Marinka

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Chatilla » 2

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De sal es el viaje. Marina lleva el mar en su nombre y en sus lágrimas. Demasiado dolor para su cuerpito ovillado sobre la maleta en un rincón del Habana. Le duele el abrazo que la guerra le acaba de despojar, que tanta falta le hace ahora. El que pueden darse a su lado esos dos hermanos, el que envuelve a aquella de trenzas y vestido azul en la protección de su madre que no para de acariciarle la cabeza, el de los maestros que buscan consolar a los más pequeños. De los más de 4000 niños que embarcaron en Santurce muchos vienen de los asilos de huérfanos, algunos viajan con hermanos, con primos, con vecinos, con un familiar que se ha ofrecido a acompañarlos. Un puñado de afortunados lo hace con alguno de sus padres o con ambos. Ella viaja sola, no ha podido encontrar a Paquita y tampoco se ha cruzado con ninguna cara conocida, con ninguna voz que le acerque el barrio, la escuela, la familia. Se aferra a la maleta como a un amuleto. Como a un cofre que guarda, junto con las pocas ropas y el hato de comida que preparó su prima, el tesoro intangible de los días felices. El rolido del barco oscilando de babor a estribor es el eco de la oscilación que va de su entraña a su pecho. Sus pies se sienten extraños sobre ese vaivén, añoran la firmeza de la tierra. Anda a la deriva por la inmensidad del Cantábrico y de la noche.

El Habana navega con sus luces apagadas. Debe eludir el acecho del Cervera, que bloquea por mar, con el acorazado España y el destructor Velasco, la llegada de ayuda y la salida de refugiados hacia y desde Bilbao. El crucero franquista está cebado. Sus potentes cañones vienen de batir impunemente poblaciones y embarcaciones a lo largo de la costa vasca y asturiana. Esta noche, sea por la pericia del capitán del Habana, que mantiene a los pasajeros en desconocimiento de la amenaza, o por la prudente cobardía del capitán del Cervera ante la presencia cercana de acorazados británicos, el Arca de Noé republicana atraviesa el cerco y rumbea hacia Francia su preciosa carga de esperanza.

Amanecen en aguas francesas y más tarde entran lentamente al estuario del Garona y al puerto de Burdeos. La parsimonia con que el Habana arrima al muelle cambia súbitamente de ritmo ni bien echa amarras. La sirena levanta un blanco remolino de gaviotas y desbanda una vorágine de imágenes que los ojos de Marina apenas pueden atrapar. Acallados los ecos de hierro de las maniobras de atraque y el pulso profundo de las máquinas, que no ha parado de latir todo el viaje, el piar agudo de miles de niños se adueña de la atmósfera de la mañana. A contrapunto, aquí y allá sobresalen palabras en otro tono, son los educadores que procuran ordenar el desembarco. Ya antes de bajar la planchada, una ansiosa fila de refugiados con la tarjeta FRANCIA prendida de sus pechos aguarda turno para descender. Las cabezas asoman a uno y otro lado, se estiran sobre las puntas de los pies para ver si ya se ha iniciado el desembarco. Algunos de los mayores con destino a la URSS recorren la fila y tratan de convencer a los más chicos, a los que viajan solos, de cambiar su tarjeta para poder quedarse en Burdeos. Aprovechan que el cartón, además del destino, sólo lleva un número por toda identificación y que las autoridades han desistido de cotejar los números con las listas y controlan únicamente que diga FRANCIA para acelerar el trámite. Un alboroto se produce más allá, hacia la proa. Dos niños de su edad, descubiertos por los marineros en uno de los botes del Habana, donde se han escondido con la ingenua intención de regresar como polizontes a España, no paran de llorar y pedir por su familia. En el mismo muelle, los que comienzan a bajar son agasajados con flores y frutas, con pasteles y golosinas. Desde la cubierta, tan elevada que queda a la altura de los techos de los edificios portuarios, los que siguen viaje a la lejana Unión Soviética alargan la mirada como si sus ojos pudieran atrapar esos manjares. A Marina se le hace la boca agua. Tras meses de bombas y escasez ha perdido la memoria de los vegetales frescos, de la leche, del pan blanco. Para ella los dulces tienen la consistencia de los sueños, pertenecen al mundo de la fantasía como las hadas, los dragones y los duendes. Por eso la imagen de sus compañeros desembarcados llenándose de delicias a una escalerilla de distancia, ahí abajo en el muelle, se le hace tan deseada como irreal.

