Marina

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«Nunca llegué a conocer mi país más que en fotografías. Cuanto sé de Rusia procede de cuentos, habladurías y recuerdos de otras gentes. Nací en una barcaza que cruzaba el Rin, en una Europa destrozada por la guerra y el terror. Supe años más tarde que mi madre me llevaba ya en el vientre cuando, sola y enferma, cruzó la frontera ruso-polaca huyendo de la revolución. Murió al dar a luz. Nunca he sabido cuál era su nombre ni quién fue mi padre. La enterraron a orillas del río en una tumba sin marca, perdida para siempre. Una pareja de comediantes de San Petersburgo que viajaba en la barcaza, Sergei Glazunow y su hermana gemela Tatiana, se hizo cargo de mí por compasión y porque, según me dijo Sergei muchos años después, nací con un ojo de cada color y eso es señal de fortuna.

En Varsovia, gracias a las artes y los manejos de Sergei, nos unimos a una compañía circense que se dirigía a Viena. Mis primeros recuerdos son de aquellas gentes y sus animales. La carpa de un circo, los malabaristas y un faquir sordomudo llamado Vladimir que comía cristal, escupía fuego y siempre me regalaba pájaros de papel que construía como por arte de magia. Sergei acabó por convertirse en el administrador de la compañía y nos establecimos en Viena. El circo fue mi escuela y el hogar donde crecí. Ya por entonces sabíamos, sin embargo, que estaba condenado. La realidad del mundo empezaba a ser más grotesca que las pantomimas de los payasos y los osos danzarines. Pronto, nadie nos necesitaría. El siglo XX se había convertido en el gran circo de la historia.

Cuando apenas tenía siete u ocho años, Sergei dijo que ya era hora de que me ganase el sustento. Pasé a formar parte del espectáculo, primero como mascota de los trucos de Vladimir y más tarde con un número propio en el que cantaba una canción de cuna a un oso que acababa por dormirse. El número, que en principio estaba previsto como comodín para dar tiempo a la preparación de los trapecistas, resultó ser un éxito. A nadie le sorprendió más que a mí. Sergei decidió ampliar mi actuación. Así fue como acabé cantándoles rimas a unos viejos leones famélicos y enfermos desde una plataforma de luces. Los animales y el público me escuchaban hipnotizados. En Viena se hablaba de la niña cuya voz amansaba a las bestias. Y pagaban por verla. Yo tenía nueve años.

Sergei no tardó en comprender que ya no necesitaba el circo. La niña de los ojos de dos colores había cumplido su promesa de fortuna. Formalizó los trámites para convertirse en mi tutor legal y anunció al resto de la compañía que nos íbamos a instalar por cuenta propia. Aludió al hecho de que un circo no era el lugar apropiado para criar a una niña. Cuando se descubrió que alguien había estado robando parte de la recaudación del circo durante años, Sergei y Tatiana acusaron a Vladimir, añadiendo además que se tomaba libertades ilícitas conmigo. Vladimir fue aprehendido por las autoridades y encarcelado, aunque nunca se encontró el dinero.

Para celebrar su independencia, Sergei compró un coche de lujo, un vestuario de dandi y joyas para Tatiana. Nos trasladamos a una villa que Sergei había alquilado en los bosques de Viena. Nunca estuvo claro de dónde habían salido los fondos para pagar tanto lujo. Yo cantaba todas las tardes y noches en un teatro junto a la Ópera, en un espectáculo titulado “El ángel de Moscú”. Fui bautizada como Eva Irinova, una idea de Tatiana, que había sacado el nombre de un folletín por entregas que se publicaba con cierto éxito en la prensa. Aquél fue el primero de muchos otros montajes similares. A sugerencia de Tatiana, se me asignó un profesor de canto, un maestro de arte dramático y otro de danza. Cuando no estaba en un escenario, estaba ensayando. Sergei no me permitía tener amigos, salir de paseo, estar a solas ni leer libros. Es por tu bien, solía decir. Cuando mi cuerpo empezó a desarrollarse, Tatiana insistió en que yo debía tener una habitación para mí sola. Sergei accedió de mala gana, pero insistió en conservar la llave. A menudo volvía borracho a medianoche y trataba de entrar en mi habitación. La mayoría de las veces estaba tan ebrio que era incapaz de insertar la llave en la cerradura. Otras no. El aplauso de un público anónimo fue la única satisfacción que obtuve en aquellos años. Con el tiempo, llegué a necesitarlo más que el aire.

