Marinka

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Chatilla » 1

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La sirena del Habana pita dos veces en el muelle de Santurce y la chimenea lanza una fuerte bocanada gris. La nota, grave y sostenida, es la única música que hiere el silencio de la despedida. Aferrada a la baranda de cubierta, Marina siente que el alfiler de gancho que prende la tarjeta hexagonal de cartón DEPARTAMENTO DE ASISTENCIA SOCIAL DEL PAÍS VASCO - EXPEDICIÓN A LA URSS - N.º 1391 atraviesa su tapadito, su blusa blanca y va a clavarse en el medio del corazón. Una araña negra y opresora se le instala en el pecho y en el pensamiento. La inocencia de sus diez años, rasgada sin aviso por la guerra civil, no puede presentir que su vida estará signada por lo que se pierde, lo que naufraga tras la última espuma de la estela y queda para siempre en la distancia.

Es sábado, 13 de junio de 1937. Va a cumplirse un año del levantamiento militar contra la República, en julio de 1936, frustrado en las principales ciudades de la península pero que ha hecho pie en las provincias más conservadoras y en los territorios coloniales españoles de Marruecos, al norte de África. Los sublevados confiaban en apoderarse de Madrid y otras ciudades rápidamente y los ha sorprendido una fuerte resistencia popular, de los sindicatos y partidos de izquierda, que han enfrentado a los golpistas con las armas arrebatadas en los cuarteles rebeldes, sobrepasando las vacilaciones del gobierno republicano e incluso las de sus propios dirigentes y han formado milicias obreras por toda España. El fracaso inicial del golpe desata la guerra civil. La resistencia popular —particularmente en Cataluña— deriva en insurrección, como las de los campesinos y mineros asturianos de 1933 y 1934. Los trabajadores toman el control de numerosas industrias, abandonadas por sus patrones, quienes huyen a la zona controlada por los amotinados. Se colectivizan fábricas, fincas, transportes, el abastecimiento y otros servicios. El orden público es asegurado por las milicias obreras, así como el peso del enfrentamiento militar a los golpistas. Ante la crisis del gobierno civil y sus instituciones, el funcionamiento de la vida cotidiana queda en manos de los comités antifascistas, que son el verdadero gobierno en municipios y ciudades. En su lucha contra el alzamiento, los humildes de España ven llegada la hora de sacudirse siglos de explotación e injusticias y arremeten contra los símbolos del poder: el Ejército, los terratenientes, la Iglesia. Una revolución social, con foco en Barcelona, atraviesa toda la península.

Los alzados, apoyados por las organizaciones paramilitares de la Falange fascista y el Requeté carlista, los propietarios de tierras y la Iglesia católica constituyen gobierno en Burgos y depositan el mando en manos del opaco general Franco luego de la muerte accidental del general Sanjurjo, líder original de los conjurados. En un par de meses, dominan la tercera parte del territorio nacional, una cuña recostada en la frontera con el Portugal fascista de Salazar que va desde Algeciras a La Coruña y que alcanza los Pirineos cortando en dos a la España republicana. Al norte queda aislada la franja cantábrica que componen Asturias, Santander, Vizcaya y Guipúzcua. Desde el centro hacia el levante —con Madrid, que tras rechazar varios ataques ha frenado a los sublevados en los suburbios de la ciudad— el gobierno de la República controla Cataluña, Valencia, Murcia, Castilla la Nueva y una parte de Andalucía.

La provincia de Vizcaya, bloqueada por mar y por tierra, resiste en el norte la ofensiva del ejército franquista y es castigada sin piedad por su aviación que busca destruir fábricas, estaciones, puertos, carreteras y por sobre todo la moral de roca del pueblo vasco. El 26 de abril de 1937, lunes de mercado en Guernica, los modernos bombarderos y cazas de la Legión Cóndor alemana experimentan las tácticas de bombardeo abierto e indiscriminado de ciudades. Como la Aviación Legionaria Italiana en Durango un mes antes, en sucesivas oleadas lanzan bombas explosivas e incendiarias y ametrallan a mansalva a la indefensa población que huye al monte para refugiarse. Una conmoción sacude a Euskadi. Su legendaria ciudad, al pie de cuyo roble los lehendakari juran sus fueros, arde entre escombros e incendios. Centenares de muertos y de heridos quedan en las calles. La denuncia de la barbarie recorre el mundo; los atacantes, cínicamente, adjudican la masacre a la propia República. En cielo ibérico, el fascismo espesa las nubes que dos años más tarde descargarán su tormenta bélica sobre toda Europa.

