Marina

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En las semanas que siguieron Germán Blau se convirtió en mi mejor amigo. Tan pronto acababan las clases en el internado a las cinco y media de la tarde, corría a reunirme con el viejo pintor. Tomábamos un taxi hasta el hospital y pasábamos la tarde con Marina hasta que las enfermeras nos echaban de allí. En aquellos paseos desde Sarriá a la avenida de Gaudí aprendí que Barcelona puede ser la ciudad más triste del mundo en invierno. Las historias de Germán y sus recuerdos pasaron a ser los míos.

En las largas esperas en los pasillos desolados del hospital, Germán me confesó intimidades que no había compartido con nadie más que con su esposa. Me habló de sus años con su maestro Salvat, de su matrimonio y de cómo sólo la compañía de Marina le había permitido sobrevivir a la pérdida de su mujer. Me habló de sus dudas y de sus miedos, de cómo toda una vida le había enseñado que cuanto tenía por cierto era una simple ilusión y que había demasiadas lecciones que no valía la pena aprender. También yo hablé con él sin trabas por primera vez, le hablé de Marina, de mis sueños como futuro arquitecto, en unos días en los que había dejado de creer en el futuro. Le hablé de mi soledad y de cómo hasta encontrarlos a ellos había tenido la sensación de estar perdido en el mundo por casualidad. Le hablé de mi temor a volver a estarlo si los perdía. Germán me escuchaba y me entendía. Sabía que mis palabras no eran más que un intento por aclarar mis propios sentimientos y me dejaba hacer.

Guardo un recuerdo especial de Germán Blau y de los días que compartimos en su casa y en los pasillos del hospital. Ambos sabíamos que sólo nos unía Marina y que, en otras circunstancias, jamás hubiésemos llegado a cruzar una palabra. Siempre creí que Marina llegó a ser quien era gracias a él y no me cabe duda de que lo poco que yo soy se lo debo también a él más de lo que me gusta admitir. Conservo sus consejos y sus palabras guardados bajo llave en el cofre de mi memoria, convencido de que algún día me servirán para responder a mis propios miedos y a mis propias dudas.

Aquel mes de marzo llovió casi todos los días. Marina escribía la historia de Kolvenik y Eva Irinova en el libro que le había regalado mientras decenas de médicos y auxiliares iban y venían con pruebas, análisis y más pruebas y más análisis. Fue por entonces cuando recordé la promesa que le había hecho a Marina en una ocasión, en el funicular de Vallvidrera, y empecé a trabajar en la catedral. Su catedral. Conseguí un libro en la biblioteca del internado sobre la catedral de Chartres y empecé a dibujar las piezas del modelo que pensaba construir. Primero las recorté en cartulina. Después de mil intentos que casi me convencieron de que jamás sería capaz de diseñar una simple cabina de teléfonos, encargué a un carpintero de la calle Margenat que recortase mis piezas sobre láminas de madera.

—¿Qué es lo que estás construyendo, muchacho? —me preguntaba, intrigado—. ¿Un radiador?

—Una catedral.

Marina me observaba con curiosidad mientras erigía su pequeña catedral en la repisa de la ventana. A veces, hacía bromas que no me dejaban dormir durante días.

—¿No te estás dando mucha prisa, Óscar? —preguntaba—. Es como si esperases que me fuese a morir mañana.

Mi catedral pronto empezó a hacerse popular entre los otros pacientes de la habitación y sus visitantes. Doña Carmen, una sevillana de ochenta y cuatro años que ocupaba la cama de al lado me lanzaba miradas de escepticismo. Tenía una fuerza de carácter capaz de reventar ejércitos y un trasero del tamaño de un seiscientos. Llevaba al personal del hospital a golpe de pito. Había sido estraperlista, cupletera,

bailaora, contrabandista, cocinera, estanquera y Dios sabe qué más. Había enterrado dos maridos y tres hijos. Una veintena de nietos, sobrinos y demás parientes acudían a verla y a adorarla. Ella los ponía a raya diciendo que las pamplinas eran para los bobos. A mí siempre me pareció que doña Carmen se había equivocado de siglo y que, de haber estado ella allí, Napoleón no habría pasado de los Pirineos. Todos los presentes, excepto la diabetes, éramos de la misma opinión.