Viajábamos con frecuencia. Mi éxito en Viena había llegado a oídos de los empresarios de París, Milán y Madrid. Sergei y Tatiana siempre me acompañaban. Por supuesto, nunca vi un céntimo de la recaudación de todos aquellos conciertos ni sé qué se hizo del dinero. Sergei siempre tenía deudas y acreedores. La culpa, me acusaba amargamente, era mía. Todo se iba en cuidarme y en mantenerme. A cambio, yo era incapaz de agradecer todo lo que él y Tatiana habían hecho por mí. Sergei me enseñó a ver en mí a una chiquilla sucia, perezosa, ignorante y estúpida. Una pobre infeliz que nunca llegaría a hacer nada de valor, a quien nadie llegaría a querer o respetar. Pero nada de eso importaba porque, me susurraba Sergei al oído con su aliento de aguardiente, Tatiana y él siempre estarían allí para cuidar de mí y para protegerme del mundo.

El día en que cumplí dieciséis años descubrí que me odiaba a mí misma y apenas podía tolerar mi imagen en el espejo. Dejé de comer. Mi cuerpo me repugnaba y trataba de ocultarlo bajo ropas sucias y harapientas. Un día encontré en la basura una vieja cuchilla de afeitar de Sergei. La llevé a mi habitación y adquirí la costumbre a hacerme cortes en las manos y en los brazos con ella. Para castigarme. Tatiana me curaba en silencio todas las noches.

Dos años más tarde, en Venecia, un conde que me había visto actuar me propuso matrimonio. Aquella misma noche, al enterarse, Sergei me dio una paliza brutal. Me partió los labios a golpes y me rompió dos costillas. Tatiana y la policía le contuvieron. Abandoné Venecia en una ambulancia. Volvimos a Viena, pero los problemas financieros de Sergei eran acuciantes. Recibíamos amenazas. Una noche unos desconocidos prendieron fuego a la casa mientras dormíamos. Semanas antes Sergei había recibido una oferta de un empresario de Madrid para quien yo había actuado con éxito tiempo atrás. Daniel Mestres, que así se llamaba, había adquirido un interés mayoritario en el viejo Teatro Real de Barcelona y quería estrenar la temporada conmigo. Así pues, prácticamente huyendo de madrugada, hicimos las maletas y partimos rumbo a Barcelona con lo puesto. Yo iba a cumplir diecinueve años y rogaba al cielo no llegar a cumplir los veinte. Hacía ya tiempo que pensaba en quitarme la vida. Nada me aferraba a este mundo. Estaba muerta desde hacía tiempo, pero ahora me daba cuenta. Fue entonces cuando conocí a Mijail Kolvenik…