La guerra, anunciada hace un año por radio con estremecimiento de rayo, se ha convertido en una lluvia pertinaz, incesante, que permea toda cotidianeidad con su humedad de muerte, empapa la piel, los huesos y las conversaciones, las rutinas y los juegos. Bilbao está en vigilia ante los bombardeos. Soldados del Euzko Gudarostea —el ejército vasco— y milicianos de la anarquista Confederación Nacional del Trabajo-Federación Anarquista Ibérica (CNT-FAI) y de la socialista Unión General de Trabajadores (UGT), cruzan las calles a toda hora hacia un frente cada vez más cercano; ya se escucha el sordo tronar de la artillería y los resplandores de las explosiones tras los montes que rodean la ciudad. Los edificios están protegidos por sacos de arena, las luces reducidas al mínimo por las noches. En las paredes, en el tranvía, en el mercado, los carteles convocan a la defensa, llaman a alistarse, a organizar la retaguardia. El bloqueo se hace sentir en la escasez de alimentos y de cualquier insumo.

La vida ha cambiado brutalmente para todos los bilbaínos, pero los niños la sufren de manera especial. Muchos tienen al padre, al hermano, combatiendo en el frente. Muchos han quedado huérfanos. Las bombas han sepultado los días de antes, pareciera que siempre han sido así, como ahora. En el patio de la escuela, en las aceras del barrio, juegan a la guerra. Se dividen los bandos. Todos quieren estar en el bando republicano. Entonces, para poder armar un bando fascista, se sortea quiénes son quiénes. Con palos y maderas se improvisan fusiles y pistolas; con hojas de periódicos y cajas de cartón, cascos y gorros militares; el empedrado es ya el campo de batalla de Guadalajara, ya el de Jarama, ya el de Madrid. Los vencedores dan paseo a los prisioneros, fusilados sobre las paredes de la escuela o en el muro de San Rafael. La recreación de las escenas escuchadas en la mesa familiar, en los corrillos de esquina o vividas en estos largos meses, se supera en realismo. En los últimos paseos, el niño que comanda el pelotón de fusilamiento hace brotar cintas rojas cuando da el tiro de gracia al hijo de puta fascista o al sucio rojo, según sea el caso.

En los primeros meses de 1937, con las tropas de Franco cerrando el cerco sobre Bilbao, el gobierno autónomo de Euskadi decide evacuar a los niños de entre 5 y 14 años. Protege su futuro frente a los bombardeos cada vez más frecuentes. Tras la salvaje destrucción de Guernica, el recrudecimiento de los ataques aéreos a la capital y con los sublevados a punto de quebrar el Cinturón de Hierro —la línea de fortificaciones que protege Bilbao— y emplazar sus cañones en los cerros para disparar a voluntad sobre la ciudad, el padre de Marina, con el corazón en el puño, finalmente accede al pedido de evacuación. Poner la vida de sus hijos a resguardo de las bombas pesa más que separarse de ellos. Primero es Félix, el mayor, quien partió hacia Francia. Ahora es Marina la que prepara su maleta junto a la prima Emilia, la hija mayor de la hermana de su madre, quien ha venido de Asturias a la casa de la calle Zabala 25 piso segundo mano derecha, para ayudar al tío en la crianza de los niños desde que enviudó hace ya cinco años.

—Te he puesto lo necesario de ropa y algo de comida para el viaje —Emilia intenta que su voz suene lo más natural posible para no cargar a la niña con eso que le roe el alma desde la partida de Félix.

—¿Me estás escuchando, Chatilla?

Carita ancha y proporcionada, frente limpia, dos gotas de miel que se alargan almendradas bajo unas cejas decididas, nariz pequeña —Chatilla—, lacia melena castaña peinada al costado con moño. Pequeño y fibroso, pura inquietud, su cuerpo gira y queda de espaldas a la ventana cuyos vidrios están cruzados con cintas de papel engomado.

—Sí, Emilia.

