Mandala

Mandala


I

Página 8 de 18

—¡No! —contestó riendo—. Y convengo en que es evidente. Supongo que soy la única americana de la India que no lo ha visto. Y eso que me lo han propuesto todos los guías y todos los taxistas que se han cruzado en mi camino. Pero siempre me he negado.

—Entonces, ¿prefiere otra cosa?

—¡No, ninguna otra cosa! Estaba esperando el momento adecuado y la persona adecuada, y creo que he encontrado ambas cosas. En caso contrario, hubiese ido sola al final… o no hubiera ido nunca.

Intercambiaron una mirada silenciosa y exploratoria.

—Se ha exagerado mucho, ya sabe —dijo él, un poco a la defensiva—. No en cuanto a su belleza, claro, sino en… bueno, en el romance. La esposa del Shah murió al traer al mundo su catorceavo hijo. ¡Imagínese! No creo que quede mucho sitio para el romance.

—Quiero verlo exclusivamente por su belleza. Tal vez el romance sea innecesario después del primero. Quizá el amor, o los remordimientos, o cualquier otra cosa que sea lo bastante fuerte para mover el alma de un hombre, o de una mujer, tiene allí su sede. El amor no es la única fuerza que existe.

Él la escuchaba intentando adivinar el significado real de sus palabras. ¿Qué quería decir exactamente con aquello?

—Bien, pues vamos entonces —dijo.

Ordenó al camarero que pidiera un taxi y se alegró de no tener allí su propio coche con el chófer esperando en la puerta. ¿Qué hubiera pensado el buen hombre de semejante salida? La noticia hubiera llegado pronto a Moti dando un pequeño rodeo: del chófer al cocinero, del cocinero a las criadas, de las criadas al aya personal de Moti. Rumores inútiles, pues probablemente no volvería a verse con aquella mujer. ¡Brooke! Naturalmente, no podía llamarla por su nombre, ni ahora ni quizá nunca, pero aquella palabra dejaba una suave música flotando en el aire. En el coche, que se abría camino lentamente entre la muchedumbre vespertina, se dio cuenta de que ella no había dicho nada de sí misma.

—Después de todo —empezó— yo le he dicho quién soy. Pero, ahora que lo pienso, usted no me ha dicho nada de sí misma, a excepción de su nombre.

En aquel momento estaban saliendo de la ciudad por la carretera de Agrá.

Ella pareció no oírle.

—¿Qué son esas motas negras que cuelgan de los árboles?

—¿Eso? Son buitres. Aguardan con la esperanza de que un coche atropelle algún perro dormido para lanzarse sobre él y comérselo. Desde luego, lo que esperan con más ansia es un accidente entre seres humanos.

—¡Es extraordinario que ustedes los soporten!

—Son buenos basureros.

Ella no hizo ningún comentario a esto, reflexionando al parecer sobre lo que había dicho. La escena india era simplemente otra forma de vivir.

—Bueno —dijo él volviendo al tema—, ¿qué es usted?

Ella lo pensó un momento, como si no lo supiera muy bien.

—En cierto modo —contestó— podría decirse que no soy nada en concreto. Nací en una antigua y tranquila ciudad de la costa oriental de los Estados Unidos. Mis padres eran ricos, yo era su única hija, y murieron cuando yo era una niña. Apenas los recuerdo. Me lo dejaron todo a mí y como nunca me he sentido especialmente inclinada al trabajo, he perseguido a la música y he sido perseguida por ella. Aparte de eso, no he tenido ningún contacto con la vida.

—¿No se ha casado?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque no he conocido ningún hombre con el que deseara casarme.

—Ha tenido usted demasiada independencia —sugirió él.

Ella le miró rápidamente y apartó la vista.

—Quizá haya sido ésa mi desventaja.

Jagat sintió deseos de preguntarle si había estado enamorada alguna vez, pero renunció. No tenía derecho a hacer semejante pregunta… no todavía. Quizá no lo tuviera nunca. Con una mujer india, de las modernas, no hubiera dudado ni un momento. El sexo era algo directo, y había poco más de que hablar entre un hombre y una mujer. Pero este bello ser humano que iba sentado a su lado, y sin embargo, estaba a distancias siderales de él, era una persona además de una mujer. No parecía fría. Las líneas de su boca, el líquido calor de sus ojos, la cadencia de su voz, las voluptuosas redondeces de su esbelto cuerpo, todo transmitía un enervante mensaje a su fuerte virilidad. ¡Y sin embargo, y sin embargo!

El coche se detuvo.

—¿Hemos llegado? —preguntó Brooke.

—Sí. Ésta es la entrada. Prefiero que nos paremos un poco en la entrada para poder admirar sus proporciones.

Pidió al taxista que esperara y la llevó a través de la gran puerta hasta la salida del fondo, la que estaba frente al mausoleo.

