Martina

Martina


Capítulo 38

Página 41 de 55

C

a

p

í

t

u

l

o

3

8

 

 

 

 

 

Hoy el hijo de Martina hubiera cumplido trece años. ¡Trece!, se sorprende ella.

–¿Cómo se celebra el cumpleaños de alguien que ya no está, eh, Satur? –le pregunta al fantasma en su butaca floreada, que le contesta con un quejido–. Jesús, qué incordio eres. Ni sonríes ni tienes una palabra amable. No entiendo cómo Berta pudo estar tan colgada de ti.

Es entonces cuando Martina recuerda algo y decide buscar entre los cajones de la cocina, está segura de haber visto algunas velas en ellos. Velas de los antiguos moradores, es decir, de la dueña del bar y de su marido, el mismo que ahora la mira con ojos tristes. Y encuentra un par de cabos. También algunas balas grandes.

–¿Esto es tuyo? –Le enseña las balas.

El espíritu asiente. Parece abatido. Baja la cabeza.

–¿Eras cazador?

Vuelva a asentir.

–¿Cazador de perdices?

Y es entonces cuando le cuenta la historia. Le cuenta que Berta tenía un perro, un pastor alemán. Le cuenta que, cuando se iba con él de paseo por el monte, a veces se alejaba corriendo detrás de las ovejas de alguno de los rebaños y el pastor de turno le maldecía, porque ellas se asustaban y se les podía cortar la leche, le decían. Pero el perro no entendía nada, ni tan siquiera oía cómo Satur lo llamaba. Nunca se lo llevaba de caza, porque no era un perro como los que tenían los demás, sino que cojeaba y no ponía interés ni en el rastreo ni en nada, solo en jugar. Satur no entendía de qué podía servir un perro como ese. Un perro que tenía loquita a su mujer. No lo entendía, no. Cómo se podía querer a un animal así, de la manera como lo quería Berta.

Le disparó una tarde, a principios de otoño. Le cuenta a Martina que no sabe de dónde le nació tanta rabia ni por qué la descargó con el pobre animal. Cuando bajó al pueblo, limpió la escopeta y se hizo el desentendido cuando su mujer le preguntó por Renato, por su perro. Le contestó que hacía horas que no lo veía, que él se había ido solo al monte, que seguramente Renato regresaría a la hora de la cena, que no se preocupara, que era un perro algo tonto, pero que sabría volver. Y Berta se enfadó con él. Por llamarlo tonto. Por tomarla a ella por tonta, también.

Pero no volvió, claro, Renato no volvió y Satur no entendía cómo su mujer podía preocuparse tanto por el dichoso can. Cómo pudo llorar tanto, y durante tantos días, cuando la gente del pueblo vino con la noticia de que habían encontrado sus restos cerca del hayedo, rodeado de buitres.

–Entiendo –comenta Martina cuando él acaba su relato. Se frota las sienes. Jesús, cómo le duele la cabeza. Parece como si se le fuera a partir en dos–. Y por eso estás aquí. No porque Berta no deje de pensar en ti, sino porque quieres que te perdone o qué sé yo, ¿no? Vamos, lo que se supone que hacen las almas que no encuentran la paz.

Pero ni el espíritu de Satur sabe realmente qué hace en el mundo de los vivos. Cuando uno muere y le pasan esas cosas, no se está para muchas elucubraciones.

–Bueno, pues ya veremos qué se me ocurre –le dice, cerrando los ojos. Le gustaría decirle que se vaya lejos, al bar de Berta, por ejemplo. Quiere retomar lo que estaba haciendo unos minutos antes.

Enciende con una cerilla la mecha de una de las velas que acaba de encontrar. Se hace la luz. Una luz mínima, como una esperanza cualquiera.

Se dirige, entonces, hacia el perchero situado junto a la puerta, agarra su bolso y saca del monedero una foto plastificada de Marcos. Marcos con nueve años, en plena carcajada, un día en la feria, subido en el caballito de un tiovivo en Alcalá de Henares, adonde fueron durante el puente de la Constitución. En la foto aparece con un gorro de lana en forma de oveja, con sus orejas y sus patas colgantes. Ella se compró otro con forma de gallina. Y sin complejos, lucieron ambos gorros por toda la ciudad: una oveja en una silla de ruedas y una gallina empujando dicha silla.

Martina da un beso a la fotografía, un beso en la cara blanquísima, aún más blanca por el flash, y le dice «Feliz cumpleaños, Marquitos». Observa esa imagen que la lleva hacia el pasado, a cuando ninguno de los dos sabía qué les deparaba el futuro y podían permitirse el lujo de sonreír, de pasárselo bien. Decide montar un pequeñísimo altar sobre el mármol de la encimera de la cocina. La foto. La vela. El fantasma que habita esa casa la sigue por todas partes, apesadumbrado, y la observa con ojos húmedos y tristes. Ojos de abuela, diría Martina, si fuera ella la que estuviera contando esta historia. Le enseña la fotografía:

–Mira, Satur, este es Marcos. ¿Qué te parece, eh? –Y pone la foto delante de él.

