Mandala

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I

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Jagat preferiría que ella llorara, pero no lo hacía. Ni una sola lágrima había salido de sus ojos desde que él se presentó ante ella una hora antes, con las mejillas mojadas por el llanto y el telegrama en la mano. Ella lo había cogido, lo había leído y luego se quedó mirando a su marido desde su asiento de la terraza, inmutable dentro de su sari blanco. Mientras él la miraba, esperando que rompiese en sollozos, ella giró lentamente la cabeza y se quedó inmóvil, contemplando el paisaje, los ojos como mayores y más oscuros. Luego le devolvió el telegrama sin decir palabra.

—Vamos —había dicho Jagat al fin—. Ayúdame a hacer las maletas. Tengo que salir en seguida.

Ella le siguió, pero no le ayudó. Sentada en la habitación de Jagat, se limitó a seguir mirando, los ojos secos, cómo él daba órdenes al criado. Jagat conectó la radio para oír las noticias. La voz del Primer Ministro llenó la habitación: «En este día decisivo nos enfrentamos a la mayor amenaza que hemos sufrido desde que conseguimos la independencia. Sin embargo, nos pondremos en pie y haremos frente a esa amenaza. Tenemos a nuestras espaldas la fuerza de una nación unida. Alegrémonos por ello y apliquemos todas nuestras fuerzas a la gran tarea de hoy, que es la preservación de toda nuestra libertad e integridad y la expulsión de todos los que han agredido el sagrado suelo de la India. Enfrentémonos a esta crisis no alegremente sino con el corazón duro y el semblante grave, convencidos de la justicia de nuestra lucha, confiados en la victoria final».

La bella voz se debilitó, hizo una pausa y continuó:

«Os invito a todos, cualquiera que sea la religión, partido o grupo a que pertenezcáis, a ser camaradas en esta gran lucha a la que hemos sido arrastrados. Tengo plena fe en nuestro pueblo, en la causa de nuestro país y en su futuro. Quizá ese futuro exija pruebas y sacrificios como éstos».

La voz se apagó. Jagat se había detenido involuntariamente ante el receptor y no se había dado cuenta de que Moti había salido de la habitación. Ahora volvió con algo muy pesado envuelto en el sari. Se acercó a él y dejó libre la tela de su vestido. La carga que traía cayó a sus pies en una cascada de oro, todas las joyas que poseía, los collares de oro, los pendientes, los brazaletes, los anillos… su tesoro de novia. Hasta ahora se había resistido a entregarlo a pesar de que el Ministro de Finanzas suplicaba constantemente a las mujeres que entregaran sus joyas para contribuir al esfuerzo de defensa. En realidad, Moti no había prestado mucha atención a sus demandas. Casi ni las había oído, no se consideraba parte integrante del pueblo. Más de una vez Jagat había sentido deseos de decirle: «Pero, Moti, precisamente porque eres la Maharaní debes dar ejemplo a todas las mujeres del Rajasthan». Sin embargo, siempre se había refrenado por una especie de delicadeza, limitándose a doblar sus contribuciones en dinero.

Ahora, al ver aquella masa centelleante sobre el suelo de mármol, sintió que se le partía el corazón. La abrazó apretándola fuertemente contra su pecho. Estaba a medio vestir y sintió la mejilla de su mujer, húmeda por las lágrimas, contra su carne desnuda. Bajó la vista y vio que, por fin, lloraba.

—Llora, llora, querida mía —dijo Jagat en voz baja.

Entonces, como atendiendo su ruego, Moti rompió a sollozar violentamente. El criado se había colocado de cara a la pared para dejarlos en la intimidad.

Luego, incapaz de soportar serenamente aquello, empezó a gemir él también y salió corriendo de la habitación.

A solas con su esposa, Jagat sintió que eran un solo ser en el dolor, como no lo habían sido nunca en la pasión del amor conyugal. Aquello que habían creado entre los dos, su único hijo, ya no existía. ¿Qué significaba eso? Aquella pregunta se introdujo en su mente para atormentarle. ¿Persistiría esa unicidad una vez pasado el dolor o todo volvería a ser como antes entre ellos, dejándoles eternamente separados?

—Llora, querida, llora, ¡para tu consuelo y el mío! —susurró.

* * *

El helicóptero se posó en tierra. Jagat descendió y contempló la vasta y desierta altiplanicie de Ladakh, en los alrededores del lago Spanggol. A lo lejos se divisaba el perfil de las crueles montañas del Himalaya. Bajo la clara luz del mediodía, un poderoso viento soplaba desde sus crestas levantando espumosas nubes de nieve visibles desde muchas millas de distancia.

Un soldado con el uniforme destrozado se acercó a él y presentó armas.

—Alteza —dijo el hombre—, le estaba esperando.

—¿Dónde está mi hijo? —preguntó Jagat.

—Alteza, las cenizas de su hijo fueron esparcidas por el lago junto con las de los otros muertos.

Alzó una mano oscura y delgada, cuyos dedos aletearon por unos instantes.

Jagat miró la intensidad azul. El lago era uno de tantos en la región de Ladakh y tendría unas cien millas de largo. ¿Por qué tenían que reposar las cenizas de Jai en el Spanggol? No tenía muchas esperanzas de encontrar el cuerpo de Jai, pues el viaje había durado demasiado tiempo, pero no las había perdido por completo. Recorrió la corta distancia que le separaba de la orilla y hundió su mano en el agua, terriblemente fría y de una transparencia extraordinaria. El breve verano empezaba en mayo y terminaba en septiembre.

Se levantó y se secó la mano en el abrigo.

—Hace demasiado frío aquí para llevar un uniforme tan delgado —le dijo al soldado.

El hombre era un tipo moreno del Sur. Tenía la piel de un púrpura ceniciento a causa del frío.

