Mashenka

Mashenka


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En la noche, la ciudad guardaba silencio. El encorvado viejo con la negra capa había ya iniciado sus merodeos. Golpeaba el suelo con su bastón, y con un gruñido se inclinaba al frente cuando la aguda punta del bastón descubría una colilla. De vez en cuando pasaba un automóvil. Con menos frecuencia, un nocturno coche de alquiler llegaba y se alejaba por la calle, balanceándose, acompañado del sonido de cascos contra el asfalto. Un borracho con sombrero hongo esperaba un tranvía en una esquina, pese a que los tranvías habían dejado de prestar servicio hacía dos horas por lo menos. Algunas prostitutas paseaban arriba y abajo, bostezando y dirigiéndose a sombríos transeúntes con el cuello del abrigo levantado. Una de estas muchachas abordó a Kolin y Gornotsvetov que avanzaban casi corriendo, pero se apartó de ellos tan pronto su profesional mirada vio las pálidas y afeminadas facciones.

Los bailarines iban en busca de un médico ruso amigo suyo, para que atendiera a Podtyagin. Al cabo de una hora y media, regresaban a la pensión en compañía de un hombre medio dormido, de facciones rígidas y rostro afeitado. Este médico estuvo en la pensión cosa de media hora, produciendo de vez en cuando un sonido de succión, como si tuviera un orificio en una muela, y luego se fue.

Ahora, en la habitación a oscuras había silencio. Allí imperaba aquel silencio pesado, especial y triste que siempre se forma cuando varias personas permanecen sentadas, sin hablar, alrededor del lecho de un enfermo. Ahora, la noche iba muriendo ya. El perfil de Ganin, orientado hacia la cama, parecía labrado en piedra de color azul pálido. A los pies de la cama, en un vago sillón, flotando en las olas del alba, Klara miraba fijamente en la misma dirección que Ganin. Más allá, Kolin y Gornotsvetov estaban sentados muy juntos en el pequeño diván, y sus rostros parecían dos pálidas burbujas.

El médico se había ido, bajando las escaleras tras la negra figura de Frau Dorn, cuyas llaves producían suaves sonidos metálicos, mientras ella se excusaba por hallarse el ascensor averiado. Al llegar abajo, Frau Dorn abrió la pesada puerta, el médico se quitó el sombrero, volvió a ponérselo y desapareció en la azulenca neblina.

La vieja cerró cuidadosamente la puerta, se envolvió mejor en el negro chal y subió las escaleras. Una fría luz amarilla iluminaba los peldaños. Sin que las llaves dejaran de tintinear agradablemente, Frau Dorn llegó al descansillo. Entonces, se apagó la luz de la escalera.

En el vestíbulo, Frau Dorn coincidió con Ganin, quien acababa de salir del dormitorio del enfermo, cerrando cuidadosamente la puerta tras sí. La vieja musitó:

—El médico ha dicho que volvería esta mañana. ¿Cómo está? ¿No ha mejorado?

Ganin se encogió de hombros:

—No lo sé, pero creo que no. El sonido de su respiración es terrible.

Lydia Nikolaevna lanzó un suspiro, y, tímidamente, entró en el dormitorio. En un movimiento idéntico, Klara y los dos bailarines volvieron hacia ella los ojos de pálido brillo, y devolvieron la vista a la cama. La brisa estremeció levemente la ventana entornada.

Ganin recorrió de puntillas el pasillo, y entró en el dormitorio en que se había celebrado la fiesta. Tal como había supuesto, Alfyorov aún se encontraba sentado a la mesa. Su rostro parecía hinchado, y en él había un gris resplandor, resultante de la combinación de la luz del alba con la de la bombilla teatralmente matizada. Alfyorov hacía movimientos afirmativos con la cabeza, y, de vez en cuando, eructaba. Encima del cristal del reloj, ante él, brillaba una gota de vodka, en la que se iba disolviendo la mancha malva del trazo de lápiz indeleble. Sólo faltaban cuatro horas.

Ganin se sentó al lado de aquella embriagada y adormilada criatura, y la contempló durante largo rato, juntas las espesas cejas, apoyada la cabeza en el puño, lo que daba tirantez a la piel del rostro y sesgo a los ojos.

De repente, Alfyorov resucitó, y volvió muy despacio la cabeza hacia Ganin, que dijo en voz lenta y clara:

—Creo que ha llegado el momento de que se acueste, querido Aleksey Ivanovich.

Con dificultad, Alfyorov repuso:

—No.

Y, después de pensar unos instantes, como si tuviera que resolver un difícil problema, repitió:

—No.

