Mandala

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I

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—¿Cómo están sus bhils? —preguntó ella de pronto—. No me explico cómo puede seguir viviendo entre ellos… ¡un hombre de su origen y educación!

—Quizá sea eso lo que haga a los bhils más interesantes para mí. No, son sus necesidades las que me atraen en cuanto sacerdote. Los indios como usted han tenido acceso al mundo, pero los bhils siguen viviendo como hace cientos de años.

—¿Que yo he tenido acceso al mundo? —preguntó ella, extrañada—. ¿Encerrada en este palacio?

—Usted habla inglés, francés, alemán… y no sé cuántas lenguas más. Su mente no está encerrada aunque su cuerpo permanezca aquí.

Moti no contestó. Él miró su pálido perfil y continuó:

—¿Ha hablado alguna vez con un bhil?

—¿De qué podría hablar con él?

No volvió la cabeza.

El padre Francis Paul no contestó directamente. Tras un momento de silencio, empezó a hablar como si lo hiciera para sí mismo.

—Esas gentes de la montaña no son extraños para mí. En ciertos aspectos me recuerdan a los habitantes de las tierras altas de Escocia, a mis paisanos, que todavía mantienen sus pequeños clanes. Los bhils tampoco se casan dentro de su clan y son tan fértiles en recursos como nosotros para los problemas prácticos, aunque, claro está, su aspecto es muy diferente.

Moti volvió ahora la cabeza para mirarle.

—Desde luego, los bhils no son bellos. Tienen la piel casi negra, la nariz ancha y gruesa y son peludos como animales.

—Ayer —continuó él, ignorando este comentario— fui a una pequeña capilla que abrí hace un mes en una aldea lejana. El camino serpentea peligrosamente entre las montañas y me llevé un guía bhil a pesar de que he estado allí muchas veces ya. Nos detuvimos a descansar. Naturalmente, el guía tenía ganas de fumar. Sacó con orgullo unas cuantas cerillas, pero no sabía manejarlas bien y las gastó sin conseguir nada. No se alteró por eso. Sacó un trozo de estopa del fondo de la alforja y metió un extremo en el hueco de un mango de hueso. Luego buscó un par de piedrecitas de ese mármol de que están hechas sus montañas y las golpeó una contra otra hasta que las chispas prendieron en la estopa. Después sopló con fuerza y en un momento surgió una llama. Desgraciadamente, entonces se dio cuenta de que había olvidado la pipa. Pero también eso tenía arreglo. Arrancó una ramita de un arbusto, escarbó con ella el suelo hasta hacer un pequeño hoyo en forma de cuenco. Metió allí el tabaco, lo apretó bien y lo encendió. Después cubrió el tabaco con tierra, arrojó la ramita y, utilizando las manos como conducto, aspiró el humo del tabaco como si no hubiera olvidado su pipa. No tuve más remedio que admirar su ingenio.

Moti se echó a reír.

—¡Usted y sus bhils! Confiese que les tiene cariño.

—Pues claro que se lo tengo. Al menos, a sus almas.

—Bueno, pues yo no. No me gusta la gente negra y peluda que no lleva encima más que un taparrabos y una sucia túnica de algodón blanco sobre los hombros cuando hace frío.

—¡Ah, amiga mía, no me diga que aún siente prejuicios contra las gentes, a causa de su casta!

—¿Por qué no, si soy así? Eso no quiere decir que les desee ningún mal. Que sigan en sus aldeas, que yo seguiré en mi palacio.

Jagat apareció en la puerta sin que ellos se dieran cuenta. Permaneció unos momentos allí para no interrumpir la conversación. Luego se acercó.

—Moti, nunca te había oído hablar así. ¡No la crea, padre! Simplemente está bromeando. Sabe muy bien que el sistema de castas ha pasado a la historia.

Se sentó, sacó su enjoyada pitillera y encendió un cigarrillo con movimientos rápidos y seguros. Después continuó en el mismo tono firme:

—Personalmente siento un profundo respeto por nuestros bhils. No olvido que estaban en nuestra tierra mucho antes que nuestros antepasados. En realidad, nosotros, los Rajputs, hemos reconocido siempre su prioridad. Es un requisito puramente formal, claro, pero tenemos que pedirles permiso cuando compramos tierras. Es sólo un gesto, puesto que perdieron todo poder hace muchísimo tiempo, pero la tradición se ha mantenido.

—A Jagat le gustan los bhils porque son unos cazadores salvajes —dijo Moti.

—Son unos cazadores excelentes —convino Jagat—, pero no salvajes.

—Todos los cazadores son salvajes —arguyó Moti.

—Oh, vamos, Moti —replicó Jagat—. Los bhils cazan para comer. ¡Es realmente extraordinario, padre, la forma que tienen de desvanecerse en el paisaje! Hace unas cuantas semanas iba yo camino de uno de mis pabellones de caza —situado en su territorio, por cierto— y oí la voz de un hombre que me saludaba. Miré a mi alrededor y no vi nada hasta que un trocito de paisaje pareció moverse y entonces apareció ante mis ojos uno de mis propios batidores bhils. Pero era imposible distinguirlo cuando estaba inmóvil. Su piel oscura y su «dhoti» casero le identificaban completamente con las colinas del desierto.

»Y lo que era más interesante todavía: andaba a la caza de un león. Juraba haberlo visto. ¡Algo realmente raro! No he visto leones en toda mi vida. No son nativos de aquí, ya sabe. Cuando los musulmanes invadieron la India hace siglos trajeron esclavos africanos y éstos vinieron con algunos cachorros de león. Los cachorros se quedaron aquí, en el Rajasthan y procrearon, como es lógico. Hay algunos en el Jungdah donde existe una reserva de caza, pero nunca vi ninguno en estado salvaje, ni creo que mi bhil lo haya visto. En cualquier caso pronto lo perdí entre los matorrales… ¡simplemente no podía ver dónde estaba!

