Mandala

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I

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»La princesa, de nuevo en su hogar, le contó la historia a su madre, la cual, indignada, fue a ver al Maharaná y le pidió permiso para anular el compromiso matrimonial. El Maharaná era como tu abuelo… ¡no me atreveré a decir que como yo, desde luego! No dijo nada, pero se fue ante el Sol Batistri, y el Rana de Sadhari, que era uno de sus miembros, fue convocado. Supongo que para entonces el hombre estaba bastante arrepentido del revuelo que había levantado porque se presentó en actitud humilde. Mi antepasado, sin embargo, le invitó a pasear con él por un estrecho corredor —supongo que te acordarás de él; es ese lugar donde te gustaba esconderte de niño; ya sabes que sólo puede pasar un hombre— y a través de él llegaron al patio, al que daba entonces el zenana de las mujeres, cosa que ahora no ocurre. Mi abuelo había ordenado que colocaran unas pantuflas en cierto lugar

»—Ponte tus pantuflas —le dijo al Rana.

»Naturalmente, no logró encontrar las pantuflas, así que mi abuelo fue al lugar donde estaban, las cogió, sacudió el polvo que tenían encima y se las presentó a su yerno, el cual, terriblemente avergonzado, se deshizo en disculpas. Pero mi abuelo dijo completamente sereno: «No somos señor y súbdito aquí. Tú eres mi yerno y según nuestras escrituras debo tratarte con respeto, cosa que hago». Ni que decir tiene que la princesa estaba contemplándolo todo desde una de las ventanas del zenana y declaró en seguida que ella no podía ser distinta que su noble padre, por lo que se presentó ante el Rana, volvió con él a su nuevo hogar y cumplió allí con todos sus deberes de esposa.

Jai había escuchado la historia con una sonrisa de ligera superioridad.

—Sí, mi madre me ha contado también esa historia.

—Pues has sido muy cortés al no interrumpirme —replicó Jagat.

—Salgo mañana para el frente —dijo Jai suavemente. Padre e hijo se miraron a los ojos.

—Muy bien, hijo mío —dijo Jagat—. Ahora ve a ver a tu madre.

* * *

Moti estaba sentada en la terraza bajo un árbol que algún antepasado había plantado tres siglos antes. Era un ejemplar enorme. El diámetro del tronco era objeto de conjeturas, pues nadie se había sentido con energías suficientes para medirlo y, además, era más interesante sospecharlo que saberlo. Aquel día se había levantado más temprano que de costumbre. Sabía que Jai se encontraba en el palacio y que querría verla lo antes posible.

Estaba tomando uno de sus raros desayunos europeos a base de café, tostadas y conservas —una costumbre que había aprendido en su niñez de su institutriz francesa—, a los que añadía únicamente fruta fresca del tiempo.

Estaba sola, pues no consideraba a los criados como presencia humana, y pensativa, como de costumbre. Reflexionaba sobre las relaciones de una mujer con un hijo que ya se ha hecho hombre. Porque no había duda de que Jai era ya un hombre. Sus criadas le habían traído alentadoras noticias de él, y aunque estaba casi segura de que no tenía aún ataduras sentimentales, sabía que durante su estancia en Bombay había conocido a una bonita actriz en una fiesta de un hotel de Playa Juhu frecuentado por gente de teatro y que algo había ocurrido. «Algo» entre un hombre y una mujer sólo puede significar una cosa, por supuesto. No se sentía celosa, simplemente relegada. Había hecho todo lo que estaba de su parte por convertir a aquel voluntarioso chiquillo en un hombre bueno, aunque no estaba muy segura de la definición de bondad en un hombre. En cuanto a las mujeres, la bondad es algo sencillo. Sus límites son la castidad antes del matrimonio y la fidelidad después. Le daban bastante pena los hombres, siempre a merced de sus instintos físicos. ¡Pobre Jai, tan impulsivo, tan sincero! ¿La seguiría queriendo? A un hijo le debía resultar bastante difícil definir sus sentimientos respecto a su madre como mujer. Llevaban años sin estrecho contacto, desde que se había ido al colegio, y sobre todo a aquel colegio inglés cuyos hábitos y tradiciones eran los de la clase superior inglesa.

Entonces le vio, de pie en el umbral, y se quedó atónita al comprobar lo guapo que estaba. Naturalmente, la barba era sólo una afectación juvenil, pero no por ello dejaba de constituir un signo de virilidad. Su rostro aún conservaba algo de la redondez típica del niño, pero ya se percibían en él los enérgicos ángulos del varón. Los ojos color avellana, grandes y expresivos, estaban enmarcados por unas largas pestañas y unas cejas bien dibujadas.

—Entra, hijo —dijo.

Jai avanzó unos pasos y se detuvo para saludar a su madre con las palmas unidas en el tradicional pranam.

—Buenos días, madre. ¿Estás tan bien como me dice tu aspecto? Espero que sí.

—Estoy bien, gracias.

Indicó a un criado con un gesto que sirviera café a Jai, pero éste no quiso.

—Gracias, no… Aún no he aprendido a beber ese brebaje. Tomaré una taza de té.

El criado desapareció y él continuó examinando a su madre con una mirada apreciativa. El delicado rostro de Moti adquiría una extraña viveza a la sombra del gigantesco árbol. Nunca había pensado en ella como mujer, ni siquiera como en algo distinto de sí mismo. Ahora cayó en la cuenta, con una ligera sensación de asombro, que ella tenía una existencia completamente diferenciada de la suya, una vida propia e independiente de su propia vida. Su sentido de la justicia le obligaba a admitir que ella tenía perfecto derecho a ello como individuo, sobre todo si se tenía en cuenta que él no sentía ya ninguna necesidad particular de ella salvo el que se encontrara en palacio cuando llegaba. Todos los años Moti pasaba un mes en su hogar natal de Jaipur, y él entonces la echaba de menos.