Le pregunta si es su hijo. Ella le responde que sí. Él quiere saber dónde está. Ella le contesta que muerto. Y en la cara de ese espíritu se posa una mueca de sorpresa. Le pregunta si está segura.

Y no, Martina no sabe qué contestar, porque sabe que Marcos está ahí, en esa minúscula cocina de estilo provenzal o rústico o qué nombre dar a esos muebles de madera envejecida con tiradores que se quedan en la mano, qué nombre dar a ese suelo de color negro, como la encimera de mármol… todo tan oscuro que no se pueden ver ni las hormigas ni otros posibles bichos rastreros. Al fin y al cabo (eso es lo que piensa Martina), no hay que olvidar que vive dentro de una cueva y que bichos tiene que haber sí o sí. Martina se lleva los dedos a las sienes, notando un pinchazo de dolor. Cierra los ojos momentáneamente y sabe que, al abrirlos, se encontrará a su hijo ahí mismo, de pie, entre ella y el espíritu de Satur. Tiene miedo.

Miedo si abre los ojos y se encuentra con él.

O abrirlos y que no esté.

Pero ese día quiere ver a Marcos, su cabello rizado, más largo de la cuenta (será porque se ha convertido en un adolescente rebelde, le gusta pensar). Quiere imaginárselo celebrando algo inexistente, algo como una vida de trece años.

En ese momento se abre la puerta de la calle y ella da un respingo, asustada. Tras la hoja de la puerta aparece Ricardo, el pastor, que entra en la casa dando zancadas, quitándose el gorro de lana mientras envía una sonrisa a Martina, que se ha quedado con la boca abierta. El espíritu de Satur se repliega y corre a esconderse tras la butaca floreada. Ricardo cierra la puerta con sigilo, clac, y ese tenue sonido les deja en completo silencio. Él mira hacia el sofá, a su derecha. Ella también lleva su mirada hacia ese sofá de tres piezas, floreado, algo fofo, el lugar que ha escogido Marcos para ir a sentarse tras la intromisión de Ricardo. Un sofá nada cómodo en el que se clavan los muelles como piedras, eso piensa Martina, y le sorprende que la dueña de la casa, Berta la del bar, alabe tanto esa vivienda incrustada en la montaña. Se nota que no vive en ella, que de ella solo tiene recuerdos sesgados. «Una casa repleta de modernidades», dice la del bar. ¡Ja!

–Pero… ¿acaso nadie te ha enseñado a llamar antes de entrar? –le pregunta enfadada acercándose a él. Por un momento, Ricardo no sabe si viene a abrazarle o a darle un puñetazo. Qué mujer más temperamental, opina, pero ella no hace nada de eso, ni le pega ni le abraza, sino que se dirige a guardar algo en el bolso que cuelga del perchero–. ¡Por Dios, me das unos sustos de muerte!

–Buenos días –le dice Ricardo con la mano en el pecho, sobre su chaleco acolchado. En esa mano, en el puño cerrado, sostiene el gorro que llevaba puesto hasta hacía un momento. En la otra, lleva una bolsa de papel–. No sabía si habías desayunado y si querrías compartir un café con estas rosquillas. –Y le enseña la bolsa de papel marrón.

–Vale, pasa –le dice cruzándose de brazos. No puede evitar que una mueca de dolor se le ponga en la cara.

–¿Te encuentras bien?

–La maldita cabeza me va a estallar. –Y se gira, de vuelta a la cocina para preparar café. Se queda rígida delante de la encimera, justo donde iba a preparar el altar dedicado a Marcos.

Ricardo se acerca a ella, por detrás, deja lo que lleva en las manos y toma los hombros de Martina, le da la vuelta, la coloca delante de él. Dirige sus manos a la cabeza de Martina. Ella ni se mueve. Simplemente, cierra los ojos. Le llega el olor a campo, a humo de chimenea, a la colonia Brumel que él se ha puesto. Nota las manos ardientes de Ricardo tocando su frente, tocando sus sienes. Las orejas. El cuello. Él deja las manos unos minutos en cada zona. Martina podía irse flotando en esos momentos y no la extrañaría nada. Se nota ligera, casi gas. Una nube. El mínimo suspiro de un gato.

Con una voz ronca, Ricardo le pide que abra los ojos, que salga un momento a la calle, que camine por la acera, ida y vuelta, para despejarse. Mientras, le preparará el desayuno, dice. Y ella asiente. Continúa flotando. Teme irse volando en cuanto cruce el umbral de la puerta.