—En cambio, las mujeres serán más visibles seguramente —comentó Moti con malicia.

Jagat se echó a reír.

—¡Indudablemente! Pero es porque visten brillantes faldas azules, casacas rojas y llevan colgados un montón de collares y brazaletes que tintinean continuamente… son unas mujeres muy alegres… y muy independientes también.

Moti se echó el sari de seda blanca sobre los hombros.

—¡Y muy sucias también! No soportaría a una mujer bhil en palacio. Tú le llamarás a eso independencia. Para mí son sencillamente intocables.

El padre Francis Paul intervino apaciguador.

—Bueno, espero que esté usted en un error. Espero hacer buenas cristianas de las mujeres para que me ayuden a hacer buenos cristianos de los hombres.

Jagat rió de buena gana.

—Ah, ustedes los ingleses, ¡nunca pierden la esperanza! ¿Por qué no dejan a los inocentes bhils que sigan felices en sus aldeas? ¡Déjenles disfrutar a su modo del paraíso! Ellos creen en una especie de dios al que llaman el Padre de la Montaña; adoran a sus antepasados de una forma bastante vaga, y, según creo, también a las serpientes. Incluso aceptan algunas divinidades hindúes, ¿no es cierto? He visto en las montañas la cabeza de elefante de Ganesh y algunos atributos de Siva. Reverencian también a la Trinidad Hindú.

—Espero que no acepten el hinduismo, Alteza —dijo con franqueza el padre Francis Paul—. Dejados a sí mismos, las gentes de las montañas son libres, independientes y honestas. Pero cuando caen bajo la influencia hindú, empiezan a dudar de sus propias almas. Los hindúes los desprecian y ellos se dan cuenta. Y permítame que aproveche esta oportunidad para decirle algo que quería pedir hace mucho tiempo. Sé que usted es bondadoso, Alteza, pero debo protestar de que sus funcionarios de bajo rango no tratan siempre con justicia a los bhils. Sus hombres exigen más hierba y leña de lo que es justo, y aunque admiro el celo de Su Alteza en la construcción de la nueva presa, me pregunto si sabe usted que los bhils son forzados a trabajar en ella.

—No, no lo sabía —dijo Jagat—. Y si es cierto, ordenaré que se les pague debidamente.

Moti tiritó. Era ya de noche y hacía fresco.

—¿Tenemos que construir esa presa, Jagat?

—Sí, tenemos —dijo Jagat—. ¿De dónde voy a sacar, si no, la energía eléctrica que necesito para el palacio del lago?

El padre Francis Paul intervino de nuevo, pero en un tono menos pacífico.

—Entonces permítame decirle, aunque peque con ello de descortesía hacia su hospitalidad, que no me extraña que los bhils se venguen robando y hasta asesinando algunas veces. Mientras usted construye su regio hotel para agasajar a los millonarios occidentales, el país de los bhils sigue tan subdesarrollado como en los albores de la historia. No hay carreteras, ni escuelas, ni hospitales, ni regadíos para los campos. Sus hombres utilizan a los bhils cuando les conviene, eso es todo. Y las aldeas bhil están en un estado mucho más deplorable que las hindúes, aunque su estructura muestre claramente la independencia de espíritu de ese pueblo montañés: las casas no están apiñadas unas contra otras como en las aldeas hindúes, sino que cada casa, aunque esté hecha de adobes o de toscos bloques de piedra unidos con barro, y cubiertas con hierba seca de la jungla, tienen todas su terraplén bajo y su seto de arbustos.

Jagat se sintió tentado a responder airadamente, pero logró contenerse. Se levantó y aplastó el cigarrillo en un cenicero de oro que había sobre la mesita de mármol.

—Estoy de acuerdo con usted, padre —dijo con indiferencia—. Ahora vamos a cenar. Tiene usted aspecto de estar hambriento como un lobo. Claro que ustedes los sacerdotes tienen siempre un aire demacrado y hambriento.

Encabezó la marcha, seguido del padre Francis Paul que esperó a que la Maharaní se levantara.

Pero en la mesa Jagat volvió sobre el tema de los bhils después de que el mayordomo goano hubiera servido los primeros platos.

—Como ya sabrá, padre, no comparto enteramente los sentimientos de mi esposa hacia nuestros pueblos primitivos. Aunque no fuera por otra cosa, repito que admiro a los bhils porque son inteligentes deportistas.

El padre Francis Paul sonrió, deseoso de amoldarse al humor de su anfitrión.

—¿Qué es para usted un deportista, Alteza?

—Un deportista… —Jagat se quedó pensativo, considerando los deportes de los reyes—. Un deportista es aquel que mata no sólo por comer sino, ante todo, por disfrutar del placer de la caza. Como ya sabe, nuestra región no se caracteriza precisamente por su afición a los deportes y por eso cuando quiero practicar un buen deporte tengo que ir a veces a otras zonas de la India. Pero tenemos tigres, y en mi opinión los bhils son los mejores batidores cuando de cazar tigres se trata. Pueden oler a un tigre desde muy lejos, y lo ven incluso cuando todavía es invisible para un cazador tan experimentado como yo.

—Pero ellos matan tigres para hacerse con sus pieles —alegó Moti.

—Concedido —dijo Jagat—. Pero a mí me ocurre lo mismo. Pieles y cabezas, también, y si son ejemplares excepcionales, como esos dos de la puerta, hago que los disequen y los monten enteros.

—Ame a mis bhils por la razón que guste —replicó el padre Francis Paul—, pero permita que yo les ame por ser seres humanos con alma.

