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—Para serle franco, solo pisé la casa de Joanna dos veces en mi vida, en un par de cenas que organizó para celebrar algún éxito del despacho. No vi nada extraño en la relación con su familia o con sus hijos, todo me pareció bastante normal.

—¿Qué opina del juez Cummings?

—Para serle franco, no tengo una opinión definida, prácticamente no he tratado con él. Me pareció siempre un hombre muy hermético, un tanto reservado y de pocas palabras. Es bastante distinto a Joanna, en todos los sentidos.

—¿A qué se refiere exactamente?

—El juez Cummings es un hombre muy… distante. Orgulloso. Siempre te mira por encima del hombro. Joanna era completamente distinta, una mujer muy humana y cercana.

—¿Y su hijo, John Cummings?

—Con él si hemos tratado mas, venia por aquí de cuando en cuando a visitar a su madre y de hecho le hemos seguido llevando sus temas, aun después de la salida de Joanna de la firma. Me parece un hombre solvente, serio y riguroso, un tipo de fiar.

—¿La muerte de Joanna Makenzie significa algún cambio en el acuerdo que alcanzaron cuando les vendió las acciones de la firma? Me decía usted antes que aún conservaba una participación en los beneficios anuales del despacho.

—En principio ninguno en absoluto. A partir de ahora esos beneficios se le abonarán puntualmente a sus herederos, lógicamente, pero nada más.

—¿Estamos hablando de una cantidad importante de dinero?

—Bueno, por razones de confidencialidad no puedo hablarle de cifras exactas, pero digamos que… bueno, no es una cifra desdeñable. Serán unos ingresos extras sustanciales para sus hijos. Como antes le decía, afortunadamente el despacho va bien y la cuenta anual de de resultados arroja saldos consecuentes a dicha situación.

—¿Conoce las finanzas de los hijos de Joanna? Antes me comentó que John tiene aquí en el despacho sus asuntos…

— Si me lo permite, debo de acogerme a la privacidad de la relación abogado-cliente que establece nuestra legislación para no contestarle a esa pregunta.

—No pretendo conocer saldos bancarios o patrimonio concreto, simplemente una visión general de su estado financiero…

—Me remito a mi respuesta anterior detective Conway. ¿Alguna cosa más?—dijo mirando su reloj para marcar su deseo de terminar con la reunión—. Lo siento, pero tengo ahora otra cita…

—Si, lo entiendo perfectamente. Ha sido usted muy amable Señor Morton.

—De nada, ha sido un placer. Cualquier cuestión que pueda necesitar de nosotros no dude en llamarme. Somos los primeros interesados en que éste desgraciado asunto se aclare cuanto antes—dijo poniéndose en pie, dando por concluido nuestro encuentro—.

—Le dejo una tarjeta con mis datos—dije entregándole una—. Por favor, si recuerda algo que pudiera sernos de ayuda en la investigación póngase en contacto conmigo.

—Por supuesto, cuente con ello—contestó acompañándome a la salida de su despacho—.

—Por cierto, una última pregunta—dije poniendo la misma cara de inocente que Nemo buscando a su padre—. ¿Sabe usted si Joanna Makenzie tenía algún amante?

— ¿Por… por qué me lo pregunta?—contestó encajando bien el golpe como buen abogado—.

—¿Por qué me contesta a una pregunta con otra pregunta?—le dije mirándole a los ojos fijamente sin perderle de vista—.

—Que yo… que yo sepa no, Joanna no tenía ningún amante. Y, para serle sincero, tampoco me cuadraría mucho que lo tuviera.

—Muchas gracias por todo Señor Morton. Tal vez tenga que volver a molestarle en unos días.

Salí de aquel despacho pisando la moqueta de cinco centímetros de grosor que tapizaba el suelo de aquellas inmensas oficinas y me despedí amablemente de la recepcionista que me había atendido. Para mi sorpresa me guiñó un ojo a modo de despedida y debo confesar que me puse algo colorado sin saber muy bien como reaccionar. Siempre me han dado mucho miedo las mujeres.

 

11

 

 

 

 

 

Al salir de Flint, Morton & Makenzie miré la hora en mi reloj. Eran cerca de las ocho de la tarde. Supuse que el vigilante nocturno de "Mount Golf Green", la urbanización del juez Cummings, ya se habría incorporado a su puesto de trabajo, por lo que cogí el Wrangler y me puse en marcha para allá. Bajé por la 47 hasta la Octava, giré a la derecha cruzando el Puente de Brooklyn, y a la altura de Anchorage enfile la A-278 directo hasta Bergen County. En poco más de media hora estaba allí. Tal y como me esperaba, diez o doce periodistas acompañados de sus respectivas cámaras de televisión hacían guardia en la puerta a la caza de las últimas novedades sobre lo que la prensa ya había bautizado definitivamente como "Makenziegate". Aparqué en la puerta de la urbanización y me dirigí a la garita de vigilancia de la entrada intentando sortear a toda aquella gente. Fue imposible, tengo pinta de poli y a pesar de haber llegado vestido de paisano en mi coche particular, aquella horda de periodistas se abalanzó sobre mí de forma despiadada.

