Mandala

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I

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I

Aquella mañana de verano, como de costumbre, el ronroneo de las palomas en el antepecho de la ventana de su alcoba despertó a Jagat, Maharaná de Amarpur, India. Y no era un ruido pequeño, pues miles de palomas habían anidado durante siglos, generación tras generación, en las cornisas y bajorrelieves del antiguo palacio. Cada mañana, hasta donde le llegaba la memoria, había abierto los ojos ante el suave ronroneo de los pichones que después despertarían a sus innumerables compañeros hasta que el batir de sus alas alcanzara un ritmo acelerado. Se sentó en la cama, desnudo bajo la sábana de seda blanca, y bostezó. A través del amplio espacio de la habitación, vio su imagen reflejada en el enorme espejo que colgaba de la pared opuesta a la cama. Un hombre apuesto y agradable, observó con satisfacción. Cerró la boca, se alisó los rizados cabellos oscuros y miró al interior de sus ojos negros. Luego sonrió ante su propia imagen, apartó las sábanas y se acercó a las ventanas, abiertas al aire de la mañana. Como era su costumbre, se inclinó sobre el antepecho para contemplar el paisaje. Desde el otro lado del lago le venía el golpeteo de las palas de madera de las mujeres que lavaban sobre las gradas de mármol del acceso acuático a la pequeña ciudad.

Amaba aquel escenario. Más allá del lago, se alzaban las colinas, en semicírculos de marrón desierto, desnudas y redondas como pechos de mujer. Los achaparrados arbustos del desierto moteaban sus lisas superficies. En el valle, amplio y llano, la ciudad de mármol blanco refulgía con los primeros rayos del sol. Las colinas estaban preñadas de mármol y las casas se construían con mármol. En los límites de la ciudad, frente a la orilla del lago azul, el palacio de mármol blanco se extendía sobre un cuarto de milla, con sus murallas, minaretes y torretas tachonadas de oro; el palacio donde su familia, los Rajputs de Rajasthan, había vivido durante siglos. Él, el Maharaná, su esposa, la Maharaní Moti, y sus dos hijos vivían en la moderna ala occidental que él había construido mientras que su padre había continuado utilizando hasta su muerte los vastos salones del palacio propiamente dicho. Entre ambos se alzaba el gran edificio que albergaba los salones de audiencia, los pasillos y las bibliotecas.

Al pensar en Moti sintió que un calorcillo familiar le acariciaba el pecho. Aún eran jóvenes los dos, a pesar de que su hija Veera estaba ya en edad de casarse, y, de hecho, se casaría en los próximos meses con un joven príncipe de Limbdi. Su hijo Jai estudiaba en una escuela preparatoria inglesa, próxima a Mussoorie, y después iría a Oxford donde el propio Jagat se había licenciado a los veintidós años. Sí, aún eran jóvenes los dos. Él acababa de cumplir cuarenta y ella tenía poco más de treinta y ocho. Se habían casado demasiado jóvenes, pero su matrimonio había sido un asunto arreglado entre las familias. Ella era hija de un estadista y hombre de gran riqueza, Sir Ramakrishna Prasad. Les había llevado bastante tiempo enamorarse, incluso después de la primera inevitable consumación de la noche de bodas.

Miró el reloj alemán que colgaba de la pared, encima de la puerta. El palacio estaba lleno de relojes, divertidos regalos hechos por los plenipotenciarios de Europa a lo largo de los siglos. Éste lo había reservado para su uso personal porque le gustaba su fantástico aspecto gótico: una catedral de oro con una aguja de plata de la que salían cuatro pequeñas figuras para ejecutar una danza espasmódica. Sin embargo, las puertas de la catedral estaban atrancadas con alambre para mayor comodidad de una pareja de abadejos marrones que, año tras año, anidaban allí. Uno de ellos sobrevoló su cabeza en aquel momento acarreando en el pico una brizna de hierba seca. Entró en la catedral con aires muy activos moviendo incesantemente la cola, arriba y abajo.

—Ajá, pequeño —exclamó Jagat—, eres madrugador. ¿Dónde está tu compañera?