No estaban solos. Unas cuantas personas paseaban lentamente, las mujeres en saris que brillaban a la luz de la luna, los hombres de blanco, los niños cogidos de la mano de sus padres. El estanque, un acuático sendero de luz de luna, estaba flanqueado por paseos de mármol. Al fondo, el edificio de mármol se alzaba translúcido en la noche.

Jagat volvió la cabeza para decirle algo, pero vio que no debía hablar. Ella estaba de pie, inmóvil, con la cabeza alta, las manos en los costados, el viento de la noche agitando suavemente sus cabellos. Los ojos brillaban a la luz de la luna; los labios, entreabiertos. Cuando habló, lo hizo como si él no estuviera allí.

—Es la primera cosa que veo en mi vida más bella que la soñé.

—Entonces me alegro de que la haya encontrado en la India —dijo él gentilmente.

Habló muy poco con ella después de eso. Se limitó a guiarla por un lugar que le era tan familiar. Mencionó las joyas que habían estado incrustadas en las filigranas del mármol, y que los soldados británicos habían robado para venderlas cuando conquistaron la India. Sin embargo, como aristócrata que era, se sentía muy agradecido al noble inglés y virrey que había ordenado el fin inmediato del despojo, e incluso había reemplazado algunas piedras robadas por otras de menor valor. Ella le escuchaba gravemente, en silencio, parándose a veces para examinar el dibujo del mármol tallado, recorriéndolo con las yemas de los dedos, sintiendo físicamente su belleza. Después descendieron a la cripta donde estaban las tumbas de la esposa y el marido.

—El Shah tenía el proyecto de construir una tumba de mármol para él también —dijo Jagat—, pero había de ser de mármol negro. Desgraciadamente, sus ambiciosos hijos se lo impidieron. Le derribaron y le hicieron prisionero. Era ya un hombre muy viejo y no pudo imponerse.

—Es mejor no tener hijos —dijo ella.

Jagat recibió con sobresalto esta amarga verdad. ¿Acaso sabía ella que había perdido a su único hijo? No, imposible, no lo sabía. Había hablado guiada únicamente por la intuición. Él no respondió, pero cuando volvieron al hotel la llevó al salón, ahora desierto, y le indicó que se sentara. Ella obedeció, recostándose contra el respaldo, como con cansancio. Pero no estaba cansada; simplemente se disponía a escuchar. Él arrastró un sillón frente a ella y se sentó. Estaban solos en la gran habitación.

—Usted y yo somos dos extraños —dijo—. Dos extraños que proceden de distintas partes del mundo y quizá de épocas diferentes de la historia. Buena parte de la vida india sigue siendo medieval. Pero tengo en este momento la sensación de haberla conocido antes. Dígame —se inclinó hacia delante—, ¿por qué dijo usted antes que era mejor no tener hijos? Es una cosa muy extraña para decírsela a un indio, y ningún indio la aceptaría salvo quizá yo, y en este momento tan especial. Estoy destrozado por la pérdida de mi único hijo. Lo mataron los chinos en Ladakh hace justamente trece días. Nunca tendré otro. ¿Sigue usted afirmando que es mejor no tener hijos?

Ella recibió todo esto en silencio como si fuera una comunicación de otro planeta. Contestó al cabo de cierto tiempo, agarrando con sus manos blancas y finas los tallados extremos de los brazos del sillón.

—Creo que también para usted es mejor no tener hijos. Ahora tendrá que completar su vida a su propio modo. Tendrá que llenarla usted mismo porque no habrá nadie que la llene para usted. Cuando un hombre, y una mujer, tienen hijos, se dividen a sí mismos, y se excusan también. Mira lo que he hecho, dicen, me he reemplazado a mí mismo. Si yo no cumplo con todo mi deber para con mi generación, mi hijo lo hará por mí a su debido tiempo. En mi país se suele decir que los niños son la esperanza del futuro. En mi opinión eso es una evasión y una tontería. Ellos no lo harán mejor que lo hicimos nosotros. Su hijo, si hubiese vivido, no habría hecho más por su generación de lo que usted ha hecho por la suya… o de lo que hará, pues aún es un hombre joven.

—Estoy en la mitad de mi vida —dijo.

—Entonces no tiene usted tiempo de engendrar más hijos —dijo ella tranquilamente.

Él la miró lleno de dudas y de admiración. ¿Estaría en lo cierto? Brooke no pareció inquietarse por la inquisitiva penetración de sus ojos oscuros y respondió a su mirada serenamente.

—¿Ésa es la razón de que no se haya casado? —preguntó Jagat.

—No, ya le dije que no me he casado porque aún no he encontrado al hombre que deseo para marido.

—Y si lo encontrara, ¿se casaría con él?

—Sí, si él quisiera, claro.

—¿Y si no quisiera?

—Entonces organizaría mi vida de forma que pudiera estar cerca de él… siempre.

Jagat archivó esas palabras en su memoria para pensar en ellas una y mil veces. Se levantó.

