Marina

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«Mijail deseaba que aquel día fuese especial para mí. Hizo que toda la ciudad se transformase en el decorado de un cuento de hadas. Mi reinado de emperatriz en aquel mundo de ensueño acabó para siempre en los peldaños de la avenida de la catedral. Ni siquiera llegué a oír los gritos del gentío. Como un animal salvaje que salta de la maleza, Sergei emergió de entre la multitud y me lanzó un frasco de ácido a la cara. El ácido devoró mi piel, mis párpados y mis manos. Desgarró mi garganta y me segó la voz. No volví a hablar hasta dos años más tarde, cuando Mijail me reconstruyó como a una muñeca rota. Fue el principio del horror.

Se detuvieron las obras de nuestra casa y nos instalamos en aquel palacio incompleto. Hicimos de él una prisión que se alzaba en lo alto de una colina. Era un lugar frío y oscuro. Un amasijo de torres y arcos, de bóvedas y escaleras de caracol que ascendían a ninguna parte. Yo vivía recluida en una estancia en lo alto de la torre. Nadie tenía acceso a ella excepto Mijail y, a veces, el doctor Shelley. Pasé el primer año bajo el letargo de la morfina, atrapada en una larga pesadilla. Creía ver en sueños a Mijail experimentando conmigo igual que lo había estado haciendo con aquellos cuerpos abandonados en hospitales y depósitos. Reconstruyéndome y burlando a la naturaleza. Cuando recobré el sentido, comprobé que mis sueños eran reales. Él me devolvió la voz. Rehízo mi garganta y mi boca para que pudiese alimentarme y hablar. Alteró mis terminaciones nerviosas para que no sintiese el dolor de las heridas que el ácido había dejado en mi cuerpo. Sí, burlé a la muerte, pero pasé a convertirme en una más de las criaturas malditas de Mijail.

Por otro lado Mijail había perdido su influencia en la ciudad. Nadie le apoyaba. Sus antiguos aliados le daban la espalda y le abandonaban. La policía y las autoridades judiciales iniciaron su acoso. Su socio, Sentís, era un usurero mezquino y envidioso. Facilitó información falsa que implicaba a Mijail en mil asuntos de los que él nunca había tenido conocimiento. Deseaba alejarle del control de la empresa. Era uno más de la jauría. Todos ansiaban verle caer de su pedestal para devorar los restos. El ejército de hipócritas y aduladores se transformó en una horda de hienas hambrientas. Nada de todo eso sorprendió a Mijail. Desde el principio, sólo había confiado en su amigo Shelley y en Luis Claret. “La mezquindad de los hombres —decía siempre— es una mecha en busca de llama.” Pero aquella traición rompió finalmente el frágil nexo que le unía con el mundo exterior. Se refugió en su propio laberinto de soledad. Su comportamiento era cada vez más extravagante. Tomó por costumbre criar en los sótanos decenas de ejemplares de un insecto que le obsesionaba, una mariposa negra que se conocía como Teufel. Pronto las mariposas negras poblaron el torreón. Se posaban en espejos, cuadros y muebles como centinelas silenciosos. Mijail prohibió a los criados matarlas, ahuyentarlas o atreverse a acercarse a ellas. Un enjambre de insectos de alas negras volaba por los pasillos y las salas. A veces se posaban sobre Mijail y le cubrían, mientras él permanecía inmóvil. Cuando le veía así, temía perderle para siempre.