Ganin apagó la luz, ya innecesaria, sacó la pitillera y encendió un cigarrillo. Fuera a resultas del frío del pálido amanecer o a resultas de la bocanada de humo de tabaco, Alfyorov pareció serenarse un poco. Con la palma de la mano se frotó la frente, miró alrededor y acercó la mano, con bastante firmeza, a la botella.

A mitad de camino, la mano se detuvo, Alfyorov sacudió la cabeza, y con una floja sonrisa, dijo a Ganin:

—No puedo beber más. Mashenka está al llegar.

Al cabo de un rato, cogió el brazo de Ganin:

—Eh, oiga, usted, como se llame, Leb Lebovich, ¿me oye? Mashenka…

Ganin soltó el humo del cigarrillo, y miró fijamente a Alfyorov. Lo vio todo en un mismo instante: la boca húmeda y entreabierta, la barbita de color de excremento de caballo, los aguados ojos de inseguro mirar.

Alfyorov le había agarrado el hombro, y balanceándose decía:

—Oiga, Leb Lebovich, ahora, en este preciso momento estoy como una cuba, llevo una castaña que no me tengo… Me han obligado a beber, esos malditos, pero no, no es eso lo que quería decirle… Yo quería decirle que la muchacha… Yo quería hablarle de la muchacha.

—Necesita dormir, Aleksey Ivanovich.

—Pues, como le decía, hubo una muchacha. No, no hablo de mi esposa, mi esposa es pura, pero he pasado tantos años lejos de ella… Por esto, no hace mucho tiempo, no, no, realmente hace ya mucho tiempo, en fin, ahora no recuerdo cuándo ocurrió, pero el caso es que me llevó a su casa. La chica tenía aspecto de zorra, y era sucia, pero deliciosa… Y ahora Mashenka llega. ¿Comprende lo que esto significa? ¿Lo comprende? ¿Sí o no? Estoy borracho, ni siquiera puedo pronunciar la palabra perp… perpendicular… Y Mashenka no tardará en llegar. ¿Por qué? ¿Por qué son así las cosas? ¿Por qué todo va así? ¡Contésteme, maldito bolchevique! ¿Es que no sabe qué contestar?

Suavemente, Ganin quitó de su hombro la mano de Alfyorov. Meneando la cabeza, Alfyorov se inclinó sobre la mesa, en la que apoyó el codo. El codo resbaló arrastrando el mantel y derribando los vasos. Los vasos, una bandeja y el reloj fueron a parar al suelo.

—A la cama —dijo Ganin.

Y, cogiéndolo, lo puso violentamente en pie. Alfyorov no se resistió, pero estaba tan borracho que a Ganin le costó Dios y ayuda hacerle avanzar en la correcta dirección.

Al encontrarse en su dormitorio, Alfyorov esbozó una ancha y adormilada sonrisa, y se dejó caer lentamente en la cama. De repente, en su rostro apareció una expresión de horror. Se sentó, y tartamudeó:

—El despertador… Leb… Allí, en la mesa, el despertador… Póngalo a las siete y media.

—De acuerdo —repuso Ganin. Comenzó a dar vuelta a la manecilla. Dejó el despertador dispuesto para que el timbre sonara a las diez. Luego, lo pensó mejor y lo dejó a las once.

Cuando volvió a mirar a Alfyorov, vio que estaba profundamente dormido. Yacía boca arriba, con un brazo extendido en rara postura.

Así dormían los vagabundos borrachos en los villorrios rusos. Durante todo el día habían pasado, en el aire ardiente, adormilado y zumbante, altos carros cargados hasta los topes que avanzaban balanceándose, dejando en la carretera vecinal un rastro de briznas de heno, y el vagabundo había seguido adelante, molestando a las muchachas veraneantes, golpeándose el resonante pecho, proclamándose hijo de un general, y, por fin, arrojando al suelo la gorra de visera, se había tumbado en la carretera, donde quedó hasta que un campesino bajó del carro cargado de heno. El campesino lo arrastró hasta la cuneta, y siguió su camino. Y el vagabundo, inclinando el pálido rostro a un lado, quedó como un cadáver caído en la cuneta, mientras los grandes carros, balanceándose, con su carga dulcemente olorosa, se deslizaban a través de las irregulares sombras proyectadas por las copas de los tilos en flor.

Después de dejar ruidosamente el despertador en la mesa, Ganin permaneció largo rato en pie, contemplando al hombre dormido. Luego, haciendo sonar la calderilla que llevaba en los bolsillos, dio media vuelta y se fue aprisa.