—¡¡Agente, agente, ¿hay novedades?!!

—¿¿Se sabe ya quién es el asesino??

—¿Es usted el detective encargado del caso? ¿Nos podría hacer unas declaraciones?

—¿Habrá una rueda de prensa en los próximos días?

Conseguí quitarme a todos aquellos periodistas de en medio como buenamente pude y llegué hasta la puerta de acceso de vehículos. El vigilante me reconoció inmediatamente y salió a abrirme rápidamente.

—Muchas gracias ¿Se acuerda usted de mí, amigo?

—Sí, señor, perfectamente. Siento lo de la prensa, llevan aquí dos días de guardia, mañana, tarde y noche. ¿En qué puedo ayudarle? Ya estuve ayer en comisaría prestando declaración con su ayudante, el agente Alex Reynolds, ¿hay algún problema?

—En principio no, sólo quería confirmar con usted algunos puntos de su declaración.

—Si, si claro, por supuesto—contestó bastante nervioso acompañándome hasta la garita de vigilancia—dígame.

—Veamos. ¿Está usted completamente seguro de que sólo salió un vecino de la urbanización después de Mary Peet, la nuera de la Señora Makenzie?

—Completamente seguro, ya se lo dije ayer al agente Reynolds en la comisaría y esta mañana, cuando ha venido aquí a interrogar a todos los vecinos. Sólo salió un vecino que trabaja en el aeropuerto de noche y se marcha todos los días a esa hora.

—Ok. ¿Está usted completamente seguro de la hora a la que abandonó la urbanización la Señora Peet?

—Absolutamente. Tuvo que ser sobre las diez y diez o diez y cuarto de la noche, señor. Lo recuerdo perfectamente porque acababa de oír las noticias de las diez en la radio.

—¿Lleva usted mucho tiempo trabajando aquí? ¿Conoce bien a todos los vecinos?

—Llevo aquí cuatro años, detective. Y sí, conozco bien a todos los vecinos.

—¿Aun trabajando de noche? Me imagino que a esas horas hay poco movimiento…

—Me pasé al turno de noche porque se gana algo más de dinero, pero antes trabajaba de día y trataba a diario con todos ellos.

—Ya. Otra cosa. La Señora Makenzie y su marido, el juez Cummings, ¿recibían muchas visitas en casa?

—No señor, prácticamente ninguna.

—¿Nunca venía nadie? Me parece muy extraño…

—Alguna vez venía alguien a verles, pero salvo su familia o el Doctor Porter y su esposa que son muy amigos de la familia, rara era la vez que recibían alguna visita. Si quiere puedo mirar los registros, anotamos la matricula de todos los coches que entran y salen cuando los vecinos reciben invitados.

—No gracias, no es necesario de momento. ¿Hacían vida normal? Me refiero a que si vio usted algo raro en sus hábitos o comportamiento. Puede usted hablar con franqueza, cualquier cosa que me cuente quedará entre nosotros.

—Nunca vi nada extraño, señor. Por lo general todos sus días eran iguales. El juez se marchaba a trabajar muy temprano, sobre las seis de la mañana. La Señora Makenzie también se marchaba muy pronto, sobre las siete de la mañana.

—¿Incluso estando ya retirada?

—No, cuando dejó de trabajar no salía tan pronto, pero todos los días seguía la misma rutina. A eso de las ocho de la mañana salía en chándal de su casa, se pasaba por aquí a recoger el correo y después salía caminando de la urbanización, supongo que a dar un paseo o hacer un poco de ejercicio. Regresaba un par de horas después y se metía en casa. Raro era el día que salía después por la tarde.

—¿Recibían mucho correo? ¿Alguna carta extraña o que le llamara la atención?

—No señor. Nunca vi nada extraño en su correo, todo normal.

—¿Salían mucho de noche juntos el juez Cummings y John, su hijo? Supongo que usted les vería cuando regresaban a casa por la noche.

—La verdad es que no, la salida nocturna del otro día fue absolutamente excepcional, no recuerdo ningún precedente. Por lo general el juez suele llegar a casa pronto, a eso de las seis de la tarde, y ya no suele salir más. Ya le digo, es una familia muy normal, con una vida muy ordenada.

