Marina

Marina


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Cuando llegué al internado, pasada la media noche, todos mis compañeros estaban ya acostados, aunque desde las cerraduras de sus habitaciones se filtraban agujas de luz que iluminaban el pasillo. Me deslicé de puntillas hasta mi cuarto. Cerré la puerta con sumo cuidado y miré el despertador de la mesilla. Casi la una de la madrugada. Encendí la lámpara y extraje de mi bolsa el álbum de fotografías que nos habíamos llevado del invernadero.

Lo abrí y me sumergí de nuevo en la galería de personajes que lo poblaban. Una imagen mostraba una mano cuyos dedos estaban unidos por membranas, igual que los de un anfibio. Junto a ella, una niña de rubios tirabuzones ataviada de blanco ofrecía una sonrisa casi demoníaca, con colmillos caninos asomando entre los labios. Página tras página, crueles caprichos de la naturaleza desfilaron ante mí. Dos hermanos albinos cuya piel parecía a punto de prender en llamas con la simple claridad de una vela. Siameses unidos por el cráneo, sus rostros enfrentados de por vida. El cuerpo desnudo de una mujer cuya columna vertebral se retorcía como una rama seca… Muchos de ellos eran niños o jóvenes. Muchos parecían menores que yo. Apenas había adultos ni ancianos. Comprendí que la esperanza de vida para aquellos infortunados era mínima.

Recordé las palabras de Marina, que aquel álbum no era nuestro y que nunca debimos habernos apropiado de él. Ahora, cuando la adrenalina ya se me había evaporado de la sangre, esa idea cobró un nuevo significado. Al examinarlo, profanaba una colección de recuerdos que no me pertenecían. Percibía que aquellas imágenes de tristeza e infortunio eran, a su manera, un álbum familiar. Pasé las páginas repetidamente, creyendo intuir entre ellas un vínculo que iba más allá del espacio y el tiempo. Por fin lo cerré y lo guardé de nuevo en mi bolsa. Apagué la luz y la imagen de Marina caminando en su playa desierta me vino a la mente. La vi alejarse en la orilla hasta que el sueño acalló la voz de la marea.

Por un día la lluvia se cansó de Barcelona y partió rumbo Norte. Como un forajido, me salté la última clase de aquella tarde para encontrarme con Marina. Las nubes se habían abierto en un telón azul. Una lengua de sol salpicaba las calles. Ella me esperaba en el jardín, concentrada en su cuaderno secreto. Tan pronto me vio se afanó en cerrarlo. Me pregunté si estaría escribiendo sobre mí, o sobre lo que nos había sucedido en el invernadero.

—¿Qué tal sigue tu pierna? —preguntó, aferrando el cuaderno con ambos brazos.

—Sobreviviré. Ven, tengo algo que quiero enseñarte.

Saqué el álbum y me senté junto a ella en la fuente. Lo abrí y pasé varias hojas. Marina suspiró en silencio, perturbada por aquellas imágenes.

—Aquí está —dije, deteniéndome en una fotografía, hacia el final del álbum—. Esta mañana, al levantarme, me ha venido a la cabeza. Hasta ahora no había caído, pero hoy…

Marina observó la fotografía que le mostraba. Era una imagen en blanco y negro, embrujada con la rara nitidez que sólo los viejos retratos de estudio poseen. En ella podía apreciarse un hombre cuyo cráneo estaba brutalmente deformado y cuya espina dorsal apenas le mantenía en pie. Se apoyaba en un hombre joven ataviado con una bata blanca, lentes redondos y un corbatín a juego con su bigote pulcramente recortado. Un médico. El doctor miraba a la cámara. El paciente se cubría los ojos con la mano, como si se avergonzase de su condición. Tras ellos se distinguía el panel de un vestidor y lo que parecía una consulta médica. En una esquina se apreciaba una puerta entreabierta. Desde ella, mirando tímidamente la escena, una niña de muy corta edad sostenía una muñeca. La fotografía parecía más un documento médico de archivo que otra cosa.

—Fíjate bien —insistí.

—No veo más que a un pobre hombre…

—No le mires a él. Mira detrás de él.

—Una ventana…

—¿Qué ves a través de esa ventana?

Marina frunció el ceño.

—¿Lo reconoces? —pregunté, señalando la figura de un dragón que decoraba la fachada del edificio al otro lado de la habitación desde donde había sido tomada la fotografía.