Jagat se recostó en su sillón.

—Vamos, vamos, ¡me está acusando de no creer que tengan alma! Pues claro que la tienen, tal vez no sea exactamente de la misma contextura que la suya o la mía, quizá un poco más simple, pero alma al fin y al cabo. No estoy muy seguro de que los acepten en su paraíso británico, pero estoy convencido de que nosotros los indios admitiremos sin reservas en nuestro paraíso de la misma forma que lo hacemos aquí, en la tierra, y desde luego estarán mucho más cómodos con nosotros que con ustedes.

—Jagat —interrumpió Moti—, me gustaría que no fueras tan irreverente.

—No discutiré ese punto con Su Alteza —dijo el padre Francis Paul—. Pero le diré que tengo una ventaja sobre usted. Rezo por su alma todas las mañanas.

Jagat soltó la carcajada.

—¿De veras? ¡Supongo que arrodillado sobre la tierra desnuda! Tengo que regalarle una piel de tigre para que le sirva de alfombra de oración. Así protegerá un poco sus pobres rodillas. No quisiera que acortara las plegarias que me dedica.

Se levantó mientras hablaba. La cena había terminado y se encaminaron de nuevo a la terraza. La joven luna era de plata pálida en la bochornosa oscuridad del cielo, pero multitud de linternas colgaban de las ramas del gran árbol. El café les esperaba sobre la mesa. Un lacayo cubierto con un turbante lo sirvió mientras otro colocaba las delicadas tazas de porcelana inglesa sobre las mesitas laterales. Se oía una suave y lejana música y una suave brisa les trajo el aroma de las rosas del jardín, debilitando su espesa dulzura con la distancia.

Permanecieron en silencio unos minutos. Moti, tan aficionada a hablar poco, se arrebujó en los blancos pliegues de su sari. El padre Francis Paul sorbía lentamente su café, negro y cargado. De pronto Jagat empezó a hablar, medio en broma, medio en soliloquio, como disculpándose.

—Padre, comprendo que a veces debo resultar algo cargante, pero es usted el único inglés que trato hoy en día, y no puedo hablar con los americanos de la misma manera. Ahora hay uno por aquí, un extranjero que no sabe nada sobre la India ni sobre su historia. Al menos ustedes, los ingleses, han convivido durante siglos con nosotros, aunque hayamos estado en los lados opuestos de la trinchera, por decirlo de alguna manera. Pero nosotros, los príncipes, estábamos a su lado, como ya sabrá. Mi anciano padre se murió creyendo que las cosas no podían cambiar y me alegro de que no haya vivido para ver cómo cambian. Él nunca hubiera cambiado. Las negociaciones empezaron el año anterior a su muerte, pero entonces yo actuaba ya en su nombre y nunca se lo dije. Él permanecía sentado aquí, como siempre, sobre montañas de cojines de satén —no soportaba las sillas porque no le permitían cruzarse de piernas— y bajo los cojines una alfombra de pared a pared hecha con pieles de los tigres que él mismo había cazado y rematada en las esquinas con cuatro cabezas gigantescas. Estaba orgulloso de aquella habitación. Nunca le dije que yo había cazado ciento un tigres… ciento once ahora. No, él no hubiera podido soportar tantos cambios. Si le hubiera dicho que iba a convertir su palacio de verano en un hotel, bueno, me habría molido a palos sin importarle mi edad. Tenía su lado cruel. Una vez vi azotar por orden suya a un batidor bhil hasta que le arrancaron a tiras su oscura piel y apareció la roja carne de debajo. El pobre desgraciado parecía una extraña cebra humana. Nunca lo olvidaré. Y, sin embargo, echo de menos a mi viejo padre. Estoy seguro de que los bhils también lo echan de menos… a pesar de todo. Ahora no hay nadie que baile. Aunque supongo que los turistas disfrutarían mucho con las antiguas danzas de la región. Sí, es una idea. ¿Sabe, padre?, no es nada fácil convertir un palacio en hotel. Es el símbolo de un cambio radical en mi vida. Cuando era niño correteaba por esos corredores de mármol, aún recuerdo el frío del suelo en mis pies desnudos. Y la pesca… a nuestro pueblo no le gustará ver a otros pescando en el lago sagrado, pero tendrán que acostumbrarse. Tengo intención de construir una piscina y unos campos de tenis en la isla contigua, y transformar el palacio donde vivió el Shah Jehan en sala de bailes y local para atracciones. Invertiré en todo esto la mayor parte de mi capital, pero Osgood jura que será rentable. Espero que no se equivoque… En cualquier caso me proporciona una ocupación. En ciertos aspectos resulta muy penoso no ser ya el gobernante de nadie. Se queda uno sin nada que hacer. Cierto que los ancianos de las aldeas vienen todavía a consultarme cuando tienen algún problema, pero yo sé que lo único que puedo darles ahora es algún consejo y algún día ellos lo sabrán también… ¡si es que no lo saben ya y acuden a mí disimulando para que no me sienta demasiado desplazado!

—Estoy seguro de que no disimulan —dijo el padre Francis Paul— y estoy seguro también de que usted puede ayudarles mucho. Tiene usted mucha experiencia en cuidarse de los demás, y no es fácil dirigir de pronto los propios asuntos. Eso es algo que lleva su tiempo.

—Eso es cierto para el hombre individual. Yo sentí una gran tranquilidad mientras supe que era realmente mi padre el que seguía con el mando y el día en que murió inesperadamente —de darse un atracón en un día muy caluroso, pobre viejo—, me sentí aterrorizado, a pesar de que había gobernado en su nombre durante más de tres años y medio, a pesar de que no le consultaba nada de lo que hacía. ¿Para qué? Vivía en otra era. Pero fue un golpe muy duro para mí el que ya no le volvería a ver sobre sus cojines.