Como respondiéndole, un segundo abadejo pasó sobre su cabeza. Se inició una discusión entre los dos pajarillos, una confusión de gorjeos y piadas, que Jagat escuchó divertido. En la India la línea entre lo humano y lo no humano está muy poco definida, si es que está definida de algún modo. Su pueblo actuaba sabiamente, pensaba Jagat, al aceptar a los animales como parte de la familia que vive en el globo. Los animales sabían corresponder a esta actitud. Las vacas, pavoneándose por las calles de las ciudades con aspecto enteramente humano, y los monos grises que jugueteaban por los tejados, no conocían ninguna diferencia entre ellos y el hombre. Hasta las criaturas menores —ratones, ardillas y demás variedades diminutas de la vida— se merecían el respeto y la ternura que se les dedicaba, aunque a veces resultaran fastidiosos sus abusos de confianza, robando por aquí y por allá según su conveniencia. Su propio padre, en cierta ocasión, había cedido durante días su trono de oro a una mangosta que tuvo la ocurrencia de colocar a sus pequeños sobre los suaves cojines de terciopelo. Su pueblo había llegado, a través de siglos, a aceptar como una cualidad esta inocua confianza en sí mismas que mostraban ciertas criaturas.

Pero estos pensamientos sólo entretuvieron momentáneamente a Jagat. No había olvidado el desasosiego que sentía por dentro y consideró que había llegado el momento de acabar con él. Moti estaría todavía durmiendo. La única falta de armonía entre ellos durante aquellos años de matrimonio era el horario. Él se iba normalmente a la cama poco después de la puesta de sol, pero ella permanecía completamente despierta hasta después de medianoche. Él se despertaba al amanecer y ella no abría los ojos hasta poco antes del mediodía. ¿Iría a molestarla ahora? El aire flotaba sobre el lago, espeso con las neblinas de la primavera, y Jagat no acababa de decidirse. De pronto, el alegre sonido del canto de un pájaro acarició sus oídos y aceleró su decisión. ¡Tendría que despertarse, tendría que despertarse para satisfacer su necesidad! Cruzó con pasos enérgicos la habitación, se echó encima una bata y entró en el pasadizo que conducía a la habitación de su mujer. Una criada dormía ante la puerta. La apartó con su pie desnudo y entró.

Moti estaba durmiendo. Jagat se acercó a la cama, un lecho casi a ras del suelo, y se la quedó mirando. Dormía con la mano derecha bajo la mejilla, el rostro pálido y placentero, los largos y negros rizos desordenados sobre el rostro. Tenía la piel clara y suave, y los huesos delicados como buena hija de Cachemira. Su sari blanco de dormir había resbalado de su hombro derecho dejando al descubierto un pecho, redondo y firme como el de una muchacha. La vista de aquel pecho agitó aún más el deseo de Jagat, que se arrodilló al lado de la cama.

—Moti —susurró—. Moti, ¡estoy aquí!

Ella abrió los ojos y le miró en un reconocimiento gradual que culminó con una sonrisa. Luego se puso boca arriba y se apartó el cabello del rostro con ambas manos. Tenía unas manos muy bonitas. En cierta ocasión un joven escultor de París, un amigo que había hecho Jagat en sus días de estudiante, había pasado una semana en el palacio y se negó a visitar los lugares pintorescos de Amarpur para poder pasarse todo el tiempo esculpiendo en mármol las manos de Moti.

Jagat se inclinó sobre ella.

—¡Moti, hace un día perfecto!

Habló en inglés como tenía por costumbre siempre que lo hacía con ella, pues sus lenguas nativas eran distintas, y además era en inglés como expresaba siempre su amor y sus pensamientos más profundos.

Moti suspiró.

—Jagat, prometiste no despertarme nunca antes de las diez.

—¡Pero es que hace un día tan bonito! Los abadejos están construyendo su nido en el reloj otra vez.

—¿Y eso es lo que te dio la idea de venir a mi habitación?

—No hacen falta pájaros para que se me ocurra esa idea.

Moti se echó a reír y le hizo sitio en la cama. No había necesidad de cerrar la puerta. La criada no abandonaría su guardia hasta que no la llamase su señora. Él se quitó la bata suelta que llevaba puesta y empezó a despojarla lentamente del sari, disfrutando con el suave contacto de su piel. El amor seguía siendo el placer más dulce de esta vida, la comunión total que los convertía en uno, y ahuyentaba todas las posibles diferencias de sus mentes. No dijeron una palabra, ni él, ni ella. Era un dueto silencioso, una rutina familiar que, a pesar de todo, conservaba intacto su placer. De pronto, se acabó todo y él se dispuso a marcharse con tanta prisa como había llegado.