—Tienes una hogaza de pan, un poco de queso y un huevo duro —sabe que es insuficiente pero es todo lo que ha podido conseguir—. Sé obediente con los maestros y cualquier cosa que te haga falta se la pides a ellos.

Tantas veces con su hermano han tenido que tomar el tranvía y llevarle el almuerzo a su padre a la fábrica de amianto donde trabaja. Lo han visto comer en silencio, las manos callosas desanudando el atado, cortando la txistorra con la navaja sobre la rebanada de pan, el humo que sube de la marmita de alubias hacia las pestañas blancas de amianto, el overol engrasado. Y ahora es la prima, que ha hecho de madre para ellos, la que prepara su atado de comida para el viaje.

Los delgados dedos de Marina cierran la pequeña maleta de cartón entelado con refuerzos de cuero y remaches de bronce. Cuando la prima madre y la prima hija ajustan la correa, las manos enciman las manitos en un gesto que ambas quisieran eterno. Las cálidas alas de una gallina abrazando el temblor de sus pollitos.

—Ya es hora de partir —dice el padre quedamente mientras se pone el saco y se calza la boina; no quiere interrumpir el momento.

Bajan los dos pisos por la escalera. Marina desliza su mano sobre la baranda; pareciera llevarse en la palma el recuerdo de la madera o tal vez dejar un rastro de su propio tacto para señalar el regreso. Cuando llegan a la puerta del edificio no mira hacia atrás, aprieta fuerte la mano de su prima, el padre carga la maleta y salen. No han caminado una cuadra por Zabala hacia la calle de San Francisco cuando un toque estridente y fatal anuncia el ataque. Saben que cuando suenen las tres sirenas cortas apenas tendrán tiempo de correr al refugio calle abajo siguiendo las vías del tren hasta el túnel, antes de que los Heinkel abran sus barrigas celesteblanquecinas pariendo el terror y la muerte. Los bombarderos alemanes e italianos vuelan cada vez más bajo y a plena luz del día ante la débil oposición de la defensa antiaérea y la aviación republicana. El terror es mayor cuando la ciudad está en pleno movimiento.

La alarma, las corridas, el silencio, el crescendo del ronroneo de los motores, las nubes breves de la artillería pespunteando el cielo, el aullido de pánico de los Stukas lanzados en picada, la jauría desatada de las bombas incendiarias buscando su presa, el aire que hace vacío en los oídos y en el alma, el estallido sordo primero e inmediatamente atronador del impacto, el suelo que tiembla, los olores del miedo, los incendios. Desde hace meses, casi diariamente, el bombardeo repite la misma secuencia. Para Marina cada vez tiene la fuerza de un nacimiento hacia atrás. De la muerte a la vida. Del útero de piedra húmedo y oscuro del refugio a la sobrevivencia.

Entran al túnel al tiempo que la primera bomba impacta allá lejos hacia el lado de los astilleros. Buscan un lugar para sentarse. Marina no se desprende de la mano de Emilia. Unas mujeres vestidas de negro de pies a cabeza tejen en silencio, otras rezan. En la penumbra reconoce a don Manuel, el barbero, y a su esposa Josefina. También a Paquita, la vecina de la vuelta de su casa que saldrá en la evacuación igual que ella, pero hacia Francia. Desde que sus padres han firmado la autorización ambas compiten por cuál es el mejor destino mientras saltan la cuerda frente a la parroquia de San Rafael. ¡Que la URSS es el mejor! ¡Que la URSS es el mejor! ¡Qué va, por supuesto que es Francia! ¡Que es Francia!

—Retírate de las vías, Chatilla —le indica el padre—. Es peligroso. Si cae alguna bomba cerca, el impacto vendrá por los rieles.

Marina se aleja de la vía y se arrima a la pared abovedada cavada en la roca. Palpa en la oscuridad la humedad de verdín, las entrañas del cerro sudando sus miedos. Las explosiones resuenan más próximas. La última reverbera a lo largo del túnel haciendo temblar los rieles y desprendiendo polvo del techo. Los niños pequeños y algunas mujeres gritan. Los hombres se cagan en los aviones fascistas y en sus putas madres. La conmoción saca a Marina de su preocupación. Porque, pese al temor de las bombas, ha estado todo el tiempo preocupada por llegar a horario al embarque.