—Lo he visto en alguna parte…

—Eso mismo pensé yo —corroboré—. Aquí en Barcelona. En las Ramblas, frente al Teatro del Liceo. Repasé todas y cada una de las fotografías del álbum y ésta es la única que está tomada en Barcelona. Despegué la fotografía del álbum y se la tendí a Marina. Al dorso, en letras casi borradas, se leía:

Estudio Fotográfico Martorell-Borrás —1951

Copia— Doctor Joan Shelley

Rambla de los Estudiantes 46-48, l.º Barcelona

Marina me devolvió la fotografía, encogiéndose de hombros.

—Hace casi treinta años que fue tomada esa fotografía, Óscar… No significa nada…

—Esta mañana he mirado en el listín telefónico. El tal doctor Shelley figura todavía como ocupante en el 46-48 de la Rambla de los Estudiantes, primer piso. Sabía que me sonaba. Luego he recordado que Sentís mencionó que el doctor Shelley había sido el primer amigo de Mijail Kolvenik al llegar a Barcelona…

Marina me estudió.

—Y tú, para celebrarlo, has hecho algo más que mirar el listín…

—He llamado —admití—. Me ha contestado la hija del doctor Shelley, María. Le he dicho que era de la máxima importancia que hablásemos con su padre.

—¿Y te ha hecho caso?

—Al principio no, pero cuando he mencionado el nombre de Mijail Kolvenik, le ha cambiado la voz. Su padre ha accedido a recibirnos.

—¿Cuándo?

Consulté mi reloj.

—En unos cuarenta minutos.

Tomamos el metro hasta la Plaza Cataluña. Empezaba a caer la tarde cuando ascendimos por las escaleras que daban a la boca de las Ramblas. Se acercaban las Navidades y la ciudad estaba engalanada con guirnaldas de luz. Los faroles dibujaban espectros multicolores sobre el paseo. Bandadas de palomas revoloteaban entre quioscos de flores y cafés, músicos ambulantes y cabareteras, turistas y lugareños, policías y truhanes, ciudadanos y fantasmas de otras épocas. Germán tenía razón; no había una calle así en todo el mundo.

La silueta del Gran Teatro del Liceo se alzó frente a nosotros. Era noche de ópera y la diadema de luces de las marquesinas estaba encendida. Al otro lado del paseo reconocimos el dragón verde de la fotografía en la esquina de una fachada, contemplando el gentío. Al verlo pensé que la historia había reservado los altares y las estampitas para san Jorge, pero al dragón le había tocado la ciudad de Barcelona en perpetuidad.

La antigua consulta del doctor Joan Shelley ocupaba el primer piso de un viejo edificio de aire señorial e iluminación fúnebre. Cruzamos un vestíbulo cavernoso desde el que una escalinata suntuosa ascendía en espiral. Nuestros pasos se perdieron en el eco de la escalera. Observé que los llamadores de las puertas estaban forjados con forma de rostros de ángel. Vidrieras catedralicias rodeaban el tragaluz, convirtiendo el edificio en el mayor caleidoscopio del mundo. El primer piso, como solía suceder en los edificios de la época, no era tal, sino el tercero. Pasamos el entresuelo y el principal hasta llegar a la puerta en la que una vieja placa de bronce anunciaba:

Dr. Joan Shelley. Miré mi reloj. Faltaban dos minutos para la hora señalada cuando Marina llamó a la puerta.

Sin duda, la mujer que nos abrió se había escapado de una estampa religiosa. Evanescente, virginal y tocada de un aire místico. Su piel era nívea, casi transparente; y sus ojos, tan claros que apenas tenían color. Un ángel sin alas.

—¿Señora Shelley? —pregunté con cortesía.

Ella admitió dicha identidad, su mirada encendida de curiosidad.

—Buenas tardes —empecé—. Mi nombre es Óscar. Hablé con usted esta mañana…

—Lo recuerdo. Adelante. Adelante…

Nos invitó a pasar. María Shelley se desplazaba como una bailarina saltando entre nubes, a cámara lenta. Era de constitución frágil y desprendía un aroma a agua de rosas. Calculé que debía de tener treinta y pocos años, pero parecía más joven. Tenía una de las muñecas vendada y un pañuelo rodeaba su garganta de cisne. El vestíbulo era una cámara oscura tramada de terciopelo y espejos ahumados. La casa olía a museo, como si el aire que flotaba en ella llevase allí atrapado décadas.