—Jai —preguntó ella de pronto—, ¿no tienes intención de casarte?

—No, madre.

—¿Por qué no?

—Porque quiero ir al frente, libre y sin preocupaciones.

—¿Y qué pasará si te matan y tu padre se queda sin heredero?

—¿Qué importa eso, ahora que ya no somos gobernantes de nuestro Estado?

—Le importa a tus padres.

No respondió. Moti estaba pelando un higo con un cuchillo de plata.

—Realmente, no puedo preocuparme por esas cosas en este momento —dijo Jai al fin.

—¡Cómo podrías! ¡En una época en que deberías pensar sólo en el amor, piensas en matar y combatir! Si volvieras y me dijeras que habías matado a un solo chino, me sentiría incapaz de tocar tus manos.

—Lo siento, madre. Intentaré matar a tantos chinos como pueda, antes de que ellos me maten a mí.

—Me disgusta esta conversación —dijo Moti abruptamente y dejó el higo sobre el plato.

Pero un momento después lo volvió a coger y empezó a comérselo cortando finas rodajas. Jai casi podía ver el cerebro de su madre buscando afanosamente argumentos para convencerle.

—El gobierno dice que aún desea celebrar conversaciones con los chinos a cualquier nivel. ¿Por qué, entonces, te sientes obligado a cargar con la responsabilidad de retrasar tus estudios y convertirte en soldado?

Jai no pudo seguir sentado. Empezó a pasear arriba y abajo ante su madre, lanzándole las palabras por encima de los hombros.

—Madre, cuando coges un periódico, lees sólo lo que te gusta leer. ¿No sabes que hace sólo cuatro días, el ocho de septiembre de este año de mil novecientos sesenta y dos, para ser más exactos… una fecha histórica, madre, y por eso insisto tanto en ella… no sabes que los chinos se metieron en Thaga La…?

—Pues claro que lo sé. —Su voz era impetuosa y sus ojos brillaban—, pero también leí que el gobierno sugiere, para evitar ulteriores problemas, que ambas partes se retiren de la región de Ladakh, donde, después de todo, se están produciendo los choques importantes.

—¡Propuesta rechazada por los chinos! —Se detuvo ante ella—. Y hoy nuestro gobierno declara que no puede haber conversaciones hasta que los chinos se retiren de las posiciones que ocupan gracias a la agresión. ¿Es que no te das cuenta, madre, que los chinos no tienen intención de retirarse?

Moti renunció definitivamente a comerse el higo.

—Pero ¿por qué?

Estaba derrotada. Jai lo comprendió. El fuego de sus ojos se había apagado y sus dedos temblaban cuando los metió en un cuenco de cristal lleno de agua y los secó después en una servilleta de lino.

—Eres hijo de tu padre —dijo—. Harás exactamente lo que te venga en gana. No sé por qué sigo preocupándome por ninguno de los dos.

En aquel momento deseaba que su hijo se fuera. En cuanto desapareciera de su vista, iría a su habitación y se pondría a escribir una de sus largas e introspectivas cartas al padre Francis Paul. Le preguntaría qué deberes tiene una mujer hacia un hombre que ha sido su hijo, pero que ahora exige su independencia. ¿Acaso no había hecho todo lo que estaba de su parte? Mientras fue un niño, ella se había esforzado al máximo en inculcarle la ternura hacia todas las criaturas vivas. Le había enseñado que no se debe molestar ni siquiera a los pájaros en sus nidos. Se les debía dejar que los construyeran en paz, que depositaran en ellos sus huevos, que cuidaran allí a sus crías, incluso en los casos en que eso supusiera una molestia para nosotros, como, por ejemplo, las golondrinas que se habían encaprichado del gran candelabro de cristal que había sobre la mesa del comedor, capricho que, desde luego, había resultado muy inconveniente.

—Madre, ¿por qué sonríes? —preguntó Jai.

Ahora era él quien comía higos. Los pelaba con los dedos y se los metía enteros en la boca.

—Estaba pensando en aquellas golondrinas que anidaron en el candelabro del comedor. ¿Te acuerdas?

Jai se echó a reír

—¿Cómo podría olvidarlo? Nunca supe lo que iba a ocurrir hasta que el viejo Rodríguez colgó una tela de mosquitero debajo del candelabro. Pero tú no consentiste que nadie tocara el nido. Y puedo asegurarte, madre, que a Rodríguez no le volverá a ocurrir nada semejante. A la primavera siguiente encontró el medio de hacer comprender a las golondrinas que no eran bien recibidas.

—¿Fue eso lo que pasó? Me pregunté durante mucho tiempo por qué no habrían vuelto. Creo que me sentí bastante dolida.

—Ya ves, madre —dijo Jai con la boca llena de higos—, está muy bien para las señoras como tú tener esos dulces principios, pero la realidad es que todos nosotros hemos ideado continuamente procedimientos que hicieran posible el que tú continuaras con tus ideas. Alguien debe espantar a los pájaros en secreto, alguien debía matar a los mosquitos y las serpientes, disparar a los tigres y luchar con los chinos, si es que queremos seguir viviendo. Rodríguez podía hacerlo secretamente con las golondrinas, pero yo no puedo hacer la guerra en secreto, madre. Así que dame tu bendición y déjame ir. No sé cuándo volveré a verte.

Moti se levantó, incapaz de hablar por culpa del nudo que tenía en la garganta. Acarició las mejillas de su hijo, le bajó suavemente la cabeza y besó su frente en señal de bendición.