La voz de Moti salió de entre las sombras del gran árbol.

—Yo lo echo de menos todos los días.

—Oh, sí, siempre fuiste su favorita, Moti. Supongo que porque tú estás como a caballo entre las dos épocas. Padre, ¿qué opina usted de una mujer que no quiere ir a Norteamérica cuando se le presenta la oportunidad de hacerlo?

—¿A Norteamérica?

—Tendré que ir allá algún día para estudiar sus hoteles, al menos los de New York. Osgood me habló de cosas tan extraordinarias que apenas puedo creerlas. Quiero verlas con mis propios ojos, si consigo del gobierno un permiso de salida… los dólares son desgraciadamente demasiado preciosos, pero si puedo convencerles de que mis hoteles (sí, tengo intención de montar muchos) les reportarán una buena cosecha de dólares, me dejarán partir. Podría llevarme a mi hijo conmigo.

—¡Oh, no! —gritó Moti.

—Oh, sí —replicó Jagat—. Ya sé que todo el mundo cree que irá a Oxford en el otoño, si aprueba los exámenes, pero quizá nos convenga más que vaya a Harvard.

—No conozco a ningún norteamericano —murmuró Moti.

Tiritó ligeramente y se cubrió la cabeza con el extremo del sari.

Pero Jagat estaba contemplando la luna, con las manos cruzadas sobre la nuca.

—Ah, pues tendrás que conocerlos, querida, te guste o no. Padre, tengo un licor… nuestro famoso licor de rosas.

Rodríguez, el mayordomo, había aparecido con una bandeja de plata sobre la que se veían unas copas de cristal, frágiles como flores. El padre Francis Paul cogió una, se la acercó a la nariz y aspiró su rica fragancia.

—Nunca tomo este licor más que aquí, en palacio, Alteza.

—Porque sólo aquí lo tenemos… Es un secreto de familia.

La conversación no fluía fácilmente aquella noche. Menudeaban las pausas largas. El padre Francis Paul se sintió turbado al sorprender en sí mismo el deseo de encontrarse a solas con la Maharaní. ¿Por qué experimentaba esa necesidad? Sintió un gran desasosiego. No podía adivinar la causa y eso le turbaba. Jagat seguía callado, absorto en sus silenciosas reflexiones.

—Excúseme —dijo de pronto Moti.

Se levantó y ofreció su mano al padre Francis Paul. Él sintió durante un instante la suave frialdad sobre su palma. Moti atravesó la terraza con su ligera elegancia, con los faldones del sari revoloteando suavemente al viento, y desapareció en el interior del palacio.

El silencio descendió de nuevo entre los dos hombres, ocultando cada cual sus pensamientos al otro. El sacerdote sólo había estado enamorado en una ocasión de una mujer y ya no podía enamorarse de nuevo. Mucho tiempo atrás, cuando era sólo un muchacho, que ya tenía intención de consagrarse a la iglesia, supo que hay cierta puerta que no debe abrirse, pues una vez abierta, no puede cerrarse de nuevo. El príncipe había conocido a muchas mujeres, una de ellas su esposa, y las recordaba a todas empezando por la primera criatura que le había enviado su padre cuando tenía sólo dieciséis años «en orden —había dicho el viejo Maharaná— a que seas un hombre decente, a que permanezcas limpio y alejado de las prostitutas». De todas ellas, sólo Moti formaba una figura confusa en su mente, a pesar de ser su esposa, la mujer con la que había vivido desde los dieciocho años y que le había dado sus hijos. Le gustaría poder hablar de ella con el sacerdote, y no para pedirle consejo, sino sólo para hablar, para explorar la naturaleza de una mujer que seguía siendo un misterio, que le entregaba su cuerpo sin repugnancia pero con indiferencia, sin frialdad pero manteniéndose lejana. Sin embargo, ¿qué podía saber un sacerdote de mujeres y cómo podía hablar decentemente de su mujer aunque fuese con un religioso?

Pero experimentaba tan intensamente aquella necesidad que abordó el tema indirectamente.

—Les envidio a ustedes, a los religiosos —dijo abruptamente.

—¿De verdad? —replicó el padre Francis Paul—. ¿Y en qué sentido, Alteza?

—Bueno, pues porque son ustedes capaces, aunque no me explico cómo, de vivir libres de… de ataduras. Naturalmente, los indios también tenemos nuestros santones, hombres sagrados y todo eso, pero no sé cómo decirle, por ejemplo, parece imposible que un hombre como usted, joven y viril, esté desprovisto de pasiones… hacia las mujeres, quiero decir. Siento tanta curiosidad… ¡perdóneme!

—No estamos desprovistos de pasiones —contestó tranquilamente el padre Francis Paul.

Bebió un poco de licor y sintió una agradable dulzura en la lengua.

—Entonces, ¿cómo se las arreglan?

—En este tema sólo puedo hablar por mí mismo. ¿Que cómo me las arreglo? ¡Pues rezando! Y si eso no es suficiente, me voy a las aldeas y me pongo a trabajar. Su Alteza debe saber que estoy intentando organizar una escuela y una clínica en cada veinticinco millas cuadradas de mi zona. El gobierno está colaborando espléndidamente a ello al alentar el sistema «panchayat».

—Entonces, ¿no tiene usted vida privada, personal?

—No en el sentido que usted le da a esas palabras.

—¿Y nunca desea tenerla?

—No puedo permitirme el desear a veces la felicidad terrena. Pero usted, usted seguramente tiene toda la felicidad de este mundo, Alteza. Su familia, su posición… la excitación de la nueva India que surge por todas partes, sus proyectos…

Su voz se extinguió gradualmente como añadiendo: «Y su bella esposa».