—Tengo que salir mañana muy temprano, así que buenas noches y adiós… a menos que esté usted dispuesta a venir a Amarpur. Podría ser el primer huésped del Lake Palace Hotel. ¿Aceptará esto como una invitación?

—Tal vez.

—¿Le reservo entonces su habitación?

Ella vaciló.

—¿Molestaré a los huéspedes del hotel, si toco un poco el piano?

—Seguro que no.

—Entonces, buenas noches.

Extendió su mano sin levantarse del sillón. Jagat la tomó entre las suyas. Sintió la carne firme y fresca entre sus palmas ardientes. La dejó. Al llegar a la puerta miró hacia atrás y la vio ya ante el piano. Ella no volvió la cabeza. ¿Le había olvidado? No lo sabía. En cualquier caso, había dicho buenas noches, ¡pero no adiós!

* * *

—¡Moti! —exclamó Jagat.

Ella estaba en su habitación, tumbada sobre una «chaise-longue». Sus serenos ojos se fijaron en él.

—¿Por qué te has retrasado tanto?

—No tuve más remedio que detenerme en Nueva Delhi y ver a ciertas personas.

El aya de su mujer le había seguido al interior de la habitación.

—Mi señora no come, nada más que un poco de requesón y algo de fruta.

—Márchate —dijo Moti con impaciencia—. ¡Déjanos! ¿Qué importa ahora lo que coma?

El aya, asustada ante aquel exabrupto en una persona habitualmente dulce, salió precipitadamente al pasillo.

—¿Qué has descubierto? —preguntó Moti.

Jagat se sentó. Las habitaciones de Moti, habitualmente frescas con el perfume de las flores, estaban extrañamente desoladas. Todas las flores habían desaparecido, los naranjos y limoneros enanos, las rosas de té inglesas importadas de los jardines de Delhi, los inodoros capullos del desierto cercano. Los jarrones estaban vacíos, y el polvo se acumulaba sobre muebles y suelo. Cierto que en los últimos días habían soplado vientos fuertes que filtraban la finísima arena por cualquier rendija, pero Moti se mostraba siempre muy quisquillosa en cuestión de limpieza y durante esta estación solía mantener a las criadas en constante actividad. Ella se dio cuenta de su mirada de inspección.

—No me siento con fuerzas para soportar a mis estúpidas mujeres danzando de acá para allá.

—Te estás matando. Quieres morir. Te ordeno que vivas.

Tenía los ojos hundidos y unas ojeras enormes. Había adelgazado mucho en los días que había estado fuera y ahora permanecía sentada, envuelta en su sari blanco, como una simple estructura ósea envuelta por una delgada capa de carne pálida.

—¿Cómo voy a comer? —preguntó desesperada. Luego, con aquella nueva impaciencia, tan insólita en ella, le presionó de nuevo—: Dime lo que le ocurrió.

Él suspiró ante lo inevitable.

—¿Cómo voy a saberlo? Murió con cientos de otros soldados. El ataque vino de la retaguardia…

Y así, con frases entrecortadas, expulsando la información pedazo a pedazo a medida que la iba recordando, contó todo lo que sabía. Moti perdió la serenidad cuando llegó la parte que hablaba de armas anticuadas, de ropas delgadas en medio del intenso frío. Se levantó y empezó a pasear por la habitación, arriba y abajo, ahora junto a la puerta, unos segundos después plantada ante las ventanas que daban al lago. Su agonía la impulsaba a estar constantemente en movimiento. Jagat estaba atónito ante aquella movilidad en una persona habituada a permanecer quieta durante horas y horas.

—¿Por qué no te quejaste de todo eso cuando estuviste en Delhi? —le gritó—. ¿Por qué no les dijiste que fueron ellos lo que asesinaron a nuestro hijo?

—Ya han hecho investigaciones muy completas, Moti. No era necesario que yo les repitiera cosas que sabían. Estamos pidiendo ayuda de los Estados Unidos, de Inglaterra… nos han prometido armas último modelo, apoyarnos en nuestra defensa…

—Sí, claro, ahora que Jai está muerto…

—Moti, vuelve en ti. Nuestro hijo no fue el único…

Se volvió hacia él desde el extremo opuesto de la habitación.

—¡Para mí sí lo es, para mí es el único! Pero ¿cómo vas a comprender tú a una mujer? ¡Nunca me has comprendido! Llevo viviendo aquí un montón de años y no sabes nada de mí. ¿Por qué iba a esperar ahora consuelo por tu parte? ¡Investigaciones! ¿Está en los informes la palabra asesinato? ¿Quién es el culpable de que Jai no tuviera más que un arma vieja que no le sirvió para defender su vida? ¿Dónde están las prendas de abrigo que debía llevar para protegerle del frío? Odiaba el frío… Nunca olvidaré cómo odiaba la nieve cuando era niño. ¡Y ha tenido que morir en la región más fría del mundo! No puedo perdonarte. ¡Vuelve a Delhi y diles que Jai, el hijo del Príncipe Jagat, ha sido asesinado!