—¿Tenían la Señora Makenzie o su marido relaciones con otros vecinos?

— Muy escasa, por no decir ninguna. Algún escueto saludo cuando se cruzaban con algún vecino por la urbanización, pero poco más, hacían una vida muy independiente.

—¿Escuchó usted alguna vez algún tipo de discusión entre ellos o con sus hijos?

—Jamás, detective. Jamás.

—¿Alguna vez le comentó algún vecino algún tipo de queja sobre ellos o que hubiera escuchado voces o discusiones en la casa?

—Nunca. Nunca nadie me comento nada de nada de esa familia señor.

—¡¡La madre que me parió!! ¿Joder, que son la familia perfecta? ¿Nunca nadie en cuatro años le ha dado ninguna queja, ni le ha contado ningún chismorreo, ni ha visto usted nada anormal o que le llamara la atención de esa puta familia? ¿eh?

—Pues, pues no señor, lo siento, le estoy diciendo la verdad, se lo juro…

—Me cago en mis muertos… Perdóneme por gritarle amigo, estoy un poco desquiciado con este asunto.

—Yo le juro que le estoy diciendo la verdad, se lo juro detective…

—Que si hombre que sí, que le creo. Le pido perdón de nuevo. Es que la vida absolutamente perfecta de esta familia no nos ayuda precisamente en la investigación. Le agradezco mucho su colaboración, de verdad. ¿Sabe usted si está el juez en casa?

—Si, si está. No ha salido desde….desde lo de su mujer. Volvió ayer del hospital y lleva ahí metido todo el día el pobre hombre.

—Es normal, ya se le pasará, ahora tiene que vivir el duelo. Voy a acercarme por su casa. Muchas gracias de nuevo por su colaboración.

—De nada, detective, lo que necesite, ya sabe, aquí me tiene.

Salí de la garita de vigilancia y dirigí mis pasos hacia la casa de la familia Cummings. Los Cummings, esa familia tan asquerosamente perfecta que estaba empezando a desquiciarme con su aburrida y ordenada vida y que me iba a volver completamente loco.

 

12

 

 

 

 

 

Llamé al timbre un par de veces. Finalmente escuché unos pasos al otro lado de la puerta y me abrió una mujer latina entrada en carnes de unos cincuenta años y el mismo color de piel que traje aquel año después de un mes de vacaciones en Santo Domingo.

—¿Qué desea?—me preguntó con un fuerte acento mexicano

—Buenas noches. Detective Bob Conway, de la policía de Nueva York. Por favor quería ver al juez Cummings.

—En este momento está descansando, señor. Si quiere puedo avisar a su hijo, que está en el salón.

—Se lo agradecería mucho…

—Claro—contestó muy alegre—. Pase por favor.

Esperé un par de minutos en el recibidor, mientras escuchaba a la amble empleada de servicio avisar a John Cummings de mi inesperada visita. Le oí quejarse por las horas intempestivas, pero cuando salió a recibirme disimulo su enfado a la perfección y me saludó con una ligera sonrisa.

—Buenas noches, detective…

—Conway. Bob Conway. Le agradecería que intentara recordarlo para la próxima vez, es un poco desagradable tener que presentarse constantemente. ¿Me entiende?

—Sí, claro… disculpe—contestó un poco alucinado por el rapapolvo—. ¿Ha averiguado usted algo Señor Conway?

—¿Cómo está su padre?—pregunté ignorando por completo su pregunta—.

—Acabo de llegar. Al parecer está algo más tranquilo. Ahora está intentando dormir, no se levanta de la cama y se niega a comer. Empiezo a estar seriamente preocupado. Pase por favor—dijo acompañándome hasta el salón—. Siéntese,  ¿quiere tomar algo?

—No, se lo agradezco mucho ¿Le está viendo el doctor Porter?

—Sí, he hablado esta tarde con él, le ha estado viendo esta mañana. Dice que si no reacciona en un par de días habrá que ingresarle de nuevo, no puede estar solo a base de agua. Nos tememos que haya entrado en una depresión aguda.

—Lo lamento. ¿Va a pasar la noche con él?

—Me resulta imposible, mañana tengo una reunión importante en Washington y necesito estar fresco. Pero no se quedará solo, Juanita sabe llevarle bien—dijo señalando con la cabeza hacia la cocina, donde se encontraba la empleada recogiendo los cacharros de la cena—.

—¿Ha comentado algo sobre el asesinato? ¿Alguna sospecha sobre alguien? ¿Algún dato que nos pueda ayudar?

—Nada en absoluto. Prácticamente no habla, se limita a decir monosílabos cuando le pregunto algo.