Jagat se levantó bruscamente.

—Sí, tiene usted razón. Tengo toda la felicidad de este mundo. Y ahora, padre, si me disculpa…

El padre Francis Paul se levantó también.

—Por supuesto… ¿cómo no he pensado en ello antes…? Siempre me resulta difícil abandonar este lugar… y su compañía. Mis bhils son buenos para mí, pero…

Jagat soltó una risotada franca y comprensiva.

—¡Pero son sólo bhils! Venga con más frecuencia, padre. Usted siempre será bien recibido.

Le acompañó hasta la puerta. Dejó al sacerdote al cuidado del guarda de noche y continuó hacia sus habitaciones. Allí se asomó a la ventana y vio luz en la de Moti. Seguramente estará leyendo, pensó, suele leer hasta muy tarde. ¿Por qué padecería de insomnio si no tenía preocupaciones? Probablemente vivía en paz. La luna se reflejaba sobre las aguas del lago y dibujaba un sendero de luz que conducía a su palacio de mármol. Un presagio tal vez, y esperaba que bueno. Su mente empezó a dar vueltas de nuevo a sus problemas. Salió de la alcoba y entró en su saloncito privado. Había una luz encendida sobre la gran mesa de mármol rosa que le servía de escritorio. Allí estaban todos sus papeles: los planos, las cifras, las estimaciones, las hojas de encargo. Se quitó la chaqueta de lino blanco y se sentó en mangas de camisa. El viento nocturno había amainado y hacía un calor bochornoso, con aquella humedad que subía del lago en cuanto el sol dejaba de quemarla durante el día. Cuando instalase la electricidad en el hotel, la pondría aquí también, en este ala del palacio. Mientras tanto tendría que conformarse con el punkah. Dio unas palmadas y el sirviente, que esperaba constantemente al otro lado de la puerta, apareció con las palmas juntas ante el rostro.

—¡Punkah, chico! —ordenó Jagat lacónicamente.

El sirviente movió la cabeza de izquierda a derecha en señal de asentimiento y segundos después el antiguo punkah empezó a remover el aire sobre la cabeza de Jagat, quien centró de nuevo su atención en los planos. Frunció el ceño. ¡Aquel sacerdote hablando siempre de los bhils como si él, Jagat, no tuviese ya bastantes quebraderos de cabeza! ¿No habían dejado de ser príncipes en favor del gobierno? ¡Pues que se ocupe el gobierno de los bhils! ¡Y encima decían que el gobierno los había tratado bien! Él era leal, como lo eran casi todos los miembros de su generación, como lo fueron con los británicos que, al partir, habían dejado tras sí una sólida estructura de gobierno basada en los derechos humanos. Sí, y también habían dejado la lengua inglesa, el único medio de comunicación entre Oriente y Occidente, así como entre los múltiples pueblos, cada cual con su idioma, de la India. Naturalmente, aquello había provocado una agria polémica entre los liberales y conservadores de la India. Los conservadores querían prescindir del inglés porque lo consideraban una lengua extranjera, pero los liberales, él mismo se convertiría en uno de sus líderes, opinaban que eran muy afortunados al contar con el inglés, una lengua que les permitía no sólo la comunicación con gentes de otro hemisferio, sino el que pudieran entenderse los pueblos que integraban su propia nación. En el país existían doce o catorce lenguas importantes. ¿Quién era capaz de elegir entre ellas una lengua nacional? No tenía nada de extraño, en esas circunstancias, que el presidente se dirigiera en inglés al Parlamento, y que el primer ministro, cuando contestaba a las preguntas que se le formulaban a diario en las dos Cámaras del Parlamento de Delhi, utilizara el inglés como la lengua común de la inmensa mayoría de sus miembros. El hindú, insistían los hindúes, debía ser la lengua nacional, ¡pero había que pensar también en los telugu o los gujarati o todos los demás que no sabían una palabra de hindú! No, no, la India, a pesar de ser la madre de la cultura asiática, pertenecía al mundo moderno y había que agradecérselo en buena parte a los británicos, especialmente cuando se piensa en la inmensidad de China, donde ha quedado destruida hasta la misma estructura de gobierno dejando un enorme vacío para quien desee ocuparlo. ¡Mirad al Tibet! Los refugiados tibetanos siguen huyendo por las faldas del Himalaya, atravesando la nieve y el hielo. Pero Jagat detuvo sus pensamientos al llegar a este punto. No podía permitirse el lujo de añadir chinos y tibetanos a la gama de variaciones de su propio país. Tenía otros problemas en que pensar. Tenía un palacio de mármol que convertir en hotel moderno, para que sus nietos, cuando los tuviera, no se vieran en la necesidad de pedir limosna para comer.

* * *

—El aspecto más importante de la dirección de un hotel —dijo Osgood— es la comida. Es mejor tener un menú soberbio, aunque sea limitado, que un montón de platos de poca calidad. Y en lo que se refiere a los americanos, puedo asegurarle que esperan encontrar la comida a que están acostumbrados.

—Los indios también esperarán encontrar la comida a la que están acostumbrados —dijo Jagat.

—Seguro, pero no deben tener tantas especias que despellejen las gargantas de los americanos. La otra noche comí una cosa que se llama chili. Lo pedí porque sonaba a algo frío y luego resultó ardiente como el infierno. No he podido tragar más que agua helada desde entonces. Ésa es la típica sorpresa que debe usted ahorrarles a sus clientes americanos. Y le aconsejo también que tenga ciertas delicadezas con cada huésped concreto. Como perchas en los cuartos de baño o enviarles flores y frutas a sus habitaciones. Así, cuando vuelvan a casa les dirán a sus amigos lo agradable que es su hotel. Naturalmente, siempre habrá gente imposible de contentar. Entonces lo aconsejable es ir haciendo una lista con ellos y cuando quieran volver decirles que no tienen habitaciones disponibles. ¿Ha pensado en construir un campo de golf? Debe tener un campo de golf.