—Moti, dirían que estoy loco.

—¡Déjales! ¿Qué importa lo que digan?

—Moti, escúchame. Los chinos han dicho que se retirarán cuando…

—¡Oh, no me hables de los chinos! ¿Me devolverán a mi hijo cuando se retiren?

Era inútil seguir hablando. Jagat se quedó inmóvil, con los ojos fijos en el suelo de mármol, aguantando impasible sus acusaciones, sus sollozos, su ira y su pena. De pronto no pudo aguantar más. Se levantó, se acercó a ella, que se apoyaba exhausta en una columna, la rodeó con los brazos y la llevó hasta su lecho depositándola suavemente sobre las almohadas. ¡Qué ligera, qué frágil parecía en sus brazos! Moti cayó de espaldas, con los ojos cerrados, silenciosa ahora a excepción de sus sollozos.

Jagat hizo una seña a la criada que salió de las sombras.

—Procura tranquilizarla —ordenó—. Dale friegas en las sienes y cepíllale el pelo. Cuando se haya calmado tráele un cuenco de leche.

Entonces se fue a sus habitaciones para pensar en su propia pérdida. Hasta ese momento sus días habían estado llenos con los viajes, las entrevistas y el encuentro con la mujer americana. Pero ahora estaba solo. Absolutamente solo, aquí, en el palacio de sus antepasados, en el lugar donde habían nacido él y su hijo. Entre esos muros había fluido la corriente sin fin de la historia familiar. Una corriente que ahora se detenía bruscamente. Había llegado su final. ¿Quién habitaría mañana esas habitaciones, desde cuyas paredes le contemplaban sus antepasados, una sucesión de príncipes que le rodeaban desde el día de su nacimiento? Cuando muriera quedarían vacías para siempre aquellas estancias donde todos ellos habían vivido. Él y ellos dejarían de existir definitivamente y no habría nadie que les sucediera.

Para él, aquél era el momento de la muerte final de Jai.

* * *

En la noche, en la más oscura de las noches, cuando yacía insomne en su lecho agitándose inquieto física y mentalmente, oyó un ruido en la puerta de su habitación. Inmediatamente se quedó inmóvil, escuchando. La puerta se abrió y los goznes rechinaron un poco. Después la cerraron suavemente. Pensó en ladrones, en asesinos. En cierta ocasión un desconocido había asesinado a un príncipe en aquella misma habitación. Nunca se descubrió al asesino, pero se rumoreó que era el marido de una bella joven que el príncipe se había llevado a palacio. Pero aquello había ocurrido mucho tiempo atrás y Jagat no había cometido semejante delito.

De haber tenido miedo hubiera gritado, pero no sentía temor, sólo curiosidad. ¿Quién se acercaría tan silenciosamente, con tanto secreto? ¿Quién cruzaba ahora el suelo de mármol? Creyó ver una forma en la oscuridad.

—¿Qué quieres?

Habló con su voz normal, ni muy alta ni muy baja. Rascó una cerilla, encendió la lámpara que había al lado de su cama y escudriñó en la oscuridad. Vio a Moti que se aproximaba a la cama, agarrando con la mano el extremo de su sari blanco.

—¡Moti! —gritó Jagat—. ¿Qué te ocurre, estás enferma?

Ella no contestó. Llegó al lado de la cama y se arrodilló. Él vio su rostro suplicante a la luz de la lámpara.

—¿Qué es, Moti?

Tenía los ojos muy brillantes. Su lengua salía de vez en cuando de la boca para humedecer los labios.

—¡Jagat!

—¿Sí? ¿Tienes miedo?

—No… Sí… de ti.

—¿De mí?

—Tengo miedo de que te niegues.

—Pero ¿qué quieres de mí?

—Jagat, todavía soy joven.

Él la miró fijamente a los ojos, tan negros en su pálido rostro.

—Moti…

De pronto comprendió el motivo de su presencia, y no pudo continuar. En todos sus años de matrimonio Moti no había venido ni una sola vez a su cama. Era él siempre quien la buscaba, nunca ella quien le buscaba a él. Había aceptado esta actitud pensando que era el comportamiento propio de una mujer pudorosa. Pero ahora Moti estaba allí, buscándole. Sintió una extraña sensación de incomodidad, de timidez, como si aquella mujer no fuera su esposa. Había dejado de ser Moti, la silenciosa muchacha que se había sometido a él como novia, como mujer, como esposa, la madre de sus hijos.

—Moti… —repitió.

—¡Jagat, dame otro hijo!

