Marina

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Pasé la noche en vela, dándole vueltas al relato que Sentís me había explicado. Releí la noticia de su muerte una y otra vez, esperando encontrar en ella alguna clave secreta entre los puntos y las comas. El anciano me había ocultado que él era el socio de Kolvenik en la Velo-Granell. Si el resto de su historia era consistente, supuse que Sentís debía de haber sido el hijo del fundador de la empresa, el hijo que había heredado el cincuenta por ciento de las acciones de la compañía al ser nombrado Kolvenik director general. Esta revelación cambiaba todas las piezas del rompecabezas de lugar. Si Sentís me había mentido en ese punto, podía haberme mentido en todo lo demás. La luz del día me sorprendió intentando dilucidar qué significado tenían la historia y su desenlace.

Ese mismo martes me escabullí durante la pausa del mediodía para encontrarme con Marina.

Ella, que parecía haberme leído el pensamiento una vez más, esperaba en el jardín con una copia del diario del día anterior en las manos. Una simple mirada me bastó para saber que ya había leído la noticia de la muerte de Sentís.

—Ese hombre te mintió…

—Y ahora está muerto.

Marina echó un vistazo hacia la casa, como si temiese que Germán pudiese oírnos.

—Mejor será que vayamos a dar una vuelta —propuso.

Acepté, aunque tenía que volver a clase en menos de media hora. Nuestros pasos nos dirigieron hacia el parque de Santa Amelia, en la frontera con el barrio de Pedralbes. Una mansión restaurada recientemente como centro cívico se alzaba en el corazón del parque. Uno de los antiguos salones albergaba ahora una cafetería. Nos sentamos a una mesa junto a un amplio ventanal. Marina leyó en voz alta la noticia que yo casi era capaz de recitar de memoria.

—No dice en ningún sitio que haya sido un asesinato —aventuró Marina, con poca convicción.

—Ni falta que hace. Un hombre que ha vivido recluido durante veinte años aparece muerto en las alcantarillas, donde alguien se ha entretenido en quitarle las dos manos, de propina, antes de abandonar el cuerpo…

—De acuerdo. Es un asesinato.

—Es más que un asesinato —dije, con los nervios de punta—. ¿Qué hacía Sentís en un túnel abandonado de las alcantarillas en mitad de la noche?

Un camarero que secaba vasos aburrido tras la barra nos escuchaba.

—Baja la voz —susurró Marina.

Asentí y traté de calmarme.

—Tal vez deberíamos ir a la policía y explicar lo que sabemos —apuntó Marina.

—Pero no sabemos nada —objeté.

—Sabemos algo más que ellos, probablemente. Hace una semana una misteriosa mujer te hace llegar una tarjeta con la dirección de Sentís y el símbolo de la mariposa negra. Tú visitas a Sentís, quien dice no saber nada del asunto, pero te explica una extraña historia sobre Mijail Kolvenik y la empresa Velo-Granell, envuelta en turbios asuntos cuarenta años atrás. Por algún motivo olvida decirte que él formó parte de esa historia, que de hecho él era el hijo del socio fundador, el hombre para quien ese tal Kolvenik creó dos manos artificiales tras un accidente en la factoría… Siete días más tarde, Sentís aparece muerto en las cloacas…

—Sin las manos ortopédicas… —añadí, recordando que Sentís se había mostrado reticente a estrecharme la mano al recibirme.

Al pensar en su mano rígida, sentí un escalofrío.

—Por alguna razón, cuando entramos en aquel invernadero nos cruzamos en el camino de algo —dije, tratando de poner orden en mi mente—, y ahora hemos pasado a formar parte de ello. La mujer de negro acudió a mí con esa tarjeta…

—Óscar, no sabemos si acudió a ti ni cuáles eran sus motivos. No sabemos ni quién es…

—Pero ella sí sabe quiénes somos nosotros y dónde encontrarnos. Y si ella lo sabe…

Marina suspiró.

—Llamemos ahora mismo a la policía y olvidémonos de todo esto cuanto antes —dijo—. No me gusta y además no es asunto nuestro.

—Lo es, desde que decidimos seguir a la dama en el cementerio…

Marina desvió la mirada hacia el parque. Dos niños jugueteaban con una cometa, intentando alzarla al viento. Sin apartar los ojos de ellos, murmuró lentamente:

—¿Qué sugieres entonces?

