Marina

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Llegué a casa de Marina y crucé el jardín a tientas. Rodeé la casa y me dirigí hacia la entrada de la cocina. Una luz cálida danzaba entre los postigos. Me sentí aliviado. Llamé con los nudillos y entré. La puerta estaba abierta. A pesar de lo avanzado de la hora, Marina escribía en su cuaderno en la mesa de la cocina a la luz de las velas, con Kafka en su regazo. Al verme, la pluma se le cayó de los dedos.

—¡Por Dios, Óscar! ¿Qué…? —exclamó, examinando mis ropas raídas y sucias, palpando los arañazos en mi rostro—. ¿Qué te ha pasado?

Después de un par de tazas de té caliente conseguí explicarle a Marina lo que había sucedido o lo que recordaba, porque empezaba a dudar de mis sentidos. Me escuchó con mi mano entre las suyas para tranquilizarme. Supuse que debía de ofrecer todavía peor aspecto de lo que había pensado.

—¿No te importa que pase la noche aquí? No sabía adónde ir. Y no quiero volver al internado.

—Ni yo voy a permitir que lo hagas. Puedes estar con nosotros el tiempo que haga falta.

—Gracias.

Leí en sus ojos la misma inquietud que me carcomía. Después de lo sucedido aquella noche, su casa era tan segura como el internado o cualquier otro lugar. Aquella presencia que nos había estado siguiendo sabía dónde encontrarnos.

—¿Qué vamos a hacer ahora, Óscar?

—Podríamos buscar a ese inspector que mencionó Shelley, Florián, y tratar de averiguar qué es lo que realmente está sucediendo…

Marina suspiró.

—Oye, quizás es mejor que me vaya… —aventuré.

—Ni hablar. Te prepararé una habitación arriba, junto a la mía. Ven.

—¿Qué…, qué dirá Germán?

—Germán estará encantado. Le diremos que vas a pasar las Navidades con nosotros.

La seguí escaleras arriba. Nunca había estado en el piso superior. Un corredor flanqueado por puertas de roble labrado se extendió a la luz del candelabro. Mi habitación estaba en el extremo del pasillo, contigua a la de Marina. El mobiliario parecía de anticuario, pero todo estaba pulcro y ordenado.

—Las sábanas están limpias —dijo Marina, abriendo la cama—. En el armario hay más mantas, por si tienes frío. Y aquí tienes toallas. A ver si te encuentro un pijama de Germán.

—Me sentará como una tienda de campaña —bromeé.

—Más vale que sobre y no que falte. Vuelvo en un segundo.

Oí sus pasos alejarse en el pasillo. Dejé mi ropa sobre una silla y resbalé entre las sábanas limpias y almidonadas. Creo que no me había sentido tan cansado en mi vida. Los párpados se me habían convertido en láminas de plomo. A su regreso Marina traía una especie de camisón de dos metros de largo que parecía robado de la colección de lencería de una infanta.

—Ni hablar —objeté—. Yo no duermo con eso.

—Es lo único que he encontrado. Te quedará que ni pintado. Además, Germán no me deja que tenga muchachos desnudos durmiendo en la casa. Normas.

Me lanzó el camisón y dejó unas velas sobre la consola.

—Si necesitas cualquier cosa, da un golpe en la pared. Yo estoy al otro lado.

Nos miramos en silencio un instante. Finalmente Marina desvió la mirada.

—Buenas noches, Óscar —susurró.

—Buenas noches.

Desperté en una estancia bañada de luz. La habitación miraba al Este y la ventana mostraba un Sol reluciente alzándose sobre la ciudad. Antes de levantarme ya advertí que mi ropa había desaparecido de la silla donde la había dejado la noche anterior. Comprendí lo que eso significaba y maldije tanta amabilidad, convencido de que Marina lo había hecho a propósito. Un aroma a pan caliente y café recién hecho se filtraba bajo la puerta. Abandonando toda esperanza de mantener mi dignidad, me dispuse a bajar a la cocina ataviado con aquel ridículo camisón. Salí al pasillo y comprobé que toda la casa estaba sumergida en aquella mágica luminosidad. Escuché las voces de mis anfitriones en la cocina, charlando. Me armé de valor y descendí las escaleras. Me detuve en el umbral de la puerta y carraspeé. Marina estaba sirviendo café a Germán y alzó la vista.