—Moti, yo…

—¡Que yo pueda devolverte a tu hijo, y tan lleno de mí realizarme así yo misma! Ya sabes que una mujer no puede vivir, ni morir, sin cumplir con ese deber. Jai tiene que nacer de nuevo en su hermano. Tu familia no tiene sucesor. ¿Qué otra razón puede tener mi vida sino la de darte un heredero?

En el pasado la pasión habría surgido en él si ella hubiera venido a buscarle. La habría hundido en su lecho, la habría aplastado con su ardor. Hubiera sido una experiencia dulce y nueva sentirse buscado, ser amado, conocer su cuerpo anhelante con su propio anhelo. Pero ella se había limitado durante demasiado tiempo a satisfacer sus necesidades físicas sin darle nada más. En realidad, él nunca había obtenido más que eso de cualquier mujer. Y ahora, ¿qué dulzura podía haber cuando el amor venía de la mano de una extraña?

Moti seguía arrodillada a su lado, pero él no podía extender su mano para alzarla. Sintió que su alma y su cuerpo respondían con una negativa, una inexplicable negativa, a la súplica de ella.

—Moti, yo…

—¡Tómame, Jagat!

—No puedo…

Su voz fue sólo un leve susurro, pero ella lo oyó. A la débil luz de la lámpara la vio ponerse de pie y quedarse allí, al lado de la cama, mirándole con unos ojos negros, muy negros. La melena tapaba parte del rostro y caía descuidadamente hasta la cintura. No había visto su melena así desde la noche de bodas.

—¡No quieres!

Era una exclamación, no una pregunta.

—No puedo.

—Entonces es que has estado con una mujer. Oh, sí… —Se inclinó sobre él, apoyándose con los brazos abiertos sobre las sábanas—. Eso es lo que has hecho. Eso es lo que hacen siempre los hombres cuando están tristes. Corren al lado de cualquier mujer para desahogarse. No pueden soportar la tristeza mucho tiempo. ¡Y especialmente tú, Jagat! Me has usado siempre a tu capricho. Y ahora, cuando te pido que… que… ¿Crees que me resulta fácil? Estoy avergonzada. Me desprecio por haber venido a suplicarte. Pero es por Jai… es porque no tenemos ningún hijo.

Jagat la cogió del brazo izquierdo y la obligó a sentarse.

—¡Siéntate a mi lado, Moti, y escúchame! No he estado con ninguna mujer. He venido derecho desde el campo de batalla. Estuve sólo un par de días en Delhi y luego vine a casa. ¿Cómo iba a tener estómago para irme con una mujer, Moti? Ya no soy un hombre joven, no… no tengo necesidad de… simplemente para… para…

Ella inclinó la cabeza sobre sus manos unidas, y Jagat sintió la caricia de su pelo sobre el brazo desnudo.

—Entonces, ¿no tendremos nunca otro hijo? —Su voz apenas se oía.

Jagat apartó suavemente el pelo de su rostro.

—No como él, Moti… nunca como él.

Moti permaneció callada unos minutos y luego se marchó tan silenciosamente como había entrado, como una sombra blanca que se desvaneciera en la oscuridad.

Jagat apagó la luz y se quedó solo de nuevo, pensando en la noche negra y blanda. ¿Por qué no la había aceptado? ¿Es que la muerte había cambiado algo en él? ¿Había muerto con su hijo alguna parte vital de su ser en aquellos días de dolor y desconcierto? Sólo su sexo permanecía ahora tranquilo, sólo su sexo que siempre había sentido como una vida casi separada del resto de su ser. Noche y día había percibido aquella vida dispuesta y vibrante, sede de un deseo independiente de su ser, urgente y rápido en la respuesta a cualquier mujer joven y bella. Él comprendía muy bien la incesante necesidad que había mantenido este palacio lleno de mujeres, la sed que su padre y el padre de su padre parecían incapaces de saciar. Si él no había traído muchachas a sus habitaciones era simplemente porque estaba hecho de un material distinto, igualmente viril pero más quisquilloso. No, no era que él fuese demasiado exigente. Era Moti la que había hecho imposible tomar a otra mujer después de su matrimonio, con su pálida amabilidad, su paciente sumisión, su invariable entrega que nunca fue respuesta, con lo que dejaba su eterna pregunta eternamente irresuelta. ¿Es que ella era incapaz de responder o es que le encontraba desagradable en algún sentido? Su vanidad masculina no podía aceptar la última posibilidad y, sin embargo, tampoco la primera resolvía el problema. ¡Su vanidad masculina! ¿Se sentía humillado porque ella había acudido a él exclusivamente en busca de un hijo?