—Alteza, no nos han dado ropas de invierno —explicó.

—¿Mi hijo se cubría sólo con ese uniforme de algodón? —preguntó Jagat.

—Todos somos tratados por igual —dijo el soldado. Titubeó un momento y luego estalló—: En cambio, los chinos visten unos gruesos abrigos almohadillados. Y tienen buenas armas… muy nuevas, modernas, automáticas.

—De fabricación rusa —dijo Jagat.

—¡No!, china —afirmó el soldado.

Dos diminutos regueros de moco surgían de sus narices y se helaban sobre el labio superior.

—Vamos —dijo Jagat—. Se va a quedar congelado aquí. ¿Dónde duermen ustedes? Lléveme allí. No podemos hablar con este viento.

Las blancas montañas brillaban a lo lejos contra el azul del cielo, pero no había nieve en las arenosas llanuras. El viento las barría incesantemente, día y noche.

—Quedamos un puñado de hombres —dijo el soldado—. Nos salvamos a base de correr, es cierto, pero sólo después de combatir hasta que habían muerto la mayoría de nuestros compañeros. No teníamos buenos fusiles, Alteza… sólo éstos, que tienen más de treinta años.

Le enseñó su fusil. Después continuaron hacia el refugio.

—Los chinos tienen de todo, Alteza… artillería, ametralladoras, de todo…

—El viento se lleva sus palabras —gritó Jagat—. ¡Espere hasta que estemos a cubierto!

El refugio era un antiguo templo de pequeño tamaño situado en las colinas de las cercanías de Chushul. Dos ancianos lamas en túnicas amarillas quemaban incienso ante Buda, y un par de lámparas de grasa de vaca iluminaban la estancia. Los monjes se volvieron sobresaltados al ver a Jagat.

—Su Alteza, el Maharaná de Mewar —dijo el soldado—. Ha venido a buscar a su hijo.

—¡Ay! —dijo el lama más viejo a modo de saludo.

Era un tibetano alto y delgado con la piel del rostro como cuero curtido por el sol y el viento.

—¡Ay! —repitió Jagat.

Le dolían las manos de frío. Caminó hacia el altar y se aproximó a las lámparas. Un frío húmedo que olía a polvo ancestral y a incienso viejo reinaba en el interior del templo.

—Vayan a la sala interior, Alteza. Está algo más caliente —dijo el lama más joven.

Era una criatura pequeña y pálida. Vestía una tosca túnica de lana color naranja. Le enseñó el camino mientras hablaba, y Jagat le siguió inclinándose al pasar por una puerta muy baja. En la sala ardía un brasero de latón. A su alrededor había cinco indios sentados, tres de ellos heridos. Intentaron levantarse, pero Jagat les indicó por señas que siguieran donde estaban.

—Siéntese en esos cojines, Alteza —dijo el lama viejo—. Le prepararé un poco de té caliente.

Un tremendo cansancio se apoderó de Jagat. Se hundió en los cojines, dobló las piernas bajo su cuerpo y acercó las manos al brasero. El soldado se sentó a su lado. Durante cierto tiempo todos permanecieron en silencio, los hombres por respeto, Jagat por culpa de aquella desesperante lasitud. Al fin, entraron los lamas con cuencos de té caliente, y Jagat bebió con avidez el denso líquido. El agradable calorcillo empezó a correr por sus venas, devolviéndole parte de su vitalidad. Dejó el cuenco sobre la bandeja de laca roja y recorrió con la vista el círculo de rostros que le contemplaban.

—Cuéntenme —dijo—, cuéntenme exactamente cómo murió mi hijo.

Se miraron unos a otros, todos esperando que alguien iniciara la historia. Al fin uno rompió a hablar. Era un hombre joven, un indio. Su pierna herida estaba vendada con un harapo lleno de sangre que probablemente procedía del uniforme verde oliva de algún soldado indio muerto. Estaba muy demacrado.

—Alteza, no se puede entender lo que nos ocurrió hablando sólo del último día.

—Empiece donde guste —ordenó Jagat.

El hombre lanzó una tos cavernosa que parecía llegar del fondo de sus pulmones. Escupió en el suelo y, cogiendo un puñado de arena, cubrió con él el esputo.

—Los chinos llevaban dos años planeando esta operación contra nosotros. Nos hemos enfrentado muchas veces en pequeños puestos de los muchos que hay desperdigados por estos inmensos territorios. Los puestos indios siempre son más pequeños, tal vez de unos ciento cincuenta hombres. Los puestos chinos son siempre más grandes, entre cuatrocientos y quinientos hombres. Los chinos siempre lo tienen todo bien planeado. Son muy astutos… nuestros servicios de inteligencia no pueden descifrar sus códigos. Tenemos pocos intérpretes. O sea, que nunca estamos preparados. Vivimos de un día para otro, esperando a ver qué pasa. Escasea la comida, escasea el agua, no hay bastantes municiones. Todo llega por aire, y muchas veces demasiado tarde. Y ya sabe usted, Alteza, que los indios no somos hombres de guerra, mientras que los chinos han sido guerreros durante cinco mil años. Han estudiado todas las clases posibles de estrategia y tienen buenos líderes. Ésta es su técnica…

Trazó un círculo sobre el suelo arenoso.

—Aquí está su puesto… el puesto del río Galwan. Al menos hace dos años era de este modo. Nosotros les hacíamos frente así… de este modo, hasta ahora. Mientras, esperábamos a que nos rodearan en secreto con sus fuerzas superiores. Cuando les descubrimos, protestamos. Ellos no respondieron. Se instalaron en las alturas y esperaron a que nos muriéramos de hambre. Nos hacían gestos, agitaban sus puños así…

Alzó sus nudosos puños por encima de la cabeza y los agitó.