Llevábamos unas cuantas semanas en el Teatro Real. En la compañía se rumoreaba que cierto caballero acudía todas las noches al mismo palco para oírme cantar. Por aquella época circulaban en Barcelona toda clase de historias acerca de Mijail Kolvenik. Cómo había hecho su fortuna… Su vida personal y su identidad, plagada de misterios y enigmas… Su leyenda le precedía. Una noche, intrigada por aquel extraño personaje, decidí hacerle llegar una invitación para que me visitase en mi camerino después de la función. Era casi medianoche cuando Mijail Kolvenik llamó a mi puerta. Tantas murmuraciones me habían hecho esperar a un tipo amenazador y arrogante. Mi primera impresión, sin embargo, fue que se trataba de un hombre tímido y reservado. Vestía de oscuro, con sencillez y sin más adornos que un pequeño broche que lucía en la solapa: una mariposa con las alas desplegadas. Me agradeció la invitación y me manifestó su admiración, afirmando que era un honor conocerme. Le dije que, en vista de todo lo que había oído acerca de él, el honor era mío. Sonrió y me sugirió que olvidase los rumores. Mijail tenía la sonrisa más hermosa que he conocido. Cuando la mostraba, uno podía creer cualquier cosa que brotase de sus labios. Alguien dijo una vez que, si se lo proponía, Mijail era capaz de convencer a Cristóbal Colón de que la Tierra era plana como un mapa; y tenía razón. Aquella noche me convenció a mí para que le acompañase a pasear por las calles de Barcelona. Me explicó que a menudo solía recorrer la ciudad dormida después de la medianoche. Yo, que apenas había salido de aquel teatro desde que habíamos llegado a Barcelona, accedí. Sabía que Sergei y Tatiana iban a enfurecerse al enterarse de aquello, pero poco me importaba. Salimos de incógnito por la puerta del proscenio. Mijail me ofreció su brazo y caminamos hasta el amanecer. Me mostró la ciudad hechicera a través de sus ojos. Me habló de sus misterios, sus rincones encantados y el espíritu que vivía en aquellas calles. Me explicó mil y una leyendas. Recorrimos los caminos secretos del Barrio Gótico y la ciudad vieja. Mijail parecía saberlo todo. Sabía quién había vivido en cada edificio, qué crímenes o romances habían tenido lugar tras cada muro y cada ventana. Conocía los nombres de todos los arquitectos, los artesanos y los mil nombres invisibles que habían construido aquel escenario. Mientras me hablaba, tuve la impresión de que Mijail jamás había compartido aquellas historias con nadie. Me abrumó la soledad que desprendía su persona y, a un tiempo, creí ver en su interior un abismo infinito al que no podía evitar asomarme. El alba nos sorprendió en un banco del puerto. Observé a aquel desconocido con el que había estado callejeando durante horas y me pareció que le conocía desde siempre. Así se lo hice saber. Rió y en ese momento, con esa rara certeza que sólo se tiene un par de veces en la vida, supe que iba a pasar el resto de mi vida a su lado.

Aquella noche Mijail me contó que él creía que la vida nos concede a cada uno de nosotros unos escasos momentos de pura felicidad. A veces son sólo días o semanas. A veces, años. Todo depende de nuestra fortuna. El recuerdo de esos momentos nos acompaña para siempre y se transforma en un país de la memoria al que tratamos de regresar durante el resto de nuestra vida sin conseguirlo. Para mí esos instantes estarán siempre enterrados en aquella primera noche, paseando por la ciudad…

La reacción de Sergei y Tatiana no se hizo esperar. Especialmente la de Sergei. Me prohibió volver a ver a Mijail o hablar con él. Me dijo que, si volvía a salir de aquel teatro sin su permiso, me mataría. Por primera vez en mi vida descubrí que ya no me inspiraba temor, sólo desprecio. Para enfurecerle aún más, le dije que Mijail me había propuesto matrimonio y que yo había aceptado. Me recordó que él era mi tutor legal y que no sólo no iba a autorizar mi matrimonio, sino que partíamos rumbo a Lisboa. Hice llegar un mensaje desesperado a Mijail a través de una bailarina de la compañía. Aquella noche, antes de la función, Mijail acudió al teatro con dos de sus abogados para entrevistarse con Sergei. Mijail le anunció que había firmado un contrato aquella misma tarde con el empresario del Teatro Real que le convertía en el nuevo propietario. Desde aquel momento, él y Tatiana estaban despedidos.

Le mostró un dossier de documentos y pruebas acerca de las actividades ilegales de Sergei en Viena, Varsovia y Barcelona. Material más que suficiente para meterle entre rejas por quince o veinte años. A ello añadió un cheque por una cifra superior a cuanto Sergei podía obtener de sus trapicheos y mezquindades el resto de su existencia. La alternativa era la siguiente: si en un plazo no superior a cuarenta y ocho horas él y Tatiana abandonaban para siempre Barcelona y se comprometían a no volver a ponerse en contacto conmigo por medio alguno, podían llevarse el dossier y el cheque; si se negaban a cooperar, aquel dossier iría a parar a manos de la policía, acompañado del cheque a modo de aliciente para engrasar la maquinaria de la justicia. Sergei enloqueció de furia. Gritó como un demente que nunca se iba a desprender de mí, que tendría que pasar por encima de su cadáver si pretendía salirse con la suya.