En el otro lado de la habitación estaba Isabel Llorente, una dama con aire de maniquí que hablaba en susurros y que parecía escapada de una revista de modas de antes de la guerra. Se pasaba el día maquillándose y mirándose en un pequeño espejo ajustándose la peluca. La quimioterapia la había dejado como una bola de billar, pero ella estaba convencida de que nadie lo sabía. Me enteré de que había sido

Miss Barcelona en 1934 y la querida de un alcalde de la ciudad. Siempre nos hablaba de un romance con un formidable espía que en cualquier momento volvería a rescatarla de aquel horrible lugar donde la habían confinado. Doña Carmen ponía los ojos en blanco cada vez que la oía. Nunca la visitaba nadie y bastaba con decirle lo guapa que estaba para que sonriese una semana. Una tarde de jueves a finales de marzo llegamos a la habitación y encontramos su cama vacía. Isabel Llorente había fallecido aquella mañana, sin darle tiempo a su galán a que la rescatase.

La otra paciente de la habitación era Valeria Astor, una niña de nueve años que respiraba gracias a una traqueotomía. Siempre me sonreía al entrar. Su madre pasaba todas las horas que le permitían a su lado y, cuando no la dejaban, dormía en los pasillos. Cada día envejecía un mes. Valeria siempre me preguntaba si mi amiga era escritora y yo le decía que sí, y que además era famosa. Una vez me preguntó —nunca sabré por qué— si yo era policía. Marina solía contarle historias que se inventaba sobre la marcha. Sus favoritas eran las de fantasmas, princesas y locomotoras, por este orden. Doña Carmen escuchaba las historias de Marina y se reía de buena gana. La madre de Valeria, una mujer consumida y sencilla hasta la desesperación de cuyo nombre nunca conseguí acordarme, tejió un chal de lana para Marina en agradecimiento.

El doctor Damián Rojas pasaba varias veces al día por allí. Con el tiempo, aquel médico llegó a caerme simpático. Descubrí que había sido alumno de mi internado años atrás y que había estado a punto de entrar como seminarista. Tenía una novia deslumbrante que se llamaba Lulú. Lulú lucía una colección de minifaldas y medias de seda negras que quitaban el aliento. Le visitaba todos los sábados y a menudo pasaba a saludarnos y a preguntar si el bruto de su novio se portaba bien. Yo siempre me ponía colorado como un pimiento cuando Lulú me dirigía la palabra. Marina me tomaba el pelo y solía decir que, si la miraba tanto, se me pondría cara de liguero. Lulú y el doctor Rojas se casaron en abril. Cuando el médico volvió de su breve luna de miel en Menorca una semana más tarde, estaba como un fideo. Las enfermeras se partían de risa con sólo mirarle.

Durante unos meses ése fue mi mundo. Las clases del internado eran un interludio que pasaba en blanco. Rojas se mostraba optimista sobre el estado de Marina. Decía que era fuerte, joven, y que el tratamiento estaba dando resultado. Germán y yo no sabíamos cómo agradecérselo. Le regalábamos puros, corbatas, libros y hasta una pluma Mont Blanc. Él protestaba y argumentaba que únicamente hacía su trabajo, pero a ambos nos constaba que metía más horas que ningún otro médico en la planta.

A finales de abril Marina ganó un poco de peso y de color. Dábamos pequeños paseos por el corredor y, cuando el frío empezó a emigrar, salíamos un rato al claustro del hospital. Marina seguía escribiendo en el libro que le había regalado, aunque no me dejaba leer ni una línea.

—¿Por dónde vas? —preguntaba yo.

—Es una pregunta tonta.

—Los tontos hacen preguntas tontas. Los listos las responden. ¿Por dónde vas?

Nunca me lo decía. Intuía que escribir la historia que habíamos vivido juntos tenía un significado especial para ella. En uno de nuestros paseos por el claustro me dijo algo que me puso la piel de gallina.

—Prométeme que, si me pasa cualquier cosa, acabarás tú la historia.

—La acabarás tú —repliqué yo— y además me la tendrás que dedicar.