—Conectaron altavoces y nos gritaron que debíamos rendirnos. Nos negamos. Sin agua y medio muertos de hambre, nos negamos. Al fin llegaron helicópteros con agua y comida y nos arrojaron los suministros… no los suficientes, pero algo es algo.

—¿Y lo permitieron los chinos? —interrumpió Jagat.

Sus labios habían proferido aquellas palabras, pero su corazón se había planteado otra pregunta muy distinta. ¿Qué era entretanto de Jai? ¿Había muerto de hambre y sed, él, que en su corta vida no había conocido nunca la escasez, él, el hijo de un príncipe?

El hombre movió su cabeza de izquierda a derecha.

—Sí, los chinos lo permitieron. Nunca se sabe lo que hará esa gente. Cuando vimos que dejaban en paz a los helicópteros, imaginamos que todo formaba parte de la guerra fría y que las cosas seguirían por el mismo camino. Y así sucedió. Recordará usted, Alteza, que establecimos el puesto en julio de modo que pudiéramos cortar la línea de abastecimiento al nuevo puesto chino de Galwan. Recordará también, porque salió en los periódicos, que nos mantuvimos firmes a pesar de todos sus gritos y amenazas. Se aproximaron a unas quince yardas de nuestro puesto y les dijimos que abriríamos fuego si avanzaban un paso más. Entonces se detuvieron y nuestros dos gobiernos intercambiaron notas. Después se retiraron. Una vez más imaginamos que todo formaba parte de la guerra fría. Pero después el mando rescindió la orden que nos habían dado de no disparar primero. Eso fue un gran consuelo para nosotros. Pero, después de todo eso, ¿cómo íbamos a suponer que emplearían una táctica diferente aquí, en Chushul? Desgraciadamente, no fue la misma. Desde julio a octubre hicieron lo mismo que siempre, pero el veinte de octubre atacaron con todas sus fuerzas. Resistimos, pero barrieron nuestro puesto. Yo fui el único que logró escapar de todos sus defensores. Y no es que saliera corriendo… no. Me sentí mareado de pronto y me incliné detrás de una roca para vomitar y gracias a eso no repararon en mí. Cuando cayó la noche, conseguí huir a través de las llanuras y las montañas hasta llegar a Chushul. Pero esto fue muchos días después.

—En Chushul fue diferente —observó el soldado que había recibido a Jagat.

—¡No tan diferente! —replicó el veterano—. Fue exactamente como se ha dicho. Los chinos lo tenían todo planeado. Chushul se puede dividir en tres partes: el aeropuerto, la montaña que domina el aeropuerto y la aldea. Usted pensará, Alteza, que los chinos pretendieron apoderarse del aeropuerto o, por lo menos, de la aldea. Pues no, no era ése su plan. Sólo les interesaba apoderarse de la montaña y eso fue lo que hicieron, y desde la retaguardia, mientras nosotros mirábamos hacia el lago. La montaña tiene unos dieciséis mil pies de altura. ¿Por qué la tomaron los chinos? Pues porque cae dentro del territorio que reclaman. En cuanto a la aldea… ¿qué es al fin y al cabo? ¿Para qué apoderarse de ella? ¡Unas cincuenta viviendas, de trescientas a quinientas personas que viven en chozas, analfabetos, mal nutridos! Tibetanos, mongoles, traficantes, gentes de diversas razas…

—Cultivábamos trigo —dijo el lama más joven.

—Bueno, sí, un poco de trigo —concedió el veterano— y cazaban caballos salvajes y disparaban contra las aves.

—¿Resistieron a los chinos? —preguntó Jagat.

—¡Pues claro está que resistimos! —Saltaron varias voces.

El soldado más joven tomó el relevo. Trazó una línea en el suelo.

—No teníamos oportunidad, Alteza —dijo—. Los chinos tenían botes hinchables, pero no llegaron por el lago. Vinieron por tierra, desde el Tibet, utilizando la carretera que habían construido. La carretera atravesaba la extensa altiplanicie que venían reclamando. Llegaron con grandes fuerzas, unos cuatro mil hombres, y se apoderaron de la montaña en dos días. La aldea estaba en el lado nuestro, pero ¿qué podíamos hacer? Luchamos mano a mano contra sus armas modernas. ¡Son duros esos chinos! No les falta valor y sus objetivos estaban muy claros, no había confusión posible. Son arteros pero consecuentes. Entre el veintidós y el veintitrés de octubre establecieron la línea que reclamaban y dejaron de luchar. Todo de acuerdo con el plan… ¡con su plan!

—¡Ah, igual que cuando penetraron en el Tibet! —interrumpió el lama más viejo—. Todo estaba planeado. Primero nos engañaron con buenas palabras. Después sus soldados entraron por la fuerza. Conocían todos nuestros secretos. Tenían mapas hasta del sagrado Potala. Nuestro dios-rey escapó por poco.

—Han estado discutiendo con nosotros durante dos años sobre la línea fronteriza —continuó el veterano— y mientras tanto lo planeaban todo cuidadosamente. «Nuestra línea tiene cinco mil años de antigüedad», decíamos nosotros. «La nuestra tiene ocho mil», decían ellos. ¡Rencor por ambas partes! Pero nunca pensamos que nos atacarían.

Jagat permanecía sentado, escuchando, con los ojos fijos en los carbones encendidos.

—¿A qué hora fue el ataque? —preguntó ahora.

—Al amanecer —dijo el soldado joven—. Siempre hay dos momentos propicios para el ataque: el amanecer o el crepúsculo. En ambos casos la luz es débil. Llegaron rodando por la carretera que habían construido a nuestra espalda, primero la artillería, luego la infantería, todos bien vestidos y pertrechados. Nosotros no teníamos ni ropas de invierno ni suficientes soldados. Su hijo, Alteza…

La voz del soldado se debilitó un poco. Miraba el fuego del brasero.