–Tus manos son mágicas –le dice, a modo de agradecimiento.

Y está a punto de añadir que también su sonrisa. Que todo en él es mágico. No sale de su asombro. No sabe qué le ocurre a su cuerpo y a su mente cuando él está cerca. Piensa que los médicos deberían recetar a personas como él para la rehabilitación y mejora de según qué enfermos. Por ejemplo, a ella.

 

 

Ya fuera de su casa, Martina se fija en que el día está despejado. Menos mal, piensa, no había parado de llover en toda la noche. Es un corto paseo, cinco minutos, hasta el final de la calle, donde comienza el descampado, donde ve a un perro que yergue la cabeza, y las orejas, cuando la ve. Un perro que va olisqueando esa vida salvaje que se esconde entre la vegetación, entre los pliegues de la montaña, y que comienza a lloriquear en cuanto la ve, que va hasta ella, que va detrás de ella, cinco metros más atrás, que la sigue hasta su casa. Si Martina camina deprisa, el perro también. Acaban caminando, ambos, casi al trote, como si alguien les persiguiera, sombras o voces que nadie ve ni oye. Martina abre la puerta rápidamente y la cierra aún más deprisa para que al perro no se le ocurra entrar tras ella.

–Un perro me persigue –le dice a Ricardo, con la respiración agitada.

Él se asoma, mira fuera y no ve nada.

–¿Estás segura?

–¡Ya te digo!

–Pues ya no está.

Y a ella se le cuela cierto pesar. Por si es una alucinación. Ya le dijeron, en el hospital, que la esquizofrenia provocaba eso, las alucinaciones. Las suyas, las visiones de muertos, eran propias de esa enfermedad. Que debería estar medicada por mucho tiempo, le dijeron. Visitar a un profesional que le ayudara, una tal Valeria Gonzalo, psicóloga con un máster en trastorno mental. Y Martina, cuando decidió huir a Atalaya de don Pelayo, huyó también de dicha profesional y de los medicamentos. Le daban somnolencia. Le provocaban estreñimiento. Sequedad bucal. Excusas.

–¿Estaría perdido? –Quiere saber Martina.

–No lo sé. A lo mejor es de algún vecino.

–Claro, a lo mejor. –Sostiene ella mientras se dirige a la cocina con paso veloz para apagar la vela que había dejado encendida. Una vela que piensa encender, de nuevo, cuando vuelva a estar a solas. Coge su tazón y da un trago.

–No, deja –le dice Ricardo–. Te voy a preparar otro café, que ese ya se habrá enfriado, ¿a que sí?

Ella afirma con la cabeza y se desabrocha la bata afelpada. «Joder», piensa, «he salido con la bata». Su enorme bata de color azul y con un gran corazón rojo en el lado izquierdo de su pecho. Cosas de Ágata.

–Hacía mucho frío fuera. He salido sin anorak.

–A quién se le ocurre… –Ricardo golpea en la bolsa de la basura el depósito de la cafetera para vaciarlo. Abre la puerta de un armario, mira dentro, mueve algo–. Pero siempre es mejor el frío que la lluvia, sobre todo para las ovejas y para este pastor. –Le guiña un ojo–. ¿Dónde guardas el café?

–En la nevera.

–¿Por qué lo guardas en la nevera? –le pregunta apoyándose en la encimera, sonriéndole, los brazos cruzados, la cabeza ladeada, esperando la respuesta.

Qué hombre más enorme, se sorprende Martina, y no sabe cuánto tiempo pasa entre la pregunta de él y la respuesta de ella, quizá nada, pero en ese escaso tiempo se dedica a observarle. Se fija en sus ojos azules, de mar; en la larga barba cuadrada; en su corte de pelo rasurado en la nuca y con flequillo peinado hacia atrás; en su jersey marinero o de alguien que ha sido marino en aguas internacionales, piensa; en los pantalones anchos; en las botas de montaña que le están dejando marcas de tierra por todo el suelo de gres negro…

–Lo guardo en la nevera una vez abierto –se decide a contestarle– para que no pierda todas las propiedades. Total, para qué, se conservaría igual de bien si dejara el paquete de café en cualquier repisa, porque esta casa es una nevera. Ya lo sabes. –Y con un acto reflejo, se abrocha el último botón de su bata y luego coge una rosquilla y le da un mordisco–. Mmm, riquísima. Gracias.

–No hay de qué, princesa.