Las detonaciones amainan hasta que ya nada se escucha. Es el fin del ataque. Luego de un instante, los gudaris que custodian el refugio los autorizan a abandonarlo. Al salir, el humo caliente y acre de un edificio que arde a poca distancia de allí les hace taparse la cara con pañuelos. Entre el crepitar se escuchan los gritos de auxilio y el quejido de una ambulancia. Llegan a tomar el autobús hacia Santurce. Mientras atraviesan la ciudad, las escenas que dejó el bombardeo pasan por las ventanillas como si fueran imágenes ajenas y lejanas. De pronto, el vehículo debe desviar su trayecto porque más adelante una muchedumbre ocupa la calle. Marina reconoce en el medio del tumulto a las sardineras que pasan por su barrio vendiendo el pescado fresco, los rostros curtidos, una mano en jarra y la otra sosteniendo los grandes cestos de mimbre sobre el pañuelo anudado en la cabeza, descalzas o en gastadas alpargatas, pollera y delantal arrollados a la cintura y dejando ver las pantorrillas, fuertes de caminar toda la ribera del Nervión desde Santurce a Bilbao. Las enardecidas mujeres no llevan cestos esta vez, arrastran el cuerpo del piloto alemán del avión abatido por la defensa antiaérea que pospuso su muerte apenas lo que tardó el paracaídas en pendular sobre una ciudad herida hasta la furia vengadora de sus víctimas.

El autobús consigue tomar la carretera que lleva al puerto de Santurce por la orilla izquierda de la ría. El camino se amojona de columnas de humo que trepan lentamente negras buscando confundirse con las nubes. Cruza los puentes milagrosamente intactos; deja atrás Baracaldo, Sestao, pasa Portugalete, el gran puente colgante del transbordador que enmarca la entrada a la ría y desciende por fin hacia los muelles.

Unos pocos aviones republicanos cubren el cielo de Santurce. Son los cazas que envió la URSS y a los que apodan Chatos, al igual que a ella, por sus cortos morros. Vuelan en círculos como las águilas pescadoras que visitan el golfo, protegiendo la evacuación luego de haber combatido por alejar a los atacantes del puerto, el cordón umbilical que mantiene a Bilbao en contacto con la España leal y con el mundo. Las torres de hierro de las grúas parecen también centinelas alzando su único brazo hacia las nubes como un escudo.

La Alemania nazi y la Italia fascista mandan aviones, tanques, armas y tropas para aplastar a la República Española. Las democracias europeas —el gobierno socialista francés y su par conservador británico a la cabeza— juegan a la neutralidad, más temerosas del contagio de la revolución social que ha brotado en España que de las camisas pardas y negras que gobiernan Alemania e Italia. Pocos años más tarde, despertarán amargamente de su siesta cuando las botas de la Wehrmacht desfilen bajo el Arco de Triunfo y las V2 lluevan sobre Londres.

Sólo la Unión Soviética suministra material bélico y asesores militares al bando republicano, que enfrenta al ejército profesional de los sublevados con las milicias obreras recién organizadas y carentes de formación militar, la mayor parte de la flota que los marineros defienden de los mandos golpistas, algunos guardias de asalto y los pocos militares y guardias civiles que han permanecido fieles. La ayuda soviética busca también potenciar al Partido Comunista Español, minoritario respecto de los anarquistas y los socialistas, para encorsetar el proceso revolucionario dentro de la política internacional que ha trazado Stalin.

A contrapelo de la indiferencia o la complicidad de sus gobiernos, miles de trabajadores y militantes comunistas, socialistas, anarquistas y antifascistas de todo el mundo acuden a defender a la República. Puños en alto, estandartes rojinegros, banderas rojas, las Brigadas Internacionales desfilan cantando La Internacional por las calles de Madrid, de Barcelona, de Valencia. Se dirigen al frente para combatir al fascismo junto a sus camaradas españoles. «¡No pasarán!», es la voz gritada en decenas de idiomas.