—Gracias —dijo y, deteniéndose a medio camino de la puerta, se volvió para besarla en los labios. Luego salió de la habitación.

Sin embargo, la presencia de Moti le siguió. Esa muchacha, esa mujer con la que se había casado cuando sólo tenía dieciocho años, seguía siendo en el fondo una desconocida para él. A veces charlaban, explorando juntos los significados ocultos de la escritura hindú, de la poesía y la historia, de la democracia moderna o del comunismo chino. Conocía los hábitos de su mente, aunque a veces no podía seguir todos sus pasos y estaba gozosamente familiarizado con los contornos y los recovecos de su cuerpo. Pero no conocía, y quizá no conociera nunca, los sentimientos íntimos que albergaba aquel cuerpo, como tampoco sabía los pensamientos secretos de su mente. ¿Correspondía ella a sus robustos y francos estímulos físicos? Si lo hacía no lo daba a entender; controlaba perfectamente sus expresiones y permanecía aparentemente pasiva. Una vez había oído la exposición de un vulgar joven inglés, un director de cine a quien conoció en Bombay, sobre los defectos que, a su juicio, tenían las mujeres indias.

—Son bellas de aspecto, pero muy malas amantes —había dicho aquel tipo y luego explicó la contradicción.

—Se entregan en seguida, pero eso es todo lo que son capaces de dar… No saben nada sobre el arte de hacer el amor.

Él no había contestado a esta vulgaridad, reprimiendo la ira que le produjo el saber que hubiese mujeres indias capaces de ceder ante tan crudas demandas. Quizá no hubiera ninguna. Quizá aquellas frases fuesen puros alardes de macho jactancioso. En cualquier caso se negó a seguir con aquella conversación. En realidad, no había vuelto a ver a aquel hombre nunca más. Tampoco estaba de acuerdo con que Moti no fuese una buena amante. Tenía una forma dulce y graciosa de recibirle, incluso de darle la bienvenida, si dar la bienvenida significa no rechazar. Pero aquello, más que armonía, era acomodación. ¿O no? A pesar de todo, lo prefería en conjunto a los falsos gestos románticos de las profesionales de París o Londres. Aquellas primeras experiencias de su juventud sólo eran capaces de producirle un profundo desagrado en su madurez. Pero ¿sería posible que no hubiera conocido nunca lo que es gozar plena, totalmente de una mujer?

Salió del cuarto de baño y desechó aquellos pensamientos. Moti era su amada esposa y no se quejaba nunca, ni siquiera ahora que el nuevo gobierno había reducido a la mitad sus ingresos principescos. Las esposas de algunos príncipes de los Estados vecinos, amigos suyos, no hacían más que lamentarse amargamente de la nueva situación. ¿Cómo, decían, cómo podrían pagar los gastos de sostenimiento de sus familias, comprar los saris y las joyas que necesitaban, por no hablar del mantenimiento de los palacios, si las privaban de la mitad de sus ingresos normales? Y estaba también la cuestión de la tierra. También les habían quitado la tierra; bueno, la habían reducido hasta un punto que ya no permitía subvenir a las necesidades de todo el parentesco real, que ya no permitía pasarse el año perdiendo dinero en Monte Carlo y luego volver a casa a rehacer tranquilamente su fortuna. En los buenos tiempos, un príncipe, cuando necesitaba dinero, no tenía más que decirle a los arrendatarios de sus tierras que aquel año se quedaría con una proporción de la cosecha superior a la del anterior, y luego enviar a su mayordomo a comprobar sobre el terreno que el grano se dividía de acuerdo con las órdenes del terrateniente real. Esto se podía hacer impunemente y así se había hecho en su propio Estado. Él había visto a su padre decretar una medida de este tipo en beneficio de su joven hermano, al que una de sus queridas francesas le había abandonado llevándose de paso unos cuantos millones de francos. Aquel año los campesinos, que habían arado la tierra, puesto las semillas y cuidado los campos de trigo, sólo se quedaron con un quinto de la cosecha.