Al reflexionar así sobre sí mismo le llevó a reflexionar sobre Moti. Procedía de una casta elevada y como todas las mujeres de tan noble origen era muy pudorosa, y sólo se desnudaba, con reticencia, cuando él se lo ordenaba. Él había encontrado en esa reticencia algo excitante y digno, pues aquella castidad era una prueba más de su nobleza. Y al recordar cómo su mujer había acudido poco antes a buscarle, en lugar de esperar a ser buscada, sintió que la imagen de Moti se deterioraba por razones no del todo claras. Eres injusto, injusto, se dijo, pues ella no lo ha hecho buscando su placer. Y de pronto comprendió el motivo de su negativa. Ella no había venido a él impulsada por una necesidad personal de amor. El corazón de Moti no le pertenecía, si es que tenía algún corazón. Ella no había acudido gritando: «¡Oh, Jagat, ámame!».

Pero ¿cómo podía una mujer de noble cuna rebajarse hasta el punto de mendigar amor? Recordó un antiguo cuento de Vyasu, el autor del Mahabharata, quien decidió escoger esposa entre sus tres sobrinas y las sometió a una prueba para asegurarse de que no elegiría a una que había sido engendrada por un esclavo. La prueba consistía en que las tres princesas desfilaran ante él desnudas. La mayor estaba tan avergonzada que cerró los ojos al pasar ante él, la segunda, también avergonzada, se embadurnó el cuerpo con ocre amarillo, pero la tercera paseó su desnudez ante él sin vergüenza alguna. Al ver esto, supo que ésta era la de origen plebeyo y la rechazó, eligiendo esposa entre las otras dos.

A pesar suyo, Jagat reconoció que él también participaba de este tradicional prejuicio contra el impudor, aunque comprendía la pena y la desesperación que habían llevado a Moti a forzarse a sí misma. Su mente estaba tan confusa que llegó a preguntarse si Moti no habría cometido alguna falta secreta, de la que tal vez ni era consciente. Incluso se permitió por un momento plantearse una vieja pregunta, que llevaba mucho tiempo agazapada en su mente y se refería al sacerdote inglés. Hasta entonces nunca había consentido que esa pregunta subiera a la superficie de su espíritu. Pero ahora estaba allí en toda su crudeza. ¿Era una necesidad puramente espiritual la que llevaba a Moti a aceptar la presencia de aquel sacerdote joven y barbudo? Al fin y al cabo, un sacerdote sigue siendo un hombre.

Pero, cosa extraña, no sintió celos al pensar aquello. ¿Y no era su deber sentirse celoso? De haberse hecho aquella pregunta antes de la muerte de Jai, seguramente se hubiera sentido celoso. Pero aquí estaba ahora, con el corazón tranquilo como un pájaro en su nido. La muerte había perturbado sus seres separados, y no sabía en qué medida. Sólo sabía que le era imposible dormir esa noche. Tampoco pudo descansar durante los siguientes siete días, no como lo hacía normalmente, durmiendo como un niño hasta el amanecer. De día se cansaba de mil modos mientras lloraba por dentro a su hijo, pero, a pesar de ello, no podía descansar cuando llegaba la noche.

* * *

En la mañana del octavo día se levantó temprano y fue al palacio del lago para ver cómo andaban las cosas por allí.

—Tiene usted un huésped —dijo Osgood, que vivía ahora en el palacio para supervisar más de cerca las obras.

Jagat saltó del bote a las gradas de mármol.

—¿Qué huésped? ¿Y cómo ha podido instalarlo con toda esta confusión?

Había obreros por todas partes. Los pájaros, asustados, salían y entraban continuamente de sus nidos en cornisas y candelabros. Los martillazos y los gritos de los hombres destrozaban la tranquilidad del mediodía.

—Es una mujer —dijo Osgood.

—¡Una mujer! —repitió Jagat, incrédulo.

—Dice que usted la invitó.

—¿Yo?

—Eso dice.

Jagat sonrió tímidamente.

—En cierto modo…

Naturalmente, sabía muy bien de qué mujer se trataba. Había pensado en ella muchas veces durante la última semana, extraña semana aquélla, pues él y Moti apenas habían cruzado unas palabras. Los días transcurrían en un tenso silencio con Moti, más reservada que nunca.

—¿No crees que le debía decir a Veera que viniera a hacerte compañía? —había preguntado él la noche anterior, rompiendo así el silencio que había descendido sobre el comedor.

—¿Por qué unir nuestra tristeza a la suya? Déjala que siga con sus compañeras.

Al mirar su pálido rostro consideró casi imposible que se hubiera presentado en su alcoba siete noches antes. Él no se había acercado a su mujer en esas siete noches. En ningún otro período de su matrimonio había observado tan prolongada continencia. Su deseo seguía dormido.

—¿Dónde está esa huésped? —le preguntó ahora a Osgood.

—En la habitación pequeña que da a la terraza superior. La estaba utilizando yo, pero la dejé cuando llegó. Es la única que tiene cuarto de baño de momento. No puedo pedirle a esa mujer que se bañe en el lago… ¡qué es lo que estoy haciendo yo a pesar de los cocodrilos!

—Ya le dije que los cocodrilos están en el otro extremo. Además, dudo mucho que sea usted de su gusto… ¡con ese pelo tan rojo!