Cuando él se marchó experimentó una sensación de soledad tan intensa que casi resultaba insoportable. ¿Era un mal presagio? ¿Anunciaba tal vez la muerte de Jai? ¡No, eso era absurdo! Tenía una salud perfecta. Pasarían semanas antes de encontrarse en peligro, semanas de preparación y entrenamiento. La guerra podía haber acabado para entonces. Y sin embargo, este nuevo sentimiento era diferente de su habitual sensación de soledad. Era muy profundo, como si estuviera muriendo una parte de su propio ser, como si ya no fuese a ser nunca ella misma. En todo el mundo no tenía a nadie con quien poder hablar. Rodeada siempre de gente, estaba sola y ningún dios se encontraba cerca. Deseaba un solo dios como tenían los cristianos, pues entre las múltiples divinidades hindúes era difícil encontrar la identidad central que necesitaba. ¿Dónde estaba ella en la sagrada trinidad de Siva el Creador, Siva el Preservador y Siva el Destructor? Debía existir un espíritu más definitivo, menos acaparador, alguien a quien poder rogar simplemente una orientación. Era atrayente creer, como creía el padre Francis Paul, que existía un Padre, un Dios supremo, que se ocupaba de ti incluso cuando sólo estabas, como ella, en un pequeño apuro. Pero ¿sentiría ella esa necesidad, de no conocer al padre Francis Paul? Nunca se había engañado a sí misma y era cierto que nunca se había considerado una persona solitaria hasta que el padre Francis Paul llegó por primera vez a palacio. Nunca había pensado en sí misma mucho más que en cualquier otra cosa; se había considerado como alguien que ocupaba el lugar que le correspondía en la compleja vida del palacio. En realidad, habían hablado muy poco hasta que ella empezó a escribirle aquellas largas y difusas cartas, y ahora, cuando él la visitaba, discutían únicamente las cuestiones que había planteado en la última carta. Tampoco es que escribiera con mucha frecuencia, pues aún se mostraba algo reservada con él, siendo como era tímida por naturaleza, propensa a evadirse en el silencio o incluso en una de sus abruptas retiradas. A veces la hería de una forma que ella no acababa de comprender bien, por ejemplo, cuando defendía a Jagat en su presencia. Él nunca permitía que le reprochara algo a Jagat ni siquiera su afición a la caza de tigres y osos salvajes.

—Su Alteza debe tomar sus propias decisiones —decía el padre Francis Paul.

Siempre decía «Su Alteza» cuando hablaba de Jagat, y aunque no sabía imaginar qué otro tratamiento podía utilizar, decir «Su Alteza» era casi censurarla, como si ella hubiese actuado en algo contra su propia estimación, y no podía soportar un reproche de alguien tan dulce como el padre Francis Paul. Era amable hasta la ternura, y ternura era lo que faltaba en su vida.

Aquella palabra actuó sobre ella como un impulso. Se levantó y se retiró a sus habitaciones, con el blanco sari flotando a su alrededor. Una vez allí, cerró la puerta, se sentó ante su escritorio de palo de rosa y cogió la pluma.

¿Qué debo hacer? —escribió, sin saludo previo, como hacía siempre—. Mi hijo se va a la guerra… ¡mi único hijo!

Tras dejar a su madre, Jai se fue derecho a ver a Veera. La encontró en su sala de estar, comiendo un sustancioso desayuno inglés a base de huevos y tocino. La indumentaria también era inglesa, un vestido veraniego de muselina india, verde como las hojas en primavera. Era bonita, concedió Jai, y se dio cuenta con cierta sorpresa que nunca había pensado así antes. Se sentó en el sillón más cómodo.

—¿Eres feliz con lo de Raj? —preguntó de buenas a primeras.

—¿Por qué lo preguntas? —contestó ella.

Estaba extendiendo mermelada india de naranja sobre una pequeña tostada.

Jai la miró inquisitivamente.

—Tienes aspecto de estar enamorada.

—Y cómo sabes tú cuál es el aspecto que deben tener las chicas cuando están enamoradas, ¿eh? ¡Me gustaría que tuviéramos de nuevo buena mermelada inglesa!

—¡Qué poco patriótica eres… justo cuando he decidido alistarme!

—¿Se lo has dicho a nuestra madre?

—¡Ahora mismo! Está disgustada.

—Por supuesto. Siempre has sido su favorito.

—Tonterías. No tiene favoritos. Y si tiene alguno, eres tú.

—Eso sí que es una tontería. Ninguna hija es la favorita de su madre. Ese lugar está reservado siempre al hijo. ¿Por qué decidiste alistarte?

—No lo sé. Bueno, sí. Es una de las pocas cosas definidas que uno puede hacer. Es difícil encontrar algo definido en estos tiempos. Todo es un batiburrillo donde se mezclan lo viejo y lo nuevo, ¡cómo padre convirtiendo en hotel el palacio del lago! ¿Has visto a ese americano?

Veera le dedicó una mirada maliciosa y tímida al mismo tiempo.

—Él me ha visto a mí.

—¿Y…?

—Nada.

—¿Crees que le gustó lo que vio?

—Supongo que sí.

—¿Y Raj?

—¿Cómo voy a adivinar lo que piensa Raj? Además, él no lo sabe.

—¿Es que hay algo que saber?

—Por supuesto que no. ¿Cómo podría haberlo?

—Entonces, ¿de qué estamos hablando?

—De nada.

—De nada definido. A eso me refería antes. Nunca encuentras nada definido en la India.