—Parece que le estoy viendo ahora. Se quedó inmóvil unos instantes, sin poder creerlo. Ninguno de nosotros lo creía. Los servicios de inteligencia no nos habían avisado. Después gritó. Fue el primero en dar la alarma: «¡Los chinos están llegando!». Ése fue el grito que nos despertó. Estábamos todos acurrucados juntos para darnos un poco de calor, aquí, en este mismo suelo. Él nos sacudió por los hombros corriendo de un lado para otro. Fue el primero.

—¿Cuándo cayó? —preguntó Jagat, con voz tensa.

—En seguida —contestó el joven en un susurro—. Cayó en seguida.

—¿Muerto?

El joven asintió con la cabeza.

—En seguida —repitió—. No sufrió.

—¿Y la herida? —preguntó Jagat con los labios secos.

—En la nuca… ¡volada! Sólo el rostro quedó intacto… como una bella máscara… la máscara de la muerte.

Jagat no hizo más preguntas. Jai tenía la frente despejada y noble, los ojos grandes y oscuros. Nunca le diría a Moti que su hijo había muerto con la cabeza medio volada.

Una mujer ladakhi se presentó en la puerta con un niño enfermo en los brazos. La seguía un hombre. El hombre se adelantó y empezó a hablar con el lama en una lengua que Jagat no conocía. Hombre y mujer iban vestidos con ropas tibetanas, túnicas rectas ceñidas por un cinturón. Tenían un aspecto extraño, con sus curtidos rostros color cuero y el pelo negro recogido en una trenza.

El hombre era barbilampiño, como casi todos los mongoles. El lama viejo se levantó y los invitó a entrar en el templo.

—Nuestro capitán se portó también como un valiente —estaba diciendo el soldado joven—. Le hirieron al final del primer día, pero continuó al mando de nuestras fuerzas. Nos daba las órdenes desde el jergón de paja en que estaba tumbado. Murió a las doce del segundo día. Seguimos luchando hasta que llegó la noche. Entonces nos rendimos. Pero no antes de que algunos nos hubiéramos retirado a estas colinas llevándonos nuestros muertos… bueno, los que pudimos encontrar. Cada cual fue enterrado según los ritos de su religión.

—Habéis hecho todo lo que podíais y con mucha valentía —dijo Jagat.

Estaba amaneciendo. Se levantó y salió al exterior. Brillaba en el cielo el resplandor de las primeras luces, que envolvían las lejanas montañas cubiertas de nieve de un halo rosado. Una vez tuvo ocasión de contemplar una belleza semejante, cuando él y Moti habían ido a Darjeeling a pasar unas vacaciones en compañía de sus hijos, entonces unos niños. Una mañana los había despertado temprano y se los había llevado a la Colina del Tigre para contemplar desde allí la salida del sol en el Himalaya. Moti y Veera se negaron a salir. Las habitaciones del pequeño hotel, construido por los ingleses, eran muy confortables y estaban calientes gracias a las estufas de hierro siempre encendidas. Las mujeres no quisieron dejar aquel confort. Pero él y Jai, bien envueltos en jerseys y abrigos, habían saltado a un jeep que les condujo en la oscuridad hasta la Colina del Tigre para disfrutar del espectáculo de ver salir el sol por encima de las poderosas crestas del Himalaya. Habían esperado, aguantando la oscuridad y el tremendo frío, en la pequeña torre que había en la cima. Nunca olvidaría el momento en que, la manecilla de Jai firmemente agarrada a la suya, había visto el perfil de las montañas cubiertas de nieve resaltando sobre el cielo, tan altas que parecían colgadas del cenit. Él y su hijo habían permanecido de pie, inmóviles, en silencio, contemplando cómo la luz se hacía más y más intensa hasta que todo el Himalaya surgió en su magnificencia contra el suave azul del cielo. Volvieron en silencio al jeep. Y ahora Jagat recordaba lo que había olvidado. La carretera bordeaba precipicios tan altos que no se veía el fondo. En cierto momento había sentido la palma de su hijo presionando la suya. El niño temblaba como si tuviera un escalofrío.

—¿Qué te pasa, hijo? —había preguntado él.

—Tengo miedo —había dicho Jai entre sollozos—. Tengo miedo… ¡miedo!

Jagat había cogido a su hijo en brazos ocultando el pequeño rostro contra su pecho.

—No dejaré que te caigas —le había prometido—. Estás a salvo, hijo, no tengas miedo.

Aquella escena volvía ahora a su mente como si hubiera ocurrido ayer. ¿Había tenido Jai un extraño presentimiento entonces, había pensado que algún día podía morir frente a aquellas montañas, en el remoto confín de esta altiplanicie?

Se volvió hacia los hombres que le esperaban.

—Volvemos a Delhi —dijo—. Informaré personalmente al primer ministro.

* * *

El primer ministro estaba sentado ante su mesa cuando entró Jagat. Su cabeza, cubierta con la blanca gorra de Gandhi, estaba hundida sobre el pecho. Se levantó al ver entrar a su visitante.

—Pase —dijo—. Lamento que haya tenido que esperar, aunque sólo haya sido un momento. Ya me he enterado de su terrible pérdida.

Jagat sintió el apretón de una mano delicada y firme.

—Señor ministro, me siento en deuda con usted por su amabilidad de recibirme esta mañana antes que a tantas personas que esperan en su antesala.

El primer ministro le indicó una silla con un gesto mientras él se sentaba.

—Este absurdo asunto… —dijo—. Pensar que China puede arrollar a la India es estúpido. Pensar que la India puede arrollar a China es igualmente estúpido. Debemos aceptar las cosas tal y como están. Parece una fantasía hablar de guerra, pero…

Cambió bruscamente de tema.

—Dígame cómo murió.