En aquellos días empezó mi amistad con Luis Claret, que ha durado hasta hoy. Era él quien me mantenía informada de lo que ocurría más allá de los muros de aquella fortaleza. Mijail me había estado contando falsas historias acerca del Teatro Real y de mi reaparición en escena. Hablaba de reparar el daño que el ácido había causado, de cantar con una voz que ya no me pertenecía… Quimeras. Luis me explicó que las obras del Teatro Real habían sido suspendidas. Los fondos se habían agotado meses atrás. El edificio era una inmensa caverna inútil… La serenidad que Mijail me mostraba era una mera fachada. Pasaba semanas y meses sin salir de casa. Días enteros encerrado en su estudio, sin apenas comer ni dormir. Joan Shelley, según me confesó más tarde, temía por su salud y por su cordura. Le conocía mejor que nadie y desde el principio le había asistido en sus experimentos. Fue él quien me habló claramente de la obsesión de Mijail por las enfermedades degenerativas, de su desesperado intento por encontrar los mecanismos con los que la naturaleza deformaba y atrofiaba los cuerpos. Siempre vio en ellos una fuerza, un orden y una voluntad más allá de toda razón. A sus ojos, la naturaleza era una bestia que devoraba a sus propias criaturas, sin importarle el destino y la suerte de los seres que albergaba. Coleccionaba fotografías de extraños casos de atrofia y de fenómenos médicos. En aquellos seres humanos, esperaba encontrar su respuesta: cómo engañar a sus demonios.

Fue entonces cuando los primeros síntomas del mal se hicieron visibles. Mijail sabía que lo llevaba en su interior, esperando pacientemente como un mecanismo de relojería. Lo había sabido desde siempre, desde que vio morir a su hermano en Praga. Su cuerpo empezaba a autodestruirse. Sus huesos se estaban deshaciendo. Mijail cubría sus manos con guantes. Ocultaba su rostro y su cuerpo. Rehuía mi compañía. Yo fingía no advertirlo, pero era cierto: su silueta se transformaba. Un día de invierno sus gritos me despertaron al amanecer. Mijail estaba despidiendo a la servidumbre a gritos. Nadie se resistió, pues todos le habían cogido miedo en los últimos meses. Sólo Luis se negó a abandonarnos. Mijail, llorando de rabia, destrozó todos los espejos y corrió a encerrarse en su estudio.

Una noche pedí a Luis que fuese a buscar al doctor Shelley. Mijail llevaba dos semanas sin salir ni responder a mis llamadas. Le oía sollozar al otro lado de la puerta de su estudio, hablar consigo mismo… Ya no sabía qué hacer. Le estaba perdiendo. Con la ayuda de Shelley y de Luis, tiramos la puerta abajo y conseguimos sacarle de allí. Comprobamos con horror que Mijail había estado operando sobre su propio cuerpo, tratando de rehacer su mano izquierda, que se estaba transformando en una garra grotesca e inservible. Shelley le administró un sedante y velamos su sueño hasta el amanecer. Aquella larga noche, desesperado ante la agonía de su viejo amigo, Shelley se desahogó y rompió su promesa de no revelar jamás la historia que Mijail le había confiado años atrás. Al escuchar sus palabras, comprendí que ni la policía ni el inspector Florián llegaron nunca a sospechar que perseguían a un fantasma. Mijail nunca fue un criminal ni un estafador. Mijail fue simplemente un hombre que creía que su destino era engañar a la muerte antes de que ella le engañase a él.»

«Mijail Kolvenik nació en los túneles de las alcantarillas de Praga el último día del siglo XIX.

Su madre era una criada de apenas diecisiete años que servía en un palacio de la gran nobleza. Su belleza e ingenuidad la habían convertido en la favorita de su señor. Cuando se supo que estaba embarazada, fue expulsada como un perro sarnoso a las calles cubiertas de nieve y suciedad. Marcada de por vida. En aquellos años el invierno barría con un manto de muerte las calles. Se decía que los desposeídos corrían a ocultarse en los viejos túneles del alcantarillado. La leyenda local hablaba de una auténtica ciudad de tinieblas bajo las calles de Praga en la que miles de desheredados pasaban su vida sin volver a ver la luz del Sol. Pordioseros, enfermos, huérfanos y fugitivos. Entre ellos se extendía el culto a un enigmático personaje al que llamaban el Príncipe de los Mendigos. Se decía que no tenía edad, que su rostro era el de un ángel y que su mirada era de fuego. Que vivía envuelto en un manto de mariposas negras que cubrían su cuerpo y que acogía en su reino a quienes la crueldad del mundo había negado una posibilidad de sobrevivir en la superficie. Buscando aquel mundo de sombras, la joven se internó en los subterráneos para sobrevivir. Pronto descubrió que la leyenda era cierta. Las gentes de los túneles vivían en la tiniebla y formaban su propio mundo. Tenían sus propias leyes. Y su propio Dios: el Príncipe de los Mendigos. Nadie le había visto jamás, pero todos creían en él y dejaban ofrendas en su honor. Todos ellos marcaban a fuego su piel con el emblema de la mariposa negra. La profecía decía que, algún día, un mesías enviado por el Príncipe de los Mendigos llegaría a los túneles y daría su vida para redimir del sufrimiento a sus habitantes. La perdición de ese mesías vendría de sus propias manos.