—Le agradecemos mucho que nos reciba. Ésta es mi amiga Marina.

María posó su mirada en Marina. Siempre me ha parecido fascinante ver cómo las mujeres se examinan unas a otras. Aquella ocasión no fue una excepción.

—Encantada —dijo finalmente María Shelley, arrastrando las palabras—. Mi padre es un hombre de avanzada edad. De temperamento un tanto volátil. Les ruego que no le fatiguen.

—No se preocupe —dijo Marina.

Nos indicó que la siguiéramos hacia el interior. Definitivamente María Shelley se movía con una elasticidad vaporosa.

—¿Y dice usted que tiene algo que pertenece al fallecido señor Kolvenik? —preguntó María.

—¿Le conoció usted? —pregunté a mi vez.

Su cara se iluminó con las memorias de otros tiempos.

—En realidad, no… Oí hablar mucho de él, sin embargo. De niña —dijo, casi para sí misma.

Las paredes vestidas de terciopelo negro estaban cubiertas con estampas de santos, vírgenes y mártires en agonía. Las alfombras eran oscuras y absorbían la poca luz que se filtraba entre los resquicios de ventanas cerradas. Mientras seguíamos a nuestra anfitriona por aquella galería me pregunté cuánto tiempo llevaría viviendo allí, sola con su padre. ¿Se habría casado, habría vivido, amado o sentido algo fuera del mundo opresivo de aquellas paredes?

María Shelley se detuvo ante una puerta corredera y llamó con los nudillos.

—¿Padre?

El doctor Joan Shelley, o lo que quedaba de él, estaba sentado en un butacón frente al fuego, bajo pliegos de mantas. Su hija nos dejó a solas con él. Traté de apartar los ojos de su cintura de avispa mientras se retiraba. El anciano doctor, en quien apenas se reconocía al hombre del retrato que yo llevaba en el bolsillo, nos examinaba en silencio. Sus ojos destilaban recelo. Una de sus manos temblaba ligeramente sobre el respaldo de la butaca. Su cuerpo hedía a enfermedad bajo una máscara de colonia. Su sonrisa sarcástica no ocultaba el desagrado que le inspiraban el mundo y su propio estado.

—El tiempo hace con el cuerpo lo que la estupidez hace con el alma —dijo, señalándose a sí mismo—. Lo pudre. ¿Qué es lo que queréis?

—Nos preguntábamos si podría hablarnos de Mijail Kolvenik.

—Podría, pero no veo por qué —cortó el doctor—. Ya se habló demasiado en su día y todo fueron mentiras. Si la gente pensara una cuarta parte de lo que habla, este mundo sería el paraíso.

—Sí, pero nosotros estamos interesados en la verdad —apunté.

El anciano hizo una mueca burlona.

—La verdad no se encuentra, hijo. Ella lo encuentra a uno.

Traté de sonreír dócilmente, pero empezaba a sospechar que aquel hombre no tenía interés en soltar prenda. Marina, intuyendo mi temor, tomó la iniciativa.

—Doctor Shelley —dijo con dulzura—, accidentalmente ha llegado a nuestras manos una colección de fotografías que podría haber pertenecido al señor Mijail Kolvenik. En una de esas imágenes se le ve a usted y a uno de sus pacientes. Por ese motivo nos hemos atrevido a molestarle, con la esperanza de devolver la colección a su legítimo dueño o a quien corresponda.

Esta vez no hubo frase lapidaria por respuesta. El médico observó a Marina, sin ocultar cierta sorpresa. Me pregunté por qué no se me habría ocurrido a mí un ardid como aquél. Decidí que, cuanto más dejase a Marina llevar el peso de la conversación, mejor.

—No sé de qué fotografías habla usted, señorita…

—Se trata de un archivo que muestra pacientes afectados por malformaciones… —indicó Marina.

Un brillo se encendió en los ojos del doctor. Habíamos tocado un nervio. Había vida bajo las mantas, después de todo.

—¿Qué le hace pensar que dicha colección pertenecía a Mijail Kolvenik? —preguntó, fingiendo indiferencia—. ¿O que yo tenga algo que ver con ella?

