Martina

Martina


Capítulo 26

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Capítulo 26

 

 

 

 

 

Un año atrás, Martina, en el colegio en el que iba a sustituir a una maestra que acababa de dar a luz, conoció a Adela, tutora de quinto. Era una mujer esbelta, de tez blanquísima, con una vitalidad desbordante y sufridora como pocas (siempre atenta a todos los alumnos, a todos los profesores, a su familia, procurando que todo el mundo, el mundo que la rodeaba, tuviera su parcela de bienestar y alegría). Adela era una maestra que le abrió los brazos a Martina en cuanto esta llegó al centro educativo, como si esa tutora fuera la embajadora de un pequeño y próspero país y Martina la presidenta de una gran nación. Y es que Adela estaba encantada con Martina, sobre todo cuando supo que era escritora y comenzó a imaginarse que, a lo mejor, estaba documentándose para una nueva novela. O que quizá comenzaría a documentarse en ese lugar.

«¡Oh, qué ilusión!», eso exclamaba mientras daba palmaditas, como los niños pequeños. Eso se decía porque esperaba, en secreto, poder salir en ella, salir en la historia que Martina tuviera entre manos o en la que pudiera escribir en un futuro. No sabía que tenía todos los puntos para que eso sucediera: Martina no se complicaba la vida en ese sentido y solía meter en sus escritos, sin ningún tipo de filtros, a todos aquellos con los que se cruzaba en su camino. Es el riesgo de aparecer en el camino de un escritor. Por esa razón es mejor tener contacto con el resto de los mortales (conductores de autobuses, camareros, arquitectos, futbolistas, peluqueros o dependientes) y no con un escritor, por supuesto.

Adela caía bien a todo el mundo, también a Martina, que se dejó acoger por ella. Y le gustaba que la llevara y la trajera por los pasillos, las aulas, el patio, la sala de profesores. A quién no le gusta que le traten bien, ¿no? Eso se preguntaba Martina, disfrutando de esa nueva vida, la de tener un trabajo algo más estable que el de la traducción y el de la literatura, la de tener a alguien que la había amparado de una manera tan genuina. Sin embargo, había algo que no le gustaba de Adela: sus conversaciones eran tediosas, repetitivas, insustanciales. Siempre hablando del colegio, de los problemas en el colegio, de los alumnos, de los problemas con los alumnos… Todo giraba en torno a su labor docente, una y otra vez, machacona, y eso a Martina la agotaba pero también le llamaba mucho la atención, porque le daba a entender que Adela no tenía más vida que las lecciones, los exámenes, los claustros y las salidas extraescolares. Pero le daba igual, Martina sonreía y callaba, como si fuera una invitada modélica a una fiesta en la que no conoce a nadie. Y es que toda su vida había hecho eso: necesitaba esa invitación a la vida de otras personas, que la quisieran así, de una manera auténtica, casi pueril y tierna. Era la necesidad de sentirse amada, le había anunciado su psicóloga. Que todo tenía relación con su infancia, añadió. Y eso le decepcionó a Martina. No eran necesarias veinte sesiones para llegar a esa conclusión, se dijo. Eso lo sabía ella desde un principio. Desde los cinco o seis años, cuando empezó su capacidad para observar la vida.

Así pues, Martina se dejaba arrastrar por todos los amigos y conocidos que Adela le iba presentando. Estaba conmovida y agradecida.

 

 

El caso es que Adela, la tutora de quinto, tenía más vida aparte de la escolar, sí. Por ejemplo, tenía un precioso chalé y una familia formada por un par de gemelos apocados que iban a un colegio privado a las afueras de Zaragoza. Tenía un altísimo y elegante marido dermatólogo llamado Mario y un precioso gato siamés con un nombre parecido a Pisa o Visa o Visnú. Y Adela no tardó nada en llevar a Martina a ese hogar y presentarla como su nueva amiga. Una amiga que además era escritora y que le iba a firmar los ejemplares que acababa de comprar y que correspondían a las tres novelas más subidas de tono que había escrito Martina hasta la fecha.

–Mejor déjalas fuera del alcance de los niños –le aconsejó esa tarde a Adela–. Mi hermana lo hace. Las deja dentro de un armario y lo cierra con llave.

Y no pudo fingir su rubor.

Martina y el marido de Adela se cayeron bien. Claro, por qué no, los dos eran simpáticos, bromistas y no temían mirar a los ojos de los demás ni, por supuesto, a los ojos de ellos mismos. Mario tenía una peculiaridad que a Martina le llamó mucho la atención: cuando hablaba, cuando Mario hablaba, tocaba a su interlocutor. Así, cuando hablaba con ella, le tocaba el brazo mientras reían. El hombro. La cintura. Ella se preguntó si también tocaría, de esa manera, a las compañeras del centro de salud donde trabajaba. Si tocaría a otros compañeros, independientemente del sexo, independientemente de si también eran dermatólogos, como él. Sí, Martina se dijo que sí, que también los tocaría y además sin doble intención, porque Mario parecía necesitar ese contacto cuando hablaba.

Era algo natural en él, como la sonrisa, la gran sonrisa de dientes perfectos que mostraba en todo momento.

Y la calma.

Y ese aspecto limpio, de recién duchado, cada vez que le veía, cada vez que le tenía al lado.

El abundante cabello peinado hacia atrás.