No, Moti nunca se quejaba. Cuando él le comunicó las nuevas disposiciones del gobierno, se había limitado a escucharle en silencio, con un gracioso mohín en sus ojos oscuros, sin alterar para nada su rostro de crema pálida. Mientras ella permanecía en silencio, Jagat dijo:

—Moti, tendré que pensar en montar un negocio, o algo por el estilo. Las reducciones van en aumento al pasar de una generación a otra y cada vez quedará menos para los niños hasta que finalmente no quede nada. Y sin embargo, esto es justo en cierto modo. Por lo menos a mí me parece así después de tantos años de tomar del pueblo y no darle nada a cambio. Pero se me hace raro pensar que ya no soy el gobernante de mi propio Estado.

Ella vestía el suave sari blanco que era su ropaje habitual. Habían cenado ya, y estaban sentados en la espaciosa terraza de mármol que su abuelo había construido ante la fachada oeste del palacio, el año que se trajo una chica griega que le había sorbido el seso. Había construido la terraza alrededor de un gigantesco árbol que extendía su sombra sobre ellos. Al pie del árbol había una fuente presidida por una estatua de la chica griega esculpida en mármol verde pálido. Ella había muerto pronto, pues aquello ocurrió antes de que los inteligentes científicos suizos descubrieran el remedio contra las disenterías rápidas. ¿O se había suicidado, ahorcándose con una cuerda? ¡Misterios del palacio!

—Algo ha cambiado, Jagat —había contestado Moti reflexivamente—. Ahora ya no eres el que gobierna y supongo que, en cierto modo, el pueblo te echará de menos. Tu padre fue una figura fascinante que llevó algo de excitación a sus monótonas vidas. Hasta sus pecados eran fascinantes. En cuanto a tu abuelo… debió ser hermoso cuando estaba aquí la muchacha griega. Incluso tú, querido, eres completamente fascinante, aunque sin chicas griegas, a Dios gracias. Pero tus cacerías de tigres… por cierto, me temo que haya polillas en esa gran cabeza de tigre que hay colgada entre las ventanas del salón. ¿Querrás echarle un vistazo?

—Pero ¿es que no te importa que hayan reducido a la mitad tu presupuesto para joyas y saris?

Moti encogió sus delicados hombros.

—Tengo cientos de saris, y más joyas de las que podré ponerme nunca. Eres muy generoso, Jagat. He pensado regalarle a Veera algunas de mis joyas cuando se case. Supongo que los campesinos encontrarán excitante tener algo más que comer… al menos tan excitante como las chicas griegas y los maharajás exigiendo su peso en oro como regalo de cumpleaños.

Se echó a reír ante sus propios pensamientos.

—¡Qué tentación para la obesidad debía ser aquello! Sin embargo, tu abuelo supo mantener la línea… supongo que tuvo que escoger entre el oro y las chicas griegas, o lo que fuesen. Ella era lo bastante joven para ser su hija, ¿verdad? Y él estaba completamente loco por ella. No puedo soportar el entrar en esa pequeña habitación en que se ahorcó.

Después de esto se había levantado y había entrado en el palacio con sus elegantes movimientos, una elegancia que podía parecer indolencia, aunque él sabía muy bien que no lo era. Moti era una estudiante inveterada, no sólo de las religiones indias, sino del catolicismo. Había tenido durante muchos años un profesor católico, un anciano abate francés, que la había enseñado un francés de puro acento parisino. Pero el Padre Dubois había muerto el año anterior. Al sentir que la muerte se aproximaba, la había dejado al cuidado de un joven sacerdote inglés, el Padre Francis Paul, un hombre apuesto, con barba y aspecto ascético, hijo de un conde protestante que se había indignado lo indecible al ver a su hijo convertido en sacerdote de una forma rival del cristianismo. Últimamente, algunas tardes, cuando Jagat volvía al palacio, se encontraba al joven sacerdote sentado en un confortable sillón de la terraza y cerca de él, pero no demasiado cerca, Moti tumbada en su «chaise-longue», la cabeza recostada sobre los cojines, el viento agitando suavemente sus cabellos lejos del rostro.

Y así se los había encontrado también la noche anterior. Le saludaron, como siempre. El Padre Francis Paul se puso respetuosamente en pie, sus hermosas y delgadas manos cruzadas sobre el vientre, el bello rostro inclinado hacia el suelo, la barba recortada y el cabello castaño, bastante largo. Fuese cual fuere el tema de su conversación, ésta cesó en cuanto apareció él. Cuando se sentaron de nuevo, el sacerdote esperó a que el Maharaná hablara antes de permitirse cualquier comentario. Era un hombre bien educado y su cultivada mente le indicaba cómo debía comportarse ante el príncipe.