Sabía perfectamente lo que yo tenía en mente.

El Sol se ponía sobre la iglesia de la Plaza Sarriá cuando Marina y yo nos adentramos en el Paseo de la Bonanova rumbo al invernadero. Habíamos tenido la precaución de coger una linterna y una caja de fósforos. Torcimos en la calle Iradier y nos adentramos en los pasajes solitarios que bordeaban la vía de los ferrocarriles. El eco de los trenes ascendiendo hacia Vallvidrera se filtraba entre las arboledas. No tardamos en encontrar el callejón donde habíamos perdido de vista a la dama y la verja que ocultaba el invernadero al fondo.

Un manto de hojas secas cubría el empedrado. Sombras gelatinosas se extendían a nuestro alrededor mientras penetrábamos en la maleza. La hierba silbaba al viento y el rostro de la Luna sonreía entre resquicios en el cielo. Al caer la noche, la hiedra que cubría el invernadero me hizo pensar en una cabellera de serpientes. Rodeamos la estructura del edificio y encontramos la puerta trasera. La lumbre de un fósforo reveló el símbolo de Kolvenik y la Velo-Granell, empañado por el musgo. Tragué saliva y miré a Marina. Su rostro exhalaba un brillo cadavérico.

—Ha sido idea tuya volver aquí… —dijo.

Encendí la linterna y su luz rojiza inundó el umbral del invernadero. Eché un vistazo antes de entrar. A la luz del día aquel lugar me había parecido siniestro. Ahora, de noche, se me antojó un escenario de pesadilla. El haz de la linterna descubría relieves sinuosos entre los escombros. Caminaba seguido de Marina, enfocando la linterna al frente. El suelo, húmedo, crujía a nuestro paso. El escalofriante siseo de las figuras de madera rozando unas con otras llegó hasta nuestros oídos. Ausculté el sudario de sombras en el corazón del invernadero. Por un instante no supe recordar si aquella tramoya de figuras suspendidas había quedado alzada o caída cuando nos habíamos ido de allí. Miré a Marina y vi que ella estaba pensando lo mismo.

—Alguien ha estado aquí desde la última vez… —dijo, señalando las siluetas suspendidas del techo a media altura.

Un mar de pies se balanceaba. Sentí una oleada de frío en la base de la nuca y comprendí que alguien había vuelto a bajar las figuras. Sin perder más tiempo me dirigí hacia el escritorio y le cedí la linterna a Marina.

—¿Qué estamos buscando? —murmuró ella.

Señalé el álbum de viejas fotografías sobre la mesa. Lo cogí y lo introduje en la bolsa que llevaba a la espalda.

—Ese álbum no es nuestro, Óscar, no sé si…

Ignoré sus protestas y me arrodillé para inspeccionar los cajones del escritorio. El primero contenía toda clase de herramientas oxidadas, cuchillas, púas y sierras de filo gastado. El segundo estaba vacío. Pequeñas arañas negras correteaban sobre el fondo, buscando refugio en los resquicios de la madera. Lo cerré y probé suerte con el tercer cajón. La cerradura estaba trabada.

—¿Qué pasa? —escuché susurrar a Marina, su voz cargada de inquietud.

Tomé una de las cuchillas del primer cajón y traté de forzar la cerradura. Marina, a mi espalda, sostenía la linterna en alto, observando las sombras danzantes que resbalaban por los muros del invernadero.

—¿Te falta mucho?

—Tranquila. Es un minuto.

Podía sentir el tope de la cerradura con la cuchilla. Rodeándolo, oradé el contorno. La madera seca, podrida, cedía con facilidad bajo mi presión. El carraspeo de la madera astillada crujía ruidosamente. Marina se agachó junto a mí y dejó la linterna sobre el suelo.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó de pronto.