Allí fue donde la joven madre dio a luz gemelos: Andrej y Mijail. Andrej llegó al mundo marcado por una terrible enfermedad. Sus huesos no conseguían solidificarse y su cuerpo crecía sin forma ni estructura. Uno de los habitantes de los túneles, un médico perseguido por la justicia, le explicó que la enfermedad era incurable. El fin era sólo una cuestión de tiempo. Sin embargo, su hermano Mijail era un muchacho de inteligencia despierta y carácter retraído que soñaba con abandonar algún día los túneles y emerger al mundo de la superficie. A menudo fantaseaba con la idea de que tal vez él era el mesías esperado. Nunca supo quién había sido su padre, así que en su mente adoptó para ese papel al Príncipe de los Mendigos, a quien creía escuchar en sus sueños. No había en él signos aparentes del terrible mal que acabaría con la vida de su hermano. Efectivamente, Andrej murió a los siete años sin haber salido jamás de las alcantarillas. Cuando su gemelo falleció, su cuerpo fue entregado a las corrientes subterráneas siguiendo el ritual de las gentes de los túneles. Mijail preguntó a su madre por qué había sucedido algo así.

—Es la voluntad de Dios, Mijail —le respondió su madre.

Mijail nunca olvidaría aquellas palabras. La muerte del pequeño Andrej fue un golpe que su madre no llegó a superar. Durante el invierno siguiente, enfermó de neumonía. Mijail estuvo a su lado hasta el último momento, sosteniendo su mano temblorosa. Tenía veintiséis años y el rostro de una anciana.

—¿Es ésta la voluntad de Dios, madre? —preguntó Mijail a un cuerpo sin vida.

Nunca obtuvo respuesta. Días más tarde el joven Mijail emergió a la superficie. Ya nada le ataba al mundo subterráneo. Muerto de hambre y frío, buscó refugio en un portal. El azar quiso que un médico que volvía de una visita, Antonin Kolvenik, le encontrase allí. El doctor le recogió y le llevó a una taberna donde le hizo comer caliente.

—¿Cómo te llamas, muchacho?

—Mijail, señor.

Antonin Kolvenik palideció.

—Tuve un hijo que se llamaba como tú. Murió. ¿Dónde está tu familia?

—No tengo familia.

—¿Dónde está tu madre?

—Dios se la ha llevado.

El doctor asintió gravemente. Tomó su maletín y extrajo un artilugio que a Mijail le dejó boquiabierto. Mijail entrevió otros instrumentos en el interior. Relucientes. Prodigiosos.

El doctor posó el extraño chisme sobre su pecho y se llevó dos extremos a los oídos.

—¿Qué es eso?

—Sirve para escuchar lo que dicen tus pulmones… Respira hondo.

—¿Es usted un mago? —preguntó Mijail, atónito.

El doctor sonrió.

—No, no soy un mago. Sólo soy un médico.

—¿Cuál es la diferencia?

Antonin Kolvenik había perdido a su esposa y a su hijo en un brote de cólera años atrás. Ahora vivía solo, mantenía una modesta consulta como cirujano y una pasión por las obras de Richard Wagner. Observó a aquel muchacho andrajoso con curiosidad y compasión. Mijail blandió aquella sonrisa que ofrecía lo mejor de él.