Se levantó inquieto y fue a la ventana. El paisaje era el mismo que había visto toda su vida, pero hoy le sorprendió con una belleza que no había captado antes. El lago, bordeado por las grises montañas del desierto, estaba azul bajo el cielo azul, y en su centro el palacio de mármol resplandecía más blanco que las nieves del Himalaya. Recordó el palacio cuando era niño, cuando su abuelo se pasaba allí los veranos rodeado por sus concubinas, mientras su esposa, la anterior Maharaní, permanecía en el palacio de invierno… en bien de la paz, como declaraba siempre. ¡Santa paciencia la de estas mujeres indias! ¿Qué esposa de hoy día aceptaría tan resignadamente las aventuras amorosas del hombre? Y sin embargo, aquella herencia explicaba quizá la extraña pasividad de las modernas mujeres indias. Las mujeres seguían esperando, a veces de por vida, que las cortejaran. No se les pasaba por la cabeza intentar modelar su vida con iniciativas propias. ¡Ni siquiera Veera! Jai pensó en las otras jóvenes que conocía; pensó en Sehra, cuando la conoció en Bombay, a donde él iba siempre que le era posible a pasar al menos parte de sus vacaciones en el gran hotel nuevo de Playa Juhu. La había conocido allí un domingo. Naturalmente, iba acompañada de su familia: su madre, una mujer fuerte y de buen carácter, su padre, jefe de alguna oficina gubernamental, y sus hermanos y hermanas más jóvenes que ella. Era bastante usual que las familias salieran de la ciudad los domingos para pasar el día en Playa Juhu, y las más acomodadas comían en el hotel. Aquel día él había estado nadando, y al volver a su habitación había visto a Sehra, una esbelta y bella muchacha vestida con un sari rosa. Cuando bajó de nuevo, enfundado en un fresco traje de lino, se sentó en una mesa al aire libre, cerca de la que ocupaba la familia de Sehra, y pronto encontró una excusa para presentarse y trabar conversación. Después había ido dos veces a su hogar, una gran casa rodeada de jardines y situada frente al mar.

—¿Estás enamorado? —preguntó ahora Veera.

Jai volvió a la realidad, sobresaltado por la exactitud de aquella verdad.

—Eso es precisamente lo que me estoy preguntando.

—¿Quién es?

—Sehra Lall.

—No la conozco.

—Apenas si la conozco yo. Es bastante bella, desde luego.

—¿Tipo indio?

—Sí… pero de la nueva India.

—¿Delhi o Bombay?

—Bombay.

—¿Quieres casarte con ella?

—No, aunque seguramente hubiera querido, de no haberme alistado. Quiero decir… que es demasiado pronto incluso en circunstancias normales. Además, me marcharé al extranjero.

—Nuestros padres quieren que te cases antes de que te vayas, ¿verdad?

—Eso ya no es tan importante como antes. Ahora no hay ningún problema de sucesión.

—Ah, ya no somos reyes… ¡no, realmente! ¿Echas de menos eso, Príncipe Jai?

—Sí, en cierto modo. Y no… porque ahora me siento libre.

—¿Verás a Sehra antes de marcharte?

—Creo que sí. Por mi propio bien.

Se sentó. Los dos hermanos permanecieron unos instantes mirándose, en un franco intercambio. Luego Jai dijo:

—Quiero que me digas si realmente amas a Raj.

Veera agitó impacientemente su mano izquierda. El enorme diamante que llevaba en el tercer dedo brilló a la luz del sol.

—El problema es si le amaré cuando tenga oportunidad de hacerlo.

—¿Te resulta repulsivo?

—¿Por qué iba a resultarme repulsivo?

—¡Esos mechones de pelo que tiene en las orejas!

Veera se echó a reír.

—Oh, eso…

—¿No?

—Jai, ¿por qué me presionas? ¡Mírate tus orejas!

—Te tengo bastante cariño, ya sabes.

—¿Es que nos vamos a poner sentimentales ahora? Nunca lo hicimos.

—No, pero justo ahora me siento más sensible, quizá. Me gustaría marcharme pensando que todos se sienten felices aquí.

—¿Y cómo voy a saber yo si todo va bien? Estoy acabando una parte de mi vida y empezando otra. Es mi último año de colegio.

—¿Cuándo piensas casarte con Raj?

—Pronto, supongo… a menos que decida que no…

—¿Hay muchas posibilidades?

—No, creo que no. No hay nadie mejor… en mi horizonte, al menos.

—¿Has excluido de tu mente la necesidad de amar?

—Oh, imagino que le amaré. Una vez casada con él, no habrá otra posibilidad.

—Y ahora, ¿hay otra posibilidad?

—¿Cómo lo sabes?

Era una conversación muy poco satisfactoria, y Jai decidió poner punto final.

—Creo que debo irme, Veera. Escríbeme.

Se levantó, se acercó a ella, y Veera estrechó su mano entre las suyas.

* * *

El sol se hundía en el Océano Índico cuando Jai salió de las suaves olas para reunirse con Sehra Lall. Ella estaba sentada con sus padres en una de las mesitas de mármol de la terraza del hotel.

—Esperas siempre hasta el último momento —se quejó ella mientras Jai aceptaba una bata de un criado y se sentaba a su lado.

—Discúlpenos —dijo el padre de Sehra—. Vamos a dar un pequeño paseo.

Hizo un gesto con la cabeza a su esposa, que le siguió, una mujer grande y silenciosa con un sari blanco y el canoso cabello apartado de su pálido rostro.

Sehra se echó a reír.

—¡Pobres padres los de hoy! Están tan ansiosos de ser modernos —y se resisten tanto a concedemos la libertad— siempre dentro de los límites aceptables, por supuesto. Jai, dime por qué te gusta asustarme cuando nadas.

Él alzó su rostro cubierto aún de agua salada y se secó con la toalla que le ofrecía el criado.

—¿Estás asustada?

—Pues claro que lo estoy. Ya sabes lo peligrosa que es esta bahía. En cuanto cambia la marea la corriente te arrastra irremediablemente mar adentro. No hay hombre capaz de nadar lo bastante aprisa para ganar la costa. Es la marea más fuerte del mundo. A pesar de lo bien que nadas, por poco no puedes volver a tierra. Vi perfectamente el agua batiendo fuerte contra tus piernas cuando saliste.

—Es natural en ti el asustarte.