A Jagat le gustaba charlar con el Padre Francis Paul, a pesar de su secreto prejuicio contra el catolicismo. No había nada como la inteligencia de una mente inglesa, potente y fría hasta cuando estaba nublada por el misticismo religioso. Pero el misticismo era algo familiar para una mente india, aunque corrompido, claro está, por la superstición. Incluso él, Jagat, no iniciaría un viaje ni se embarcaría en un nuevo negocio en un día declarado de mal agüero por los adivinos, y tampoco le avergonzaba confesarlo. De hecho tenía la intención de consultar con un adivino si ese mismo día era propicio para poner en práctica un proyecto del que no había hablado a nadie, ni siquiera a Moti. Pero luego cambió de opinión. Un buen día era un buen día. El aire era claro y seco, y el lago titilaba con infinitos puntos de plata a la luz del sol.

De pronto, mientras se estaba vistiendo, un pájaro de una especie desconocida para él entró en la habitación. Era blanco; demasiado pequeño para ser una paloma, demasiado grande para ser un tordo. Entró por la ventana abierta, describió dos círculos muy cerca del techo y se posó sobre el pesado marco de oro del cuadro que más apreciaba. Las paredes de su habitación estaban plagadas de antiguas obras maestras que representaban la historia de los Rajput y los mongoles. El escogido por el pájaro blanco era el retrato de un antepasado de Jagat, el poderoso Pratap, que había reconquistado la gran fortaleza de Chittor, de la que se había apoderado Akbar, el invasor mongol. Pratap declaró que, hasta que no reconquistara Chittor, no comería en vajilla de oro o plata, no se alimentaría más que de las hojas de los árboles, nadie dormiría en colchones de seda o algodón, sino sobre jergones de paja, y ningún hombre podría cortarse la barba hasta que hubiese sido expulsado el último invasor. La vigencia de su orden duró tanto que el abuelo de Jagat, aunque comía en platos de oro y plata, colocaba bajo ellos unas cuantas hojas verdes, y unos haces de paja bajo su cama. ¿Por qué venían ahora aquellos viejos recuerdos? El pájaro blanco se los había traído. Otro pájaro, también blanco, se había metido volando en la tienda de Pratap la misma mañana de su juramento. ¡Éste era realmente un buen presagio, pensó Jagat, para la aventura que iba a empezar!

* * *

Moti estaba sentada en sus habitaciones, leyendo un nuevo libro de Jean-Paul Sartre. Leía el inglés y el francés con facilidad, y le agradaba viajar con la mente e introducirse así en el pensamiento occidental, pues había decidido mucho tiempo atrás que nunca cruzaría el Agua Negra, ni dejaría su propio país para visitar otro, salvo con el pensamiento y la imaginación. Tenía un aspecto joven, virginal, a pesar de la temprana visita de Jagat, o quizá a causa de ella, aunque esto nunca lo reconocería. Después de aquello, se había bañado meticulosamente y había tomado su acostumbrado desayuno vegetariano, pues nunca comía carne, a pesar de la insistencia de Jagat.

—Un buen filete asado traería algún color a tus pálidas mejillas —había repetido Jagat miles de veces desde que se casaron, pero ella se había negado siempre con tozuda firmeza.

Moti no quería destruir una vida, ni siquiera comiéndose un huevo, que contenía el germen de una vida, y la disgustaban especialmente las cacerías de tigres, el deporte preferido de Jagat. Sin embargo, no protestaba cuando él ordenaba a su hijo Jai que le acompañara por las montañas hasta uno de los muchos apostaderos de caza que generaciones de príncipes habían construido allí. Sólo Jagat había cazado más de cien tigres. Las mejores piezas habían sido disecadas, o bien se habían montado sus cabezas que ahora adornaban las paredes de palacio. Otros se habían convertido en lujosas alfombras. Pero ella no tenía ninguna piel ni cabeza de animal en sus habitaciones.

