Marina

Marina


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—En 1945 yo era inspector de la brigada judicial de Barcelona —empezó Florián—. Estaba pensando en pedir el traslado a Madrid cuando fui asignado al caso de la Velo-Granell. La brigada llevaba cerca de tres años investigando a Mijail Kolvenik, un extranjero con pocas simpatías entre el régimen…, pero no habían sido capaces de probar nada. Mi predecesor en el cargo había renunciado. La Velo-Granell estaba rodeada por un muro de abogados y un laberinto de sociedades financieras donde todo se perdía en una nube. Mis superiores me lo vendieron como una oportunidad única para labrarme una carrera. Casos como aquéllos te colocaban en un despacho en el ministerio con chófer y horario de marqués, me dijeron. La ambición tiene nombre de botarate…

Florián hizo una pausa, saboreando sus palabras y sonriendo con sarcasmo para sí mismo. Mordisqueaba aquel puro como si fuese una rama de regaliz.

—Cuando estudié el dossier del caso —continuó—, comprobé que lo que había empezado como una investigación rutinaria de irregularidades financieras y posible fraude acabó por transformarse en un asunto que nadie sabía bien a qué brigada adjudicar. Extorsión. Robo. Intento de homicidio… Y había más cosas… Haceos cargo de que mi experiencia hasta la fecha radicaba en la malversación de fondos, evasión fiscal, fraude y prevaricación… No es que siempre se castigasen esas irregularidades, eran otros tiempos, pero lo sabíamos todo.

Florián se sumergió en una nube azul de su propio humo, turbado.

—¿Por qué aceptó el caso, entonces? —preguntó Marina.

—Por arrogancia. Por ambición y por codicia —respondió Florián, dedicándose a sí mismo el tono que, imaginé, guardaba para los peores criminales.

—Quizá también para averiguar la verdad —aventuré—. Para hacer justicia…

Florián me sonrió tristemente. Se podían leer treinta años de remordimientos en aquella mirada.

—A finales de 1945 la Velo-Granell estaba ya técnicamente en la bancarrota —continuó Florián—. Los tres principales bancos de Barcelona habían cancelado sus líneas de crédito y las acciones de la compañía habían sido retiradas de la cotización pública. Al desaparecer la base financiera, la muralla legal y el entramado de sociedades fantasmas se desplomó como un castillo de naipes. Los días de gloria se habían esfumado. El Gran Teatro Real, que había estado cerrado desde la tragedia que desfiguró a Eva Irinova en el día de su boda, se había transformado en una ruina. La fábrica y los talleres fueron clausurados. Las propiedades de la empresa, incautadas. Los rumores se extendían como gangrena. Kolvenik, sin perder la sangre fría, decidió organizar un cóctel de lujo en la Lonja de Barcelona para ofrecer una sensación de calma y normalidad. Su socio, Sentís, estaba al borde del pánico. No había fondos ni para pagar una décima parte de la comida que se había encargado para el evento. Se enviaron invitaciones a todos los grandes accionistas, las grandes familias de Barcelona… La noche del acto llovía a cántaros. La Lonja estaba ataviada como un palacio de ensueño. Pasadas las nueve de la noche, los miembros de la servidumbre de las principales fortunas de la ciudad, muchas de las cuales se debían a Kolvenik, presentaron notas de disculpa. Cuando yo llegué, pasada la medianoche, encontré a Kolvenik, solo en la sala, luciendo su frac impecable y fumando un cigarrillo de los que se hacía importar de Viena. Me saludó y me ofreció una copa de champagne. «Coma algo, inspector, es una pena que se desperdicie todo esto», me dijo. Nunca habíamos estado cara a cara. Charlamos durante una hora. Me habló de libros que había leído de adolescente, de viajes que nunca había llegado a hacer… Kolvenik era un hombre carismático. La inteligencia le ardía en los ojos. Por mucho que lo intenté, no pude evitar que me cayese bien. Es más, sentí pena por él, aunque se suponía que yo era el cazador y él, la presa. Observé que cojeaba y se apoyaba en un bastón de marfil labrado. «Creo que nadie ha perdido tantos amigos en un día», le dije. Sonrió y rechazó tranquilamente la idea. «Se equivoca, inspector. En ocasiones como ésta, uno nunca invita a los amigos.» Me preguntó muy cortésmente si tenía planeado persistir en su persecución. Le dije que no pararía hasta llevarle a los tribunales. Recuerdo que me preguntó: «¿Qué podría hacer yo para disuadirle de tal propósito, amigo Florián?». «Matarme», repliqué. «Todo a su tiempo, inspector», me dijo, sonriendo. Con estas palabras se alejó, cojeando. No le volví a ver…, pero sigo vivo. Kolvenik no cumplió su última amenaza.