Durante toda la noche se le mantuvo cerrado el estómago pero la escena y el fresco aire matinal le despiertan el apetito. Entonces abre su cajita de tesoros, con sus dos manos lleva el atado hacia su cara y cierra los ojos buscando en la tela la fragancia de las manos de Emilia, lo desenvuelve cuidadosamente, divide el pan y el queso en partes iguales y los ofrece a la niña y a los dos hermanitos que tiene a su lado, que agradecen con un parpadeo de sus largas pestañas negras. Se reserva el huevo para más adelante. En esa comunión quedan los cuatro mirando con envidia a los que ya están a salvo en suelo francés. Piensa que si fuera más alta, más fuerte, más decidida, se hubiese atrevido a cambiar su tarjeta y sería ella la que estaría mirando desde el muelle a los que quedan en el barco. Luego correría a buscar a su hermano. Aunque no puede imaginar las dimensiones del país, para ella Félix está simplemente en Francia, allí abajo, pisando el mismo suelo que pisan los afortunados que han desembarcado. Desde que su hermano salió en las primeras evacuaciones han recibido apenas una carta suya y detrás de su partida le ha tocado salir a ella. No han pasado todavía dos meses y su falta duele más que la ausencia que dejó su madre, de la que no guarda casi recuerdos.

Félix, que le lleva cuatro años, es para ella un amparo más sólido que la piedra de los muros de San Rafael, más seguro que el refugio del túnel ferroviario, más confiable que la salida del sol. Fue de su hermano mayor el primer abrazo cuando se quedaron sin su madre, antes de que llegase Emilia desde Asturias para cuidarlos. De aquella noche, hace cinco años, en que padre volvió del hospital y les dijo que mamá había muerto, no puede rescatar la memoria de las lágrimas, su cuerpo sólo registra un estremecimiento sordo —que revive cada vez que suena la alarma antiaérea— y la palma cálida de Félix alrededor de sus hombros. La misma palma que tomaba su mano todas las mañanas para recorrer las siete cuadras hasta el colegio. El orgullo le brillaba en los ojos cuando su hermano estaba esperándola a la salida de clases para volver juntos a casa. Cosechaba como perlas de envidia las miradas de sus compañeras hacia aquel mozo bien plantado, peinado al costado con raya, un jopo rebelde balanceando sobre sus ojos castaños, pantalón arriba de la rodilla, camisa blanca. Entonces, Félix le daba la mano y ella salía calle abajo como un barrilete flameando la alegría. Los domingos, cuando los chavales armaban partidos en la cuadra de Zabala, frente a la iglesia, ella gritaba cada gol de Félix como si fueran los del Athletic en la final de España. Si recibía alguna falta y caía, Marina debía contenerse de ir a ayudarlo. Él le había prohibido que se moviese, so pena de no dejarla ver los partidos, luego de la tarde en que padeció las burlas de todos cuando su hermana menor corrió a limpiarle la rodilla ensangrentada. La orfandad los soldó como una cadena de dos eslabones. Marina le confiaba todos sus secretos. Félix cubría todas sus travesuras, como aquella vez que ella, aprovechando la ausencia de Emilia, se vistió con sus faldas y sus tacos, se pintó con su lápiz de labios y se pavoneó con su collar y sus aros. Marina lo ayudaba a ventilar el baño antes de que llegase su padre para no dejar rastro de los pitillos fumados a escondidas. Luego vino la guerra. Durante los primeros bombardeos, desafiando el miedo ensordecedor de los motores y las sirenas, el silbido cortante de las bombas, se demoraban juntos antes de entrar al refugio para ver las siluetas de los aviones sobre el cielo de Bilbao, la geometría luminosa de los disparos de la artillería antiaérea. Ya adentro, buscaba siempre su abrazo. Fue él quien la encontró escondida entre los sacos y los cajones del mercado cuando un ataque los sorprendió en plena calle y la llevó junto a Emilia, que la buscaba desesperada y se negaba a refugiarse sin ella. A la noche sólo podía dormirse si él todavía estaba despierto en la cama contigua. O entonces lo despertaba para que le contase una historia hasta dormirse. Cuando la comida comenzó a escasear y los platos contrastaron el blanco vacío de su diámetro con las porciones empequeñecidas de papa, de cebolla, con la rarísima presencia de algún pedacito de carne, bajo la mesa él deslizaba una rodaja de pan hacia su mano con un guiño cómplice. Ella nunca supo de dónde hacía aparecer Félix esas sorpresas mágicas. Guardián, mago, confidente, compinche, pichichi de su corazón, su hermano mayor es la certeza, la tierra firme, la estrella guía. Por eso, su ausencia le duele como un puntazo de fuego ahora que sabe que está tan cerca y no puede verlo.