—Su hija nos ha dicho que ustedes dos eran amigos —dijo Marina, desviando el tema.

—María tiene la virtud de la ingenuidad —cortó Shelley, hostil.

Marina asintió, se incorporó y me indicó que hiciese lo mismo.

—Entiendo —dijo cortésmente—. Veo que estábamos equivocados. Sentimos haberle molestado, doctor. Vamos, Óscar. Ya encontraremos a quién entregar la colección…

—Un momento —cortó Shelley.

Tras carraspear, indicó que nos sentásemos de nuevo.

—¿Tenéis todavía esa colección?

Marina asintió, sosteniendo la mirada del anciano. De improviso, Shelley soltó lo que supuse era una carcajada. Sonó como hojas de diario viejas al arrugarse.

—¿Cómo sé que decís la verdad?

Marina me lanzó una orden muda. Saqué la fotografía del bolsillo y se la tendí al doctor Shelley. La tomó con su mano temblorosa y la examinó. Estudió la fotografía por largo tiempo. Finalmente, desviando la mirada hacia el fuego, empezó a hablar.

Según nos contó, el doctor Shelley era hijo de padre británico y madre catalana. Se había especializado como traumatólogo en un hospital de Bournemouth. Al establecerse en Barcelona, su condición de foráneo le cerró las puertas de los círculos sociales donde se labraban las carreras prometedoras. Cuanto pudo obtener fue un puesto en la unidad médica de la cárcel. Él atendió a Mijail Kolvenik cuando éste fue objeto de una brutal paliza en los calabozos. Por aquel entonces Kolvenik no hablaba castellano ni catalán. Tuvo la suerte de que Shelley hablara algo de alemán. Shelley le prestó dinero para comprar ropa, le alojó en su casa y le ayudó a encontrar un empleo en la Velo-Granell. Kolvenik le tomó un afecto desmedido y nunca olvidó su bondad. Una profunda amistad nació entre ambos.

Más adelante, aquella amistad habría de fructificar en una relación profesional. Muchos de los pacientes del doctor Shelley necesitaban piezas de ortopedia y prótesis especiales. La Velo-Granell era líder en dicha producción y, entre sus diseñadores, ninguno mostraba más talento que Mijail Kolvenik. Con el tiempo, Shelley se convirtió en el médico personal de Kolvenik. Una vez la fortuna le sonrió, Kolvenik quiso ayudar a su amigo financiando la creación de un centro médico especializado en el estudio y el tratamiento de enfermedades degenerativas y malformaciones congénitas.

El interés de Kolvenik en el tema se remontaba a su infancia en Praga. Shelley nos explicó que la madre de Mijail Kolvenik había dado a luz gemelos. Uno de ellos, Mijail, nació fuerte y sano. El otro, Andrej, vino al mundo con una incurable malformación ósea y muscular que habría de acabar con su vida apenas siete años más tarde. Este episodio marcó la memoria del joven Mijail y, de algún modo, su vocación. Kolvenik siempre pensó que, con la atención médica adecuada y con el desarrollo de una tecnología que supliese lo que la naturaleza le había negado, su hermano hubiera podido alcanzar la edad adulta y vivir una vida plena. Fue esa creencia la que le llevó a dedicar su talento al diseño de mecanismos que, como a él le gustaba decir, «completasen» los cuerpos que la providencia había dejado de lado.

«La naturaleza es como un niño que juega con nuestras vidas. Cuando se cansa de sus juguetes rotos, los abandona y los sustituye por otros —decía Kolvenik—. Es nuestra responsabilidad recoger las piezas y reconstruirlas.»

Algunos veían en estas palabras una arrogancia rayana en la blasfemia; otros veían sólo esperanza. La sombra de su hermano nunca había abandonado a Mijail Kolvenik. Creía que un azar caprichoso y cruel había decidido que fuese él quien viviese y su hermano quien naciese con la muerte escrita en el cuerpo. Shelley nos explicó que Kolvenik se sentía culpable por ello y que llevaba en lo más profundo de su corazón una deuda hacia Andrej y hacia todos aquellos que, como su hermano, estaban marcados por el estigma de la imperfección. Fue durante esa época cuando Kolvenik empezó a recopilar fotografías de fenómenos y deformaciones de todo el mundo. Para él, aquellos seres dejados de la mano del destino eran los hermanos invisibles de Andrej. Su familia.