Florián se detuvo y bebió un sorbo de agua, saboreándola como si fuese el último vaso del mundo. Se relamió los labios y prosiguió su relato.

—Desde aquel día, Kolvenik, aislado y abandonado por todos, vivió recluido con su esposa en el grotesco torreón que se había hecho construir. Nadie le vio en los años siguientes. Sólo dos personas tenían acceso a él. Su antiguo chófer, un tal Luis Claret. Claret era un pobre desgraciado que adoraba a Kolvenik y se negó a abandonarle incluso después de que no pudiese ni pagarle su sueldo. Y su médico personal, el doctor Shelley, a quien también estábamos investigando. Nadie más veía a Kolvenik. Y el testimonio de Shelley asegurándonos que se encontraba en su mansión del parque Güell, afectado por una enfermedad que no nos supo explicar, no nos convencía lo más mínimo, sobre todo después de echar un vistazo a sus archivos y su contabilidad. Durante un tiempo llegamos a sospechar que Kolvenik había muerto o había huido al extranjero, y que todo aquello era una farsa. Shelley seguía alegando que Kolvenik había contraído una extraña dolencia que le mantenía confinado en su mansión. No podía recibir visitantes ni salir de su refugio bajo ninguna circunstancia; ése era su dictamen. Ni nosotros, ni el juez lo creíamos. El 31 de diciembre de 1948 obtuvimos una orden de registro para inspeccionar el domicilio de Kolvenik y una orden de arresto contra él. Gran parte de la documentación confidencial de la empresa había desaparecido. Sospechábamos que se encontraba oculta en su residencia. Habíamos amasado ya suficientes indicios para acusar a Kolvenik de fraude y evasión fiscal. No tenía sentido esperar más. El último día de 1948 iba a ser el último en libertad para Kolvenik. Una brigada especial estaba preparada para acudir a la mañana siguiente al torreón. A veces, con los grandes criminales, uno debe resignarse a atraparlos en los detalles…

El puro de Florián se había apagado de nuevo. El inspector le echó un último vistazo y lo dejó caer en una maceta vacía. Había más restos de cigarros allí, en una suerte de fosa común para colillas.

—Esa misma noche, un pavoroso incendio destruyó la vivienda y acabó con la vida de Kolvenik y su esposa Eva. Al amanecer se encontraron los dos cuerpos carbonizados, abrazados en el desván… Nuestras esperanzas de cerrar el caso ardieron con ellos. Nunca dudé de que el incendio había sido provocado. Por un tiempo creí que Benjamín Sentís y otros miembros de la directiva de la empresa estaban detrás.

—¿Sentís? —interrumpí.

—No era ningún secreto que Sentís detestaba a Kolvenik por haber conseguido el control de la empresa de su padre, pero tanto él como los demás tenían mejores razones para desear que el caso nunca llegase a los tribunales. Muerto el perro, se acabó la rabia. Sin Kolvenik, el puzzle no tenía sentido. Podría decirse que aquella noche muchas manos manchadas de sangre se limpiaron al fuego. Pero, una vez más, como en todo lo relacionado con aquel escándalo desde el primer día, nunca pudo probarse nada. Todo acabó en cenizas. Todavía hoy, la investigación sobre la Velo-Granell es el mayor enigma de la historia del departamento de policía de esta ciudad. Y el mayor fracaso de mi vida…

—Pero el incendio no fue culpa suya —ofrecí.