Jagat describió brevemente la muerte de su hijo. Había repetido el relato tantas veces en su mente que la historia salió de sus labios casi sin emoción. Fue el primer ministro quien se secó unas lágrimas que corrían por sus mejillas con un pañuelo de lino blanco. Después, logrando controlarse y sin hacer ningún intento de consolar a Jagat, continuó hablando de los problemas de la nación. El ataque de los chinos había sido totalmente inesperado. La mayor parte del medio millón de hombres que componía el ejército indio estaba estacionado en la frontera de Pakistán y las unidades no estaban preparadas para atacar en la zona de Ladakh. De hecho, sólo había una división india allí, quince mil hombres como mucho, y los pasos estaban guardados por no más de cuarenta mil hombres que llevaban sólo viejas armas.

—Ya lo sé —dijo Jagat—. Me han dicho que nuestros hombres no tenían buenos rifles, mientras que los chinos llevaban fusiles automáticos o semiautomáticos y morteros soviéticos que disparaban proyectiles de ciento veinte milímetros.

El primer ministro suspiró y siguió hablando. El sistema de abastecimiento de los chinos era también superior. En un principio se había considerado imposible que los chinos pudieran transportar sus suministros por los estrechos senderos que trepaban por las escarpadas laderas de las montañas, pero ellos habían logrado lo imposible. Sus soldados habían recibido puntualmente lo necesario gracias a un formidable despliegue de toda clase de medios de transporte: camiones, mulas, jeeps y hasta porteadores.

—En el área de Ladakh —interrumpió Jagat— sus obreros construyeron carreteras, señor, y a tal velocidad que los camiones estaban siempre a pocas millas de sus posiciones, mientras que nuestros hombres estaban a una semana de marcha de la base o aeropuerto más próximo.

El primer ministro suspiró de nuevo y continuó. ¿Qué otra cosa podía hacer él más que lo que había hecho? El 29 de octubre había enviado un mensaje urgente al Presidente de los Estados Unidos y al primer ministro británico en demanda de urgente ayuda militar. Los americanos estaban enviando armas cortas por valor de cinco millones de dólares, y ayer mismo le habían prometido aviones para transportar tropas al frente.

—¿El veintinueve de octubre? —Saltó Jagat—. ¡Ése fue el día que murió mi hijo!

Los tristes ojos oscuros del primer ministro se posaron en su rostro. Antes de que pudiera hablar sonó un reloj.

—En este momento me esperan en la Cámara Baja. Se va a debatir la cuestión de la alianza entre China y Pakistán. Al parecer, nuestros dos enemigos se han aliado ahora contra nosotros. Supongo que los diputados me someterán a un duro interrogatorio. Pero la guerra no puede durar mucho. Pakistán tendrá que firmar la paz.

Inclinó levemente la cabeza y salió de la habitación. Jagat se quedó contemplando la ligera y encorvada figura que desaparecía por el pasillo enfundada en unos pantalones blancos y una sobria chaqueta negra que le llegaba a las rodillas. ¿Qué hacía él allí? Nadie podía hacer nada por devolverle a su hijo. Jai no era ya más que un puñado de cenizas esparcidas en el viento y el agua. Aquel pensamiento le resultó insoportable. Jagat salió de los grandes edificios que habían sido la sede del poder británico y llegó a la calle. Hacía un sol radiante, las casas tenían un brillo rojizo, el pavimento hervía, las mujeres de brillantes saris protegían sus cabezas del calor. Paró un taxi y se metió dentro.

—Al Ashoka —dijo.

Cuando entró en el hotel, el amplio vestíbulo hormigueaba de gente, pero el ambiente era agradable gracias a la refrigeración, un alivio después de aquel sol de mediodía. Se detuvo en medio de la multitud, abrumado por un sentimiento de desolación, de necesidad personal. ¿A quién podía acudir? Él había sido siempre el más fuerte entre los suyos, aquel a quien todos se volvían en busca de apoyo, y tendría que serlo de nuevo en cuanto volviera a casa. Moti querría oírlo todo; y él tendría que contárselo y llegar preparado para consolarla. Y Veera… ¿Qué le diría a su hija? Con pensamientos tan tristes en la cabeza no podía enfrentarse a la soledad de una habitación de hotel, a las terribles horas que había de pasar aún antes de que pudiera coger el primer avión que saliera para un aeropuerto próximo a Amarpur.

En lugar de entrar en el ascensor, se dirigió al salón que había al fondo del vestíbulo. Había un gran piano en uno de los rincones y alguien estaba tocando. ¡Ah, la música le consolaría! El salón estaba casi vacío a esa hora del mediodía. Se fue hasta el fondo y eligió un asiento cerca del piano. Vio que el músico era una mujer. No conocía la música occidental y por tanto no sabía lo que estaba tocando, pero era algo armonioso y, sin embargo, lleno de fuerza. Ella era americana, estaba seguro. Siempre se puede reconocer a los americanos a primera vista, especialmente a las mujeres. Parecen no temer a nadie ni a nada. Tocaba como si estuviera sola, la cabeza inclinada y absorta. Podía ver su perfil, puro y hermoso. Llevaba un vestido blanco y sencillo. Los zapatos también eran blancos, y una estrecha banda blanca recogía sus brillantes cabellos rubios.

Ella acabó la pieza dejando las últimas notas vibrando en el aire durante unos instantes.

—Ha sido muy bello —dijo Jagat.

Ella volvió la cabeza y él vio un rostro simpático, tranquilo y fuerte. Por un instante pensó que se había equivocado respecto a su edad, tan sereno era su aspecto, pero no, los ojos de aquella mujer, claros y reflexivos, proclamaban madurez. Era joven, pero no una niña.

—¿Le gusta la música? —preguntó ella.

—Sé muy poco de música occidental —respondió él.

—Era un preludio de Chopin.

—Una música muy triste —observó Jagat.

