Martina

Martina


Capítulo 25

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Capítulo 25

 

 

 

 

 

En el pueblo, al caer la tarde, veía regresar a mi padre con las ovejas. Día tras día. Año tras año. Pero antes de que su silueta apareciera en la zona del pinar e incluso más allá de los hayedos, me llegaban los balidos de las doscientas o trescientas ovejas, dependiendo de los años; me llegaban los ladridos de Tirso y de Segura, los perros que teníamos antes; el sonido de los cencerros; todo mezclándose con el canto de las chicharras, si era verano, o el absoluto silencio en invierno. El viento amplificaba o disminuía los sonidos de ese regreso diario y yo calculaba, solo con esas variables, a qué distancia estaba mi padre, cuánto tiempo tardaría en llegar (media hora, tres cuartos) y antes de que apareciera bajando por los riscos, sorteando tomillos, lavandas y linos, yo ya comenzaba a prepararle el baño, la ropa, ponía la mesa mientras mi madre hacía la cena. Daba igual la edad que yo tuviera, ocho o quince años, pero esa rutina no me la quitó nadie. Ni tan siquiera yo la rehuía. Era una de las obligaciones tácitas que se incluían en nuestra reducida familia.

Y él jamás me dio las gracias, ni me sonrió, ni me revolvió el pelo como hacían los padres de las películas americanas de la tele. Y en ese regreso diario, a mi madre la saludaba con un movimiento de cabeza y un sonido gutural, como si en lugar de una mujer, de una esposa, estuviera frente a una oveja. Pero una oveja ajena, porque a las suyas, las del rebaño, las conocía y mantenía con ellas conversaciones, lo cual le llenaba de satisfacción, tal y como contaba de vez en cuando en el bar, con sus amigos. Entonces, incluso se reía. A grandes carcajadas. Mi padre. Inaudito.

A pesar de mi corta edad, yo ya deducía que, tras estar todo el día en el monte, hablando con sus animales, pasando frío o calor, volvía extenuado de palabras y de gestos amables. Lo cual no hacía disminuir nuestras expectativas, las de mi madre y las mías, de que algún día, en algún momento, nos ofreciera unas migajas de ternura o de afecto que, parece ser (eso creímos siempre mi madre y yo) no merecíamos.

Siempre odié a mi padre. Siempre. Por hacernos sentir mínimos, invisibles. Por hablarnos con aspereza. Por gritarnos. Por considerar que nosotros no hacíamos nunca bien las cosas, tal y como deberían hacerse, que era su propio modo de hacerlas, claro, y eso incluía que el agua de la bañera estuviera más caliente o fría de la cuenta, o que no adivináramos cuándo iba a regresar del bar (lo que sí adivinábamos era si venía o no borracho, por la sonrisa boba en la cara. Y era penoso llegar a la conclusión de que, si queríamos verle sonreír, debíamos consentir ese estado de embriaguez), o que el canal de la televisión no diera lo que él quería ver… Y mi madre y yo nos mirábamos en silencio, no sabiendo qué más podíamos hacer para mantenerle contento, para que se le pasara el mal humor. Un mal humor que le nacía en cuanto nos veía. Y nos encogíamos de miedo. Solo recuerdo el miedo en mi infancia. En los ojos de mi madre. En los míos, que lloraban sin que yo pudiera controlarlos, para exasperación de mi padre, que me decía que más me hubiera valido haber nacido niña.

Escupía incluso estando dentro de casa.

Tiraba las colillas al suelo.

La ropa sucia.

No acabé el instituto. Fue el primer acto de rebeldía que recuerdo. Me preparé todo un discurso para enfrentarme a mi padre. Me estudié todas las posibles variables con las que podía atajar los gritos que él me diera. Pero para mi sorpresa, simplemente dijo «Ya me lo veía venir». O tal vez fue «Ya sabía que no serías capaz». No recuerdo exactamente la frase, o si fueron las dos, porque yo ya estaba analizando lo que él quería decir. Analizar lo que realmente decía mi padre. A veces era irónico. A veces, cortante. A veces… Era como si nos pusiera trampas para que cayéramos dentro, como cualquier alimaña del campo, y luego nos acertaba un golpe certero que nos dejaba K.O. Añadió:

–Ya sabía que estabas fingiendo con los libros. A mí no me engañas, no. –Y movió el dedo índice de un lado a otro.

Y es que yo leía novelas y cómics a todas horas. Lo mejor de los amigos siempre ha sido su presencia, sí, pero también los libros que me dejaban o que sacaban de la biblioteca especialmente para mí. Decía mi padre que yo fingía con los libros, qué ocurrencia. Como si con esa frase sanara la herida de su falta de estudios, como si con ello pudiera demostrar al mundo que un hijo, jamás, debería adelantar a un padre. ¡Qué iluso! ¡Pues claro que debe ser así! Cada generación, mejor que la anterior. De eso se trata, ¿no?

Cuando cumplí los trece años, mi padre me obligó a acompañarle a pastorear los fines de semana. Decía que así yo sería un hombre de provecho.

–Tengo que estudiar.