El doctor Kolvenik decidió tomarle bajo su protección y llevarle a vivir a su casa. Allí pasó los siguientes diez años. Del buen doctor recibió una educación, un hogar y un nombre. Mijail era apenas un adolescente cuando empezó a asistir a su padre adoptivo en sus operaciones y a aprender los misterios del cuerpo humano. La misteriosa voluntad de Dios se mostraba a través de complejos armazones de carne y hueso, animados por una chispa de magia incomprensible. Mijail absorbía aquellas lecciones ávidamente, con la certeza de que en aquella ciencia había un mensaje que esperaba ser descubierto.

Todavía no había cumplido los veinte años, cuando la muerte volvió a visitar a Mijail. La salud del viejo doctor flaqueaba desde hacía tiempo. Un ataque cardíaco destrozó la mitad de su corazón una Nochebuena mientras planeaban hacer un viaje para que Mijail conociese el sur de Europa. Antonin Kolvenik se moría. Mijail se juró que esta vez la muerte no se lo arrebataría.

—Mi corazón está cansado, Mijail —decía el viejo doctor—. Es hora de ir al encuentro de mi Frida y mi otro Mijail…

—Yo le daré otro corazón, padre.

El doctor sonrió. Aquel extraño joven y sus extravagantes ocurrencias… La única razón por la que temía abandonar este mundo era que iba a dejarle solo y desvalido. Mijail no tenía más amigos que los libros. ¿Qué iba a ser de él?

—Ya me has dado diez años de compañía, Mijail —le dijo—. Ahora debes pensar en ti. En tu futuro.

—No le voy a dejar morir, padre.

—Mijail, ¿te acuerdas de aquel día, cuando me preguntaste cuál era la diferencia entre un médico y un mago? Pues bien, Mijail, no hay magia. Nuestro cuerpo empieza a destruirse desde que nace. Somos frágiles. Criaturas pasajeras. Cuanto queda de nosotros son nuestras acciones, el bien o el mal que hacemos a nuestros semejantes. ¿Comprendes lo que quiero decirte, Mijail?

Diez días más tarde, la policía encontró a Mijail cubierto de sangre, llorando junto al cadáver del hombre al que había aprendido a llamar padre. Los vecinos habían alertado a las autoridades al sentir un extraño olor y al escuchar los aullidos del joven. El informe policial concluyó que Mijail, perturbado por la muerte del doctor, le había diseccionado y había tratado de reconstruir su corazón utilizando un mecanismo de válvulas y engranajes. Mijail fue internado en el manicomio de Praga, de donde escapó dos años más tarde fingiéndose muerto. Cuando las autoridades acudieron al depósito de cadáveres a buscar su cuerpo, encontraron sólo una sábana blanca y mariposas negras volando a su alrededor.

Mijail llegó a Barcelona con las semillas de su locura y del mal que se le manifestaría años más tarde. Mostraba poco interés por las cosas materiales y por la compañía de la gente. Nunca se enorgulleció de la fortuna que amasó. Solía decir que nadie merece tener un céntimo más de lo que estaba dispuesto a ofrecer a quienes lo necesitan más que él. La noche que le conocí, Mijail me dijo que, por alguna razón, la vida suele brindarnos aquello que no buscamos en ella. A él le trajo fortuna, fama y poder. Su alma sólo ansiaba paz de espíritu, poder acallar las sombras que albergaba su corazón…»

«En los meses que siguieron al incidente en su estudio, Shelley, Luis y yo nos confabulamos para mantener a Mijail alejado de sus obsesiones y distraerle. No era tarea fácil. Mijail siempre sabía cuándo le mentíamos, aunque no lo dijese. Nos seguía la corriente, fingiendo docilidad y mostrando resignación respecto a su enfermedad… Cuando le miraba a los ojos, sin embargo, leía en ellos la negrura que estaba inundando su alma. Había dejado de confiar en nosotros. Las condiciones de miseria en que vivíamos empeoraron. Los bancos habían embargado nuestras cuentas y los bienes de la Velo-Granell habían sido confiscados por el gobierno. Sentís, que creía que sus manejos iban a convertirle en el dueño absoluto de la empresa, se encontró en la ruina. Cuanto obtuvo fue el antiguo piso de Mijail en la calle Princesa. Nosotros sólo pudimos conservar aquellas propiedades que Mijail había puesto a mi nombre: el Gran Teatro Real, esta tumba inservible en la que acabé refugiándome, y un invernadero junto a los ferrocarriles de Sarriá que Mijail había utilizado en el pasado como taller para sus experimentos personales.