—Mi carrera en el departamento quedó arruinada. Fui asignado a la brigada antisubversiva. ¿Sabéis lo que es eso? Los cazadores de fantasmas. Así se les conocía en el departamento. Hubiera dejado el puesto, pero eran tiempos de hambre y mantenía a mi hermano y a su familia con mi sueldo. Además, nadie iba a dar empleo a un ex policía. La gente estaba harta de espías y chivatos. Así que me quedé. El trabajo consistía en registros a medianoche en pensiones andrajosas que albergaban a jubilados y mutilados de guerra para buscar copias de

El capital y octavillas socialistas escondidas en bolsas de plástico dentro de la cisterna del inodoro, cosas así… A principios de 1949 creí que todo había acabado para mí. Todo lo que podía salir mal había salido peor. O eso creía yo. Al amanecer del 13 de diciembre de 1949, casi un año después del incendio donde murieron Kolvenik y su esposa, los cuerpos despedazados de dos inspectores de mi antigua unidad fueron hallados a las puertas del viejo almacén de la Velo-Granell, en el Borne. Se supo que habían acudido allí investigando un informe anónimo que les había llegado sobre el caso de la Velo-Granell. Una trampa. La muerte que encontraron no se la desearía ni a mi peor enemigo. Ni las ruedas de un tren hacen con un cuerpo lo que yo vi en el depósito del forense… Eran buenos policías. Armados. Sabían lo que hacían. El informe dijo que varios vecinos oyeron disparos. Se encontraron catorce casquillos de nueve milímetros en el área del crimen. Todos ellos provenían de las armas reglamentarias de los inspectores. No se encontró ni un solo impacto o proyectil en las paredes.

—¿Cómo se explica eso? —preguntó Marina.

—No tiene explicación. Es sencillamente imposible. Pero ocurrió… Yo mismo vi los casquillos e inspeccioné la zona.

Marina y yo intercambiamos una mirada.

—¿Podría ser que los disparos fueran efectuados contra un objeto, un coche o un carruaje por ejemplo, que absorbió las balas y luego desapareció de allí sin dejar rastro? —propuso Marina.

—Tu amiga sería una buena policía. Ésa es la hipótesis que manejamos en su momento, pero aún no había evidencias que la apoyasen. Proyectiles de ese calibre tienden a rebotar sobre superficies metálicas y dejan un rastro de varios impactos o, en cualquier caso, restos de metralla. No se encontró nada.

—Días más tarde, en el entierro de mis compañeros, me encontré con Sentís —continuó Florián—. Estaba turbado, con aspecto de no haber dormido en días. Llevaba la ropa sucia y apestaba a alcohol. Me confesó que no se atrevía a volver a su casa, que llevaba días vagando, durmiendo en locales públicos… «Mi vida no vale nada, Florián», me dijo. «Soy un hombre muerto.» Le ofrecí la protección de la policía. Se rió. Incluso le propuse refugiarse en mi casa. Se negó. «No quiero tener su muerte en la conciencia, Florián», dijo antes de perderse entre la gente. En los siguientes meses, todos los antiguos miembros del consejo directivo de la Velo-Granell encontraron la muerte, teóricamente, de un modo natural. Fallo cardiaco, fue el dictamen médico en todos los casos. Las circunstancias eran similares. A solas en sus lechos, siempre a medianoche, siempre arrastrándose por el suelo…, huyendo de una muerte que no dejaba rastro. Todos excepto Benjamín Sentís. No volví a hablar con él en treinta años, hasta hace unas semanas.

—Antes de su muerte… —apunté.

Florián asintió.

—Llamó a la comisaría y preguntó por mí. Según él, tenía información sobre los crímenes en la fábrica y sobre el caso de la Velo-Granell. Le llamé y hablé con él. Pensé que deliraba, pero accedí a verle. Por compasión. Quedamos en una bodega de la calle Princesa al día siguiente. No se presentó a la cita. Dos días más tarde, un viejo amigo de la comisaría me llamó para decirme que habían encontrado su cadáver en un túnel abandonado de las alcantarillas en Ciutat Vella. Las manos artificiales que Kolvenik había creado para él habían sido amputadas. Pero eso venía en la prensa. Lo que los diarios no publicaron es que la policía encontró una palabra escrita con sangre en la pared del túnel: «

Teufel».

—¿

Teufel?

—Es alemán —dijo Marina—. Significa «diablo».

—También es el nombre del símbolo de Kolvenik —nos desveló Florián.

—¿La mariposa negra?

Él movió afirmativamente la cabeza.

—¿Por qué se llama así? —preguntó Marina.

—No soy entomólogo. Sólo sé que Kolvenik las coleccionaba —dijo.

Se acercaba el mediodía y Florián nos invitó a comer algo en un bar que había junto a la estación. A todos nos apetecía salir de aquella casa.

