Mashenka

Mashenka


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Lydia Nikolaevna estaba ya en cama. Con cierto nerviosismo había rechazado la invitación de los bailarines, y ahora dormía el ligero sueño de las viejas, por el que cruzaban los sonidos de los trenes, acompañados de las vibraciones de grandes aparadores repletos de temblorosas vajillas. De vez en cuando, su sueño quedaba interrumpido, y entonces oía vagamente los ruidos de la habitación 6. Tuvo un sueño centrado en Ganin, y en este sueño Lydia Nikolaevna ignoraba quién era Ganin y de dónde había venido. En realidad, la personalidad de aquel hombre estaba rodeada de misterio. Y era natural, ya que a nadie había contado su vida, sus vagabundeos y sus aventuras en el curso de los últimos años. Incluso el propio Ganin recordaba como en un sueño su huida de Rusia, un sueño que era como una niebla marina, levemente destellante.

Quizá Mashenka le escribió más cartas, en aquel entonces —principios de 1919—, durante el período en que luchaba en la zona norte de Crimea, pero caso de que así hubiera sido, Ganin no las recibió. La resistencia de Perekop se debilitó, y la plaza cayó. Herido en la cabeza, Ganin fue evacuado a Simferopol. Una semana después, enfermo y desorientado, separado de su unidad, que se había retirado a Feodosia, Ganin fue arrastrado por la enloquecida y horrorosa marea de la evacuación civil. En los campos y laderas de los Altos de Inkerman, donde otrora los uniformes escarlata de los soldados de la reina Victoria habían destacado por entre el humo de los cañones de juguete, la adorable y salvaje primavera de Crimea estaba ya muy avanzada. Algo ondulada, la carretera, blanca como la leche, se perdía en el horizonte, la plegada cubierta del automóvil descapotable temblequeaba, mientras las ruedas saltaban sobre hoyos y jorobas, y la sensación de velocidad, la sensación de primavera, de espacio abierto y del pálido verdor de las colinas se mezcló súbitamente, de modo que le produjo una deliciosa alegría que le hizo olvidar que aquél era el camino que le llevaba fuera de Rusia.

Pletórico todavía de alegría llegó a Sebastopol, y allí dejó la maleta en el Hotel Kist, edificio de piedra blanca, donde reinaba una indescriptible confusión. Borracho de deslumbrante sol y con un sordo dolor en la cabeza, Ganin salió del hotel, pasó junto a las pálidas columnas dóricas del porche, bajó los anchos peldaños de granito, y se dirigió al puerto, donde contempló durante largo rato el azul esplendor del mar, sin que por un instante la idea del exilio turbara sus pensamientos. Luego, volvió a ascender a la plaza, donde se alzaba la estatua del almirante Nakhimov, con larga levita naval y un telescopio, y se adentró por una polvorienta calle blanca, hasta llegar al Cuarto Bastión, y luego visitó el Panorama. Más allá de la balaustrada circular, los viejos cañones, los sacos terreros rasgados de propósito y la arena de circo auténtica formaban el cuadro dulce, del color azul del humo, un tanto sofocante, que rodeaba la plataforma en que se encontraban los curiosos, un cuadro que engañaba a la vista merced a la borrosa calidad de sus límites.

Así quedó grabado en su memoria Sebastopol: antiguo y polvoriento, preso en una ensoñada inquietud muerta.

Por la noche, a bordo del barco, contempló las vacías mangas blancas de los reflectores elevándose hacia el cielo, buscando en él, y descendiendo, en tanto que el agua negra parecía barnizada por la luz de la luna, y más allá, en la neblina nocturna, un crucero extranjero, muy iluminado, permanecía anclado, descansando en los móviles pilares dorados de sus propios reflejos.

Había adquirido pasaje en un sucio barco griego. En la cubierta se apretujaban, morenos y sin un céntimo, los refugiados de Eupatoria, donde el buque había recalado aquella mañana. Ganin se instaló en la mayordomía, donde la lámpara colgante se balanceaba amenazadora; allí había una mesa en la que se amontonaba una multitud de grandes fardos en forma de cebolla.

Luego vinieron varios gloriosos días en el mar. Formando dos flotantes alas blancas, la espuma lo abrazaba todo, al abrazar la proa del buque en su avance; y las verdes sombras de los pasajeros apoyados en las barandas destacaban suavemente contra las brillantes laderas de las olas. El enmohecido mecanismo del timón gemía, dos gaviotas se deslizaron junto a la chimenea, y sus húmedos picos, tocados por un rayo de sol, destellaron como diamantes. Cerca de Ganin un niño griego dotado de una formidable cabeza, comenzó a llorar; su madre perdió la paciencia, y comenzó a escupirle, en un desesperado esfuerzo para que se callara. De vez en cuando, a cubierta salía un fogonero, negro de la cabeza a los pies y con un rubí falso en el dedo índice.

Estos detalles triviales —y no la nostalgia de la patria abandonada— fueron lo que quedó grabado en la memoria de Ganin, como si únicamente sus ojos permanecieran vivos, y su mente hubiera dejado de funcionar, por el momento.