Aquella mañana estuvo leyendo varias horas en silenciosa quietud. Nadie la molestó, aunque más de una vez un criado abrió la puerta, miró al interior y se retiró de nuevo. Al fin cerró el libro, colocó un blanco marcador de satén entre las páginas, y se quedó inmóvil, pensando. Le era imposible, se dijo, aceptar la transitoriedad de esta nueva filosofía occidental. Vivir como si no hubiera más que el momento presente… no, no aquí, en esta cuna de la historia, aunque el peso del pasado de la India resultase a veces una herencia excesivamente pesada. Quizá fuese ésa la razón de que algunos jóvenes, como Veera y Jai, pareciesen ociosos y sin objetivos. Era imposible crear un presente comparable a tan glorioso pasado, imposible igualar las proezas y la osadía de los antepasados. Pero, en ese caso, ¿cómo se explicaba Jagat? Jagat nunca había sido una persona ociosa o sin objetivos. Desde el día de su matrimonio, siempre le había visto ocupado en algo. ¡Gracias a Dios que, por lo menos, no había sido con mujeres!

La habían prometido a los dieciséis y se había casado a los dieciocho. En aquellos dos años de plazo su madre la había preparado para lo que ella creía debía ser un marido.

—Las mujeres son seres tristes —las homilías de su madre empezaban normalmente con estas palabras. Después continuaba—: La causa de esta tristeza es que las mujeres se permiten el lujo de soñar con la lealtad del amor. Eso es sólo un sueño, y los sueños son siempre peligrosos. Los hombres no pueden ser fieles. Su naturaleza misma se lo impide. Cuando un perro ve un conejo, empiezan a temblarle las mandíbulas y la boca se le llena de saliva. No puede evitarlo. De la misma forma, cuando un hombre ve a una mujer joven y bonita, sus mandíbulas también tiemblan y la boca se le hace agua. Serías una estúpida si dejaras que eso te entristeciera.

Pero Moti había soñado mucho con el amor en su adolescencia.

—¿Cómo puedo evitar que me duela eso? —le había preguntado un día a su madre.

Ahora, al recordar, se veía a sí misma como una muchacha muy sensible a la ternura, la delicadeza y la belleza, una adolescente a la que le gustaba soñar.

—Intenta no enamorarte demasiado de tu marido —había sido el consejo de su madre.

—¿Pero acaso no tengo el deber de amarle cuanto pueda? —había preguntado ella.

—Te confiaré un secreto —contestó su madre—. Sé perfectamente que si te dejas enamorar sufrirás mucho. Lee libros, estudia música, aprende lenguas, haz cualquier cosa que mantenga ocupados tu cuerpo y tu mente, pero evita por todos los medios enamorarte demasiado de tu marido… o de cualquier otro hombre.

—¿A qué otro hombre puedo amar? —había preguntado ella en su inocencia.

Su madre pareció confusa por un momento.

—A ningún otro, desde luego —había contestado.

Sin embargo, Moti comprendía ahora que no se podía controlar tan fácilmente el amor. El día anterior había descubierto con sobresalto que si el padre Francis Paul no fuera un sacerdote, le amaría. El joven inglés comprendía su mente turbada e inquisitiva, se mostraba cariñoso y delicado ante sus dudas, percibía completamente las complejidades de su vida como señora de aquel inmenso palacio.

Hasta entonces nadie se había preocupado como él por su alma, y ella, ahora se daba cuenta, le correspondía inconscientemente, aunque con una extraña sensación de culpabilidad. El sacerdote era su guía espiritual… su gurú, como le hubiera llamado de haber sido indio.

Hasta ahora no se había permitido amar plenamente a ningún hombre, ni siquiera a Jagat, a pesar de la angustiosa necesidad de amarle que había sentido muchas veces. Cuando Veera se casara y Jai estuviera en alguna universidad inglesa —o quizá americana, pues Jagat hablaba últimamente de enviarle a Harvard, y Norteamérica estaba mucho más lejos que Inglaterra—, se quedaría sola con Jagat. Y él nunca había amado a otra mujer. Si su madre viviera, iría a verla y le diría:

—Madre, Jagat no es como los demás hombres. Me ha guardado fidelidad como marido. ¿Por qué no puedo amarle?

Pero su madre estaba muerta, y no había ninguna otra persona a la que poder confiar semejante cosa. Desde luego, no podía hablar de eso con su hermana mayor, casada con un príncipe vecino que mantenía en su palacio un harén de bailarinas, como había hecho en otro tiempo el padre de Jagat. ¿Cómo explicarse el comportamiento de Jagat? Cuando subió al poder, despidió a todas las bailarinas que, como una bandada de pájaros chillones, habían llenado de ruidos el palacio con sus risas y sus peleas. Cuando se fueron, después que Jagat les pagara con generosidad, la tranquilidad de la Historia había descendido sobre el palacio y el lago. Ella había vivido en esa paz, había sido la maharaní y señora de muchos servidores, había criado a sus hijos, y había sido la esposa de Jagat sin permitirse a sí misma amarle hasta ahora.