Osgood soltó la carcajada.

—¿Cuándo llegó? —preguntó Jagat.

—Anoche. Apareció como si tal cosa. Vi un bote que cruzaba el lago a la luz de la luna y pensé que era usted. Pero después vi saltar a tierra a una mujer y al barquero desembarcando su equipaje. Bajé, como es natural, y allí estaba ella. Se llama Miss

—Ah, sí, ahora lo recuerdo. (¡Embustero, nunca lo había olvidado!) Miss Westley, es americana como usted. Estaba en el Ashoka.

—Debía haberme avisado —dijo Osgood.

—No creí que me cogiera la palabra tan literalmente.

—¡Menos mal que me había preparado una habitación decente y con baño! ¿Estará mucho tiempo?

—¿Cómo voy a saberlo? No la he visto todavía.

—Está arriba —indicó Osgood—. Envié el desayuno a su habitación. Ése es otro problema. Aquí sólo hay servicio para una persona. Traje mi propio cocinero de Delhi. ¿Qué hago?

—Dígale que la sirva a ella también. Recuerde que es compatriota de usted, no de mí.

—Sí… claro, pero no puedo entretenerme ahora con problemas de servicio. Tengo que empezar otro trabajo en Bombay el mes que viene y para entonces las cosas tienen que estar en marcha aquí. Mientras tanto debo hacer una escapada a los Estados Unidos para traerme las cosas que no pueda conseguir aquí.

—Pues vaya, amigo mío, yo me quedaré aquí —dijo Jagat.

Refrenó el deseo que sentía de acelerar el paso. En realidad, casi hubiera preferido que no viniera. Deseaba hundirse, en cuanto pasara el período de luto oficial, en el trabajo del hotel y en la administración de las tierras que aún le quedaban. Había perdido muchas tierras, pero muchas eran también las que conservaba. Su familia había sido muy rica en tierras, pues había mantenido durante mucho tiempo el viejo principio de los pagos en tierra y no en dinero. Y con la tierra estaban las aldeas, independientes ahora pero ligadas a su casa por siglos de trabajo y sufrimientos. Aquella misma mañana se había levantado con el alba para cabalgar hasta la aldea central, donde mantenía una especie de oficina, y reunirse allí con los ancianos de la comunidad, el panchayat. Les había informado brevemente de la muerte de su hijo. Había tenido la extraña sensación de que no era él quien cabalgaba a través del frío aire de la mañana. Lo veía todo a través de los ojos de Jai, de aquel Jai que nunca volvería a contemplar las cristalinas montañas titilando al sol del alba, que nunca aspiraría en sus pulmones el aire puro y claro del desierto. Con los ojos de Jai vio la caravana de camellos que avanzaba pausadamente por los polvorientos caminos, los rebaños de pequeñas cabras oscuras, perseguidos por mozalbetes iracundos que tiritaban medio desnudos. Y con los ojos de Jai había visto también a los aldeanos con sus túnicas de algodón blanco sentados a lo largo de las calles en espera de que el sol se elevara para calentarlos. Con los ojos de Jai vio las golondrinas saliendo de sus nidos de barro incrustados en los muros de la aldea, y las vacas merodeando en busca de algo que comer. Todo esto era la herencia de Jai tan profundamente como lo eran las grandes ciudades de Bombay, Calcuta y Madrás, o las grandes industrias de Tata, en la provincia oriental, tan profundamente también como la historia de miles de años del pasado o los brillantes días del mañana. Todo, todo fue la herencia de Jai, una herencia que ahora no sería nunca reclamada.

Los ancianos de la aldea se levantaron cuando él entró en el edificio de adobes y techo bajo. Le saludaron en silencio con las manos unidas y las cabezas gachas. Cuando se sentó en el cojín colocado directamente sobre el suelo de tierra, alisado con boñigas de vaca, ellos se sentaron también, y él les contó, controlando su voz y sus sentimientos, cómo había muerto Jai, y por qué. Mientras hablaba sus ojos iban de un rostro curtido al otro, viejos barbudos con turbantes, viejos afeitados de mejillas huesudas y delgados cuellos llenos de arrugas. Era una escena secular y, mientras hablaba, sabía que no volvería a repetirse, ni siquiera aunque Jai hubiera vivido. No se lo imaginaba sentado entre aquellos ancianos.

Su historia fue cruelmente breve.

—Así murió mi único hijo —les dijo, y continuó, apretando los labios para que no le temblaran—. La muerte no tiene sentido a menos que se lo den los vivos. Esto es especialmente cierto cuando mueren los jóvenes de forma no natural. En esta guerra son muchos los que han muerto, y muchos más los que morirán aún. ¿Quién puede predecir el fin de una época? Por ello, nuestro deber es intentar realizar durante nuestra vida lo que esos jóvenes hubieran hecho de haber vivido.

