Marina

Marina


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Era un domingo brumoso. Las sombras de los árboles, con sus ramas secas, dibujaban figuras esqueléticas. Las campanas de la iglesia marcaron el compás de mis pasos. Me detuve frente a la verja que me impedía la entrada. Advertí, sin embargo, marcas de neumáticos sobre la hojarasca y me pregunté si Germán habría vuelto a sacar su viejo Tucker del garaje. Me colé como un ladrón saltando la verja y me adentré en el jardín.

La silueta del caserón se alzaba en completo silencio, más oscura y desolada que nunca. Entre la maleza distinguí la bicicleta de Marina, caída como un animal herido. La cadena estaba oxidada, el manillar carcomido por la humedad. Contemplé aquel escenario y tuve la impresión de que estaba frente a una ruina donde no vivían más que viejos muebles y ecos invisibles.

—¿Marina? —llamé.

El viento se llevó mi voz. Rodeé la casa buscando la puerta trasera que comunicaba con la cocina. Estaba abierta. La mesa, vacía y cubierta por una capa de polvo. Me adentré en las habitaciones. Silencio. Llegué al gran salón de los cuadros. La madre de Marina me miraba desde todos ellos, pero para mí eran los ojos de Marina… Fue entonces cuando escuché un llanto a mi espalda.

Germán estaba acurrucado en una de las butacas, inmóvil como una estatua, tan sólo las lágrimas persistían en su movimiento. Nunca había visto a un hombre de su edad llorar así. Me heló la sangre. La vista perdida en los retratos. Estaba pálido. Demacrado. Había envejecido desde que le había visto por última vez. Vestía uno de los trajes de gala que yo recordaba, pero arrugado y sucio. Me pregunté cuántos días llevaría así. Cuántos días en aquel sillón.

Me arrodillé frente a él y le palmeé la mano.

—Germán…

Su mano estaba tan fría que me asustó. Súbitamente, el pintor se abrazó a mí, temblando como un niño. Sentí que se me secaba la boca. Le abracé a mi vez y le sostuve mientras lloraba en mi hombro. Temí entonces que los médicos le hubiesen anunciado lo peor, que la esperanza de aquellos meses se hubiese desvanecido y le dejé desahogarse mientras me preguntaba dónde estaría Marina, por qué no estaba allí con Germán…

Entonces, el anciano alzó la vista. Me bastó con mirarle a los ojos para comprender la verdad. Lo entendí con la brutal claridad con la que se desvanecen los sueños. Como un puñal frío y envenenado que se te clava en el alma sin remedio.

—¿Dónde está Marina? —pregunté, casi balbuceando.

Germán no consiguió articular una palabra. No hacía falta. Supe por sus ojos que las visitas de Germán al hospital de San Pablo eran falsas. Supe que el doctor de la Paz nunca había visitado al pintor. Supe que la alegría y la esperanza de Germán al regresar de Madrid nada tenían que ver con él. Marina me había engañado desde el principio.

—El mal que se llevó a su madre… —murmuró Germán— se la lleva, amigo Óscar, se lleva a mi Marina…

Sentí que los párpados se me cerraban como losas y que, lentamente, el mundo se deshacía a mi alrededor. Germán me abrazó de nuevo y allí, en aquella sala desolada de un viejo caserón, lloré con él como un pobre imbécil mientras la lluvia empezaba a caer sobre Barcelona.

Desde el taxi, el hospital de San Pablo me pareció una ciudad suspendida en las nubes, todo torres afiladas y cúpulas imposibles. Germán se había enfundado un traje limpio y viajaba junto a mí en silencio. Yo sostenía un paquete envuelto en el papel de regalo más reluciente que había podido encontrar. Al llegar, el médico que atendía a Marina, un tal Damián Rojas, me observó de arriba abajo y me dio una serie de instrucciones. No debía cansar a Marina. Debía mostrarme positivo y optimista. Era ella quien necesitaba mi ayuda y no a la inversa. No acudía allí a llorar ni a lamentarme. Iba a ayudarla. Si era incapaz de seguir estas normas, más valía que no me molestase en volver. Damián Rojas era un médico joven y la bata aún le olía a facultad. Su tono era severo e impaciente y gastó muy poca cortesía conmigo. En otras circunstancias le habría tomado por un cretino arrogante, pero algo en él me decía que todavía no había aprendido a aislarse del dolor de sus pacientes y que aquella actitud era su modo de sobrevivir.