—Buenos días, bella durmiente —dijo.

Germán se volvió y se levantó caballerosamente, ofreciéndome su mano y una silla en la mesa.

—¡Buenos días, amigo Óscar! —exclamó con entusiasmo—. Es un placer tenerle con nosotros. Marina ya me ha explicado lo de las obras en el internado. Sepa que puede quedarse aquí todo lo que haga falta, con confianza. Ésta es su casa.

—Muchísimas gracias…

Marina me sirvió una taza de café, sonriendo ladina y señalando el camisón.

—Te sienta fenomenal.

—Divino. Parezco la flor de Mantua. ¿Dónde está mi ropa?

—Te la he limpiado un poco y está secándose.

Germán me acercó una bandeja con cruasanes recién traídos de la pastelería Foix. La boca se me hizo un río.

—Pruebe uno de éstos, Óscar —sugirió Germán—. Es el Mercedes Benz de los cruasanes. Y no se confunda, esto que ve aquí no es mermelada; es un monumento.

Devoré ávidamente cuanto me ponían por delante con apetito de náufrago. Germán ojeaba el diario distraídamente. Se le veía de buen humor y, aunque ya había terminado de desayunar, no se levantó hasta que estuve ahíto y no me quedaba nada más que los cubiertos por comer. Luego, consultó su reloj.

—Vas a llegar tarde a tu cita con el cura, papá —le recordó Marina.

Germán asintió con cierto fastidio.

—No sé ni para qué me molesto… —dijo—. El muy granuja hace más trampas que un montero.

—Es el uniforme —dijo Marina—. Cree que le da venia…

Miré a ambos con desconcierto, sin tener la más remota idea de qué querían decir.

—Ajedrez —aclaró Marina—. Germán y el cura mantienen un duelo desde hace años.

—Nunca rete al ajedrez a un jesuita, amigo Óscar. Hágame caso. Con su permiso… —dijo Germán, incorporándose.

—Faltaría más. Buena suerte.

Germán tomó su gabán, su sombrero y su bastón de ébano y partió al encuentro del prelado estratega. Tan pronto se hubo marchado, Marina se asomó al jardín y volvió con mi ropa.

—Siento decirte que Kafka ha dormido en ella.

La ropa estaba seca, pero el perfume a felino no iba a desaparecer ni con cinco lavados.

—Esta mañana, al ir a buscar el desayuno, he llamado a la jefatura de policía desde el bar de la plaza. El inspector Víctor Florián está retirado y vive en Vallvidrera. No tiene teléfono, pero me han dado una dirección.

—Me visto en un minuto.

La estación del funicular de Vallvidrera quedaba a unas pocas calles de la casa de Marina. Con paso firme nos plantamos allí en diez minutos y compramos un par de billetes. Desde el andén, al pie de la montaña, la barriada de Vallvidrera dibujaba un balcón sobre la ciudad. Las casas parecían colgadas de las nubes con hilos invisibles. Nos sentamos al final del vagón y vimos Barcelona desplegarse a nuestros pies mientras el funicular trepaba lentamente.

—Éste debe de ser un buen trabajo —dije—. Conductor de funiculares. El ascensorista del cielo.

Marina me miró, escéptica.

—¿Qué tiene de malo lo que he dicho? —pregunté.

—Nada. Si eso es todo a lo que aspiras.

—No sé a lo que aspiro. No todo el mundo tiene las cosas tan claras como tú. Marina Blau, premio Nobel de Literatura y conservadora de la colección de camisones de la familia Borbón.

Marina se puso tan seria que lamenté al instante haber hecho aquel comentario.

—El que no sabe adónde va no llega a ninguna parte —dijo fríamente.

Le mostré mi billete.

—Yo sé adónde voy.

Desvió la mirada. Ascendimos en silencio durante un par de minutos. La silueta de mi colegio se alzaba a lo lejos.

—Arquitecto —susurré.

—¿Qué?

—Quiero ser arquitecto. Eso es a lo que aspiro. Nunca se lo había dicho a nadie.