En el oscuro y minúsculo cuarto de baño contiguo a la cocina, había un montón de conglomerados de carbón, en forma de ladrillos, cubierto con una estera. El vidrio de la estrecha ventana estaba roto, las paredes tenían vetas amarillentas, el tubo de la ducha metálica estaba torcido, en forma de látigo, y salía de la pared, sobre la bañera negra. Ganin se desnudó y estuvo varios minutos flexionando brazos y piernas. Sus miembros eran fuertes, blancos y con venas azules. Sus músculos se hinchaban y crujían. El pecho respiraba profunda y rítmicamente. Abrió el grifo de la ducha, y se puso bajo el chorro helado, en forma de abanico, lo que le produjo una deliciosa contracción del estómago.

Otra vez vestido, con estremecimientos de placer en todo el cuerpo, esforzándose en no producir el menor ruido, sacó al pasillo las dos maletas, y miró la hora. Eran las seis menos diez.

Dejó el sombrero y el abrigo sobre las dos maletas y entró silenciosamente en el dormitorio de Podtyagin.

Los bailarines dormían en el diván, el uno apoyado en el otro. Klara y Lydia Nikolaevna estaban inclinadas sobre el viejo poeta, que tenía los ojos cerrados, en tanto que su rostro, del color de la arcilla seca, se estremecía de vez en cuando, en un espasmo de dolor.

Ahora era casi de día. Los trenes cruzaban dormidos la casa.

Mientras Ganin se acercaba a la cabecera de la cama, Podtyagin abrió los ojos. En aquel abismo en que iba precipitándose, su corazón encontró por un instante un débil agarradero. Podtyagin hubiera querido decir muchas cosas. Hubiera querido decir que ya nunca vería París, y menos aún su patria, que toda su vida había sido estúpida y estéril, y que ignoraba para qué había vivido y por qué moría. Volvió la cabeza a un lado, miró perplejo a Ganin y musitó:

—¿Ve usted? Sin pasaporte.

Algo parecido a una sonrisa pasó por sus labios. Movió los ojos, y una vez más el abismo le atrajo hacia sus profundidades, una punzada le atravesó el corazón… Y respirar le parecía una inalcanzable delicia.

Con mano fuerte y blanca, Ganin agarró el borde del embozo, fijó la vista en el rostro del viejo poeta, y, en aquel mismo instante, recordó los vacilantes y fantasmales doppelgängers, los extras de cine rusos, que se habían vendido por diez marcos cada uno, y que, sabía Dios dónde, aún cruzaban el blanco resplandor de las pantallas cinematográficas. Pensó que, a pesar de todo, Podtyagin había dado algo, aunque este algo sólo fuera un par de pálidos versos que le habían dado calor y eterna vida, a él, a Ganin, de la misma manera que un perfume barato o los anuncios en una calle conocida llegan a sernos queridos. Durante un instante, Ganin vio la vida en toda la conmovedora belleza de su desesperanza y su dicha, y todo adquirió exaltada altura y profundo misterio, todo, su pasado, la cara de Podtyagin bañada por la pálida luz, el débil reflejo de la ventana en la azulada pared, y las dos mujeres con oscuros vestidos, inmóviles a su lado.

Con pasmo, Klara advirtió que Ganin sonreía, y no alcanzó a comprenderlo.

Sin dejar de sonreír, Ganin tocó la mano de Podtyagin, que se estremeció muy levemente, allí, sobre la sábana. Volvió la cabeza hacia Klara y Frau Dorn, y dijo:

—Me voy ahora. No creo que volvamos a vernos. Despídanme de los bailarines.

Klara, también en voz baja, dijo:

—Le acompañaré a la puerta… Los bailarines duermen.

Y Ganin salió del dormitorio. En el vestíbulo, cogió las maletas y se echó el impermeable sobre un hombro. Klara le abrió la puerta. Al salir al descansillo, Ganin dijo:

—Muchas gracias, y buena suerte.

Se detuvo un instante. Ya el día anterior había pensado que no estaría mal explicar a Klara que él jamás había tenido la menor intención de robar dinero, sino que había estado contemplando viejas fotografías. Sin embargo, ahora no pudo hallar utilidad alguna a esta explicación, por lo que inclinó la cabeza y comenzó a bajar con calma la escalera. Klara, con la mano en el manubrio de la puerta, se quedó mirando como Ganin bajaba. Llevaba las maletas como si de un par de cubos se tratara, y sus pesados pasos producían en los peldaños un sonido parecido al de un lento latir. Mucho después de que Ganin hubiera desaparecido en una curva de la escalera, Klara estaba aún en el descansillo, escuchando aquellos firmes pasos que se iban alejando. Por fin, cerró la puerta y se quedó unos instantes en el vestíbulo. En voz alta repitió:

—Los bailarines duermen.

Y bruscamente comenzó a sollozar sin producir ruido, pero con gran intensidad, mientras movía la punta del dedo índice, arriba y abajo, sobre la pared.

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