—Me gustaría hablar con él en algún momento…

—Si quiere lo intentamos ahora, aunque ya le digo que está como un zombi y se niega a pronunciar palabra.

—Tal vez le venga bien algo de conversación. Cuanto antes tratemos el asunto, antes comenzará a remontar, créame.

—Bueno, supongo que tiene usted más experiencia que yo en estas cosas. Déjeme que suba a verle y ahora le cuento.

John Cummings subió las escaleras en busca de su padre. Tardó algo más de diez minutos en volver a bajar. Cuando ya daba por hecho una excusa alegando su mal estado de salud y en contra de mis suposiciones la gestión resultó positiva.

—No sé muy bien como lo he conseguido, pero me ha dicho que ahora baja—me informó John—. Por favor, sea paciente y cariñoso con él, lo está pasando muy mal…

—Cuente con ello John, por eso no se preocupe, soy plenamente consciente de la situación.

Poco tiempo después escuche unos pasos arrastrándose por la escalera. El juez Cummings apareció en el salón en bata y zapatillas. Estaba bastante desmejorado.

—Juez Cummings, le agradezco mucho el esfuerzo, sé que no son buenos momentos para usted.

—No, no lo son….

—Necesitaría hablar con usted unos minutos. Cuanta más información tengamos sobre su esposa, más fácil nos resultará detener al asesino.

—Si, lo entiendo, claro que lo entiendo, no se preocupe detective, es su trabajo…

—Gracias juez Cummings.

—¿Queréis que os deje solos?—preguntó John en un exceso de amabilidad que le salió mal. Yo no respondí, obviamente prefería hablar solo con el viejo—.

—Si John, no te preocupes, déjanos solos hijo—contestó el juez—. Mañana tienes un día difícil. ¿Por qué no te vas a casa? Juanita se ocupará de mí.

—¿Estás seguro papa? No me importa quedarme hasta más tarde…

—Si, John, vete a casa anda, será lo mejor para todos. Tendremos que intentar poco a poco empezar a llevar una vida normal.

—Como quieras papa, como quieras. Si necesitas cualquier cosa llámame al móvil ¿ok? Adiós detective Conway, gracias por todo—dijo estrechándome la mano—. Disculpe que no estuviera demasiado amable con usted el otro día, me habían desbordado los acontecimientos…

—Por supuesto Señor Cummings, lo entiendo perfectamente, no se preocupe en absoluto.

—¡Adiós Juanita! ¡Cuídamelo!—dijo gritando hacia la cocina—.

—¡Adiós Señor! ¡Váyase tranquilo!—contestó la empleada en su tono alegre habitual.

John salió por la puerta y el juez tomó la iniciativa.

—Bueno joven ¿en qué puedo ayudarle?

Lo había conseguido. Por fin estábamos solos los dos. Había llegado la hora de la verdad.

 

13

 

 

 

 

 

—Juez Cummings, para serle sincero, aun no sé qué cuestiones le quiero preguntar exactamente, discúlpeme—mentí—. Su esposa ha sido víctima de un asesinato al que no encontramos explicación de ninguna manera. Me gustaría repasar varios asuntos, tal vez de forma inesperada consigamos obtener alguna información que nos aporte una pista que nos lleve a la resolución del caso.

—Adelante detective…

—Conway. Detective Bob Conway—contesté mientras me apuntaba en una esquina del cerebro hacer las gestiones oportunas al día siguiente para cambiarme sin falta el apellido—.

—Si, perdone, no recordaba su apellido…

—No se preocupe. Estoy considerando la posibilidad de que el asesino de su mujer estuviera al tanto de que ella iba a estar sola en casa. ¿Cuándo decidieron ustedes ir a ver a Los Yankees?

—Umm…no lo recuerdo exactamente—contestó dubitativo, buscando en su cabeza la información—. Yo creo que tres o cuatro días antes del partido, más o menos…

—¿De quién surgió la idea?

—De mi hijo. Últimamente no he andado bien de ánimos y me insistió en que era bueno que fuéramos juntos a dar una vuelta como en los viejos tiempos. De niño le llevábamos mucho mi mujer y yo al viejo Yankee Stadium, pasamos días estupendos allí.

—¿Por qué dejaron de ir?

—Nació Christine, mi hija pequeña, y ya con dos niños era demasiado complicado.

—Entiendo. ¿Su hija no ha venido estos días por aquí? Creo que está estudiando en California.

—Efectivamente, está haciendo un Máster allí, en UCLA. Vino solo para el entierro y volvió a marcharse ayer. No se llevaba especialmente bien con su madre.

