Martina

Martina


Capítulo 39

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Sucedió un 24 de agosto, el día de San Bartolomé, el patrón de Sitges. La familia de Martina, al completo (también su insoportable hermana, el pánfilo de su marido y sus tres insufribles hijos, así los calificaba ella), la familia entera se había reservado una semana para disfrutar las fiestas en este pueblo costero catalán. Allí tenían los padres, Carmen y Pablo, su segunda residencia desde hacía décadas, una casa de dos plantas con un jardín inmenso en el que había pinos, una gran palmera, un olivo y varias mimosas, adelfas y plantas trepadoras en la fachada principal, como la buganvilla, que llenaba de color rosado la pared blanca con ventanales de madera, los cuales habían perdido su color oscuro debido al sol y al salitre de la costa.

Rosales, también había rosales cargados de rosas de varias tonalidades, rodeados de macetas con menta, lavanda o romero.

Y pájaros que habían hecho del lugar su hábitat.

Siempre que podía, Pablo se escapaba a esa casa y a esa población, independientemente de si le acompañaba su mujer o no (que no, que no solía acompañarle argumentando que tenía mucho trabajo en la radio), pero él se iba igualmente porque en el puerto de Sitges amarraba su barco, que era su gran pasión, su gran amor, y eso lo sabían todos. El otro amor había sido la bebida, pero la había dejado diez años atrás, cuando tuvo un infarto, y desde entonces se mantenía sobrio y había rejuvenecido de una manera escandalosa, para sorpresa de sus hijas y de su mujer. Desde aquel susto con tintes funerarios, Pablo ya no lucía grasa corporal, ni resoplaba cada diez metros, ni se ponía lo primero que encontraba en el armario, sino que tenía un estilista al que de vez en cuando acudía para renovar su fondo de armario.

Eso decía, fondo de armario.

Pero nunca quiso salir de él. Del armario.

Sucedió la noche de ese 24 de agosto, que era la noche en la que los fuegos artificiales explotaban en la playa, formando un precioso espectáculo, con luces arriba, en el cielo oscuro, y abajo, reflejándose esas luces intermitentes en el mar que hacía de espejo. Amparo, la hermana de Martina, con su padre, su marido y sus tres hijos, se habían ido precisamente a ver dichos fuegos al lugar privilegiado que les ofrecía el barco familiar. Martina declinó la invitación porque a Marcos el gentío le ponía nervioso y el chaval, que entonces contaba once años, prefirió irse a su lugar preferido en el jardín: una hamaca amplia, cómoda y de colores suaves que colgaban en un rincón alejado del jardín. Una hamaca enganchada a la gran palmera, que ya estaba podada y que era asiduamente tratada contra el picudo rojo y que ya no tenía la majestuosidad que Martina y su hermana recordaban de pequeñas. El otro extremo de la hamaca lo sujetaban de una argolla que había en la desconchada tapia que rodeaba la finca. Una tapia de más de dos metros de altura, de ladrillo encalado, deteriorada, pero que ya la arreglarían en algún momento y la cambiarían por una valla más moderna, comentaban año tras año. Y año tras año lo dejaban pasar. Total, para qué, se decían, para lo poco que venimos… y dejaban esos puntos suspensivos en el aire, al igual que la propuesta de reforma.

Los días estivales que pasaban en esta casa, Marcos solía pedir a alguien que le acompañara hasta allí, hasta su rincón favorito, y que le ayudara a subir a la hamaca, pues en su imaginación siempre fue algo así como un oasis en el desierto (eso decía, y a todos le hacía gracia ese comentario, porque desde bien pequeño soltaba cosas así). Allí leía sus cómics de Astérix o de Mortadelo y Filemón o simplemente se echaba una siesta (en verdad, decía que se iba a contemplar la naturaleza con sus prismáticos, o a oír el canto de los pájaros, pero siempre llegaba un momento en el que tanta contemplación acababa por cerrarle los ojos). Y luego, cuando creía que era el momento de volver a la realidad («a la vida mundana», solía decir él, para sorpresa de todos los adultos que le rodeaban, porque, ese vocabulario, ¿de dónde lo sacaba?), daba un grito para llamar, por lo general, a su madre o a su abuelo, con el que había una gran chispa (eso decía el niño) o una gran complicidad (eso decía el abuelo) y se acercaban a liberarle de esa altura, le bajaban y le sentaban, de nuevo, en la silla de ruedas para volver a la casa, para llevarlo a la playa o para quedarse en el porche si ya era la hora de comer o de cenar.

Y todo lo que ocurrió esa noche del 24 de agosto tuvo lugar después de la cena, precisamente. Marcos quería ir a tumbarse a la hamaca para ver los fuegos artificiales. Todos le aseguraron que desde allí, y bajo la palmera, no vería nada. El niño insistió, diciendo que si no los veía, se los imaginaría, y como eso era algo muy común en él, eso de inventarse cosas o de tener ese tipo de pensamientos, Martina lo llevó a la hamaca, le despeinó el flequillo a modo de caricia, le dio un beso y le dijo que, cuando quisiera regresar, la llamara. Ella y su madre se quedaron en el otro extremo del jardín, recogiendo la mesa, poniendo más velas de citronela para ahuyentar a los mosquitos, haciéndose un café en la cocina, abriendo y cerrando cajones y armarios mientras comenzaban las explosiones en la playa, el gran castillo de fuegos artificiales que siempre solían ir a ver y que ese año, mira por dónde, decidieron quedarse en la casa, bien por vagancia, bien porque, a veces, nadie puede escapar del destino y de lo que nos tiene preparados. Un destino que no solo decide lo que va a ocurrir, sino que elige a los testigos o al público que contemplará su obra.

Así, con el estruendo del castillo de fuegos, Martina y su madre no oyeron que la tapia en la que se sustentaba la hamaca de Marcos cedió, de repente, debido a su antigüedad y nulo mantenimiento, sepultando al niño bajo los escombros, permitiendo que su sangre se mezclara con la cal y con el polvo del ladrillo. La oscuridad en ese lugar del jardín tampoco fue una ayuda visual y si Marcos gritó, Martina y su madre no oyeron nada debido a la pólvora que explotaba en el cielo. No fue hasta mucho después de que acabara todo, de que ya no sonara nada en el ambiente ni nada brillara o parpadeara en ese cielo oscuro y nocturno, no fue hasta que Martina y su madre ya terminaron su café y las revistas que estaban leyendo bajo la luz del porche, no fue hasta entonces que Martina dijo, mientras se levantaba:

–Voy a buscar a Marcos, que lo mismo se ha dormido y todo.

–Deja, ya voy yo –comentó Carmen, haciéndole un gesto insistente con la mano para que volviera a sentarse.

Y fue ella, la abuela, la que se encontró con esa pesadilla, la que gritó, la que tuvo que ser sedada cuando llegó una ambulancia. Pero fue Martina la que se quedó hasta que se presentó el juez instructor y la que le oyó decir, a uno de sus ayudantes, una frase que no se le olvidaría en la vida: «Muerte estúpida».

Sí, lo fue, porque nadie se dio cuenta de nada. Perdió a su hijo así, estúpidamente.

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