Para comer, Luis se encargó de vender mis joyas y mis vestidos al mejor postor. Mi ajuar de novia, que nunca llegué a utilizar, se convirtió en nuestra manutención. Mijail y yo apenas hablábamos. Él vagaba por nuestra mansión como un espectro, cada vez más deformado. Sus manos eran incapaces de sostener un libro. Sus ojos leían con dificultad. Ya no le escuchaba llorar. Ahora simplemente se reía. Su risa amarga a medianoche me helaba la sangre. Con sus manos atrofiadas escribía en un cuaderno con letra ilegible páginas y páginas cuyo contenido desconocíamos. Cuando el doctor Shelley acudía a visitarle, Mijail se encerraba en su estudio y se negaba a salir hasta que su amigo se había marchado. Le confesé a Shelley mi temor de que Mijail estuviese pensando en quitarse la vida. Shelley me dijo que él temía algo peor. No supe o no quise entender a qué se refería.

Otra idea descabellada me rondaba la cabeza desde hacía tiempo. Creí ver en ella el modo de salvar a Mijail y nuestro matrimonio. Decidí tener un hijo. Estaba convencida de que, si conseguía darle un hijo, Mijail descubriría un motivo para seguir viviendo y para regresar a mi lado. Me dejé llevar por aquella ilusión. Todo mi cuerpo ardía en ansias de concebir aquella criatura de salvación y esperanza. Soñaba con la idea de criar a un pequeño Mijail, puro e inocente. Mi corazón anhelaba volver a tener otra versión de su padre, libre de todo mal. No podía dejar que Mijail sospechase lo que tramaba o se negaría en redondo. Bastante trabajo iba a costarme encontrar el momento de estar a solas con él. Como digo, hacía ya tiempo que Mijail me rehuía. Su deformidad le hacía sentirse incómodo en mi presencia. La enfermedad estaba empezando a afectarle el habla. Balbuceaba, lleno de rabia y vergüenza. Sólo podía ingerir líquidos. Mis esfuerzos por mostrar que su estado no me repelía, que nadie mejor que yo entendía y compartía su sufrimiento, sólo parecían empeorar la situación. Pero tuve paciencia y, por una vez en la vida, creí engañar a Mijail. Sólo me engañé a mí misma. Aquél fue el peor de mis errores.

Cuando anuncié a Mijail que íbamos a tener un hijo, su reacción me inspiró terror. Desapareció durante casi un mes. Luis le encontró en el viejo invernadero de Sarriá semanas más tarde, sin conocimiento. Había estado trabajando sin descanso. Había reconstruido su garganta y su boca. Su apariencia era monstruosa. Se había dotado de una voz profunda, metálica y malévola. Sus mandíbulas estaban marcadas con colmillos de metal. Su rostro era irreconocible excepto en los ojos. Bajo aquel horror, el alma del Mijail que yo amaba aún seguía quemándose en su propio infierno. Junto a su cuerpo, Luis encontró una serie de mecanismos y cientos de planos. Hice que Shelley les echase un vistazo mientras Mijail se recuperaba con un largo sueño del que no despertó en tres días. Las conclusiones del doctor fueron espeluznantes. Mijail había perdido completamente la razón. Estaba planeando reconstruir completamente su cuerpo antes de que la enfermedad le consumiese por completo. Le recluimos en lo alto de la torre, en una celda inexpugnable. Di a luz a nuestra hija mientras escuchaba los alaridos salvajes de mi marido, encerrado como una bestia. No compartí ni un día con ella. El doctor Shelley se hizo cargo de ella y juró criarla como a su propia hija. Se llamaría María y, al igual que yo, nunca llegó a conocer a su verdadera madre. La poca vida que me quedaba en el corazón partió con ella, pero yo sabía que no tenía elección. La tragedia inminente se respiraba en el aire. La podía sentir como un veneno. Sólo cabía esperar. Como siempre, el golpe final llegó desde donde menos lo esperábamos.»