El dueño del bar parecía amigo de Florián y nos guió a una mesa apartada junto a la ventana.

—¿Visita de los nietos, jefe? —le preguntó, sonriente.

El aludido asintió sin dar más explicaciones. Un camarero nos sirvió unas raciones de tortilla y pan con tomate; también trajo una cajetilla de Ducados para Florián. Saboreando la comida, que estaba excelente, Florián prosiguió su relato.

—Al iniciar la investigación sobre la Velo-Granell, averigüé que Mijail Kolvenik no tenía un pasado claro… En Praga no había registro alguno de su nacimiento y nacionalidad. Probablemente Mijail no era su verdadero nombre.

—¿Quién era entonces? —pregunté.

—Hace más de treinta años que me hago esa pregunta. De hecho, cuando me puse en contacto con la policía de Praga, sí descubrí el nombre de un tal Mijail Kolvenik, pero aparecía en los registros de WolfterHaus.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—El manicomio municipal. Pero no creo que Kolvenik hubiese estado nunca allí. Simplemente adoptó el nombre de uno de los internos. Kolvenik no estaba loco.

—¿Por qué motivo adoptaría Kolvenik la identidad de un paciente de un manicomio? —preguntó Marina.

—No era algo tan inusual en la época —explicó Florián—. En tiempos de guerra, cambiar de identidad puede significar nacer de nuevo. Dejar atrás un pasado indeseable. Sois muy jóvenes y no habéis vivido una guerra. No se conoce a la gente hasta que se ha vivido una guerra…

—¿Tenía Kolvenik algo que ocultar? —pregunté—. Si la policía de Praga estaba informada respecto a él, sería por algo…

—Pura coincidencia de apellidos. Burocracia. Creedme, sé de lo que hablo —dijo Florián—. Suponiendo que el Kolvenik de sus archivos fuese nuestro Kolvenik, dejó poco rastro. Su nombre se mencionaba en la investigación de la muerte de un cirujano de Praga, un hombre llamado Antonin Kolvenik. El caso fue cerrado y la muerte atribuida a causas naturales.

—¿Por qué motivo entonces llevaron a ese Mijail Kolvenik a un manicomio? —interrogó Marina esta vez.

Florián dudó unos instantes, como si no se atreviese a contestar.

—Se sospechaba que había hecho algo con el cuerpo del fallecido…

—¿Algo?

—La policía de Praga no aclaró el qué —replicó Florián secamente, y encendió otro cigarrillo.

Nos sumimos en un largo silencio.

—¿Qué hay de la historia que nos explicó el doctor Shelley? Acerca del hermano gemelo de Kolvenik, la enfermedad degenerativa y…

—Eso es lo que Kolvenik le explicó. Ese hombre mentía con la misma facilidad con que respiraba. Y Shelley tenía buenas razones para creerle sin hacer preguntas —dijo Florián—. Kolvenik financiaba su instituto médico y sus investigaciones hasta la última peseta. Shelley era prácticamente un empleado más de la Velo-Granell. Un esbirro…

—Así pues, ¿el hermano gemelo de Kolvenik era otra ficción? —estaba desconcertado—. Su existencia justificaría la obsesión de Kolvenik por las víctimas con deformaciones y…

—No creo que el hermano fuese una ficción —cortó Florián—. En mi opinión.

—¿Entonces?

—Creo que ese niño del que hablaba era en realidad él mismo.

—Una pregunta más, inspector…

—Ya no soy inspector, hija.

—Víctor, entonces. ¿Todavía es Víctor, verdad?

Aquélla fue la primera vez que vi sonreír a Florián de manera relajada y abierta.

—¿Cuál es la pregunta?

—Nos ha dicho que, al investigar las acusaciones de fraude de la Velo-Granell, descubrieron que había algo más…

—Sí. Al principio creímos que era un subterfugio, lo típico: cuentas de gastos y pagos inexistentes para evadir impuestos, pagos a hospitales, centros de acogida de indigentes, etc. Hasta que a uno de mis hombres le resultó extraño que ciertas partidas de gastos se facturasen, con la firma y aprobación del doctor Shelley, desde el servicio de Necropsias de varios hospitales de Barcelona. Los depósitos de cadáveres, vamos —aclaró el ex policía—. La

morgue.