—No es nada. Es la madera del cajón al ceder…

Ella posó su mano sobre las mías, deteniendo mi movimiento. Durante un instante el silencio nos envolvió. Sentí el pulso acelerado de Marina sobre mi mano. Entonces también yo advertí aquel sonido. El chasquido de las maderas en lo alto. Algo se estaba moviendo entre las figuras ancladas en la oscuridad. Forcé la vista, justo a tiempo de percibir el contorno de lo que me pareció un brazo moviéndose sinuosamente. Una de las figuras se estaba descolgando, deslizándose como un áspid entre las ramas. Otras siluetas empezaron a moverse al mismo tiempo. Aferré la cuchilla con fuerza y me incorporé, temblando. En aquel instante, alguien o algo retiró la linterna de nuestros pies. Rodó hasta un ángulo y quedamos sumidos en la oscuridad absoluta. Fue entonces cuando escuchamos aquel silbido, acercándose.

Agarré la mano de mi compañera y echamos a correr hacia la salida. A nuestro paso, la tramoya de figuras descendía lentamente, brazos y piernas rozando nuestras cabezas, pugnando por aferrarse a nuestras ropas. Sentí uñas de metal en la nuca. Escuché a Marina gritar a mi lado y la empujé frente a mí, impulsándola a través de aquel túnel infernal de criaturas que descendían de las tinieblas. Los haces de luna que se filtraban desde las grietas en la hiedra desvelaban visiones de rostros quebrados, ojos de cristal y dentaduras esmaltadas.

Blandí la cuchilla a un lado y a otro con fuerza. La sentí rasgar un cuerpo duro. Un fluido espeso me impregnó los dedos. Retiré la mano; algo tiraba de Marina hacia las sombras. Marina aulló de terror y pude ver el rostro sin mirada, de cuencas vacías y negras, de la bailarina de madera rodeando su garganta con dedos afilados como navajas. Su rostro estaba cubierto por una máscara de piel muerta. Me lancé con todas mi fuerzas contra ella y la derribé sobre el suelo. Pegado a Marina, corrimos hacia la puerta, mientras la figura decapitada de la bailarina se alzaba de nuevo, un títere de hilos invisibles blandiendo garras que chasqueaba como si fueran tijeras.

Al salir al aire libre advertí que varias siluetas oscuras nos bloqueaban el paso hacia la salida. Corrimos en dirección contraria hacia un cobertizo junto al muro que separaba el solar de las vías del tren. Las puertas de cristal del cobertizo estaban empañadas por décadas de mugre. Cerradas. Rompí el cristal con el codo y palpé la cerradura interior. Una manija cedió y la puerta se abrió hacia dentro. Entramos apresuradamente. Las ventanas posteriores dibujaban dos manchas de claridad lechosa. La telaraña del tendido eléctrico del tren podía adivinarse al otro lado. Marina se volvió un instante a mirar atrás. Formas angulosas se recortaban en la puerta del cobertizo.

—¡Deprisa! —gritó.

Miré desesperadamente a mi alrededor buscando algo con que romper la ventana. El cadáver herrumbroso de un viejo automóvil se pudría en la oscuridad. La manivela del motor yacía al frente. La agarré y golpeé repetidamente la ventana, protegiéndome de la lluvia de cristales. La brisa nocturna me sopló en la cara y sentí el aliento viciado que exhalaba de la boca del túnel.

—¡Por aquí!

Marina se aupó hasta el hueco de la ventana mientras yo contemplaba las siluetas reptando lentamente hacia el interior del garaje. Blandí la manivela metálica con ambas manos. Súbitamente, las figuras se detuvieron y dieron un paso atrás. Miré sin comprender y entonces escuché aquel aliento mecánico sobre mí. Salté instintivamente hacia la ventana, al tiempo que un cuerpo se desprendía del techo. Reconocí la figura del policía sin brazos. Su rostro me pareció cubierto por una máscara de piel muerta, cosida burdamente. Las costuras sangraban.

—¡Óscar! —gritó Marina desde el otro lado de la ventana.

Me lancé entre las fauces de cristal astillado. Noté cómo una lengua de vidrio me cortaba a través de la tela de mi pantalón. La sentí abrir la piel limpiamente. Aterricé al otro lado y el dolor me golpeó de súbito. Noté el fluir tibio de la sangre bajo la ropa. Marina me ayudó a incorporarme y trampeamos los raíles del tren hacia el otro lado. En aquel momento una presión me aferró el tobillo y me hizo caer de bruces sobre las vías. Me volví, aturdido. La mano de una monstruosa marioneta se cerraba sobre mi pie. Me apoyé sobre un raíl y sentí la vibración sobre el metal. La luz lejana de un tren se reflejaba sobre los muros. Escuché el chirrido de las ruedas y sentí temblar el suelo bajo mi cuerpo.