«Benjamín Sentís, a quien la envidia y la codicia habían llevado a la ruina, había estado tramando su venganza. Ya en su día se había sospechado que fue él quien había ayudado a Sergei a escapar cuando me atacó en la catedral. Como en la oscura profecía de las gentes de los túneles, las manos que Mijail le había dado años atrás sólo habían servido para tejer el infortunio y la traición. La última noche de 1948 Benjamín Sentís regresó para asestar la puñalada definitiva a Mijail, a quien odiaba profundamente.

Durante aquellos años mis antiguos tutores, Sergei y Tatiana, habían estado viviendo en la clandestinidad. También ellos estaban ansiosos de venganza. La hora había llegado. Sentís sabía que la brigada de Florián planeaba hacer un registro en nuestra casa del parque Güell al día siguiente, en busca de las supuestas pruebas incriminatorias contra Mijail. Si ese registro llegaba a producirse, sus mentiras y sus engaños quedarían al descubierto. Poco antes de las doce, Sergei y Tatiana vaciaron varios bidones repletos de gasolina alrededor de nuestra vivienda. Sentís, siempre el cobarde en la sombra, vio prender las primeras llamas desde el coche y luego desapareció de allí.

Cuando desperté, el humo azul ascendía por las escalinatas. El fuego se esparció en cuestión de minutos. Luis me rescató y consiguió salvar nuestras vidas saltando desde el balcón al cobertizo de los garajes y, desde allí, al jardín. Cuando nos volvimos, las llamas envolvían completamente las dos primeras plantas y ascendían hacia el torreón, donde manteníamos encerrado a Mijail. Quise correr hacia las llamas para rescatarle, pero Luis, ignorando mis gritos y mis golpes, me retuvo en sus brazos. En ese instante descubrimos a Sergei y a Tatiana. Sergei reía como un demente. Tatiana temblaba en silencio, sus manos apestando a gasolina. Lo que sucedió después lo recuerdo como una visión arrancada de una pesadilla. Las llamas habían alcanzado la cima del torreón. Los ventanales estallaron en una lluvia de cristales. Súbitamente, una figura emergió entre el fuego. Creí ver un ángel negro precipitarse sobre los muros. Era Mijail. Reptaba como una araña sobre las paredes, a las que se aferraba con las garras de metal que se había construido. Se desplazaba a una velocidad espeluznante. Sergei y Tatiana lo contemplaban atónitos, sin comprender lo que estaban presenciando. La sombra se lanzó sobre ellos y, con una fuerza sobrehumana, los arrastró hacia el interior. Al verlos desaparecer en aquel infierno, perdí el sentido.

Luis me llevó al único refugio que nos quedaba, las ruinas del Gran Teatro Real. Éste ha sido nuestro hogar hasta hoy. Al día siguiente los diarios anunciaron la tragedia. Dos cuerpos habían sido encontrados abrazados en el desván, carbonizados. La policía dedujo que éramos Mijail y yo. Sólo nosotros sabíamos que en realidad se trataba de Sergei y Tatiana. Nunca se encontró un tercer cuerpo. Aquel mismo día Shelley y Luis acudieron al invernadero de Sarriá en busca de Mijail. No había rastro de él. La transformación estaba a punto de completarse. Shelley recogió todos sus papeles, sus planos y sus escritos para no dejar ninguna evidencia. Durante semanas los estudió, esperando encontrar en ellos la clave para localizar a Mijail. Sabíamos que estaba oculto en algún lugar de la ciudad, esperando, ultimando su transformación. Gracias a sus escritos, Shelley averiguó el plan de Mijail. Los diarios describían un suero desarrollado con la esencia de las mariposas que había criado durante años, el suero con el que había visto a Mijail resucitar el cadáver de una mujer en la fábrica de la Velo-Granell. Finalmente, comprendí lo que se proponía. Mijail se había retirado a morir. Necesitaba desprenderse de su último aliento de humanidad para poder cruzar al otro lado. Como la mariposa negra, su cuerpo se iba a enterrar para renacer de las tinieblas. Y cuando regresara, ya no lo haría como Mijail Kolvenik. Lo haría como una bestia.»