—Sí. Él siempre estaba triste, en el fondo.

—¿Acaso existe alguien que no lo esté? —preguntó Jagat.

Ella le miró a los ojos y luego dijo, como si percibiera su pena:

—No… nadie.

Aquella conversación franca entre dos extraños era una nueva experiencia. No conocía bien a ninguna mujer, ni siquiera a Moti, pensaba a veces. ¿Debía preguntarle su nombre a esta mujer occidental? Lo pensó y decidió que no. No tendría ninguna utilidad saberlo. Se levantó y le dio las gracias.

—Durante unos minutos ha conseguido que me olvide de mí mismo. Gracias.

Subió a sus habitaciones y al día siguiente se despertó tarde. Había pasado una noche intranquila. Era ya media mañana y la luz del sol se filtraba brillante por las rendijas de la persiana. Miró su reloj con desmayo. ¡Había perdido el único vuelo de aquel día a Amarpur! Sintió remordimientos al principio, pero luego le invadió una sensación de alivio. Tenía un día más de respiro, un día más antes de volver junto a Moti con la detallada descripción de la muerte de Jai… un sacrificio inútil, ¿para qué servía que su hijo supiera matar salvo para disparar a un tigre, entre los ojos a ser posible, a fin de no estropear la piel? ¿Habría acertado Jai a algún chino entre los ojos? Si era así, no había vivido para contarlo. Mientras se bañaba y vestía reconstruyó una vez más la muerte de su hijo. Según le habían dicho, los chinos entraban en combate cantando frenéticamente, gritando y haciendo toda clase de ruidos. Él no estaba seguro de que eso fuera cierto. Probablemente no lo era, por otra parte, ¿cómo habían podido trepar por las laderas indias desde la retaguardia? ¿Cómo habían podido construir en secreto una carretera en medio del desierto? Parecía imposible, pero lo habían hecho.

Estos pensamientos le atormentaron el cerebro. Estaba casi desesperado después del desayuno, que se lo habían servido en su habitación. Telefoneó al despacho del mismísimo Presidente y solicitó hablar con él. Le pusieron inmediatamente en contacto con él y Jagat oyó la suave y cultivada voz del anciano intelectual que gozaba del respeto de toda la India.

—Señor presidente, acabo de volver del frente a donde fui para enterarme de cómo murió mi hijo.

—Ya lo sé. Di órdenes para que se le permitiera el acceso a la zona de operaciones.

—Debo hablar con usted —dijo Jagat.

—Venga en seguida. Pospondré mis compromisos.

Una hora después Jagat estaba sentado frente al anciano estadista en su despacho del palacio presidencial, la antigua sede del Virrey. A pesar de sus años, se mantenía erecto y alerta. Sobre su oscuro y delgado rostro de asceta, un gran turbante blanco parecido a la mitra de los obispos realzaba con su blancura el intenso magnetismo de sus negros ojos.

—Desahóguese —le dijo a Jagat.

Eso era alentador, y Jagat se desahogó.

—Mi hijo ha muerto, señor presidente. No sirve de nada hablar del pasado. Permítame que hable únicamente del futuro. Pero ¿cómo podemos sondear el futuro sin tener en cuenta el pasado? La muerte de mi hijo y la muerte de otros jóvenes como él no serán inútiles si sabemos aprender.

El viejo sabio le escuchaba en silencio. La paciencia de muchos años de luchas y confusión en los hombres le rodeaban como una túnica invisible y su arrugada faz no alteró en ningún momento su serenidad benevolente.

—Permítame hablar de nuestro país —continuó Jagat—, por el que ha muerto mi hijo. —Se inclinó hacia delante con la mirada fija en el sereno y marchito rostro—. India, China y Pakistán forman una tríada de enemigos, una auténtica trinidad, como la Deidad de Tres Rostros de las Cuevas del Elefante, sólo que en este caso es mucho más difícil precisar quién es cada cual, pues todos pretendemos ser el Creador y ninguno aceptaría el papel de Destructor, y ¿cómo puede pretender cualquiera de nosotros ser el Protector? Desgraciadamente, en la vida las cosas nunca son tan claras como en la piedra, porque cambiamos, ¡cambiamos! En cualquier caso, señor presidente, cuando el Pakistán no consiguió en mil novecientos cincuenta y nueve hacer triunfar su tesis sobre Cachemira ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, se volvió hacia China por desesperación o deseos de venganza, ¿quién sabe? El caso es que sus conversaciones con China le reafirmaron en su convicción de que tenía derechos sobre Cachemira. Recordará usted que en aquella ocasión China se mostró cautelosa y no quiso reunirse con los delegados pakistaníes hasta después de concluidas las conferencias que estaba celebrando con nosotros. Pero usted sabe señor presidente, como lo sé yo, que esas conversaciones entre chinos y pakistaníes fueron sólo un signo exterior de ulteriores y recientes acuerdos. ¿Cómo se explicaría, si no, que la primavera pasada Pakistán cediera a China casi seis mil millas cuadradas de su propio territorio? Nuestra presión militar sobre el desierto de Aksai Chin llevó a los chinos al convencimiento de que no podrían apoderarse de Aksai Chin y, por tanto, de que nunca podrían utilizar esa región como lazo de unión entre el Tibet y su provincia de Sinkiang. En cualquier caso, todo esto sirvió sólo para que Pakistán se alejara aún más de nosotros, de todo Occidente… y se inclinara hacia China como venganza. China es ahora el problema central de toda la cuestión de Cachemira. Y sin embargo, las montañas de Cachemira son un baluarte necesario, tanto para Pakistán como para nosotros, no sólo contra China, sino contra el que está al otro lado de las mismas. Gilgit y Baltistan son especialmente vitales para Pakistán y si nosotros perdemos Ladakh se producirá un peligroso agujero en nuestras defensas. También la Rusia Soviética está interesada en la cuestión de Cachemira. Nos ha apoyado incluso contra China; está enviando instructores rusos a enseñar a nuestros pilotos a volar por esas formidables montañas, y nos ha prometido cazas a reacción más modernos que los que vendió a China, si creo lo que dicen últimamente los periódicos. ¿Con qué objetivo, señor presidente? Pienso inmediatamente en la provincia de Sinkiang, naturalmente, tan rica en minerales y en posición tan estratégica entre Rusia y China… y las fronteras de la provincia no están muy bien definidas. Sinkiang es el premio al ganador. Mas ¿para nosotros?

