desierta, llevando la jaula con ambas manos. En el comedor había una gran chimenea y colocó la jaula en la campana de aquélla, fuera de la vista. No le resultó fácil, pero finalmente se las arregló para colocarla.

—¡Hola, hola, hola! —repitió el loro—. ¡Hola, hola!

—¡Cállate, idiota! —ordenó Matilda, y fue a lavarse las manos para quitarse el hollín.

Esa noche, mientras la madre, el padre, el hermano y Matilda cenaban como de costumbre en la sala de estar, frente a la televisión, llegó del comedor, a través del vestíbulo, una voz fuerte y clara. Dijo: «¡Hola, hola, hola!».

—¡Harry! —exclamó sobresaltada la madre, poniéndose blanca—. ¡En la casa hay alguien! ¡He oído una voz!

—¡Yo también! —dijo el hermano.

Matilda se puso en pie de un brinco y apagó el televisor.

—¡Chiss! —ordenó—. ¡Escuchad!

Todos dejaron de comer y se quedaron muy tensos, con el oído atento.

De nuevo escucharon la voz:

—¡Hola, hola, hola!

—¡Está ahí! —exclamó el hermano.

—¡Son ladrones! —susurró la madre—. ¡Están en el comedor!

—Creo que sí —dijo el padre, sin moverse.

—¡Ve, pues, y atrápalos, Harry! —susurró la madre—. ¡Píllalos con las manos en la masa!

El padre no se movió. Al parecer no tenía ninguna prisa por salir y convertirse en un héroe. Su rostro se había vuelto gris.

—¡Vamos, hazlo! —siseó apremiante la madre—. ¡Probablemente estén buscando la plata!

El marido se secó nerviosamente los labios con su servilleta.

—¿Por qué no vamos todos y miramos? —propuso.

—Vamos entonces —dijo el hermano—. Vamos, mamá.

—No hay duda de que están en el comedor —susurró Matilda—. Estoy segura de que están allí.

La madre agarró un atizador del fuego. El padre, un palo de golf que había en un rincón. El hermano asió una lámpara de mesa, arrancando la clavija del enchufe. Matilda empuñó el cuchillo con el que estaba comiendo y los cuatro se dirigieron a la puerta del comedor, manteniéndose el padre bien detrás de los otros.

—¡Hola, hola, hola! —dijo otra vez la voz.

—¡Vamos! —gritó Matilda, e irrumpió en la habitación blandiendo el cuchillo—. ¡Manos arriba! —gritó—. ¡Os hemos pillado!

Los otros la siguieron, agitando sus armas. Luego se detuvieron. Miraron a su alrededor. Allí no había nadie.

—Aquí no hay nadie —dijo el padre, con gran alivio.

—¡Yo lo oí, Harry! —chilló la madre, que aún temblaba—. Está aquí, en alguna parte —añadió, y empezó a buscar detrás del sofá y de las cortinas.

En ese momento volvió a oírse la voz, ahora suave y fantasmal.

—¡No fastidies! —dijo—. ¡No fastidies!

Dieron un brinco, sobresaltados, incluso Matilda, que era una buena actriz. Miraron a su alrededor. No había nadie.

—Es un fantasma —afirmó Matilda.

—¡Que el cielo nos valga! —gritó la madre, agarrándose al cuello de su marido.

—¡Claro que es un fantasma! —dijo Matilda—. ¡Yo lo he escuchado antes! Esta habitación está encantada. Creía que lo sabíais.

—¡Sálvanos! —gritó la madre, casi estrangulando a su marido.

—Yo me voy de aquí —dijo el padre, más gris aún.

Salieron todos, cerrando la puerta tras ellos.

A la tarde siguiente, Matilda se las arregló para rescatar de la chimenea un loro bastante manchado de hollín y malhumorado y sacarlo de la casa sin ser vista. Salió por la puerta trasera y lo llevó, sin dejar de correr, a casa de Fred.

—¿Se portó bien? —le preguntó Fred.

—Lo hemos pasado estupendamente con él —dijo Matilda—. A mis padres les ha encantado.

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