Jagat alzó las cejas.

—¿Aquí, en medio de un lago?

—Puede elegir algún lugar de tierra firme. No puede esperar que los ejecutivos americanos se pasen sus vacaciones sin jugar al golf.

—Pero ya juegan al golf cuando están en su país.

—Precisamente por eso querrán jugar aquí también. En un buen hotel, el personal de recepción pregunta siempre al cliente si juega al golf y en caso afirmativo le entrega una tarjeta al jugador profesional de golf y telefonea al personal del campo de golf. El personal del campo llama entonces al cliente ofreciéndole sus servicios y diciéndole que le concertarán encantados una cita con el profesional, si es que lo necesita. Mucha gente vuelve a un hotel por cosas como ésta. Y desde luego debe usted dar bailes, tiene un montón de sitio en el viejo salón de audiencias. Puede quitar el trono y ensanchar el estrado para que quepa la orquesta. También debería instalar un cine en la sala de estar del anterior Maharaná. —Frunció el ceño y se pellizcó el labio inferior con el pulgar y el índice—. No sé qué hará usted con los huéspedes que quieran bailar descalzos. En los buenos hoteles de Norteamérica los huéspedes no pueden quitarse los zapatos en la sala de baile. Pero aquí no sé… sus muchachas se quitan las sandalias en seguida.

Jagat se echó a reír.

—Ya nos enfrentaremos con ese problema cuando llegue el momento.

—¡Vaya, eso es precisamente lo que iba a decirle! —dijo Osgood sonriendo—. Y ahora vamos con la ropa de cama. Debe tener tres juegos de sábanas y almohadones por cama. Uno puesto, el otro en la lavandería y el tercero en el armario. O sea que si suponemos un total de cuatrocientos huéspedes…

Pasó unos instantes haciendo cálculos mentales y luego continuó hablando:

—Me pondré en contacto con los distribuidores especializados en ropa de cama y vajillas de china y plata. Lo mejor será que escriba a las embajadas de Nueva Delhi y pida recomendaciones para los diferentes países, como hice ya en el caso de Ashoka.

—El gobierno insistirá en que utilicemos productos indios hasta donde sea posible —le recordó Jagat.

—Oh, claro —convino Osgood—. Pero todo eso vendrá después. Lo primero que tenemos que hacer es encontrar un buen arquitecto. Después decoradores de interiores. Yo se los conseguiré. Es mejor que sean americanos.

—Quiero un decorado indio —dijo Jagat.

—Por supuesto, pero ¿y las camas y las sillas? No encontrará huéspedes que quieran dormir en el suelo o en colchones sin somier debajo. Y es muy importante que consigamos buenos agentes para la publicidad y las relaciones públicas si es que quiere que venga gente como es debido aquí. No merece la pena invertir dinero para que venga gente que no interesa, turistas de dólar al día. La publicidad insistirá en que ésta es tierra de reyes y que el hotel es un palacio que sólo fue habitado por príncipes.

De pronto se calló. Jagat, sorprendido, siguió la línea de su mirada. La línea le condujo a Veera, de pie en la puerta, envuelta en un sari de seda color rosa, con el pelo cayéndole en cascada sobre la espalda.

Jagat sintió un indefinible desagrado.

—Mi hija —dijo escuetamente—. Veera, éste es míster Osgood.

Veera entró, sinuosa y grácil, y se dejó caer en un mullido sillón dorado.

—Padre, he recibido carta de Jai.

Lanzó una rápida mirada a Osgood desde detrás de sus largas pestañas.

—¿Y bien? —Jagat alzó las cejas—. ¿Es necesario que me interrumpas cuando estoy hablando de negocios porque hayas recibido una carta de tu hermano?

—Es que me pide que te diga que ha dejado la escuela, padre.

—¡Qué ha dejado la escuela!

—Sí, padre. Se ha presentado voluntario al servicio militar.

—¿Al servicio militar…?

—Sí, padre. Por lo visto la radio está diciendo que los chinos están cruzando en masa la frontera y muchos jóvenes han dejado la escuela. Jai dice que somos una raza de guerreros, que descendemos de los Kshatriyas. Dice que está seguro de que el abuelo, si viviera, aprobaría lo que ha hecho.

—Oh, idiota —murmuró Jagat.

—Y pensándolo bien, padre, creo que Jai tiene razón —los enormes ojos negros de Veera brillaban intensamente—. Y me pondré furiosa si Raj no va también.

Alzó la vista y dejó caer sobre Osgood una lenta y líquida mirada, atrevida y suplicante a la vez. ¿Verdad que usted lo comprende?, preguntaba la mirada. Él contestó con un rubor que le subió de su corazón, derretido repentinamente. Se volvió hacia Jagat.

—He de decir que admiro a su hijo, señor.

Pero no era tan fácil apaciguar a Jagat.

—¡Tonterías! Los chinos no han invadido nada en masa. Se trata simplemente de una de sus incursiones provocadoras. Están haciendo lo mismo desde mi novecientos cuarenta y cinco, cuando el primer ministro señaló que sus mapas mostraban una línea fronteriza inexacta. Prometieron rectificarla, pero no lo han hecho. Además, hemos firmado el Tratado de los Cinco Principios de la coexistencia pacífica y ellos no pueden repudiar eso.

—Pueden hacer cualquier cosa, en mi opinión —declaró Osgood.

Era curioso; no podía apartar la mirada de aquella bella muchacha que seguía cómodamente instalada en el sillón contiguo a la puerta.