–Y una mierda pinchá en un palo –me respondía cada vez que yo le replicaba–. Te llevas los deberes y santas pascuas. O los haces por la noche, no te jode, el niño, con lo que me sale…

Añadía, siempre, como un disco rayado, como un candidato en época electoral que repite una y otra vez su discurso, que ser pastor era un oficio muy digno y que no se me iban a caer los anillos. Ya ves, como si yo en algún momento hubiera dicho que esa era mi ilusión en la vida. Como si en algún momento, de tantos y tantos momentos a solas, allá en el monte, él me hubiera preguntado: «Y dime, hijo, ¿qué quieres ser de mayor?». Porque, claro, yo no le hubiera respondido, henchido de felicidad «¡Pastor, yo quiero ser pastor!».

Si me hubiera preguntado, si se hubiera interesado por lo que yo quería ser, le hubiera dicho que recorrer el mundo, que ese era mi sueño. Trabajar y recorrer el mundo. Conocer gente. Hablar otras lenguas. Eso quería. Imposible contárselo a alguien. Y menos a él, claro.

Yo odiaba la suciedad que incluía el pastoreo (el barro pegado a las suelas de las botas, en la culera del pantalón, el polvo en la ropa, todo lo que se incrustaba en las camisas, en los jerséis, como si fuera yeso y que mi madre lavaba y tendía al sol); odiaba el olor que desprendía mi padre, a tabaco, a sudor, a estiércol, a lana mojada los días de lluvia; odiaba todo lo que él representaba solo porque era de él (el palillo en la boca, el vaivén cuando caminaba, la tos que le provocaba los cigarrillos, los pedos, el hurgarse en la nariz). Y sin embargo, ya entonces no me daba ningún reparo reconocer las cosas que de él admiraba: las caricias que proporcionaba a Tirso y a Segura, y cómo ellos saltaban de alegría ante su presencia. Admiraba la delicadeza con la que ayudaba a las ovejas a parir, por ejemplo, o cómo estaba pendiente de cada una de ellas. De cada una.

Pero la tristeza, o el disgusto, era lo que merodeaba constantemente por nuestra exigua familia, porque él representaba el mundo carcelero de una casa a las afueras del pueblo, donde podía gritar (gritarnos) sin que nadie supiera nada. Nadie sabía de las voces, ni de las palabrotas, ni de las peleas que mantenían mi madre y él. Nadie sabía nada de las tormentas que llovían en aquella vivienda cada vez más vieja, cada vez más oscura, oprimiéndonos hasta dejarnos sin aliento.

Huir. Eso es lo que yo quería hacer.

Huir. Eso es lo que quería hacer mi madre.

Ella lo consiguió. Pero a qué precio.

 

 

Yo ya tenía dieciocho años, ya había dejado el instituto, ya me había resignado a ser pastor, porque qué iba a ser, si no… Eso decía mi padre. Que no valía para nada más, me aseguraba día sí y día no. El caso es que yo ya trabajaba con él y ese día volvimos más tarde que de costumbre porque a uno de los corderos le dio por experimentar la libertad y logró burlar incluso la guardia de nuestros perros. Y volvíamos a casa con mi padre renegando, pensando en el agua de la bañera, que ya se habría enfriado; pensando en la cena, «que lo mismo tu madre la ha hecho antes de tiempo y el filete ya estará como suela de esparto»; renegando de ese oficio tan duro, del dolor de sus huesos, de los arañazos en los brazos y en las manos tras haber liberado y rescatado al cordero… Volvimos más tarde que de costumbre y al abrir la puerta nos encontramos a contraluz con mi madre esperándonos, quieta, colgada de la viga del comedor. Tenía un pie descalzo, el derecho. Se le había caído la zapatilla y yacía, bocabajo, en el suelo. La casa olía a limpio, no a comida en la lumbre. En la mesa había un chorizo y un salchichón sobre los que revoleteaban unas moscas. También un cuenco con el pan cortado. Todo sobre el mantel de cuadros. Un par de vasos. La jarra del agua.

Incluso hoy en día, lo primero que me viene a la mente, cuando recuerdo esa escena, es el pie descalzo de mi madre. El juanete del que tanto se quejaba ella, quedaba expuesto, inmenso, retorcido, dando a su pie un aspecto de nudo en el tronco de un árbol.

Mi madre se fue sin despedirse. Sin avisarme. Y es que yo me hubiera ido gustoso con ella. Quizá por eso lo hizo. Por eso quiso irse sola y en silencio, para que yo no la acompañara.

Meses más tarde me llegó el aviso del servicio militar. Estuve en la Marina. En Algeciras. Durante meses fui marinero de oficio repostero. Servía a los oficiales y hacía la instrucción con el resto de compañeros. Recorrimos en el Juan Sebastián Elcano, el buque escuela, la costa americana, de sur a norte, hasta llegar al puerto de Seattle, en Washington. Y en ese barco vino el rey cuando aún era príncipe de España. Jamás me hubiera podido imaginar nada semejante. Nunca. Ni en mis mejores días.

Ya no volví a casa.

Quizá mi madre decidió irse por eso. Porque intuyó que, en cuanto yo descubriera la vida, lo que realmente era la vida, que cuando yo pudiera salir de Atalaya de don Pelayo, ya no iba a volver a ese origen de sufrimiento y tristeza. Y se lo agradecí infinitamente. Yo solo habría regresado al pueblo por ella, por no dejarla sola con ese salvaje.

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