Ricardo lo ha dicho sin volverse, mientras pone la cafetera al fuego, mientras coge un par de tazas del escurreplatos, mientras busca el azucarero. Martina ha dejado de masticar. Princesa. Hacía siglos que nadie la llamaba así. Felipe se lo decía cuando vivieron en Londres. ¡En Londres! Por un momento, eso piensa Martina, se siente como si hubiera vuelto a esa ciudad, catorce años atrás. Por el breve espacio de un segundo, ha notado esa sensación diáfana, libre, ligera, esa emoción de sentirse no solo joven, sino también enamorada, de sentirse querida o admirada. Todo eso en un segundo.

–¿Hoy no sales con las ovejas? –le pregunta.

–¡Claro, siempre! –le contesta volviéndose hacia ella, otra vez con los brazos cruzados. Su altura, en eso se fija ahora Martina. ¿Llegará a los dos metros? Sus anchos hombros. El gran abdomen bajo los brazos cruzados. Un auténtico gigante, piensa–, pero después de desayunar contigo, cuando vea que te lo has comido todo, que cada día estás más delgada.

–¿Tú crees?

–Ajá. –La observa, traspasándola con la mirada. Más que una mirada es un escáner, piensa Martina. Un escáner médico que va más allá de lo que a simple vista está y que muestra, al que observa, cualquier dolencia o malestar.

Ricardo se da la vuelta y continúa preparando el desayuno. Mientras, dice:

–Las ovejas necesitan el campo, la libertad, el sol… como nosotros, claro. –Y vuelve a reír.

Qué hombre más jovial, piensa ella. U optimista. Martina cree que a él no le cuesta nada darle a la tecla del buen humor.

–¿No es un poco rollo hacer todos los días lo mismo? Lo de salir con las ovejas al monte.

–¿Rollo? –Se sorprende Ricardo, mirándola directamente a los ojos–. No, claro que no, ¿qué te hace pensar que…?

Martina aparta su mirada de la de él, le cuesta mirarle directamente, es como si él pudiera leerla por dentro. O como si pudiera detectar no sabe qué. Piensa que él sabe… sabe algo, algo más. Baja los ojos. Frunce los labios. Carraspea.

–¿Estabas celebrando algo? –Y Ricardo le señala la vela apagada.

–No –le miente.

–¿Algo para recordar, quizá?

–Que no.

Y los dos miran, a la vez, el sofá floreado que preside el comedor.

–Tengo que irme al colegio –le dice ella con una prisa repentina, mientras se incorpora, mientras se pone el anorak, mientras coge el bolso y las llaves de la escuela–. Cuando hayas acabado de desayunar, cierra la puerta, por favor.

–Pero aún falta un cuarto de hora para las nueve y…

¡La bata y las pantuflas!, se calla Ricardo, y apaga el fuego, pues el café acaba de salir, llenado la casa con un aroma que permanecerá en ella hasta que a alguien se le ocurra abrir la única ventana para ventilarla.

Martina no oye nada, que ya ha cerrado la puerta. Hay charcos por todas partes y es entonces cuando cae en la cuenta de que lleva las zapatillas de estar por casa. Unas zapatillas de color rojo y topos negros, con antenitas y todo, imitando a un par de mariquitas. «Los niños se lo pasarán en grande cuando me vean», piensa divertida. Se estaba ganando a pulso lo de ser una maestra excéntrica. «Oh, cielos, y no me he quitado la bata», observa al desabrocharse el anorak, cuando llega al aula. Se la quita y la guarda en un cajón, para que los niños no la vean con ella. Debajo de la bata, el pijama, uno de cuadros, afelpado. Va sin sujetador y se pasa toda la mañana sentada en su silla y con los brazos cruzados, sin apenas moverse.

A la vuelta se encontrará en la puerta de su casa con el perro desconocido. Hecho un ovillo, al sol. Ella no puede resistir la tentación de acariciarle. Por la mirada, quizá. Una mirada que le recuerda a su hijo, a Marcos. Una mirada triste y llena de esperanza. Le dice que no la siga. Le ordena que se siente. Y ella entra en la casa, con la idea de buscar algo para darle de comer. En la cocina no solo hay una vela encendida, un velón nuevo y flamante de color rojo, sino también, a su lado, un ramillete de flores campestres y multicolores dentro de una jarra con agua. Martina busca en el billetero la foto de Marcos y la coloca al lado de ese ramillete y de esa vela. Desea un feliz cumpleaños a ese hijo que nunca llegó a cumplir los trece años, que se quedó en los once. «Ay, mi niño». Y rompe a llorar.

Y con ese llanto sale a la puerta de la calle. El perro la espera, de pie, moviendo el rabo como un molino, en círculos. Ella se agacha y lo abraza. Cree que es un regalo de cumpleaños. No tiene la menor duda. Permite que se quede. ¿Quién salva a quién?

Ir a la siguiente página

Report Page