Sus palabras resonaron con el eco del Gran Teatro.

—Durante meses no tuvimos noticias de Mijail ni encontramos su escondite —continuó Eva Irinova—. En el fondo albergábamos la esperanza de que su plan fracasase. Estábamos equivocados. Un año después del incendio, dos inspectores acudieron a la Velo-Granell, alertados por un chivatazo anónimo. Por supuesto, Sentís otra vez. Al no haber tenido noticias de Sergei y Tatiana, sospechaba que Mijail seguía vivo. Las instalaciones de la fábrica estaban clausuradas y nadie tenía acceso a ellas. Los dos inspectores sorprendieron a un intruso en el interior. Dispararon y vaciaron sus cargadores sobre él, pero…

—Por eso nunca se encontraron balas —recordé las palabras de Florián—. El cuerpo de Kolvenik absorbió todos los impactos…

La anciana dama asintió.

—Los cuerpos de los policías fueron encontrados despedazados —dijo—. Nadie se explicaba lo que había sucedido. Excepto Shelley, Luis y yo. Mijail había regresado. En los días siguientes, todos los miembros del antiguo comité de dirección de la Velo-Granell que le habían traicionado encontraron la muerte en circunstancias poco claras. Sospechábamos que Mijail se ocultaba en las alcantarillas y utilizaba sus túneles para desplazarse por la ciudad. No era un mundo desconocido para él. Sólo quedaba un interrogante. ¿Por qué motivo había acudido a la fábrica? Una vez más, sus cuadernos de trabajo nos dieron la respuesta: el suero. Necesitaba inyectarse el suero para mantenerse vivo. Las reservas del torreón habían sido destruidas y las que conservaba en el invernadero sin duda se le habían agotado. El doctor Shelley sobornó a un oficial de la policía para poder entrar en la fábrica. Allí encontramos un armario con los dos últimos frascos de suero.

Shelley guardó uno en secreto. Después de una vida entera combatiendo la enfermedad, la muerte y el dolor, no era capaz de destruir aquel suero. Necesitaba estudiarlo, desvelar sus secretos… Al analizarlo, consiguió sintetizar un compuesto a base de mercurio con el que pretendía neutralizar su poder. Impregnó doce balas de plata con ese compuesto y las guardó, esperando no tener que emplearlas jamás.

Comprendí que aquéllas eran las balas que Shelley entregó a Luis Claret. Yo seguía vivo gracias a ellas.

—¿Y Mijail? —preguntó Marina—. Sin el suero…

—Encontramos su cadáver en una alcantarilla bajo el Barrio Gótico —dijo Eva Irinova—. Lo que quedaba de él, pues se había convertido en un engendro infernal que hedía a la carroña putrefacta con la que se había construido…

La anciana alzó la vista hacia su viejo amigo Luis. El chófer tomó la palabra y completó la historia.

—Enterramos el cuerpo en el cementerio de Sarriá, en una tumba sin nombre —explicó—. Oficialmente, el señor Kolvenik había muerto un año atrás. No podíamos desvelar la verdad. Si Sentís descubría que la señora seguía viva, no descansaría hasta destruirla también. Nos condenamos a nosotros mismos a una vida secreta en este lugar…

—Durante años, creí que Mijail descansaba en paz. Acudía allí el último domingo de cada mes, como el día en que le conocí, para visitarle y recordarle que pronto, muy pronto, volveríamos a reunirnos… Vivíamos en un mundo de recuerdos y, sin embargo, nos olvidamos de algo esencial…

—¿De qué? —pregunté.

—De María, nuestra hija.

Marina y yo intercambiamos una mirada. Recordé que Shelley había tirado la fotografía que le habíamos mostrado a las llamas. La niña que aparecía en aquella imagen era María Shelley.

Al llevarnos el álbum del invernadero, habíamos robado a Mijail Kolvenik el único recuerdo que tenía de la hija que no había llegado a conocer.

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