—¿Kolvenik vendía cadáveres? —sugirió Marina.

—No. Los estaba comprando. Por docenas. Vagabundos. Gentes que morían sin familia ni conocidos. Suicidas, ahogados, ancianos abandonados… Los olvidados de la ciudad.

El murmullo de una radio se perdía en el fondo, como un eco de nuestra conversación.

—¿Y qué hacía Kolvenik con esos cuerpos?

—Nadie lo sabe —repuso Florián—. Nunca llegamos a encontrarlos.

—Pero usted tiene una teoría al respecto, ¿no es así, Víctor? —continuó Marina.

Florián nos observó en silencio.

—No.

Para ser un policía, aunque estuviese retirado, mentir no se le daba bien. Marina no insistió en el tema. El inspector se veía cansado, consumido por sombras que poblaban sus recuerdos. Toda su ferocidad se había desmoronado. El cigarrillo le temblaba en las manos y se hacía difícil determinar quién se estaba fumando a quién.

—En cuanto a ese invernadero del que me habéis hablado… No volváis a él. Olvidad todo este asunto. Olvidad ese álbum de fotografías, esa tumba sin nombre y esa dama que la visita. Olvidad a Sentís, a Shelley y a mí, que no soy más que un pobre viejo que no sabe ni lo que se dice. Este asunto ha destruido ya suficientes vidas. Dejadlo.

Hizo señas al camarero para que anotase la consumición en su cuenta y concluyó:

—Prometedme que me haréis caso.

Me pregunté cómo íbamos a dejar correr el asunto cuando precisamente el asunto venía corriendo detrás de nosotros. Después de lo que había sucedido la noche anterior, sus consejos me sonaban a cuento de hadas.

—Lo intentaremos —aceptó Marina por los dos.

—El camino al infierno está hecho de buenas intenciones —repuso Florián.

El inspector nos acompañó hasta la estación del funicular y nos dio el teléfono del bar.

—Aquí me conocen. Si necesitáis cualquier cosa, llamad y me darán el recado. A cualquier hora del día o la noche. Manu, el dueño, tiene insomnio crónico y pasa las noches escuchando la BBC, a ver si aprende idiomas, o sea que no molestaréis…

—No sé cómo agradecerle…

—Agradecédmelo haciéndome caso y manteniéndoos al margen de este enredo —cortó Florián.

Asentimos. El funicular abrió sus puertas.

—¿Y usted, Víctor? —preguntó Marina—. ¿Qué va a hacer usted?

—Lo que hacemos todos los ancianos: sentarme a recordar y preguntarme qué hubiera pasado si lo hubiese hecho todo al revés. Anda, marchaos ya…

Nos metimos en el vagón y nos sentamos junto a la ventana. Atardecía. Sonó un silbato y las puertas se cerraron. El funicular inició el descenso con una sacudida. Lentamente las luces de Vallvidrera fueron quedando atrás, igual que la silueta de Florián, inmóvil en el andén.

Germán había preparado un delicioso plato italiano cuyo nombre sonaba a repertorio de ópera. Cenamos en la cocina, escuchando a Germán relatar su torneo de ajedrez con el cura, que, como siempre, le había ganado. Marina permaneció inusualmente callada durante la cena, dejándonos a Germán y a mí el peso de la conversación. Me pregunté incluso si habría dicho o hecho algo que la hubiese molestado. Tras la cena Germán me retó a una partida de ajedrez.

—Me encantaría, pero creo que me toca fregar platos —aduje.

—Yo los lavaré —dijo Marina a mi espalda, débilmente.

—No, en serio… —objeté.

Germán ya estaba en la otra habitación, canturreando y ordenando líneas de peones. Me volví a Marina, que desvió la mirada y se puso a fregar.

—Déjame que te ayude.

—No… Ve con Germán. Dale el gusto.

—¿Viene usted, Óscar? —llegó la voz de Germán desde la sala.

Contemplé a Marina a la luz de las velas que ardían sobre la repisa. Me pareció verla pálida, cansada.

—¿Estás bien?

Se volvió y me sonrió. Marina tenía un modo de sonreír que me hacía sentir pequeño e insignificante.

—Anda, ve. Y déjale ganar.

—Eso es fácil.