En aquel momento alguien llamó a la puerta, que estaba abierta. Cuando dio su permiso para entrar, apareció Veera, seguida de una criada que vestía un sari de algodón gris y traía una bandeja de plata con el desayuno.

—Ya es hora de que comas algo, Mamu —dijo Veera—. He encargado las tostadas como te gustan, muy tostadas y crujientes, aunque no sé cómo puedes comer esta imitación india del pan inglés. ¡Deberías probar el pan que comemos en la escuela! ¡Pan auténtico!

Era una muchacha alta y esbelta, vestida con un sari amarillo pálido, con una hermosa melena negra que le llegaba a la espalda. Se parecía a su padre, los ojos vivos y castaños, la piel clara, las facciones muy acusadas, la nariz ligeramente aquilina, la boca como la de una escultura griega, con las comisuras muy marcadas y los labios delicados a pesar de ser bastante gruesos. Alejandro Magno y sus hombres habían dejado algo de sí mismos en el norte de la India cuando la invadieron.

—Estoy acostumbrada a nuestro pan indio —contestó Moti.

—Pienso —continuó Veera dejándose caer sobre un cojín de satén rojo que había en el suelo— que deberías comer aunque sólo fuera un huevo en tu desayuno. Tendrías que ver lo que nos ponen en el colegio: potaje, fruta, huevos, riñones y tocino. Y yo me lo como todo.

Moti se echó a reír.

—Perdóname… ¡pero a mí me sería imposible! No intentes reformarme, niña. Té y tostadas son suficientes para mí. Además, como fruta en la comida.

—Pero estás siempre pálida.

—No vivo en las montañas como tú cuando estás en el colegio.

—Pues deberías hacerlo.

—No, no debería. No me gustan las montañas. Me dan miedo. Me gustaría que tu padre te trajera y te llevara a Mussoorie en lugar de estar siempre tan ocupado. Me asusta ese camino, especialmente ese trozo tan estrecho que hay al final, para ir a tu colegio… una cornisa sobre un precipicio, ¡sin un mal parapeto! Aún no entiendo cómo no se ha caído alguien por ese barranco.

—¡Porque sabemos que debemos tener cuidado!

—Eso espero.

Se produjo un silencio mientras la criada servía el té y preparaba las tostadas.

—Gracias, Saira —dijo Moti—. Ahora puedes irte. Veera cuidará de mí.

La mujer se retiró, con las manos palma contra palma en señal de respeto, y cerró la puerta.

—Supongo —le dijo Moti a su hija— que tienes algo entre ceja y ceja. Si no, no te habrías levantado tan temprano.

—Sí, lo tengo. —Veera hizo una pausa y continuó con decisión—: Mamu, ¿tengo que casarme?

Moti miró sorprendida a su hija.

—Sí, naturalmente. Tu padre lo ha arreglado todo. ¿Por qué lo preguntas?

—Mamu, las chicas del colegio que vienen de Bombay dicen que hoy les permiten escoger a sus maridos.

—¡Vaya! Pero tú eres de Amarpur no de Bombay Y tu padre es un maharaná, no un mercader de Bombay.

—Pero Jai elegirá a su esposa en Inglaterra, o en Norteamérica. ¡A lo mejor en Bombay!

—¿Tú crees?

—Me escribió diciendo que lo haría.

—Hablaré con tu padre de eso. No me gustaría tener una nuera norteamericana, ni siquiera inglesa. Me gustan los occidentales, pero eso no quiere decir que tenga que meterlos en mi familia.

—¿Elegirá él su esposa, Mamu?

—No he oído nada de eso.

—Entonces, ¿por qué no se casa antes de cruzar el Agua Negra?

—Creo que tu padre no es partidario de eso. Piensa que los hombres no se deben casar demasiado jóvenes.

—Pero él se casó muy joven.

—Sí.

—¿Por qué me tengo que casar joven y Jai no?

—Porque tú eres una muchacha, querida, y eso crea una diferencia. Tú eres una responsabilidad para nosotros. A las muchachas les ocurren cosas extrañas que no les ocurren a los hombres. Es más seguro para una muchacha casarse joven.

—¿Cómo tú?

—Como yo.