—Ya. Perdone la intromisión pero tengo que preguntárselo. ¿Por qué razón exactamente? ¿Por qué no se llevaban bien?

—Es inexplicable. Siempre fue una niña muy cariñosa. Pero con la adolescencia cambió y bueno… se convirtió en otra persona.

—Entiendo…

— No le exagero si le digo que creo que nos acabó despreciando por completo—continuó—. Es una guerra perdida. Sufrimos mucho, pero hace ya tiempo que lo asimilamos.

—Lo lamento. Vuelvo a disculparme de nuevo por la pregunta, pero tengo que hacérsela. ¿Considera usted capaz a su hija de…?

—¡Por el amor de Dios, no! No es de esa clase de personas. Sencillamente no quiere saber nada de nosotros, eso es todo. Lo contrario del amor no es el odio, señor Conway. Es la indiferencia. No, mi hija es incapaz de matar a una mosca.

—Ok. ¿Su mujer no quiso ir al beisbol? Por lo que comenta acudía con usted al estadio junto con su hijo cuando éste era pequeño.

—Así es. Se lo pregunté y al principio sí se animó, pero luego decidió finalmente no ir. Mary, nuestra nuera, le propuso cenar en casa solas las dos, sin hombres, ya sabe, y prefirió ese plan.

—¿Mary la convenció para que no fuera?

—Bueno, no exactamente…—dijo dándose cuenta de yo me estaba agarrando a ese testimonio—. Sencillamente le propuso otra idea y le pareció mejor.

—Ya. ¿Salía usted con su mujer de noche de vez en cuando?

—¿Por qué me lo pregunta?

—Por saber si el asesino podía pensar que no iba a haber nadie en la casa o algo parecido…

—Ah, entiendo. Nosotros éramos bastante caseros Señor Conway. Nos gustaba mucho la vida tranquila. Hacer tartas, cuidar el jardín, ver películas antiguas, leer…—recordó melancólico—. Eso es lo que nos hacía felices, no necesitábamos nada más. Dos o tres veces al año acudíamos a Broadway a ver algún musical que se estrenara, eso sí. A Joanna le encantaban los musicales…

—¿Recuerda usted donde se sentaron en el estadio?

—Hace usted unas preguntas muy raras detective. ¿Por qué me lo pregunta?

—Son preguntas rutinarias, simple curiosidad.

—Si, lo recuerdo perfectamente, son las mejores entradas del estadio, estuvimos sentados en el "Field MVP Club Seats".

—Uauh. Sí que son buenas si, justo detrás del bateador. Un lujazo.

—Desde luego. ¿Le gusta el beisbol?

—Mucho, pero estoy abonado a los New York Knicks y el sueldo no me da para el Madison y los Yankees. Una pena.

—¿Baloncesto, eh? También me gusta mucho.

—Si algún día no puede venir mi mujer será un placer invitarle a un partido, juez Cummings.

—Le tomo la palabra Conway, le tomo la palabra. Cuando me recupere. Ahora me invade una tristeza absoluta.

—Dese tiempo, está todo demasiado reciente. Disculpe. ¿Quién estaba al tanto de que esa noche no iba a estar usted en casa?

—Veamos. Juanita, la empleada del hogar, que aprovechó para tomarse la noche libre, tiene una hermana en Staten Island y se fue a dormir allí…

—¿Cuántos años lleva trabajando con ustedes?—pregunté en voz baja para que no me pudiera escuchar la interesada, que seguía pululando por la cocina con sus cosas—.

—Veintiún años. Es de la familia. Se pegaría un tiro en el pie antes de hacernos daño, puedo asegurárselo.

—Le creo, no hay más que verla. ¿Quién más?

—Nadie más. Vamos, me refiero aparte de la familia. Mi mujer, mi hijo, mi nuera…y Mike, que hablé con él esa mañana ahora que me acuerdo…

—Perdone, ¿que Mike?

—Mike. Michael Porter, el Doctor Porter. Es mi mejor amigo, por no decir el único. Creo que ya le conoce. Es como si fuera de la familia, una persona de mi absoluta confianza.

—Si, le conocí en el hospital. Parece una persona de fiar.

—Absolutamente. Es un hermano para mí.

—Correcto. ¿Y nadie más? ¿Nadie más lo sabía? Es una información importante juez.

—Si, nadie más. Con completa seguridad.

—Ok. ¿Le conocía usted algún enemigo? ¿Alguien la amenazo en algún momento? ¿Le comentó algún problema grave de trabajo?

—Nunca. Jamás. Joanna era una excelente persona señor Conway, nunca tuvo problemas con nadie.

—Entiendo. Disculpe de nuevo por la pregunta. ¿Puede que ella llevara algún tipo de doble vida? ¿Qué le escondiera algo íntimo o personal que usted desconociera?