—Padre, lo han anunciado por la radio —insistió Veera—. Los chinos han cruzado ya la frontera por el sector oriental de Longju y han penetrado media milla en nuestro territorio. Han llegado a la aldea de Roi. Y lo que es peor, sus patrullas avanzan también en Ladakh, en la zona de Chip Chap. Jai me telefoneó también.

—Idiota, idiota —repitió Jagat.

Veera se levantó. Con un gracioso gesto se cubrió la cabeza con el extremo del sari y se quedó allí, de pie, como una joven madonna en primavera.

—No te enfades, padre —dijo con la voz más dulce de su repertorio—. Todos los jóvenes como es debido están deseando alistarse en las fuerzas armadas. Debemos sentimos orgullosos de ellos.

Jagat ignoró aquella prueba de nacionalismo.

—¿Dijo si iba a venir a casa primero?

—Sí, padre. Llegará mañana.

—¿Se lo has dicho a tu madre?

—Sí. Está meditando y desea que no la molesten. ¿Puedo irme, padre?

—Sí, puedes irte. Ya me has estropeado el día. Encárgate de que tengan preparadas las habitaciones de Jai.

—Sí, padre.

Sus ojos se posaron tranquilamente sobre el americano durante unos segundos. Luego sonrió y salió.

El silencio descendió sobre los dos hombres. Jagat tenía la cabeza inclinada sobre sus papeles, intentando ordenar sus pensamientos. Carraspeó.

—Espero que comprenda, Mr. Osgood, que debemos mantener unas economías estrictas en todo esto. Quiero que todo sea del mejor gusto, pero al mismo tiempo debe ser útil, y sin derroches de ningún tipo. Estoy invirtiendo capital.

Al ver que no llegaba ninguna respuesta, alzó la vista extrañado y sus ojos se encontraron con la estupefacta mirada de Osgood.

—Nunca… nunca había visto una muchacha tan bella. Espero… espero, señor, que no le importe que diga eso. Realmente nunca había visto… bueno… ella es… usted ya sabe…

—Mi hija es casi una niña todavía, una adolescente que va al colegio y aún no ha acabado los estudios —dijo Jagat fríamente.

—¿Y para qué va al colegio? —preguntó Osgood—. No necesita educación. Lo tiene todo ya.

—Está comprometida y pronto se casará —aclaró Jagat torvamente.

Aquello le resultaba muy desagradable. Se levantó.

—Tendrá usted que excusarme, Mr. Osgood, pero me han turbado mucho las noticias sobre mi hijo. Volveré a palacio junto a la madre de mi hijo. Debe estar muy afectada, pues en caso contrario no se hubiera retirado a meditar. Telefonearé a mi hijo y le prohibiré… otro día, Mr. Osgood. ¿Vuelve a la ciudad conmigo?

—No, me quedaré aquí para acabar de tomar medidas.

—Muy bien. Ordenaré que vuelva el bote a recogerle.

Inclinó la cabeza y salió de la habitación. Poco después surcaba rápidamente las aguas del lago.

* * *

—Buenos días, padre —dijo Jai.

Se había levantado más tarde de lo que hubiese querido, pero la noche anterior había llegado pasadas las doce. A sus dieciocho años parecía tener veinticinco, con aquella barba cerrada que oscurecía su afeitada piel y los ojos protegidos por gruesas cejas negras.

—Entra —dijo Jagat.

Estaba sentado tras su mesa de despacho, la que había pertenecido a su abuelo, un escritorio de estilo inglés pero hecho con palisandro de la India.

Jai se sentó en una silla que había cerca de la puerta. Vestía ropas occidentales, un traje de seda, pero no llevaba corbata. Jagat le miró rápidamente y apartó la vista. No tenía intención de mostrarse blando con su alocado hijo y continuó examinando los documentos que tenía ante sí, marcando ciertas cifras con su pluma de oro.

—El incremento de nuestra producción industrial es realmente alentador —dijo sin levantar la vista—. Vidrio y cemento, sal, tejidos, cáñamo, algodón, contadores eléctricos… todo mejor que el año pasado. Naturalmente seguimos escasos de capitales… tendré que conseguir un préstamo en alguna parte, si el gobierno está de acuerdo conmigo, claro. El canal del Ganges está acabado gracias a Dios, pero las obras de irrigación siguen a su paso, especialmente el canal de Rajasthan. Y mientras tanto, tú, mi único hijo, ¡quieres ir a que te maten los chinos!

—No veo cómo puedo irme a Inglaterra o Norteamérica, padre, mientras los chinos desencadenan una guerra en nuestras fronteras —dijo Jai.

—Puedo enviar a cien hombres en tu lugar —dijo Jagat.

—Pero yo no seré ninguno de ellos —replicó su hijo.

Jagat dejó la pluma sobre la mesa.

—¿Quieres destrozarme el corazón?

—No, padre. Y tú, ¿quieres destrozar el mío?

—¿Cómo podría? Tu corazón es de mármol.

—Entonces es un corazón Rajput, extraído directamente de nuestras montañas. No me olvido de nuestros antepasados. Llegaron a gobernar toda la India, ¿no es verdad, padre? Si nosotros no encabezamos la resistencia, ¿quién luchará?

Jagat no contestó. Jai continuó hablando impetuosamente:

—Me avergonzaría si no hubiese sido el primero de la escuela en presentarme voluntario. Todos mis compañeros esperaban eso de mí. Soy un Rajput. He recibido entrenamiento de oficial. Ellos me seguirán, pero yo no tengo por qué seguir a nadie.

Jagat suspiró.