Mijail le sonrió y se despidió de él. Aquella noche Tatiana y Sergei acudieron a entrevistarse con un extraño individuo que se ofrecía como asesino a sueldo. Al salir de allí, unos disparos anónimos desde un carruaje estuvieron a punto de acabar con ellos. Los diarios publicaron la noticia alegando varias hipótesis para justificar el ataque. Al día siguiente, Sergei aceptó el cheque de Mijail y desapareció de la ciudad con Tatiana, sin despedirse…

Cuando supe lo sucedido, exigí a Mijail que confirmase si había sido responsable de aquel ataque. Deseaba desesperadamente que me dijese que no. Me observó fijamente y me preguntó por qué dudaba de él. Me sentí morir. Todo aquel castillo de naipes de felicidad y esperanza parecía a punto de desmoronarse. Se lo pregunté de nuevo. Mijail dijo que no. Que no era responsable de aquel ataque.

—Si lo fuese, ninguno de los dos estaría vivo —respondió fríamente.

Por aquel entonces contrató a uno de los mejores arquitectos de la ciudad para que construyese la torre junto al parque Güell siguiendo sus indicaciones. El coste no se discutió ni un instante. Mientras la torre estaba en construcción, Mijail alquiló toda una planta del viejo Hotel Colón en la plaza Cataluña. Allí nos instalamos temporalmente. Por primera vez en mi vida descubrí que era posible tener tantos sirvientes que una no podía recordar el nombre de todos ellos. Mijail sólo tenía un ayudante, Luis, su chófer.

Los joyeros de Bagués me visitaban en mis habitaciones. Los mejores modistos tomaban mis medidas para crearme una guardarropía de emperatriz. Abrió cuenta sin límite a mi nombre en los mejores establecimientos de Barcelona. Gentes a quienes nunca había visto me saludaban con reverencias en la calle o en el vestíbulo del hotel. Recibía invitaciones para bailes de gala en los palacios de familias cuyo nombre jamás había visto excepto en la prensa de sociedad. Yo tenía apenas veinte años. Jamás había tenido en las manos dinero suficiente para comprar un billete de tranvía. Soñaba despierta. Empecé a sentirme abrumada por tanto lujo y por el despilfarro a mi alrededor. Cuando se lo explicaba a Mijail, él me respondía que el dinero no tiene importancia, a menos que se carezca de él.

Pasábamos los días juntos, paseando por la ciudad, en el casino del Tibidabo, aunque nunca vi a Mijail jugar una sola moneda, en el Liceo… Al atardecer volvíamos al Hotel Colón y Mijail se retiraba a sus habitaciones. Empecé a advertir que, muchas noches, Mijail salía de madrugada y no volvía hasta el amanecer. Según él, tenía que atender asuntos de trabajo.

Pero las murmuraciones de la gente crecían. Sentía que me iba a casar con un hombre al que todos parecían conocer mejor que yo. Oía a las criadas hablar a mis espaldas. Veía a la gente examinarme con lupa tras su sonrisa hipócrita en la calle. Lentamente, me fui transformando en prisionera de mis propias sospechas. Y una idea empezó a martirizarme. Todo aquel lujo, aquel derroche material a mi alrededor me hacía sentir como una pieza más del mobiliario. Un capricho más de Mijail. Él podía comprarlo todo: el Teatro Real, a Sergei, automóviles, joyas, palacios. Y a mí. Ardía de ansiedad al verle partir cada noche de madrugada, convencida de que corría a los brazos de otra mujer. Una noche decidí seguirle y acabar con aquella charada.

Sus pasos me guiaron hasta el viejo taller de la Velo-Granell junto al mercado del Borne. Mijail había acudido solo. Tuve que colarme por una diminuta ventana en un callejón. El interior de la fábrica me pareció un escenario de pesadilla. Cientos de pies, manos, brazos, piernas, ojos de cristal flotaban en las naves…, piezas de repuesto para una humanidad rota y miserable. Recorrí aquel lugar hasta llegar a una gran sala a oscuras ocupada por enormes tanques de cristal en cuyo interior flotaban siluetas indefinidas. En el centro de la sala, en la penumbra, Mijail me observaba desde una silla, fumando un cigarro.