El juez se quedó pensativo unos instantes. No salió una sola palabra de su boca durante unos segundos y el silencio en la habitación se podía cortar con una hoja de papel.

—Señor Conway. Mi esposa era una mujer absolutamente excepcional, la mejor persona que he conocido en mi vida. Nos conocimos en la Universidad y hemos compartido nuestra vida durante más de cuarenta años. La respuesta a su pregunta es no. Un no redondo, contundente y rotundo.

—De acuerdo. Siento la pregunta pero se la tenía que hacer…

—¿Alguna cosa más detective? Estoy realmente cansado y me gustaría irme a dormir.

Había llegado el momento de la verdad. La razón por la que estaba aquella noche en aquella casa.

—¿Cuándo fue la última vez que vio la pistola en su mesilla de noche, juez Cummings?

—Sinceramente, no lo recuerdo. Prácticamente no abro nunca ese cajón, tan solo estaba ahí esa maldita pistola y una antología de poemas de Walt Withman. No lo sé, detective, no sé cuándo fue la última vez que la vi.

—¿Sabía usted que estaba cargada?

—No. Jamás la cargué, obviamente por motivos de seguridad. La pistola estaba en un sitio y el cargador en otro yo nunca hubiera tenido…

—¿Dónde guardaba el cargador?—le interrumpí inmediatamente para que no le diera tiempo a pensar—.

—En un bote de café vacio dentro de un armario de la cocina.

—¿Quién más sabia que el cargador se encontraba escondido allí?

—Solo mi esposa y yo.

—¿Nadie más? Es un tema importante juez Cummings, piénselo bien.

—Absolutamente nadie más detective. Aún no alcanzo a entender como apareció esa pistola cargada en mi mesilla de noche. Jamás lo entenderé.

—Ya lo averiguaremos juez. No tenga duda de que lo averiguaremos—le dije mirándole fijamente a los ojos escrutando sus pensamientos—. Solo una última pregunta. ¿Qué pensó usted cuando regresó a casa y encontró a su esposa muerta? ¿Quién pensó que la había asesinado?

—Pensé que todos los días que me restaban de vida, desde el primero al último, iban a ser un infierno porque la echaría de menos cada segundo de mi existencia. Eso es lo que pensé detective Conway. Y ahora hágame usted el favor de irse a la mierda. A la mismísima mierda. Adiós buenas noches.

El juez Cummings, se puso en pie y enfiló hacia las escaleras ignorándome como si fuera una planta. Yo seguí sentado en el sofá mientras ponía mis ideas en orden y pensaba si aquel hombre había matado a su mujer o sencillamente era una buena persona al que un hijo de puta le había arrebatado el amor de su vida.

 

14

 

 

 

 

 

A la mañana siguiente llegué algo tarde a la comisaría. El aterrizaje después de las vacaciones me estaba resultando bastante duro y el cansancio del viaje y el estrés del "Makenziegate" me estaba matando. Según entré en el despacho Alex me recibió con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Jefe, ya tengo el teléfono!

—¿Qué teléfono?—pregunté todavía algo dormido—.

—El de Mary Peet. Bueno, el teléfono que llamó a Mary Peet la noche del asesinato.

—¡No me jodas!

—Siiiipp—contestó con cara de satisfacción—.

—¿Y ya has localizado de quién es?

—La duda ofende jefe, la duda ofende. Jeremy McCormack. Cuarenta y dos años. Director General del National Trust Bank.

—Joder… aquí no se muere ni uno de pobre…

—Dos hijos. Casado. Bueno, para ser más exactos, divorciado. Recién divorciado hace cinco meses. ¿Y sabes que famosa abogada le llevó el divorcio?

—Ni idea, dame una pista—contesté socarronamente—.

—¡Mary Peet! ¡La abogada mas macizorra de Nueva York! ¡Será hija de puta! Se está follando a ese tío jefe, se lo está follando, eso está más claro que el agua.

—¿A qué hora exacta le llamó?

—A ver…—dijo Alex consultando su ordenador—. A las diez y dos minutos. Y es imposible que fuera para nada de trabajo, como te decía la sentencia judicial del divorcio fue hace cinco meses. O sea que están liados.

—Por eso ella no puede decir a donde fue. Con la suegra cenada y el marido en el beisbol decidió ir a echar un polvo y luego irse a casa.

—¿Crees que…?

—No lo sé, no descartemos nada por el momento. Hay que esperar a la autopsia. Ya sabemos que salió de la urbanización sobre las diez y diez y que es cierto que recibió una llamada. Lo que nos falta por conocer es si salió de la casa dejando a su suegra muerta o todo sucedió después de haber salido de allí. ¿Sabemos algo de la autopsia?