El presidente cambió de postura y miró al reloj que colgaba de la pared. Jagat abrevió para acabar cuanto antes:

—Ladakh se ha hecho ahora muy importante para China como paso necesario hacia Sinkiang. Insistirá en lo de Ladakh. ¿Es usted consciente de ello, señor presidente?

El viejo inclinó la cabeza lentamente. Jagat se levantó.

—Claro que lo es, señor, mas para mí Ladakh es la tumba de mi hijo. Habrá muerto estúpidamente si cedemos a las ambiciones de China, es decir, si le entregamos ese territorio.

—No lo entregaremos.

La voz del viejo era firme. Extendió su mano y Jagat la estrechó. Era frágil al tacto, pero firme en su apretón. Y Jagat salió algo consolado. No había nada nuevo en todo lo que había dicho. Era evidente que el anciano había pensado en todo, que lo sabía todo.

* * *

Era casi de noche cuando entró en el vestíbulo del hotel. Por encima del barullo de los clientes entrando y saliendo oyó de nuevo las distantes notas del piano y la vieja soledad, sólo agudizada por la muerte de su hijo, le abrumó una vez más. Entró en el salón. Había personas procedentes de todos los países del mundo, sentadas en pequeños grupos, tomando té o cócteles. Atravesó la pieza y, como el día anterior, se sentó en el sillón más próximo al piano. Sí, era ella la que estaba tocando. Ella alzó la vista y le sonrió sin interrumpir su interpretación. Él escuchó la música, pausada y poderosa, que fluía de sus manos. Acabó la pieza y levantó de nuevo la vista hacia él. Parecía una invitación. Jagat se levantó y se acercó a ella.

—Me marcho mañana por la mañana. Espero que disfrute de su visita a la India. ¿A dónde piensa ir cuando se marche de aquí?

—Estaré aquí unos días aún… no puedo decir cuántos. No tengo ningún plan fijo.

Él titubeó. Era un bello rostro, vuelto hacia él, más joven quizá de lo que había creído, y sin embargo, algo viejo ya por alguna preocupación interior. ¿Soledad también, quizá? ¿Qué hacía aquí una mujer sola, tan lejos de su propio país? Sintió una gran curiosidad, una absurda curiosidad. Ella era una extraña y así debía continuar.

—¿Está libre esta tarde? —preguntó impulsivamente.

Ella no pareció sorprendida.

—Sí, lo estoy. Siempre estoy libre. No conozco a nadie.

—Pues yo podría enseñarle un pedacito de la India.

—Me gustaría. Llevaba cierto tiempo preguntándome cuándo ocurriría algo así.

—¿No tiene amigos?

—No.

—Incita usted mi curiosidad.

—Pues tengo muy poco que contar, de veras. Estoy… viajando, simplemente.

Seguía sentada allí, con las manos sobre las teclas del piano, el rostro vuelto hacia él, un rostro honrado y bello al mismo tiempo. De pronto, Jagat se preguntó por qué había entablado conversación con aquella mujer. Quizá por la profunda angustia que le había producido la muerte de Jai, quizá porque necesitaba el alivio de una experiencia nueva. No estaba acostumbrado al sufrimiento personal y no sabía cómo enfrentarse a él. Quizá era sólo que necesitaba retrasar el momento de colocarse frente a Moti para contarle la tragedia. Quizá, quizá…

—¿Nos encontramos aquí a las ocho? Podemos cenar juntos —dijo él.

—Estaré aquí… en aquel sillón dorado. Parece cómodo, pero no puedo asegurarlo. Siempre hay alguien sentado en él.

Le miró con un destello irónico en sus graves ojos azules.

—Esta vez estará usted —dijo Jagat riendo.

—Sí.

Tenía una sonrisa preciosa, inteligente y alegre. Su rostro se convertía en el de una muchacha cuando sonreía. Empezó a tocar de nuevo como si se hubiera olvidado de él. Jagat salió del salón perseguido por el vibrar de aquellas notas.

La esperó en el vestíbulo, casi deseando que no acudiera a la cita. No conocía a las mujeres occidentales, aparte de los escasos contactos que había tenido con algunas cuando estuvo en Oxford. Pero ésta no era de esa clase. Había oído que las mujeres americanas eran libres e independientes, y que no se enamoraban con facilidad, pero él estaba convencido de que las mujeres eran iguales en todas partes. Las había disponibles y no disponibles. Y ella pertenecía a las no disponibles. Miró su reloj con impaciencia. La tarde no duraría mucho. Debía emprender el camino del hogar a primera hora de la mañana.

Entonces la vio salir del ascensor y encaminarse graciosamente al sillón dorado. No parecía tener prisa. Llevaba un vestido negro que le llegaba a los tobillos. El escote era grande, pero las mangas largas. Unos pendientes de esmeraldas colgaban de sus orejas y una esmeralda gigantesca brillaba en su mano izquierda. Observó que no llevaba ninguna alianza. Todo esto lo captó en los contados segundos anteriores a su encuentro.

—Espero no haberme retrasado —dijo ella cuando se acercó Jagat.

Percibió por primera vez la calidad de su voz, suave e intensamente femenina.

—No, he sido yo quien ha llegado antes de tiempo. Perdone, pero ¿es usted realmente americana?