Poco a poco, el alboroto de la bienvenida se va desflecando en silencios a medida que los últimos autobuses trasladan a los niños que quedaban en el puerto. El comité de recepción se va tras ellos. Sólo quedan estibadores y algunos marineros. El muelle vacío es la imagen de su desamparo. Sus lágrimas se funden en la garúa que ha comenzado a caer sobre Burdeos.

El Habana tiene órdenes de trasbordar a los que siguen viaje a la URSS a otro barco. El Sontay no es un buque de pasajeros, es un carguero que cubre habitualmente la ruta Francia-Indochina y no tiene la capacidad del Habana para transportar a tantas personas, pero cuenta con una ventaja sobre éste. No lleva la bandera republicana. Es un barco francés con tripulación china alquilado por la República para la evacuación. Ya es la tarde del día siguiente cuando los 1495 niños, los 72 educadores y auxiliares y los dos médicos dejan el Habana y suben al viejo navío. El Sontay se hace al mar casi de noche. Por un trecho lo acompañan a la distancia naves de guerra francesas y británicas, que custodian la salida de refugiados pero en realidad están para hacer cumplir la no intervención en el conflicto español, es decir la llegada de armas a la República. El verdadero viaje recién comienza para los pequeños evacuados. Marina es sólo llanto.

—¿Cómo te llamas, niña? —una de las educadoras, que apenas pasa los veinte años, se acerca al darse cuenta de su congoja.

—Marina… calle Zabala veinticinco piso dos mano derecha… Bilbao —recita su nombre y las señas que ha memorizado como si la dirección de su casa fuese un apellido más.

—¿Qué te pasa, Marina? —inquiere la muchacha afiliada al Socorro Rojo Internacional y que se ha presentado de voluntaria para acompañar la expedición.

—Quiero regresar a mi casa, señorita —responde entre sollozos.

—No te preocupes, guapa, ahora hablamos con el capitán y damos la vuelta —miente la joven que ya no sabe qué decir para consolar tantas lágrimas.

Marina se siente más tranquila y se recuesta. Por primera vez desde que salieron de Santurce, se queda profundamente dormida. Cuando despierta, ha pasado otro día y aunque no entiende de cartas marinas ni de rumbos náuticos, algo le dice que el Sontay nunca volverá la proa hacia Euskadi. Desayuna el huevo duro pensando en Emilia pero ya no consigue encontrar el rastro de su olor en el atadito. La tela huele a la oscuridad de las entrañas del barco.

No termina de acostumbrarse al viaje, aunque la comida es un poco mejor que la del Habana. Duermen todos en el piso de la bodega y es común que alguna rata husmee entre los bultos y maletas buscando alimento. Durante el día, su atención se deja ganar por la curiosidad y explora el barco. Casi no pueden subir a cubierta por temor a los ataques aéreos, pero cuando les permiten hacerlo, el viaje se hace más llevadero y el Sontay ofrece más rincones por descubrir. Lo que más le llama la atención es el idioma incomprensible de los marineros chinos. En las noches, sin embargo, echada sobre la delgada colchoneta en lo oscuro de la bodega, su pensamiento viaja hacia Bilbao, hacia Emilia, su hermano, su padre. Cada milla que se aleja de Euskadi acrecienta esa desgarradora ausencia y el deseo imperioso de volver. La araña que anida en su pecho se fortalece con sus lágrimas y aprieta más y más.