Por fin me sonrió. El funicular estaba llegando a la cima de la montaña y traqueteaba como una lavadora vieja.

—Siempre he querido tener mi propia catedral —dijo Marina—. ¿Alguna sugerencia?

—Gótica. Dame tiempo y yo te la construiré.

El sol golpeó su rostro y sus ojos brillaron, fijos en mí.

—¿Lo prometes? —preguntó, ofreciendo su palma abierta.

Estreché su mano con fuerza.

—Te lo prometo.

La dirección que Marina había conseguido correspondía a una vieja casa que estaba prácticamente al borde del abismo. Los matojos del jardín se habían apoderado del lugar. Un buzón oxidado se alzaba entre ellos como una ruina de la era industrial. Nos colamos hasta la puerta. Se distinguían cajas con montones de diarios viejos sujetos con cordeles. La pintura de la fachada se desprendía como una piel seca, ajada por el viento y la humedad. El inspector Víctor Florián no se desvivía en gastos de representación.

—Aquí sí que se necesita un arquitecto —dijo Marina.

—O una unidad de demolición…

Llamé a la puerta con suavidad. Temía que, si lo hacía más fuerte, el impacto de mis nudillos enviase la casa montaña abajo.

—¿Y si pruebas con el timbre?

El botón estaba roto y se veían conexiones eléctricas de la época de Edison en la caja.

—Yo no meto el dedo ahí —repuse, llamando de nuevo.

De repente la puerta se abrió diez centímetros. Una cadena de seguridad brilló frente a un par de ojos de destello metálico.

—¿Quién va?

—¿Víctor Florián?

—Ése soy yo. Lo que pregunto es quién va.

La voz era autoritaria y sin atisbo de paciencia. Voz de multa.

—Tenemos información sobre Mijail Kolvenik… —utilizó como presentación Marina.

La puerta se abrió de par en par. Víctor Florián era un hombre ancho y musculoso. Vestía el mismo traje del día de su retiro, o eso pensé. Su expresión era la de un viejo coronel sin guerra ni batallón que mandar. Sostenía un puro apagado en sus labios y tenía más pelo en cada ceja que la mayoría de la gente en toda la cabeza.

—¿Qué sabéis vosotros de Kolvenik? ¿Quiénes sois? ¿Quién os ha dado esta dirección?

Florián no hacía preguntas, las ametrallaba. Nos hizo pasar, tras echar un vistazo al exterior como si temiese que alguien nos hubiese seguido. El interior de la casa era un nido de cochambre y olía a trastienda. Había más papeles que en la biblioteca de Alejandría, pero todos ellos revueltos y ordenados con un ventilador.

—Pasad al fondo.

Cruzamos frente a una habitación en cuya pared se distinguían decenas de armas. Revólveres, pistolas automáticas, máuseres, bayonetas… Se habían empezado revoluciones con menos artillería.

—Virgen Santa… —murmuré.

—A callar, que esto no es una capilla —cortó Florián, cerrando la puerta de aquel arsenal.

El fondo al que aludía era un pequeño comedor desde el que se contemplaba toda Barcelona. Incluso en sus años de retiro, el inspector seguía vigilando desde lo alto. Nos señaló un sofá plagado de agujeros. Sobre la mesa había una lata de alubias a la mitad y una cerveza Estrella Dorada, sin vaso. Pensión de policía; vejez de pordiosero, pensé. Florián se sentó en una silla frente a nosotros y cogió un despertador de mercadillo. Lo plantó de un golpe sobre la mesa, de cara a nosotros.

—Quince minutos. Si en un cuarto de hora no me habéis dicho algo que yo no sepa, os echo a patadas de aquí.

Nos llevó bastante más de quince minutos relatar todo lo que había sucedido. A medida que escuchaba nuestra historia, la fachada de Víctor Florián se fue agrietando. Entre los resquicios adiviné al hombre gastado y asustado que se ocultaba en aquel agujero con sus diarios viejos y su colección de pistolas. Al término de nuestra explicación Florián tomó su puro y, tras examinarlo en silencio durante casi un minuto, lo encendió.

Luego, con la vista perdida en el espejismo de la ciudad en la bruma, empezó a hablar.

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