Subimos a la cuarta planta y caminamos por un largo pasillo que parecía no tener fin. Olía a hospital, una mezcla de enfermedad, desinfectante y ambientador. El poco valor que me quedaba en el cuerpo se me escapó en una exhalación tan pronto puse un pie en aquel ala del edificio. Germán entró primero en la habitación. Me pidió que esperase fuera mientras anunciaba a Marina mi visita. Intuía que Marina preferiría que yo no la viese allí.

—Deje que yo hable primero con ella, Óscar…

Aguardé. El corredor era una galería infinita de puertas y voces perdidas. Rostros cargados de dolor y pérdida se cruzaban en silencio. Me repetí una y otra vez las instrucciones del doctor Rojas. Había venido a ayudar. Finalmente, Germán se asomó a la puerta y asintió. Tragué saliva y entré. Germán se quedó fuera.

La habitación era un largo rectángulo donde la luz se evaporaba antes de tocar el suelo. Desde los ventanales, la avenida de Gaudí se extendía hacia el infinito. Las torres del templo de la Sagrada Familia cortaban el cielo en dos. Había cuatro camas separadas por ásperas cortinas. A través de ellas uno podía ver las siluetas de los otros visitantes, igual que en un espectáculo de sombras chinescas. Marina ocupaba la última cama a la derecha, junto a la ventana.

Sostener su mirada en aquellos primeros momentos fue lo más difícil. Le habían cortado el pelo como a un muchacho. Sin su larga cabellera, Marina me pareció humillada, desnuda. Me mordí la lengua con fuerza para conjurar las lágrimas que me ascendían del alma.

—Me lo tuvieron que cortar… —dijo, adivina—. Por las pruebas.

Vi que tenía marcas en el cuello y en la nuca que dolían con sólo mirar. Traté de sonreír y le tendí el paquete.

—A mí me gusta —comenté como saludo.

Aceptó el paquete y lo dejó en su regazo. Me acerqué y me senté junto a ella en silencio. Me tomó la mano y me la apretó con fuerza. Había perdido peso. Se le podían leer las costillas bajo un camisón blanco de hospital. Dos círculos oscuros se dibujaban bajo sus ojos. Sus labios eran dos líneas finas y resecas. Sus ojos color ceniza ya no brillaban. Con manos inseguras abrió el paquete y extrajo el libro del interior. Lo hojeó y alzó la mirada, intrigada.

—Todas las páginas están en blanco…

—De momento —repliqué yo—. Tenemos una buena historia que contar, y lo mío son los ladrillos.

Apretó el libro contra su pecho.

—¿Cómo ves a Germán? —me preguntó.

—Bien —mentí—. Cansado, pero bien.

—Y tú, ¿cómo estás?

—¿Yo?

—No, yo. ¿Quién va a ser?

—Yo estoy bien.

—Ya, sobre todo después de la arenga del sargento Rojas…

Enarqué las cejas como si no tuviese la menor idea de lo que me estaba hablando.

—Te he echado de menos —dijo.

—Yo también.

Nuestras palabras se quedaron suspendidas en el aire. Durante un largo instante nos miramos en silencio. Vi cómo la fachada de Marina se iba desmoronando.

—Tienes derecho a odiarme —dijo entonces.

—¿Odiarte? ¿Por qué iba a odiarte?

—Te mentí —dijo Marina—. Cuando viniste a devolver el reloj de Germán, ya sabía que estaba enferma. Fui egoísta, quise tener un amigo… y creo que nos perdimos por el camino.

Desvié la mirada a la ventana.

—No, no te odio.

Me apretó la mano de nuevo. Marina se incorporó y me abrazó.

—Gracias por ser el mejor amigo que nunca he tenido —susurró a mi oído.

Sentí que se me cortaba la respiración. Quise salir corriendo de allí. Marina me apretó con fuerza y recé pidiendo que no se diese cuenta de que estaba llorando. El doctor Rojas me iba a quitar el carné.

—Si me odias sólo un poco, el doctor Rojas no se molestará —dijo entonces—. Seguro que va bien para los glóbulos blancos o algo así.

—Entonces sólo un poco.

—Gracias.

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