El cuarto día la encuentra en cubierta saltando la cuerda con otras niñas. Por un instante, puede distraerse y hasta se le esboza una sonrisa. Mientras tanto el Sontay está atravesando el Canal de la Mancha para entrar al Mar del Norte. Al pasar frente a las costas alemanas, el mar se cubre de niebla y las olas zarandean al viejo carguero. La bodega es un caos de maletas y bultos deslizándose y chocando contra las paredes. Se aferran como pueden a columnas y salientes, a sogas y barandas, pero muchos terminan rodando también por el piso. Los niños largan todo lo que han comido, los educadores no dan abasto para auxiliarlos. «El tiempo se ha puesto tan malo como los alemanes», dice una pecosa de lentes que no para de vomitar. Asida a un pasamanos y a su maleta, ella imagina esa fuerza maléfica que se adueña para siempre de sus pesadillas como pájaros negros capaces de arrojar fuego desde el cielo y de enfurecer las aguas. Y debe ser así nomás, porque cuando dejan atrás Alemania y suben por el Báltico buscando el Golfo de Finlandia, el tiempo se compone mágicamente y el mar se plancha.

Una mala noticia al atardecer del sexto día. En la popa, un grupo de maestras y acompañantes comentan algo que acaban de escuchar en la radio. Algunas lloran, otros se abrazan. Todos miran hacia el poniente. Allá lejos, su amada Bilbao ha caído en poder de los fascistas. El alfiler de gancho de Marina vuelve a estoquear su corazón y la araña oprime otra vez sus patas sobre el pecho. Se le quiebra en llanto la ilusión de un rápido regreso, ahora sabe que el viaje será mucho más largo que el día de navegación que los separa de la Unión Soviética.

El Sontay entra por fin en aguas soviéticas y cuando pasa de largo la isla de Kronstadt, las cúpulas doradas de Leningrado se yerguen en el horizonte en el tiempo donde no existe la noche. Los rusos lo llaman Béliye Nóchi, la noche blanca. La luz mágica de ese amanecer que apenas se distingue del día por un sutil cambio de intensidad de sus celestes, rosados y amarillos, va descubriendo la ciudad como bajando un velo desde los edificios más altos a la bahía del Neva. Entonces, todos los niños y los educadores asisten en cubierta a un espectáculo que los deslumbra. Veinte submarinos y numerosas naves de guerra con banderines de todos colores que penden de los mástiles escoltan el ingreso del barco al puerto lleno de buques mercantes, los Chatos pasan rasantes y saludan moviendo sus alas pintadas con la estrella soviética y cuando comienzan a verse los detalles de los lujosos palacios e iglesias de la antigua ciudad imperial, divisan los muelles repletos de personas que agitan banderas rojas y tricolores de la República.

El barco arrima lentamente al muelle y las oxidadas planchas de hierro de su casco crujen como quien exhala un largo suspiro de cansancio. Numerosos carteles les dan la bienvenida en ruso bajo una lluvia de flores. Una banda de pioneros de la misma edad que ellos, de pantaloncitos cortos azules, blusa blanca y pañuelo rojo al cuello, larga a tocar La Internacional y todo el muelle entona las estrofas del himno de los trabajadores. Marina reconoce la música, de la mano de Emilia ha visto a los milicianos desfilar por la Gran Vía de Bilbao cantando esas estrofas entre banderas rojas y puños en alto, pero no entiende ni una palabra del ruso. Así y todo se deja llevar por la emoción de los compañeros mayores que cantan en español y levantan el puño. Ella sujeta su pequeña maleta y también alza su brazo cerrando la mano.

Al pie de la larga y empinada escalerilla del Sontay, los reciben Guardias Rojos de gorras y chaquetas blancas ceñidas con cinturones de brillantes hebillas, pantalones azules y botas altas, que ayudan a bajar a los más pequeños. La gente los aclama al grito de ¡Viva la República!, ¡Viva la Unión Soviética! Los hacen sentir héroes. Mientras desciende, los ojos se le inundan de la luminosa bienvenida. Al pasar por entre la doble fila de pioneros que los aplaude, una niña de unos diez años como ella se le acerca y con una mirada tan limpia como el azul de junio se quita su pañoleta roja, se la coloca en el cuello, le sonríe y la abraza. Marina se ruboriza, respira hondo queriendo beberse todo aquello de un sorbo y una fuerza nueva le reconforta el cuerpo.

El tiempo se ha puesto bueno bajo el cielo soviético.

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