—No puedo evitarlo.

La ocasión se convirtió bruscamente en muy significativa. Ahora le había llegado el momento de pronunciar las palabras que le ligarían a ella, darle algo propio a lo que regresar, y si no regresaba nunca, algo propio sobre lo que llorar. Sehra estaba hoy muy bella, más bella que de costumbre, con el viento húmedo y salado rizándole los cabellos sobre el rostro. Si estuviera seguro de que moriría en combate, hablaría inmediatamente. Extendería sus manos y tomaría las suyas. Pero no podía estar seguro de la muerte y, si vivía para regresar, no estaba seguro de que ella fuese a quien quería regresar. Sin embargo, el hecho de que partía dentro de unas horas, impregnaba su encuentro de una sensación de urgencia. Estaría a solas con ella un rato solamente. Si tenía algo que decir, debía decirlo ahora. Apoyó sus brazos en la mesa y acercó el rostro al de ella.

—Sehra, estoy tan cerca de enamorarme de ti…

Hizo una pausa, y ella esperó, con sus ojos grandes y oscuros.

—Necesito mucho decirte que te amo, quizá porque estoy a punto de marcharme y porque no sé si volveré algún día. No sé lo que ocurrirá si vuelvo, pero desde luego seré una persona completamente distinta de la que soy ahora. A lo mejor, entonces no te gusto.

Ella habló, en voz baja.

—Siempre me gustarás… no importa como seas. Yo siempre… te amaré.

Jai no pudo contestar. ¿Qué ha de hacer un hombre para rechazar un regalo? Ella le estaba ofreciendo su corazón, un corazón humano, un corazón de mujer. En aquellos últimos días él estaba buscando un significado a su vida. ¡Seguramente había un significado por encima de su lucha con los chinos en las montañas de la frontera! Quizá ese significado estuviera en los trillados caminos de la felicidad entre hombres y mujeres. Si él volvía a Sehra, ella le haría feliz recorriendo ese camino. Tendrían hijos, niños maravillosos de grandes y líquidos ojos oscuros, de rizos negros. Si él volvía sano y salvo…

De pronto se dio cuenta de que aquélla no era la vida que quería. Puso su mano suavemente sobre las suyas.

—Gracias —dijo—. Nunca olvidaré lo que me has dicho.

Sus padres volvieron antes de que ella pudiera contestar, y Jai retiró su mano.

—Vamos, Sehra —ordenó el padre—. Se ha levantado el viento nocturno del mar y tu madre va a coger un resfriado.

Se fueron. Sehra volvió la cabeza para lanzarle una última y angustiada mirada. La luz del crepúsculo se extinguía gradualmente.

Sintió el frío viento sobre su carne como un mal presagio que se introdujera reptando en su corazón, pero él se negó a aceptarlo. Mañana por la mañana, al alba, saldría para el campamento. Seis semanas de entrenamiento básico y estaría listo para combatir en Ladakh. ¡Seis semanas!

* * *

—No me gusta nada esto —dijo Jagat.

Habían pasado ya varias semanas desde que Jai partió para el frente. Las cosechas de otoño se recogían en los campos y los vientos otoñales enfriaban el aire del desierto. Era difícil creer que Jai estaba luchando entre las nieves del Himalaya. Apartó el compacto libro que el Director de Economía y Estadística le había enviado unos días antes.

—Señor, ha sido un año muy seco —dijo el director

Jagat cogió nuevamente el libro y leyó en voz alta.

—Los cereales Rabi han bajado en un diez por ciento respecto al año pasado. Los cereales Kharif en un cinco por ciento. Las legumbres tampoco han ido mejor que el año pasado. Un descenso en la cosecha total de alimentos. Los aceites de semillas, más bajos. Las fibras, más bajas.

—Pero el capítulo de varios ha subido —insistió el director.

Era un hombrecillo gordo, vestido con una camisa y un «dhoti» de algodón blanco. La ansiedad regaba de sudor su rostro redondo. Para él todo seguía como antes. Era como si no se hubiese enterado de que el Maharaná había sido privado de su poder. El tradicional hábito del respeto y la obediencia le impulsaban a seguir sometiendo los informes anuales al que ya había dejado de ser el príncipe gobernante del Estado. Por ello no veía ninguna incongruencia en la actitud de Jagat.

—El problema está en que los proyectos de irrigación van muy retrasados —se quejó—. Mire esto… sólo han terminado el canal del Ganges. No aparece ninguna cifra este año sobre los canales de Mahi o Rajasthan…

—¡Por favor, Alteza, mire en Chambal, y también en Bhakra Nagal!

Jagat cerró el libro y lo dejó sobre la mesa.

—¡No me llame Alteza! ¡Ah, perdóneme, viejo amigo! La verdad es que estoy muy preocupado con mi hijo. Está en la frontera… y la lucha ha estallado justo en la frontera birmana. Pekín ha ordenado a sus tropas que no se detengan en la línea McMahon. La radio dijo esta mañana que había caído Lumpu. ¡Eso está diez millas al sur de la línea McMahon! Mi hijo se queja de que sus armas son anticuadas, de que nada está como es debido, de que escasean los suministros, y de que, a pesar de todo eso, tienen que continuar luchando. Nos han cogido mal preparados en todos los sentidos… y nadie peor preparado que un joven como mi hijo, la flor y nata de la India sacrificada…

No pudo seguir. El director suspiró, y se secó los ojos con el faldón de la camisa.

—Mis dos hijos también, Alteza…

Jagat extendió impulsivamente su mano derecha y estrechó la del director al modo británico. Luego la apartó rápidamente. Se sentía triste, como blando por dentro, y un poco avergonzado de aquel impulso. Era una actitud que su padre no hubiera comprendido. Ése era el problema de estos tiempos tan complicados. Uno tenía a veces modernos impulsos democráticos que sólo servían para embarazar al receptor. El director se habría ruborizado de no tener la piel tan oscura. A pesar de ello, parecía sofocado y pequeños riachuelos de sudor descendieron por sus mejillas.