Marina gimió al comprobar que un tren se acercaba a toda velocidad. Se arrodilló a mis pies y forcejeó con los dedos de madera que me apresaban. Las luces del tren la golpearon. Escuché el silbido, aullando. El muñeco yacía inerte; aguantaba su presa, inquebrantable. Marina luchaba con ambas manos por liberarme. Uno de los dedos cedió. Marina suspiró. Medio segundo más tarde, el cuerpo de aquel ser se incorporó y asió con su otra mano a Marina del brazo. Con la manivela que aún sostenía, golpeé con todas mis fuerzas el rostro de aquella figura inerte hasta quebrar la estructura del cráneo. Comprobé con horror que lo que había tomado por madera era hueso. Había vida en aquella criatura.

El rugido del tren se hizo ensordecedor, ahogando nuestros gritos. Las piedras entre las vías temblaban. El haz de luz del ferrocarril nos envolvió con su halo. Cerré los ojos y seguí golpeando con toda el alma a aquel siniestro títere hasta sentir que la cabeza se desencajaba del cuerpo. Sólo entonces sus garras nos liberaron. Rodamos sobre las piedras, cegados por la luz. Toneladas de acero cruzaron a escasos centímetros de nuestros cuerpos arrancando una lluvia de chispas. Los fragmentos despedazados del engendro salieron despedidos, humeando como las brasas que saltan en una hoguera.

Cuando el tren hubo pasado, abrimos los ojos. Me volví hacia Marina y asentí, dándole a entender que estaba bien. Nos incorporamos lentamente. Entonces sentí la punzada de dolor en la pierna. Marina colocó mi brazo sobre sus hombros y así pude alcanzar el otro lado de las vías. Una vez allí, nos giramos a mirar atrás. Algo se movía entre los raíles, brillando bajo la Luna. Era una mano de madera, segada por las ruedas del tren. La mano se agitaba en espasmos más y más espaciados, hasta que se detuvo por completo. Sin mediar palabra, ascendimos entre los arbustos hacia un callejón que conducía a la calle Anglí. Las campanas de la iglesia sonaban a lo lejos.

Afortunadamente, Germán dormitaba en su estudio cuando llegamos. Marina me guió sigilosamente hasta uno de los baños para limpiarme la herida de la pierna a la luz de las velas. Las paredes y el suelo estaban cubiertos de baldosas esmaltadas que reflejaban la llama. Una monumental bañera apoyada sobre cuatro patas de hierro se alzaba en el centro.

—Quítate los pantalones —dijo Marina, de espaldas a mí, buscando en el botiquín.

—¿Qué?

—Ya me has oído.

Hice lo que me ordenaba y extendí la pierna sobre el borde de la bañera. El corte era más profundo de lo que había pensado y el contorno había adquirido un tono purpúreo. Me entraron náuseas. Marina se arrodilló junto a mí y lo examinó cuidadosamente.

—¿Te duele?

—Sólo cuando lo miro.

Mi improvisada enfermera tomó un algodón impregnado en alcohol y lo aproximó al corte.

—Esto va a escocer…

Cuando el alcohol mordió la herida, aferré el borde de la bañera con tal fuerza que debí de dejar grabadas mis huellas dactilares en él.

—Lo siento —murmuró Marina, soplando sobre el corte.

—Más lo siento yo.

Respiré profundamente y cerré los ojos mientras ella seguía limpiando la herida meticulosamente. Finalmente tomó una venda del botiquín y la aplicó sobre el corte. Aseguró el esparadrapo con mano experta, sin apartar los ojos de lo que estaba haciendo.

—No iban a por nosotros —dijo Marina.

No supe bien a qué se refería.

—Esas figuras en el invernadero —añadió sin mirarme—. Buscaban el álbum de fotografías. No debimos habérnoslo llevado…

Sentí su aliento sobre mi piel mientras aplicaba una gasa limpia.

—Sobre lo del otro día, en la playa… —empecé.

Marina se detuvo y alzó la mirada.

—Nada.

Marina aplicó la última tira de esparadrapo y me observó en silencio. Creí que iba a decirme algo, pero simplemente se incorporó y salió del baño.

Me quedé a solas con las velas y unos pantalones inservibles.

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