—Me ha llamado antes Baranski, me ha dicho que en un par de días la tenemos.

—¿Te ha adelantado algo?

—La hora exacta del fallecimiento está pendiente de un tema del laboratorio, ha enviado a analizar los restos de comida que había en el estomago y al parecer eso será determinante.

—Ok. A esperar entonces. Más cosas. ¿Qué tal ayer con los vecinos, sacaste algo interesante?

—Te cuento. Son veinticuatro chalets.

—Yo había calculado unos veinte… Sigue.

—Si quitamos a los Cummings quedan veintitrés vecinos. Solo están ocupados ahora mismo veintiún chalets, hay dos vacios a la venta. De los veintiuno, hay dieciséis familias de vacaciones. O sea que solo hay ahora mismo en la urbanización cinco familias. Ninguna escuchó ni vio absolutamente nada extraño en toda la noche.

—Joder….

—Espera, que todavía no he acabado. Hay un dato que no cuadra. ¿Recuerdas que el vigilante nos dijo que después de salir Mary Peet de la urbanización, solo había salido otro vecino?

—Perfectamente. Uno que trabaja en el aeropuerto de noche…

—Cooper. Alan Cooper. Me dijo el vigilante que se marchó sobre las once, al parecer es su hora habitual de irse a trabajar.

—Si, recuerdo que me lo contaste.

—Pues bien, hablé ayer con ese vecino en mi ronda por la urbanización y no solo me dijo que no había visto ni escuchado nada extraño, sino que esa noche no había salido a las once en la urbanización.

—¿Cómo?

—Lo que oyes. Al parecer trabaja en el JFK y me dijo que era su día libre y que no se movió de casa en todo el día.

—Coño. ¿Volviste a preguntar al vigilante?

—Por supuesto. Jura y perjura que le vio salir a esa hora.

—Pues alguien miente amigo. Y me inclino más por el vigilante. Tal vez se quedó dormido y siendo consciente de la importancia de su declaración dijo automáticamente que había salido ese vecino a esa hora, tal y como sucede todas las noches.

—Esa es una opción—dijo Alex—. Y la otra es que el vecino mienta, lo cual me preocupa más, porque eso es que tiene algo que ocultar.

—Sí, pero podría ser cualquier chorrada. Aunque habiendo un asesinato de por medio, cuesta creer que te haya mentido. ¿Sabemos algo de ese tipo?

—Ni puta idea. Si quieres investigo un poco.

—Si, bucea un poco en su vida, no sea que nos llevemos alguna sorpresa. Es muy extraño…

—Y tanto. Déjalo en mis manos, jefe. Puede que… perdona un momento—dijo Alex mientras atendía una llamada que le acababa de entrar en el móvil.

Aquel maldito caso me estaba matando. Alguien había entrado a asesinar en su casa a una abogada deprimida casada con un juez deprimido con una vida completamente deprimente, sin viajes, sin amigos, sin emociones. Teníamos varios sospechosos pero al mismo tiempo no teníamos ninguno. El arma homicida era la pistola de la propia familia para su autoprotección, pero ningún miembro de la familia la había disparado. Nada cuadraba en toda aquella maldita historia. Por fin Alex colgó el teléfono.

—Jefe, era el vigilante nocturno de la urbanización.

—¿Qué te ha dicho?—pregunté con sorpresa—.

—Al parecer ayer en una ronda rutinaria vio la puerta de la calle del chalet dieciséis abierta. Es uno de los que están vacíos porque están a la venta. Cuando se acercó a ver qué pasaba comprobó que la puerta había sido forzada. Entró dentro de la casa y se encontró con un colchón hinchable en el suelo, varios botes de cerveza vacios y un montón de colillas aplastadas en el suelo. ¿Piensas lo mismo que yo?

—Vamos inmediatamente para allá. Y avisa a los de policía científica, quiero a dos especialistas allí dentro de media hora.

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—Solo hay una explicación posible—le dije a Alex—El asesino mató a la Señora Makenzie y luego se escondió en esta casa. Por eso no salió nadie más de la urbanización aquella noche—le dije a Alex—

—Me cuadra jefe, me cuadra…

Nuestros compañeros de la División Científica tomaban huellas por toda la casa y recogían muestras de cualquier elemento que pudiera haber dejado algún rastro del ocupante de aquella casa. El panorama era exactamente el que el vigilante de la urbanización le había descrito a Alex por teléfono. Un colchón hinchable para pasar la noche, cinco latas de Budweiser vacías desparramadas por el suelo, dieciséis colillas de L&M light y un par de bolsas vacías de anacardos de Eagle Snacks que debía de haber utilizado para matar el hambre durante sus horas de espera para salir de allí a la mañana siguiente del asesinato.