—Bien, bien —dijo Jagat por decir algo—. Vea esas obras de irrigación.

El director hizo el «pranam», recogió sus papeles y salió. Jagat permaneció sentado unos instantes tras su gran mesa de palisandro cubierta por un tablero de mármol rojo, mirando desasosegado los trofeos de sus cacerías. ¡Ah, aquellas noches maravillosas que había pasado en su pabellón de caza de las colinas de Aravalli! Hora tras hora midiendo con sus pasos el terrado, mirando el paisaje a la luz de la luna, escuchando atentamente el sonido de los batidores. Cuando llegaba el momento, cuando veía los dorados ojos de la fiera brillando intensamente a través de los matorrales, ¡qué cuidado y habilidad eran necesarios para disparar al corazón, si era posible, a fin de no estropear la belleza de aquella piel felina! Era un hombre apasionado y había amado a las mujeres, pero ningún momento de pasión era comparable al instante en que su bala penetraba inexorable en el blanco y el bello animal caía, cálido y muerto, sobre la tierra. Él había entrenado a Jai para que fuera un buen deportista a la manera inglesa, pero siguiendo también las tradiciones del Rajasthan, ¿y se iba a perder eso ahora a manos de unos chinos fanáticos?

Ladakh… había estado muchas veces en Ladakh, primero con su padre y después solo para inspeccionar las plantaciones de té que tenían en las estribaciones más bajas del Himalaya. Aquellas tierras eran ancestrales. Las había comprado su tatarabuelo y resultaban enormemente rentables. Ahora quizá fuesen destruidos aquellos bellos jardines colgantes del té, plantados en laderas tan pendientes que siempre le había maravillado el que los cultivadores pudieran mantener el equilibrio. Era un espectáculo digno de verse cuando las laderas se llenaban de hombres y mujeres para la recolección, sus brillantes ropas reluciendo al cálido sol. Desgraciadamente, los chinos se habían apoderado ya del puesto del valle de Galwan, en Ladakh, y el 25 de octubre la radio anunció que las tropas indias, tras dura lucha, se habían retirado de Tawang y se había aconsejado la evacuación a los civiles. Aquellas bravas gentes, hombres transportando a sus padres, madres transportando a sus hijos, habían abandonado sus hogares y sus pertenencias para que los ejércitos indios pudieran librar la guerra sin obstáculos. Y así había empezado la batalla de Chushul que aún continuaba. En algún lugar de aquella sangrienta refriega estaba su único hijo. Él sabía que la lucha era a muerte, pues el puesto de Chushul era de inmensa importancia, una puerta de entrada a la India, y los chinos estaban recurriendo a todos los medios a su alcance para apoderarse del puesto, volcando sobre él refuerzos y más refuerzos, miles y miles de hombres de rostro huraño, duros y despiadados.

—Oh, Jai, hijo mío, hijo mío…

El corazón de Jagat se había abierto en aquel lamento. No podía soportar aquel sufrimiento. Pero tampoco podía hacer nada, nada, salvo esperar noticias de la batalla. Duraría días, quizá semanas, pues las tropas indias estaban resistiendo, tozudas y valerosas. ¡Qué egoísmo por su parte pensar sólo en Jai, cuando todos los hombres y mujeres de la India estaban sufriendo la misma agonía a causa de sus hijos! Se levantó del sillón de ébano y plata, regalo de un virrey a su abuelo, y caminó hacia las ventanas de marcos tallados en mármol, abiertas al lago, vio el palacio blanco, brillando sobre las aguas azules, una escena siempre increíble en su paz y belleza. Sobre las gradas de mármol de la puerta de la ciudad, las mujeres, en brillantes saris, se bañaban y lavaban sus ropas, el rítmico golpeteo enmudecido por la distancia. De pronto, una pequeña motora se separó del muelle de palacio, justo bajo la ventana donde se encontraba, y vio al americano, muy cargado, sentado a popa, cerca del ruidoso motor.

Jagat decidió seguirle. Hacía unos veinte días que no había visitado el reencarnado palacio. Había estado muy ocupado con los asuntos propios del otoño: visitas de los agentes, supervisión de las cosechas, distribución de las rentas y los granos. Cierto que, como se habían entregado muchas tierras al pueblo, la tarea ya no era tan gigantesca como en tiempos de su padre, cuando en cada centro de recolección debía haber un representante real para supervisar las cosechas, registrarlas y recoger la parte debida a la familia real. A pesar de ello, todavía le pertenecían algunas tierras en cuanto príncipe, y necesitaba llevar minuciosamente las cuentas ahora que sus ingresos se habían reducido tan sustancialmente. Realmente, se encontraba en una situación extraña y ambivalente. Aprobaba la abolición del poder real y la desaparición de los estados principescos. Una nación moderna no se podía construir sobre la base de unos anacrónicos regímenes autocráticos. Pero él estaba acostumbrado a ser uno de esos autócratas y tenía que refrenar continuamente sus impulsos antidemocráticos, tarea que el propio pueblo se encargaba de hacer más difícil al insistir en tratarle como a su señor, en seguir viniendo en busca de consejo después de las reuniones de los «panchayat», integrados por los viejos de las aldeas que el gobierno indio nombraba en una versión modernizada de las viejas tradiciones comunales.