—¡Pues claro que sí! —contestó, echándose a reír—. ¿Por qué? ¿No le gustan los americanos?

—Apenas si los conozco. De hecho es usted el segundo americano con quien hablo. El otro es un activo joven pelirrojo que está convirtiendo uno de mis palacios en un hotel moderno.

Ella dijo:

—¿No cree entonces que deberíamos presentarlos?

Caminaban hacia el comedor.

—Sí, por supuesto, y debo disculparme por no llevarla a cenar a otro sitio mejor. La comida no es siempre de la mejor aquí, pero tiene la ventaja del aire acondicionado.

—Hace un fresco delicioso… y eso para mí es más importante que la comida.

Entraron y se dirigieron a la mesa que él había reservado. Una rosa blanca reposaba en un jarroncito de plata frente a ella.

—Para usted —dijo Jagat—. Les dije que no plantaran entre nosotros las acostumbradas caléndulas amarillas.

Ella miró la rosa sonriendo.

—Gracias.

—Y me he tomado la libertad —continuó Jagat— de encargar un menú indio para usted. Quizá no sea lo que más le guste, pero resultará distinto. No quise obsequiarla con unos bistecs duros, y nuestros corderos indios son absurdos. Bueno, en realidad, no son corderos, sino cabras.

—Sí, esos graciosos cabritillos —dijo ella—. Los he visto merodeando por las carreteras. No podría comérmelos. Además, no he probado todavía la comida india. ¿Qué mejor ocasión para conocerla que hoy, con usted, un caballero de la India?

—¿Nunca había estado aquí?

—No, nunca.

—¿Me permite que me presente?

—Por favor.

—Le ahorraré los títulos. Mi padre fue el gobernante de una provincia del noroeste de la India. Según el curso natural de la historia —muy antigua— yo le hubiera sucedido en el cargo. Pero estamos en tiempos modernos y se acabaron los príncipes y los pequeños Estados independientes. Mi nombre, hablando con sencillez, es simplemente Jagat.

Ella no le preguntó cómo debía llamarle, y él no se lo dijo. Si habían de ser compañeros de una sola noche no tendría necesidad de llamarle de ninguna manera. Si volvían a encontrarse, entonces ya escogería ella el nombre que más le gustase.

—¿Y usted cómo se llama, por favor? —preguntó él.

—Brooke Westley.

—Brooke —repitió él—. No había oído nunca ese nombre. Pero le va bien, Miss… ¿es Miss?

Ella titubeó ostensiblemente.

—Sí…

Algo molesto quedó colgando entre ellos, un brusco impulso por parte de Jagat de saber más, una cierta resistencia por parte de ella, en opinión de Jagat. En ese breve ínterin llegó la comida y él se lanzó a dar todas las explicaciones necesarias.

—No he encargado nuestra comida habitual. La consideré demasiado pesada. Oh, sí, yo la como, a estilo indio, partiendo en trozos el pastel, es como una torta de sartén inglesa pero más gruesa, y empapándolos en «curry», pero no es un procedimiento especialmente agradable cuando uno no está acostumbrado a él. Esto son «chapatis», mucho más delgados y delicados. Y eso, naturalmente, es arroz. El color amarillo se debe al azafrán. Se come con este «curry» y aquí están los condimentos. He encargado un «curry» vegetal. Temo que nuestros pollos sean de una clase no demasiado sabrosa… ¡ah, han puesto pollo a pesar de lo que les dije! Bueno, lo intentaremos. Prepare su plato así…

El camarero la sirvió, pero Jagat le preparó personalmente la nuez picada, el coco desmenuzado y el mango, y apiló todo sobre el arroz de su plato.

—Y esto —continuó— es requesón. Sirve para enfriar la lengua cuando el «curry» pica demasiado…

Ella le escuchaba con aire divertido y empezó a comer.

Jagat la contemplaba. Qué bonita era, con aquellas negras y largas pestañas… oh, estaba acostumbrado a las, pestañas largas, pero no rodeando unos ojos azul-violeta situados bajo una cabellera rubia. Esa noche llevaba el pelo recogido y podía apreciarse la noble forma de su cabeza. Le gustaba la limpieza de su perfil, las facciones delicadas pero definidas, el rostro oval, la estructura ósea sutilmente fuerte. Estaba acostumbrado a la lozanía de las bellas mujeres indias y de hecho le gustaba, pero esto era algo nuevo, la tez tan pura y pálida, los labios de un rosa delicado. Sin embargo, su boca era inesperadamente sensual.

—Me gusta esta comida —dijo ella, probándola.

Él se sintió ridículamente alentado.

—Estupendo. Pues ahora voy a disfrutar de la mía.

Estaba hambriento, y tragó durante unos minutos en silencio, hasta que ella dejó el tenedor sobre el plato.

—Vaya… no puedo más.

—No creo que le guste el postre —declaró él—. Osgood, el muchacho de mi hotel, dice que no debo servir nunca postres indios. Éste está hecho de almendras machacadas, crema y azúcar.

—A mí me suele gustar lo que a los demás no les gusta —replicó ella—. Y no es por espíritu de contradicción. Creo que quizá es porque me gusta lo nuevo: la comida que no he probado nunca, la gente que nunca he conocido.

—Ah, pues entonces… —dijo él en son de triunfo.

Estaba pensando en lo que propondría para después de la cena. Nada de bailes, había pasado muy poco tiempo desde lo de Jai, y no tendría estómago para eso. Pero quería seguir en su compañía. Había algo en aquella mujer que aliviaba la oscuridad de su alma.

—¿Me perdonará si hago la invitación más evidente para después de la cena?

—Si es eso lo que usted desea… —respondió ella sonriendo.

—¿Ha visto usted el Taj Mahal? ¿A la luz de la luna?

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