—No deberías haberme seguido —dijo sin ira en la voz.

Argumenté que no podía casarme con un hombre del cual sólo había visto una mitad, un hombre de quien sólo conocía sus días y no sus noches.

—Tal vez lo que averigües no te guste —me insinuó.

Le dije que no me importaba el qué o el cómo. No me importaba lo que hiciese o si los rumores sobre él eran ciertos. Sólo quería formar parte de su vida por completo. Sin sombras. Sin secretos. Asintió y supe lo que aquello significaba: cruzar un umbral sin retorno. Cuando Mijail encendió las luces de la sala, desperté de mi sueño de aquellas semanas. Estaba en el infierno.

Los tanques de formol contenían cadáveres que giraban en un macabro ballet. Sobre una mesa metálica yacía el cuerpo desnudo de una mujer diseccionada desde el vientre a la garganta. Los brazos estaban extendidos en cruz y advertí que las articulaciones de sus brazos y sus manos eran piezas de madera y metal. Unos tubos descendían por su garganta y cables de bronce se hundían en las extremidades y en las caderas. La piel era translúcida, azulada como la de un pez. Observé a Mijail, sin habla mientras él se acercaba al cuerpo y lo contemplaba con tristeza.

—Esto es lo que hace la naturaleza con sus hijos. No hay mal en el corazón de los hombres, sino una simple lucha por sobrevivir a lo inevitable. No hay más demonio que la madre naturaleza… Mi trabajo, todo mi esfuerzo, no es más que un intento por burlar el gran sacrilegio de la creación…

Le vi tomar una jeringuilla y llenarla con un líquido esmeralda que guardaba en un frasco. Nuestros ojos se encontraron brevemente y entonces Mijail hundió la aguja en el cráneo del cadáver. Vació el contenido. La retiró y permaneció inmóvil un instante, observando el cuerpo inerte. Segundos más tarde sentí que se me helaba la sangre. Las pestañas de uno de los párpados estaban temblando. Escuché el sonido de los engranajes de las articulaciones de madera y metal. Los dedos aletearon. Súbitamente, el cuerpo de la mujer se irguió con una sacudida violenta. Un alarido animal inundó la sala, ensordecedor. Hilos de espuma blanca descendían de los labios negros, tumefactos. La mujer se desprendió de los cables que perforaban su piel y cayó al suelo como un títere roto. Aullaba como un lobo herido. Alzó la cara y clavó sus ojos en mí. Fui incapaz de apartar la vista del horror que leí en ellos. Su mirada desprendía una fuerza animal escalofriante. Quería vivir.

Me sentí paralizada. A los pocos segundos el cuerpo quedó de nuevo inerte, sin vida. Mijail, que había presenciado todo el suceso impasible, tomó un sudario y cubrió el cadáver.

Se acercó a mí y tomó mis manos temblorosas. Me miró como si quisiera ver en mis ojos si iba a ser capaz de seguir a su lado después de lo que había presenciado. Quise encontrar palabras para expresar mi miedo, para decirle cuán equivocado estaba… Todo lo que conseguí fue balbucear que me sacase de aquel lugar. Así lo hizo. Regresamos al Hotel Colón. Me acompañó a mi habitación, me hizo subir una taza de caldo caliente y me arropó mientras la tomaba.

—La mujer que has visto esta noche murió hace seis semanas bajo las ruedas de un tranvía. Saltó para salvar a un niño que jugaba en las vías y no pudo evitar el impacto. Las ruedas le segaron los brazos a la altura del codo. Murió en la calle. Nadie sabe su nombre. Nadie la reclamó. Hay docenas como ella. Cada día…

—Mijail, no lo comprendes… Tú no puedes hacer el trabajo de Dios…

Me acarició la frente y me sonrió tristemente, asintiendo.

—Buenas noches —dijo.

Se dirigió a la puerta y se detuvo antes de salir.

—Si mañana no estás aquí —dijo—, lo comprenderé.

Dos semanas más tarde, nos casamos en la catedral de Barcelona.»

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