Precisamente el día anterior había asistido a una de esas reuniones en una aldea situada a más diez millas de la ciudad. Se había levantado temprano, antes del alba, y había viajado a lomos de caballo por una carretera endiablada en compañía de su palafrenero y de un ayudante. Todo el mundo estaba despierto cuando entró en la aldea, las mujeres atizando la lumbre en el interior de las casas de adobes, los hombres, envueltos en capas de algodón blanco para protegerse del frío de la mañana, estaban todos en cuclillas formando una hilera en la única calle de la aldea. Jagat estaba acostumbrado a aquella costumbre aldeana de hacer las deyecciones a primera hora de la mañana, así que dio unos cuantos gritos de saludo, que despertaron a los monos grises que seguían dormidos sobre las ramas del gran banano que había junto al pozo de la aldea. Sus gritos espabilaron a los aldeanos que se alzaron inmediatamente para dedicarle algunas frases de bienvenida. Luego le rodearon e iniciaron la discusión de los problemas de la aldea, y especialmente los crímenes cometidos por un terrateniente que, por lo visto, no quería comprender que ya no era el «zamindar» y, por tanto, no contaba con poder sobre la vida y la muerte de sus antiguos súbditos.

Sí, la tradición seguía ejerciendo una poderosa influencia sobre la vida y la familia. Por eso el día anterior, cuando acabaron la reunión al mediodía, los aldeanos se empeñaron en que se quedara a una boda y él había tenido que ceder ante la presión de aquellas morenas manos sobre sus brazos y hombros.

—Quédate con nosotros, Rana —pedían las voces.

Y él se quedó para asombrarse de lo poco que habían cambiado las viejas costumbres. La espada ya había sido enviada al hogar de la novia, según la costumbre de Rajput, y ella, tras casarse con la espada, fue transportada al hogar del novio donde se celebró la ceremonia con el fasto acostumbrado. El novio era muy joven y en el último minuto se produjo cierta conmoción porque no podían encontrarlo por ninguna parte. Al fin dieron con él. Estaba jugando con un amigo en una colina de las afueras de la aldea. Lo trajeron a toda prisa, lo metieron en el baño, le pusieron las ropas de boda y lo subieron al caballo que esperaba impaciente en la entrada.

Jagat había contemplado el espectáculo entre divertido y nostálgico. Nada había cambiado en la aldea. En cambio, todo cambiaba en su palacio. Sentía también profundos cambios en sí mismo, aunque no era plenamente consciente de su profundidad. Estaba inquieto. Dio unas palmadas. Cuando apareció el criado, dio una orden.

—Voy al palacio del lago.

Unos minutos después estaba en su motora. Vio en el otro extremo del lago los oscuros lomos de los cocodrilos y sus fauces abiertas para recoger la comida que les arrojaba un hombre. Recordó entonces la orden que había dado días antes.

Se volvió al barquero y le preguntó:

—¿No dije que no se echara más comida a los cocodrilos? Deseo que mueran.

—Sí, Alteza, usted lo dijo —replicó el hombre—, pero si no los alimentamos, no se morirán, sino que se comerán a nuestros hijos. Incluso atacarán a nuestras mujeres mientras se bañan o lavan la ropa. Recuerde, Alteza, que en tiempos de su padre murió un cocodrilo y cuando le abrieron el vientre lo encontraron lleno de joyas y brazaletes.

Jagat se impacientó.

—Pues tenemos que deshacemos de esos monstruos antes de que el hotel se abra a los huéspedes. Si a un cocodrilo se le ocurre comerse a un solo americano, se armará tal barullo en todo el mundo que nos arruinaremos.

—Sí, Alteza —convino el hombre pacíficamente.

No se dijo una palabra más sobre el asunto, pero Jagat sabía muy bien que los cocodrilos seguirían allí por los siglos de los siglos, a menos que él se encargara personalmente de cazar a las viejas y sagradas bestias. Pero él tampoco haría nada a menos que se viera obligado por alguna desgracia. Mientras tanto, los cocodrilos seguirían recibiendo la comida todos los días y él tendría que resignarse a ello con contenida desesperación. En medio de tanto cambio, seguía existiendo algo inalterado e inalterable en sí mismo y en su pueblo. La conciencia de aquel hecho le produjo cierta irritación.

—¿Se ha reunido la madera necesaria para destilar el vino de rosas?

—Lo comprobaré, Alteza —contestó el hombre con su inalterable tranquilidad.

Jagat no replicó. Un desagradable recuerdo cruzó por su mente. Ese sacerdote inglés, el padre Francis Paul, bebía el vino de rosas con franco placer, y Jagat se acordó en ese momento de que el vino de rosas contenía una respetable concentración de un afrodisíaco tan costoso que ya en tiempos de su padre, cuando el dinero tenía mucho más valor que ahora, una sola botella les hubiera costado doscientas rupias si hubieran tenido que comprar el vino, en lugar de fabricarlo ellos mismos. Tendría que avisar al sacerdote en su próxima visita del peligro que encerraba aquel vino. ¿No era ya el celibato bastante difícil para un sacerdote? ¿Podía consentir que un religioso que visitaba a su propia esposa para proporcionarle consuelo espiritual bebiera un licor de tan fuerte poder afrodisíaco como el famoso vino de rosas de Jam Vibhaji? Ese Jam Vibhaji fue el mismo hombre que, además de los alimentos ordinarios, tomaba en las comidas el tuétano de dieciséis huesos. También tenía la costumbre de beber la leche de un búfalo que había sido alimentado con la leche de otros dos. Bebía el blanco líquido con placer, aunque a cualquier hombre corriente le hubiese dado una colitis fulminante al tomar un alimento tan concentrado. Jam había inventado el vino de rosas, pero incluso él lo bebía con cuidado, por miedo a comportarse de una forma excesivamente salvaje con su esposa. ¡Sería mucho mejor negarle el vino de rosas al sacerdote o, cuando menos, ordenar que lo diluyeran en secreto!

El motor se paró antes de que tomara una decisión.

La lancha atracó ante la escalinata de mármol del palacio, y Jagat saltó a tierra. El vigilante se adelantó a recibirle.