La camisa siempre recién planchada y los pantalones de colores llamativos (verde aceituna, azul eléctrico, marrón glacé).

Y luego, en su casa, ya a solas, Martina suspiraba cuando le llegaba un pensamiento con el nombre de Mario en mayúsculas. Y sonreía, también se pillaba a sí misma sonriendo cuando pensaba en él, recordando conversaciones o gestos. Fue el mejor antídoto para salir de la gran depresión en la que ella estaba sumergida tras el fatal y mortal accidente de su hijo Marcos. Antídoto, que no recuperación.

 

 

Que un nefasto día Adela invitara a su casa a Martina, junto con otros amigos, a una barbacoa en el jardín, que ese infortunado día, mientras todos estaban fuera estirados en las hamacas o en el balancín, disfrutando de bebidas heladas que necesitaban continuamente cubitos de hielo, que ese nefasto día Adela descubriera a Martina y a Mario en la despensa, besándose a lengüetazos, con las manos dentro de las respectivas camisas, dentro de los respectivos pantalones, eso, no estaba previsto. Es decir, no estaba previsto nada de lo que había acontecido hasta que llegó ese momento vergonzoso. Así, no estaba previsto que Martina se quedara rezagada en la cocina, llenando la cubitera. No estaba previsto que Adela enviara a su marido a la cocina, por si Martina necesitaba ayuda.

–¿Necesitas ayuda? –le preguntó él en el vano de la puerta, riéndose a continuación porque, del susto por esa aparición repentina, a Martina se le habían caído los cubitos al suelo.

Al agacharse para recogerlos, Martina resbaló de la manera más tonta y necesitó de la mano de Mario, de su fuerza, para levantarse. Las carcajadas aparecieron, sin más, como parte del ritual.

En verdad fue algo no previsto (bueno, quién sabe. A Martina le gustaba el contacto de Mario y a este le gustaba Martina, eso le dijo, cuando la llevó a la despensa y le cogió la cara con las dos manos, mirándola fijamente mientras se lo decía: «Me gustas mucho, Martina. Mucho». Y no había que ser muy astuto para intuir que los besos llegarían a continuación. Los bocados. Ambos estaban hambrientos, parece ser). Vale, es posible que nadie hubiera previsto nada, ni la escena del hielo, ni el resbalón, ni que Mario la cogiera de la mano para ayudarla a levantarse del suelo. Tampoco estaba previsto dejar el brazo en la cintura de ella, ni el abrazo que vino después, ni la sorpresa por acabar dentro de la despensa, tan grande como para engullirlos y no permitir oír los pasos apresurados de Adela, que venía a ver si se habían encontrado con algún problema.

La excitación de Martina por lo que estaba ocurriendo con Mario, eso sí que fue sorprendente, sobre todo porque, desde que no estaba Marcos, su vida no tenía ningún aliciente, eso se repetía cada noche y cada día cuando se despertaba. Algo, eso de la falta de aliciente, que nunca comentó con nadie, ni tan siquiera a esos buenos samaritanos que le preguntaban, cortésmente, «¿cómo te encuentras?», pero que rehuían cualquier respuesta. Ya se sabe que alguien con luto, con el duelo encima, es una bomba de relojería, porque nunca sabes cuándo puede estallar. Y de qué manera puede estallar. No, nadie quiere encontrarse con ese estallido. Qué hacer con las manos. Cómo recoger el llanto. Cómo esconderse.

O tal vez no fue algo sorprendente, pues Martina siempre esperaba encontrarse con Mario en cualquier visita a su casa. Olerle al darse el beso de bienvenida, el de la despedida (seguía oliendo igual de bien, aunque hubieran pasado horas). Fundirse con sus manos (solo se imaginaba eso, que se tomaban de las manos, que se enlazaban sus dedos, que se miraban fijamente a los ojos), porque las manos de Mario eran unas manos-sauna, manos-horno, dispuestas a calentar a cualquier friolero (no, Martina ya no pensaba, como años atrás, que las manos calientes indicaran otra cosa que calor, afabilidad, una energía desbordante). ¿Adela nunca sospechó nada? Pues parece ser que no. Como salvadora del mundo, al menos del mundo que la rodeaba, nunca llegó a pensar que su marido y su nueva amiga pudieran caer en una tentación semejante. Tentación, así lo denominó, cuando pudo articular palabra.

Los que sí intuyeron que ocurría algo raro entre ellas dos fueron los compañeros del colegio, cuando ambas volvieron a clase al día siguiente. Esos compañeros se dieron cuenta de que algo grave había ocurrido ese fin de semana, pues ellas ya no se dirigían la palabra, ni se miraban, y si una estaba en la sala de profesores, la otra giraba sobre sus talones y desaparecía, sin más. Cuando las tenían frente a frente, y por separado, las dos se sorprendían de la pregunta y respondían, con falsa sorpresa:

–Oh, nada, no pasa nada, ¿qué va a pasar?

Y sin embargo, a nadie le extrañó no volver a ver a Martina una semana más tarde. Se había acabado su sustitución. Había regresado la maestra que había sido madre dieciséis semanas atrás y que ahora enseñaba a todo el mundo, cada dos por tres, las fotos que había hecho a su bebé con el móvil. La vida continuaba. Como siempre. Y una vida tapaba a otra y así sucesivamente.

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