—¡Igual que mi viejo abuelo, que murió antes de que tú nacieras! Le recuerdo muy bien… Yo tenía casi tu edad cuando murió en mil novecientos treinta después de haber organizado un bonito jaleo con motivo de la ceremonia de coronación del Príncipe de Gales en Durbar. Soliviantó a toda la familia, a toda la India en realidad. ¡Se negó de plano a ser presentado al Príncipe después del Nizam! El Sol Batistri no le permitía pasar por semejante ofensa, y él siempre se había guiado por nuestras cámaras parlamentarias, la de los Lores, formada por los dieciséis Rajputs Amirs de más alto rango, y la de los Comunes, con los otros treinta Rajputs Amirs. ¿Sabes que el Sol…?

Jai sonrió.

—¿Por qué crees necesario explicarme lo que es Sol Batistri?

Jagat suspiró.

—Dios… ¡y pensar que todo eso ha pasado a la historia! En cualquier caso, un funcionario de alto rango comprendió que mi abuelo tenía que reunirse con el Príncipe de alguna forma y consiguió convencerle para que le viera en Bombay. El gobierno estaba asustado, pero afortunadamente fue el mismo príncipe inglés quien se encargó de resolver el problema. Recibió a mi abuelo a bordo de su barco que era técnicamente territorio inglés, y mi abuelo se quedó tan contento. ¿No te había contado nunca esta historia?

—Sí, padre.

—¿Ah, sí?

—Contribuyó a que me decidiera a alistarme, padre —dijo Jai sonriendo.

Jagat apartó su mirada de aquella sonrisa encantadora.

—¡Es innecesario luchar contra los chinos! Estamos negociando con ellos como lo venimos haciendo desde mi novecientos cincuenta y cuatro, cuando sus mapas empezaron a mostrar líneas fronterizas inexactas. Al fin y al cabo, no somos occidentales que se lancen alegremente a la guerra. Nuestras tradiciones son diferentes.

—Sí, ¿y qué dicen de eso los chinos? —preguntó Jai—. Dicen que los mapas son viejos mapas nacionalistas y que no tienen tiempo de revisarlos. Pues bien, ¡mienten! Han tenido mucho tiempo. Además, se quejaron aquel mismo año de que nuestras tropas estaban en Barahoti, en el Uttar Pradesh. Eso está al sur del Paso de Niti y ha sido siempre nuestro país. Y un año después, a pesar de que nuestro gobierno negara los hechos, las tropas chinas lo invadieron.

—Conoces bien tu historia —refunfuñó Jagat.

—Sí, la conozco bien y tengo buena memoria también —replicó Jai—. Escuché tu conversación con el primer ministro, cuando me llevaste a Nueva Delhi. Y recuerdo que dos años más tarde el primer ministro chino dijo que su gobierno reconocía la línea McMahon en Birmania. ¡Pero hace tres años, después de tantas y tantas inacabables conversaciones entre nuestros dos gobiernos, esos mismos chinos alegaron que las fronteras no se habían fijado nunca definitivamente, que nunca habían reconocido la línea McMahon y que era necesario revisar los mapas! ¿Qué se puede hacer con semejante gente, si no es luchar? ¡Reclaman cincuenta mil millas cuadradas de nuestro territorio! ¿Es que vamos a tolerar eso? Algunos soldados de nuestras patrullas fronterizas han perdido la vida. Mientras tanto, los chinos han terminado la carretera que enlaza el Tibet con Sinkiang, una carretera que atraviesa la región de Chin Aksai, al nordeste de Ladakh… ¡en nuestra tierra! ¿Y qué ha pasado con todos los argumentos esgrimidos durante los dos últimos años? ¿Es que no hay ya suficientes pruebas de que los chinos hacen lo que quieren? Te digo que están llenos de mentiras y firmemente decididos a apoderarse de esos territorios. Éste es el año decisivo y quiero tomar parte en la gran prueba. Están otra vez en Ladakh, en la región de Chip Chap, con sus avanzadillas. Hay que detenerlos.

—Llevas boñigas de camello en los zapatos —dijo Jagat.

Mientras hablaba su hijo había bajado la vista y observaba ahora las suelas de los modernos zapatos ingleses que llevaba Jai sobre los calcetines blancos.

—¡Qué! —exclamó Jai. Se inclinó rápidamente para examinarlos—. Buen Dios, padre, ¡en qué estado están nuestras calles! Realmente, deberías hacer algo. Caminé sólo unas cuantas yardas fuera de las puertas de palacio. Quería pasar por el lago para ver si mi motora estaba allí. Antes no solía utilizarla nadie, salvo tú. ¿Y qué hago ahora?

Jagat tocó un timbre que había sobre su mesa. Inmediatamente apareció un criado. Jai extendió el pie derecho.

—Quítame el zapato y límpialo.

—Sí, sahib.

El criado se inclinó, sacó suavemente el zapato y salió.

—Será mejor que tire estos zapatos —se quejó Jai—. Los camellos son tan apestosos.

—¿Qué será de ti en el campo de batalla, remilgado jovencito? —dijo Jagat riendo—. Te contaré otra historia de la familia mientras esperas a que te traigan el zapato, si tu madre no te la ha contado ya. El Rana de Sadhari, que era el jefe Jhala de uno de los maharanás de aquí, se ganó hasta tal punto el favor del Maharaná que el buen viejo le dio a una de sus hijas por esposa. La novia llegó a Sadhari con gran pompa. El Rana estaba deseando saber si pensaba comportarse como una buena esposa hindú, suave y sumisa, o como una princesa. Por la noche, cuando se quedó a solas con ella en la terraza, pidió que le trajera un ascua del brasero para encender su pipa. Ella declaró inmediatamente que nunca realizaría trabajos de criada. El Rana insistió y entonces ella se levantó, se metió en la carroza que la estaba esperando y se marchó con todo su séquito.

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