—¿Dónde está el americano?

—En la terraza grande —contestó el hombre.

Jagat penetró en el vestíbulo y subió las escaleras de mármol que conducían a la terraza abierta del primer piso. En el centro de las habitaciones, abierta sobre una columnata, estaba la terraza de mármol cuyo techo era el cielo. Allí se encontraba Bert Osgood, trabajando de pie, a la luz del sol, ante una amplia mesa, con el cuerpo desnudo hasta la cintura y los ojos protegidos por unas gafas oscuras.

—Buenos días, príncipe —saludó con su voz, sonora y alegre—. Llega usted en el momento justo. Estoy diseñando las «suites» de lujo que habrá alrededor del jardín. ¿Quiere echar un vistazo?

—Le aconsejo que se ponga la camisa —dijo Jagat—. Este sol es peligroso hasta para mí.

—Ya estoy acostumbrado.

—No lo crea.

Bert no le escuchaba. Estaba rebuscando entre sus papeles.

—Aquí está el detalle de una «suite». Utilizaré material indio para cortinas y tapicería. ¡Son bellos de verdad! Me pasé la semana pasada recorriendo tiendas de Bombay. No necesitamos conseguir materiales en ningún otro sitio, salvo en sus propios almacenes de aquí, claro. He pedido a una firma de New York que me envíen un par de decoradores de interior, personas con las que ya estoy acostumbrado a trabajar. Ellos se encargarán de todos los detalles. ¿Sabe lo que tiene en sus antiguos subterráneos? Cofres, mesas, camas, toda clase de muebles europeos, la mayoría sin desembalar siquiera… sus antepasados sabían realmente en lo que gastaban su dinero, aunque no sé por qué no lo utilizaban luego. Hay una alcoba enviada desde París, chapada en oro y en tan buen estado como el día en que llegó aquí hace cien años. Nadie se había molestado en mirarla hasta que yo la desembalé.

Jagat sonreía.

—Supongo que preferían sus propias costumbres y muebles, cuando se trataba de vivir entre ellos.

—Entonces, ¿por qué compraban todo eso?

—Simplemente para saber que estaba ahí en el caso de que quisieran usarlo. ¿Quién sabe?

—Bien, pues ha sido una suerte para usted, príncipe, porque se ahorrará un montón de dinero. Y ahora aquí tiene el informe sobre dirección y todo lo demás. He reflejado unas cuantas ideas sobre lo que más les gusta a los americanos en un hotel. Tenemos que conservar todo el encanto nativo, naturalmente, todo este ambiente tan indio, pero además ellos querrán…

Jagat le interrumpió.

—Los huéspedes indios pueden preferir algo nuevo. Después de todo, llevamos viviendo miles de años en este ambiente tan indio.

Bert tiró el lápiz sobre la mesa.

—¿Me contrató usted para que le dijera cómo convertir este nido de amor indio en un hotel para americanos o simplemente tuve un sueño?

Jagat se echó a reír.

—Está bien. Dígamelo, por favor.

Bert intentó ponerse serio. ¡Imposible no sonreír ante aquel encantador rostro indio!

—Príncipe, le perdono. Ahora bien, como ya le dije antes, he observado en los nuevos hoteles indios de Delhi y Bombay que son ustedes muy descuidados con los pequeños detalles. Pero los pequeños detalles son casi siempre los más importantes, por ejemplo, preparar las tostadas en la alcoba cuando el servicio envía el desayuno. Como le dije, los americanos recuerdan cosas como éstas y se las cuentan a sus amigos. Es importante mantener alto el nivel, especialmente con los americanos. Chaquetas en el comedor, y nada de quitarse los zapatos en la sala de baile…

Jagat le escuchaba, pero sus oscuros ojos danzaban mientras tanto de un lado para otro.

—Hay muchas vistas interesantes aquí en Rajasthan. La región está llena de historia. El fuerte de Chittor…

—Oh, seguro, usted tendrá que organizar «tours» y todo eso —dijo Bert—. Pero los americanos desearán por encima de todo lo que están acostumbrados a tener… ya sabe, baile, golf, películas, piscinas y pesca. Podría celebrar convenciones aquí de vez en cuando.

—¿Convenciones?

—Sí, los Lions o los Elks, o algo así… quizá incluso…

—¿Animales?

Oriente y Occidente se quedaron mirándose llenos de incomprensión.

—¿Quién está hablando de animales? —preguntó Bert, perplejo.

—Usted dijo leones.

—Ah, bueno. —Bert se echó a reír de buena gana—. Es una sociedad fraternal. Tenemos muchas en América.

Un barbudo sirviente con la cabeza cubierta por un alto turbante blanco apareció en el rellano de las escaleras. Traía una bandeja de plata sobre la que venía un sobre cerrado.

—Un telegrama para Su Alteza —dijo.

Jagat rasgó la envoltura. Dentro venía una tira de papel con algunas palabras en inglés.

«Muerto en acción», decían las palabras. Había también algo más como «comportamiento valeroso», pero Jagat captó únicamente el hecho eterno. Su hijo estaba muerto.

—Discúlpeme —murmuró—. Malas noticias. Debo ver a mi esposa en seguida.

* * *

—Sabía que moriría —dijo Moti.

—No podías saberlo —replicó Jagat.

Le avergonzaba perder la paciencia con ella especialmente en presencia del criado que estaba haciendo las maletas. Había alquilado un helicóptero para que le llevara inmediatamente a Ladakh, tan cerca como fuera posible de la ciudad fronteriza de Chushul, donde las tropas indias seguían combatiendo.

—Me llevaré sólo una bolsa —le dijo al criado.

—Pero, Alteza, hace mucho frío en Ladakh.

—Llevaré ropa suficiente —dijo.

—Pasarás mucho calor antes de llegar a Ladakh —dijo Moti.

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