Le hice caso y la dejé a solas. Me reuní con su padre en el salón. Allí, bajo el candelabro de cuarzo, me senté al tablero dispuesto a que pasara el buen rato que su hija deseaba.

—Mueve usted, Óscar.

Moví. Él carraspeó.

—Le recuerdo que los peones no saltan de ese modo, Óscar.

—Usted disculpe.

—Ni lo mencione. Es el ardor de la juventud. No crea, se lo envidio. La juventud es una novia caprichosa. No sabemos entenderla ni valorarla hasta que se va con otro para no volver jamás…, ¡ay!… En fin, no sé a qué venía esto. A ver…, peón…

A medianoche un sonido me arrancó de un sueño. La casa estaba en penumbra. Me senté en la cama y lo escuché de nuevo. Una tos, apagada, lejana. Intranquilo, me levanté y salí al pasillo. El ruido provenía del piso de abajo. Crucé frente a la puerta del dormitorio de Marina. Estaba abierta y la cama, vacía. Sentí una punzada de temor.

—¿Marina?

No hubo respuesta. Descendí los fríos peldaños de puntillas. Los ojos de Kafka brillaban al pie de las escaleras. El gato maulló débilmente y me guió a través de un corredor oscuro. Al fondo, un hilo de luz se filtraba desde una puerta cerrada. La tos provenía del interior. Dolorosa. Agonizante. Kafka se aproximó a la puerta y se detuvo allí, maullando. Llamé suavemente.

—¿Marina?

Un largo silencio.

—Vete, Óscar.

Su voz era un gemido. Dejé pasar unos segundos y abrí. Una vela en el suelo apenas iluminaba el baño de baldosas blancas. Marina estaba arrodillada y tenía la frente apoyada sobre el lavabo. Estaba temblando y la transpiración le había adherido el camisón a la piel como una mortaja. Se ocultó el rostro, pero pude ver que estaba sangrando por la nariz y que varias manchas escarlata le cubrían el pecho. Me quedé paralizado, incapaz de reaccionar.

—¿Qué te pasa…? —murmuré.

—Cierra la puerta —dijo con firmeza—. Cierra.

Hice lo que me ordenaba y acudí a su lado. Estaba ardiendo de fiebre. El pelo pegado a la cara, empapada de sudor helado. Asustado, me lancé a buscar a Germán, pero su mano me aferró con una fuerza que parecía imposible en ella.

—¡No!

—Pero…

—Estoy bien.

—¡No estás bien!

—Óscar, por lo que más quieras, no llames a Germán. Él no puede hacer nada. Ya ha pasado. Estoy mejor.

La serenidad de su voz me resultó aterradora. Sus ojos buscaron los míos. Algo en ellos me obligó a obedecer. Entonces me acarició la cara.

—No te asustes. Estoy mejor.

—Estás pálida como una muerta… —balbuceé.

Me tomó la mano y la llevó a su pecho. Sentí el latido de su corazón sobre las costillas. Retiré la mano, sin saber qué hacer.

—Viva y coleando. ¿Ves? Me vas a prometer que no le vas a decir nada de esto a Germán.

—¿Por qué? —protesté—. ¿Qué te pasa?

Bajó los ojos, infinitamente cansada. Me callé.

—Prométemelo.

—Tienes que ver a un médico.

—Prométemelo, Óscar.

—Si tú me prometes ver a un médico.

—Trato hecho. Te lo prometo.

Humedeció una toalla con la que empezó a limpiar la sangre del rostro. Yo me sentía un inútil.

—Ahora que me has visto así, ya no te voy a gustar.

—No le veo la gracia.

Siguió limpiándose en silencio, sin apartar los ojos de mí. Su cuerpo, apresado en el algodón húmedo, casi transparente, se me antojó frágil y quebradizo. Me sorprendió no sentir embarazo alguno al contemplarla así. Tampoco se adivinaba pudor en ella por mi presencia. Le temblaban las manos cuando se secó el sudor y la sangre del cuerpo. Encontré un albornoz limpio colgado de la puerta y se lo tendí, abierto. Se cubrió con él y suspiró, exhausta.

—¿Qué puedo hacer? —murmuré.

—Quédate aquí, conmigo.

Se sentó frente a un espejo. Con un cepillo, intentó en vano poner algo de orden en la maraña de pelo que le caía sobre los hombros. Le faltaba fuerza.

—Déjame —y le quité el cepillo.

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