Y una vez dicho esto empezó a hablar de las reformas que tenía planeadas en la región: la construcción de escuelas, especialmente escuelas técnicas, mejoras en el ganado y las cosechas, creación de hospitales y clínicas.

Uno de los viejos formuló una pregunta:

—¿Es cierto, es cierto que el palacio del lago se va a convertir en una posada para gentes del otro lado del Agua Negra?

Él tuvo que explicarles el asunto de una forma que les resultara comprensible. Les dijo que, como sus ingresos se habían reducido, había tenido que buscar nuevos procedimientos para sostener a su familia, ya que seguía siendo un príncipe, pero un príncipe sin reino. Ellos le escucharon y le compadecieron con grandes suspiros, pero Jagat creyó ver el brillo de la codicia en sus ojos. Eran todos viejos y muy conocidos, arcaicos como las montañas y los arenales del desierto, y lo parecían aún más ahora, comparados con el brillo de los metales nuevos y la renacida blancura de los muros de mármol del palacio del lago. Los teléfonos ocupaban el lugar de los vociferantes criados y las luces eléctricas reemplazaban a las velas en los antiguos candelabros de cristal importados mucho tiempo atrás de Europa. Y nada tan diferente y tan nuevo como la visión de la esbelta figura de Brooke Westley caminando hacia él por el corredor de mármol.

Jagat avanzó a su encuentro.

—Me alegro de que haya venido, aunque no la esperaba tan pronto.

Ella no le ofreció su mano, pero sus ojos se encontraron.

—Algo me impulsó a venir.

—¿Tiene algún problema? —preguntó él.

—No.

—Entonces, ¿qué es lo que la impulsó?

—Sigo una simpatía —dijo ella.

No pestañeó al pronunciar aquellas breves y sencillas palabras. Jagat nunca había sufrido una mirada tan franca. No había ninguna coquetería en ella, ni pretensiones.

—No sé lo que quiere decir con eso.

—Ni yo puedo explicárselo —contestó ella—. Así que permítame vivir aquí tranquilamente durante un tiempo. No seré una molestia para usted. Me limitaré a ser completamente feliz esperando.

—¿Esperando qué?

—Aún tengo que averiguarlo —dijo ella.

Ahora extendió su mano.

—No se sienta responsable de mí. Sé cuidarme. Encontraré mi propio camino. No tengo miedo. No he tenido miedo en mi vida. He estado siempre sola.

—¡Me deja usted perplejo! —protestó él.

—No se preocupe por eso. Acépteme como soy, siempre que nos veamos, si es que nos vemos. ¿Permitirá que me quede? Al menos por cierto tiempo, hasta que averigüe por qué he venido…

Él dudó.

—Bueno, esto no resulta todavía muy confortable, ya sabe. Estamos empezando.

—Es un sitio maravilloso. Vivir en medio de un lago… Es algo nuevo. He vivido rodeada de montañas, he vivido en el centro de la ciudad de New York, también rodeada. Pero me gusta esto. El agua es tan tranquila…

Hablaba en tono suave. Apartó su mano y Jagat se dio cuenta de que la retenía. No sabía muy bien por qué, a no ser porque le gustaba sentir aquella suavidad cálida, pero…

Ella retiró la mano suavemente.

—Me gusta también su Mr. Osgood. Naturalmente, sé que está completamente consternado. Es agradable encontrar aquí un hombre tan… ¡tan americano! Hace que me sienta un poco como en casa, por extraño que pueda parecer. Y sin embargo, usted tampoco me parece extranjero. ¡Otra cosa extraña de este lugar!

—Pero estará muy sola —dijo Jagat.

—Oh, no, yo nunca me siento sola, de veras. Ya ve, casi no conocí a mis padres, como le dije. Me crié con mi abuela en una vieja casona del campo y en otra vieja casona de New York. Además, hay otras razones…

Dio media vuelta, pero se volvió para mirarle por encima del hombro.

—¿No significa nada para usted el nombre de Westley? Es bastante conocido.

Él negó con la cabeza.

—No conozco a los americanos…

—¿Por qué iba a conocerlos… viviendo en ese palacio maravilloso? Ese palacio… —agitó su mano en dirección al palacio de la otra orilla.

—Tiene usted que visitarnos y conocer a mi esposa.

Ella se quedó callada un momento, mirando el palacio de mármol rosado a la luz del crepúsculo.

—¿Cree usted que le gustaré a su esposa?

—Estoy seguro de que sí. Precisamente ahora está muy triste a causa de lo de nuestro hijo. Pero tal vez dentro de una semana más o menos sea bueno que conozca a nuevas personas. Tengo una hija también. Ella querrá venir a casa tan pronto sepa… lo de su hermano.

Brooke tardó un poco en contestar. Luego, lenta y reflexivamente, dijo:

—Es extraño. Vine aquí sola, sin conocer a nadie, y de pronto tengo amigos, muchos amigos.

Ir a la siguiente página

Report Page