—Mijail Kolvenik era un hombre brillante —continuó el doctor Shelley—. Tales individuos siempre inspiran el recelo de quienes se sienten inferiores. La envidia es un ciego que quiere arrancarte los ojos. Cuanto se dijo de Mijail en los últimos años y tras su muerte fueron calumnias… Aquel maldito inspector… Florián. No entendía que le utilizaban como un títere para derribar a Mijail…

—¿Florián? —intervino Marina.

—Florián era el inspector jefe de la brigada judicial —dijo Shelley, mostrando cuanto desprecio le permitían sus cuerdas vocales—. Un trepa, una sabandija que pretendía hacerse un nombre a costa de la Velo-Granell y de Mijail Kolvenik. Sólo me consuela pensar que nunca pudo probar nada. Su obstinación acabó con su carrera. Fue él quien se sacó de la manga todo aquel escándalo de los cuerpos…

—¿Cuerpos?

Shelley se sumió en un largo silencio. Nos miró a ambos y la sonrisa cínica volvió a aflorar.

—Ese tal inspector Florián… —preguntó Marina—. ¿Sabe dónde podríamos encontrarle?

—En un circo, con el resto de los payasos —replicó Shelley.

—¿Conoció usted a Benjamín Sentís, doctor? —pregunté, tratando de reconducir la conversación.

—Por supuesto —repuso Shelley—. Trataba con él regularmente. Como socio de Kolvenik, Sentís se encargaba de la parte administrativa de la Velo-Granell. Un hombre avaricioso que no conocía su lugar en el mundo, en mi opinión. Podrido por la envidia.

—¿Sabe que el cuerpo del señor Sentís fue encontrado hace una semana en las alcantarillas? —pregunté.

—Leo los periódicos —respondió fríamente.

—¿No le pareció extraño?

—No más que el resto de lo que se ve en la prensa —replicó Shelley—. El mundo está enfermo. Y yo empiezo a estar cansado. ¿Alguna cosa más?

Estaba por preguntarle acerca de la dama de negro cuando Marina se me adelantó, negando con una sonrisa. Shelley alcanzó un llamador de servicio y tiró de él. María Shelley hizo acto de presencia, la mirada pegada a los pies.

—Estos jóvenes ya se iban, María.

—Sí, padre.

Nos incorporamos. Hice ademán de recuperar la fotografía, pero la mano temblorosa del doctor se me adelantó.

—Esta fotografía me la quedo yo, si no os importa…

Dicho esto, nos dio la espalda y con un gesto indicó a su hija que nos acompañase hasta la puerta. Justo antes de salir de la biblioteca me volví a echar un último vistazo al doctor y pude ver que lanzaba la fotografía al fuego. Sus ojos vidriosos la contemplaron arder entre las llamas.

María Shelley nos guió en silencio hasta el vestíbulo y una vez allí nos sonrió a modo de disculpa.

—Mi padre es un hombre difícil pero de buen corazón… —justificó—. La vida le ha dado muchos sinsabores y a veces su carácter le traiciona…

Nos abrió la puerta y encendió la luz de la escalera. Leí una duda en su mirada, como si quisiera decirnos algo, pero temiese hacerlo. Marina también lo advirtió y le ofreció su mano en señal de agradecimiento. María Shelley la estrechó. La soledad rezumaba por los poros de aquella mujer como un sudor frío.

—No sé lo que mi padre les habrá contado… —dijo, bajando la voz y volviendo la vista, temerosa.

—¿María? —llegó la voz del doctor desde el interior del piso—. ¿Con quién hablas?

Una sombra cubrió la faz de María.

—Ya voy, padre, ya voy…

Nos tendió una última mirada desolada y se metió en el piso. Al volverse, advertí que una pequeña medalla pendía de su garganta. Hubiera jurado que era la figura de una mariposa con las alas negras desplegadas. La puerta se selló sin darme tiempo a asegurarme. Nos quedamos en el rellano, escuchando la voz atronadora del doctor en el interior destilando furia sobre su hija. La luz de la escalera se extinguió. Por un instante creí oler a carne en descomposición. Provenía de algún punto de las escaleras, como si hubiese un animal muerto en la oscuridad. Me pareció entonces escuchar pasos que se alejaban hacia lo alto y el olor, o la impresión, desapareció.

—Vámonos de aquí —dije.

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