En el segundo día de navegación, apareció Estambul, como una oscura forma en la atardecida de color anaranjado, y se disolvió lentamente, cuando la noche envolvió al buque. Al alba, Ganin subió al puente. La vaga y azul oscura línea de la playa de Scutari fue haciéndose gradualmente visible. Una sedosa franja de ondas se extendía a lo largo de la playa; una barca de remos y un fez negro pasaron silenciosamente. Ahora, Oriente se tornaba blanco, y se levantó una brisa que acarició el rostro de Ganin, produciéndole un salado estremecimiento. De la playa, a sus oídos llegó el toque de diana. Dos gaviotas, negras como cuervos, aleteaban sobre el buque, y, con un sonido como el de la lluvia, un banco de peces salió a la superficie del agua, formando una estructura de evanescentes anillos. Una chalana se acercó al buque; en el agua, bajo la embarcación, se extendió una sombra, cuyos tentáculos desaparecieron inmediatamente. Pero únicamente cuando bajó a tierra, y vio a un turco vestido de azul, dormido sobre un montón de naranjas, tuvo Ganin clara y penetrante conciencia de lo lejos que se encontraba de la cálida masa de su país, así como de Mashenka, a la que amaría siempre.

Todo lo anterior surgió en su memoria, en destellos inconexos, y volvió a replegarse sobre sí, formando un cálido núcleo, cuando Podtyagin, haciendo un gran esfuerzo, le preguntó: «¿Cuándo salió de Rusia?».

Ganin había contestado secamente:

—Hace cinco años.

Luego se sentó en un rincón de la estancia iluminada por la lánguida luz violácea que se derramaba sobre el mantel de la mesa, y que bañaba los sonrientes rostros de Kolin y Gornotsvetov, quienes bailaban muy enérgicamente, silenciosos, en el centro de la habitación. Ganin pensó: «¡Cuánta felicidad! Mañana, no, mañana no, hoy, porque ya es más de media noche… Mashenka no puede haber cambiado, sus ojos tártaros arderán igual, y sonreirá lo mismo que antes». Se la llevaría muy lejos, y trabajaría infatigablemente para ella. Mañana, toda su juventud, su Rusia, regresaba a él.

Con los brazos en jarras, echando la cabeza atrás y sacudiéndola, ora golpeando el suelo con los talones, ora agitando un pañuelo, Kolin evolucionaba alrededor de Gornotsvetov, que, en cuclillas, lanzaba ágil y locamente patadas al frente, más y más veloces, hasta que, por fin, comenzó a dar vueltas sobre sí mismo sobre una pierna doblada. Totalmente borracho, Alfyorov permanecía sentado, balanceando el cuerpo con expresión de beatitud en el rostro. Klara miraba con ansiedad el grisáceo y sudoroso rostro de Podtyagin. El viejo poeta estaba sentado en incómoda postura lateral, en la cama.

—Antón Sergeyevich, piense en su salud —musitó Klara—. Debiera acostarse, es ya la una y media.

¡Qué sencillo sería! Mañana, no, hoy, volvería a verla, siempre y cuando Alfyorov estuviera lo suficientemente borracho. Sólo faltaban seis horas. En estos instantes, dormiría en su compartimento, los postes de telégrafo pasarían volando en la oscuridad, pinos y colinas desfilarían al paso del tren… ¡Cuánto ruido armaban los dos muchachos! ¿Es que nunca dejarían de bailar? Sí, sería pasmosamente sencillo, a veces el destino tenía golpes geniales…

—Bueno, de acuerdo —dijo tristemente Podtyagin.

Emitió un pesado suspiro, y comenzó a ponerse en pie.

Con alegría, Alfyorov musitó:

—¿A dónde va mi gran amigo? Quédese un poco más, hombre…

—Tómese otra copa y cállese —dijo Ganin a Alfyorov, mientras rápidamente acudía al lado de Podtyagin—. Apóyese en mi brazo, Antón Sergeyevich.

El viejo miró vagamente a su alrededor, inició un ademán, como si quisiera apartar una mosca, y de repente, con un débil quejido, se tambaleó y cayó hacia delante.

Ganin y Klara consiguieron cogerle a tiempo, mientras los bailarines comenzaban a ir como enloquecidos de un sitio para otro. Sin apenas mover la lengua estropajosa, Alfyorov tartamudeó con brutalidad de borracho:

—Miren, miren: se está muriendo.

En voz calma, Ganin dijo:

—Deje de correr por ahí y haga algo útil, Gornotsvetov. Sosténgale la cabeza. Y usted, Kolin, agárrele por aquí. No, hombre, esto es mi brazo. Más arriba. ¡Deje de mirarme de esta manera! Más arriba, le he dicho. Klara, abra la puerta.

Entre los tres transportaron al viejo a su dormitorio. Tambaleándose, Alfyorov hizo un esfuerzo para seguirles, pero agitó el brazo lánguidamente, en ademán de despedida, y se sentó a la mesa. Con mano temblorosa, se sirvió más vodka, luego extrajo del bolsillo del chaleco un reloj de níquel y lo dejó en la mesa, ante sí.

—Tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho.

Pasó el dedo por encima de las cifras romanas, lo detuvo, inclinó la cabeza a un lado, cerró un ojo, y, con el otro, observó fijamente la manecilla grande.

En el pasillo, la perra comenzó a ladrar en voz aguda y tono excitado. Alfyorov formó una mueca:

—Asqueroso perrito. Lástima que no lo atropelle un coche.

Poco después, Alfyorov se sacaba un lápiz indeleble y con él trazaba una marca de color malva en el vidrio, sobre el número ocho. Siguiendo el compás del tic-tac, se dijo a sí mismo:

—Viene, viene, viene.

Recorrió la mesa con la vista, se echó a la boca un bombón de chocolate y lo escupió inmediatamente. Un grumo castaño se estrelló contra la pared.

Alfyorov guiñó el ojo al reloj, en su rostro apareció una pálida y estática sonrisa, y volvió a contar:

—Tres, cuatro, cinco, siete.

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