Un hormigueo de niños y familiares se agolpa frente a la mole oscura del Habana, que jadea sus humos cansina y pausadamente. Las autoridades y los educadores que acompañan la expedición pasan lista a los pequeños pasajeros y les entregan la tarjeta de embarque que deben prender en sus pechos. De a poco son nombrados al pie de la planchada y van abordando el enorme navío. Es una operación lenta y agotadora. Sobre el granito adoquinado del muelle, cruzado por rieles y personas que van y vienen, Marina aguarda que llamen al N.º 1391 en una espera que se hace interminable. Sus ojos de asombro recorren el casco negro rematado en blanco en la cubierta y el puente igualmente blanco; suben hasta la punta de los mástiles de proa y de popa donde ondean la ikurriña y la bandera roja, gualda y morada, y se detienen en la altísima chimenea. Parece una montaña desprendida de la costa y puesta a flotar en el golfo de Vizcaya.

—Todo va a estar bien, Chatilla —la anima Emilia.

—Es sólo por un tiempillo. Ni bien derrotemos a los fascistas y termine la guerra, estarás volviendo. Te lo aseguro, hijita —el padre intenta tranquilizarla. Y tranquilizarse a sí mismo. Los bombardeos han precipitado su determinación, pero debe hacer un gran esfuerzo para desprenderse de sus hijos y no está tan convencido del triunfo de la República ante el avance imparable de los sublevados. Antes de que Félix partiese, les explicó a sus hijos la decisión. Alrededor de la mesa familiar ha tratado de transmitir seguridad, aunque no ha podido disimular el titubeo de sus palabras. Les ha dicho que era transitorio, que iban a estar mejor fuera de España, que los cuidarían y podrían comer todos los días, que no habría que temer a las bombas. Félix, Marina y Emilia han asentido en silencio, no se discuten las decisiones del padre. Pero desde esa noche, los cuatro, cada uno en el lenguaje de sus propios pensamientos, comparten la sofocante prisión de la duda. ¿Y si se quedasen juntos, pese a bombas y hambrunas, como lo han hecho otras familias del barrio? Si se separan ahora, ¿podrán reencontrarse mañana, algún día? Imposible saberlo. Para la guerra, mañana es bruma, gris y difusa. Ha impuesto su negro de fuego sobre todo amanecer, sobre todo porvenir.

Los altavoces anuncian el 1391. Con esas sensaciones encontradas de ansiedad y desasosiego, de aventura y extrañeza, Marina se desprende del abrazo de su padre y del beso de su prima y sube la planchada escalonada que se mueve a cada paso asiéndose de la barandilla con la izquierda y sujetando la pequeña maleta en la derecha.

El duro obrero del amianto siente que le arrancan el hígado cuando la luz de sus ojos desaparece por la escotilla. Emilia debe recostarse en su tío para no desvanecerse cuando le falta el aire y se le ablandan las rodillas. Ya en cubierta, Marina se hace un lugar a los empujones sobre la baranda. Busca desesperadamente la cabeza de su padre entre la multitud que agita pañuelos. Cuando la sirena larga su primer pitazo lo divisa y saluda todo lo más alto que alcanza su bracito. El padre desde abajo la está buscando con la misma desesperación, la reconoce a su vez y le señala a la sobrina la cabecita entre miles de cabecitas que se despiden con un ¡agur! desde allá arriba. Al segundo pitazo, un redoble metálico de cadenas acompasa el izamiento del ancla; los trabajadores portuarios sueltan las amarras, que recogen en cubierta los marineros, y morosamente el barco comienza a apartarse del muelle. Marina fija la mirada para no perder la visión de su familia; pronto las caras se hacen puntitos, los puntitos son una mancha sobre el muelle, el muelle es una línea bajo los montes, el sol se esconde tras los montes que extienden sus sombras opacando la ciudad, el puerto, la infancia, las certezas.

El Habana pone proa hacia la rada entre barcos semihundidos alcanzados por anteriores bombardeos y un almacén que todavía humea. A la izquierda pasa el espigón, a la derecha el faro de la Galea y sale a mar abierto. Marina, que por primera vez deja tierra firme, no quiere soltar la baranda ni la maleta. La araña parece alimentarse de sus dudas y temores y la siente más grande, más pesada, más sofocante. Sola, como la última gaviota que los sigue hasta que la costa es apenas el borde entre el atardecer y el agua, llora todos los llantos que ya acumulan sus diez años. Llora a su madre, a su padre, a su hermano, a su prima, llora a su casa, llora a sus amigos, llora a su ciudad. El mar, que siempre fue horizonte, es ahora incertidumbre.

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