Mientras tanto la pequeña catedral de madera crecía y, aunque doña Carmen decía que le recordaba al incinerador de basuras de San Adrián del Besós, para entonces la aguja de la bóveda se perfilaba perfectamente. Germán y yo empezamos a hacer planes para llevar a Marina de excursión a su lugar favorito, aquella playa secreta entre Tossa y Sant Feliu de Guíxols, tan pronto pudiera salir de allí. El doctor Rojas, siempre prudente, nos dio como fecha aproximada mediados de mayo.

En aquellas semanas aprendí que se puede vivir de esperanza y poco más.

El doctor Rojas era partidario de que Marina pasara el mayor tiempo posible andando y haciendo ejercicio por el recinto del hospital.

—Arreglarse un poco le vendrá bien —dijo.

Desde que estaba casado, Rojas se había convertido en un experto en cuestiones femeninas, o eso creía él. Un sábado me envió con su esposa Lulú a comprar una bata de seda para Marina. Era un regalo y la pagó de su propio bolsillo. Acompañé a Lulú a una tienda de lencería en la Rambla de Cataluña, junto al cine Alexandra. Las dependientas la conocían. Seguí a Lulú por toda la tienda, observándola calibrar un sinfín de ingenios de corsetería que le ponían a uno la imaginación a cien. Aquello era infinitamente más estimulante que el ajedrez.

—¿Le gustará esto a tu novia? —me preguntaba Lulú, relamiéndose aquellos labios encendidos de carmín.

No le dije que Marina no era mi novia. Me enorgullecía que alguien pudiera creer que lo era. Además, la experiencia de comprar ropa interior de mujer con Lulú resultó ser tan embriagadora que me limité a asentir a todo como un bobo. Cuando se lo expliqué a Germán, se rió de buena gana y me confesó que él también encontraba a la esposa del doctor altamente peligrosa para la salud. Era la primera vez en meses que le veía reír.

Una mañana de sábado, mientras nos preparábamos para ir al hospital, Germán me pidió que subiera a la habitación de Marina a ver si era capaz de encontrar un frasco de su perfume favorito. Mientras buscaba en los cajones de la cómoda, encontré una cuartilla de papel doblada en el fondo. La abrí y reconocí la caligrafía de Marina al instante. Hablaba de mí. Estaba llena de tachaduras y párrafos borrados. Sólo habían sobrevivido estas líneas:

Mi amigo Óscar es uno de esos príncipes sin reino que corren por ahí esperando que los beses para transformarse en sapo. Lo entiende todo al revés y por eso me gusta tanto. La gente que piensa que lo entiende todo a derechas hace las cosas a izquierdas, y eso, viniendo de una zurda, lo dice todo. Me mira y se cree que no le veo. Imagina que me evaporaré si me toca y que, si no lo hace, se va a evaporar él. Me tiene en un pedestal tan alto que no sabe cómo subirse. Piensa que mis labios son la puerta del paraíso, pero no sabe que están envenenados. Yo soy tan cobarde que, por no perderle, no se lo digo. Finjo que no le veo y que sí, que me voy a evaporar…

Mi amigo Óscar es uno de esos príncipes que harían bien manteniéndose alejados de los cuentos y de las princesas que los habitan. No sabe que es el príncipe azul quien tiene que besar a la bella durmiente para que despierte de su sueño eterno, pero eso es porque Óscar ignora que todos los cuentos son mentiras, aunque no todas las mentiras son cuentos. Los príncipes no son azules y las durmientes, aunque sean bellas, nunca despiertan de su sueño. Es el mejor amigo que nunca he tenido y, si algún día me tropiezo con Merlín, le daré las gracias por haberlo cruzado en mi camino.

Guardé la cuartilla y bajé a reunirme con Germán. Se había colocado un corbatín especial y estaba más animado que nunca. Me sonrió y le devolví la sonrisa. Aquel día durante el camino en taxi resplandecía el sol. Barcelona vestía galas que embobaban a turistas y nubes, y también ellas se paraban a mirarla. Nada de eso consiguió borrar la inquietud que aquellas líneas habían clavado en mi mente. Era el primer día de mayo de 1980.

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