—Conway—dijo uno de los chicos de la científica—. Nos vamos a llevar las colillas. Casi con toda seguridad podremos sacar de ahí el ADN del asesino.

—Gracias Taylor. Tenednos al corriente de los resultados en cuanto que los tengáis por favor.

—Cuenta con ello, danos unos días.

—Hecho. Nos vamos, aquí ya no hacemos nada. Y gracias por la rapidez—dije justo antes de salir de la casa.

Todo apuntaba a un asesinato perfectamente diseñado y planificado. El asesino había entrado en la urbanización, se había escondido en aquella casa vacía, había salido un par de minutos, asesinó a la Señora Makenzie, volvió a su escondite y salió de la urbanización por la mañana. Pero había mil piezas que no encajaban. La primera, cómo había entrado y salido de la urbanización sin que los vigilantes lo detectaran.

Por otro lado, todo apuntaba a que el asesino tenía que ser alguien del entorno de la familia. Sabía que esa noche la Señora Makenzie iba a estar sola. Sabia donde estaba la pistola y el cargador con las balas. Sin embargo habíamos hecho la prueba de la parafina a toda la familia y no se habían hallado restos de pólvora en las manos de ninguno de ellos, lo cual les descartaba por completo como autores materiales del crimen.

No parecía que pudiera haber móvil económico alguno, puesto que la muerte de la esposa del juez tampoco suponía un notable incremento patrimonial que beneficiara especialmente a nadie, los hijos de los Cummings estaban bien situados y los socios del despacho no veían alterado su acuerdo de venta de las acciones del despacho en un sentido u otro.

—Alex, necesito que te ocupes de tres cosas—le dije mientras caminábamos por la urbanización hacia la salida—.

—Claro jefe. Dispara.

—La primera, que confirmes que el juez y su hijo estuvieron efectivamente en el beisbol. Habla con gerencia de Los Yankees. Que te confirmen si esas entradas fueron ocupadas y que te den también datos de los propietarios de los asientos que las rodeaban. Contacta con ellos, enséñales unas fotos de los Cummings y que te confirmen que estuvieron allí todo el partido, ok?

—Ok. Es buena idea. O empezamos a atar cabos o esto se nos va de las manos jefe.

—Así es. Segunda cuestión. Comprueba por favor que Christine, la hija del juez, estaba en Los Ángeles el día del asesinato.

—Un poco complicado, ¿no?

—Contacta con la policía de Los Ángeles, a ver si nos pueden ayudar.

—Tendrán a media plantilla de vacaciones, pero voy a intentarlo.

—Que nos digan donde vive, si es en una residencia de estudiantes su compañera de habitación nos puede confirmar si estaba allí.

—Ok. Voy a llamar también a la universidad, tal vez tuviera clase esa tarde y me puedan confirmar si asistió.

—Fantástico. Por último. Tenemos que confirmar que el vecino que trabaja en el aeropuerto y dice que no salió de casa esa noche no miente. Habla con los del JFK y que nos confirme que esa noche no trabajó allí. O miente él o miente el vigilante. Uno dice que no salió de la urbanización esa noche y el otro que sí. Salgamos de dudas de una vez. ¿Te parece?

—Me parece jefe. Me pongo en marcha con todo. ¿Tú que vas a hacer?

—Al parecer la Señora Makenzie salía todas las mañanas  a pasear un par de horas. Voy darme una vuelta por los alrededores y por el centro comercial del barrio, a ver qué saco. Puede que nos llevemos alguna sorpresa.

—Me extrañaría. Esta gente llevaba una vida tan monótona…

—Aparentemente sí, pero nunca se sabe. Todo es demasiado perfecto. No me lo creo.

—Eso pienso yo. Todo demasiado normal.

—Quiero saber exactamente que hacia esta buena mujer en sus dos horas de paseo rutinario todas las mañanas de lunes a domingo en solitario.

Alcanzamos la puerta de la urbanización y salimos a la calle. El número de periodistas de guardia ya se había reducido a la mitad. Calculé que en un par de días mas no quedaría ni uno por allí, estarían volcados en cualquier otra noticia sensacionalista más reciente, salen diez nuevas cada día. A pesar del cansancio, los periodistas que continuaban por allí permanecían inasequibles al desaliento.

—¿Detective, hay noticias?

—¿Es cierto que van a detener al juez por el asesinato de su mujer?

—¿Sabe algo de los rumores que corren sobre la amante rusa del juez?

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