—¿Deseaste alguna vez no haberte casado, Mamu?

—No. Nunca pienso en esas cosas. Mi karma hizo que me casara con tu padre.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Acaso no ocurrió?

Veera miró a su madre pensativamente. No había respuesta posible a aquello. A pesar de eso insistió:

—Pero ¿cómo sabes que Raj es mi karma?

—Pues porque así es. Consultamos a los astrólogos, comparamos vuestros horóscopos, los elementos, las estrellas presentes, todo.

—Excepto a Raj… y a mí.

—Bueno, querida, ya le has visto, ¿no? En mis tiempos a mí no me hubieran consentido ver a tu padre.

—Sí, ya le he visto, una vez.

—¿Es guapo?

—Sí, supongo que sí… si te gustan los tipos grandones. Seguramente está completamente cubierto de pelo. ¡Tiene pelos hasta en los bordes de las orejas!

—¡Veera!

—Pero, Mamu, ¡a mí no me gustan los hombres peludos!

—No debes pensar en esas cosas. ¡De veras, Veera!

Moti hablaba muy convencida. Apartó a un lado la bandeja del desayuno, se lavó las manos en una pequeña palangana de plata y se las secó en una servilleta de lino.

—Eres como todas las muchachas indias de hoy día. No sabes la suerte que tienes al contar con personas que te arreglen la vida de forma tan agradable para ti. No necesitas, como hacen las muchachas occidentales, perder tiempo y energías pensando cómo encontrar marido por ti misma. Me han dicho que de los catorce años en adelante las muchachas y mujeres occidentales no pueden hacer nada a derechas, obsesionadas como están por la dificultad de encontrar marido por sí mismas. Nosotros, tus padres, te liberamos de esa responsabilidad. Raj es un joven excelente, bien educado, de nuestra propia casta…

Al oír esto Veera se puso de pie tan bruscamente que el sari se le cayó de los hombros. Se lo ajustó con impaciencia.

—¡Mamu, estás realmente pasada de moda! Sabes perfectamente que el gobierno ha abolido las castas.

—Sí, querida, por supuesto, pero a pesar de eso, sigue siendo prudente, y conveniente, casarse con personas de la misma casta que uno.

—Si yo me enamorase de un hombre, me casaría con él fuese cual fuere su casta.

—Entonces sólo puedo decirte que sería una locura —afirmó Moti con decisión—. Y ahora, querida, será mejor que vayas a hacer tus ejercicios. Esa pieza de Debussy sonaba muy bien ayer. Antes no me gustaba Debussy.

—Quieres deshacerte de mí, Mamu. ¿Va a venir hoy tu bello y joven sacerdote?

Una rápida mirada se cruzó entre ambas mujeres.

—No solías ser descarada antes, Veera —dijo Moti fríamente.

—Bueno, es guapo, ¿no?

—No me fijo en esas cosas. Además, pronto nos dejará. Se va voluntario a una misión en las montañas.

—¿Lo sabe Bapu?

—Sí. Precisamente le prometió al padre Francis Paul la piel del último tigre que ha cazado, en cuanto se la envíen de Mysore, donde la están «fijando», como dice tu padre. Y ahora vete, Veera.

—Sí, Mamu.

La voluntariosa muchacha le lanzó un beso desde las yemas de sus dedos y salió. Una vez sola, Moti dejó a un lado los libros y se hundió en sus pensamientos.

* * *

—Alteza, ha llegado el norteamericano.

Jagat estaba en su despacho, una gran sala cuadrada. Suelo, paredes y techo eran de mármol blanco. De las paredes colgaban numerosos retratos de sus antepasados encuadrados en marcos dorados. Alzó la vista desde detrás de la gigantesca mesa ante la que estaba sentado.

—Dile que entre.

El criado dio la vuelta obedientemente, pero la voz de su señor lo detuvo en la puerta.

—Espera —ordenó Jagat—. ¿Qué aspecto tiene el norteamericano?

El criado se volvió de nuevo.

—Es joven, Alteza.

—¿Y qué más?

—Alteza, ¿qué puedo decir? Es un hombre con dos piernas, una cabeza y dos brazos.

—Y dos ojos, supongo.

El criado sonrió moviendo la cabeza de izquierda a derecha en señal de asentimiento.

—Muy bien, dile que entre —ordenó nuevamente Jagat.

Se volvió hacia la mesa, pero un segundo después se abrió la puerta y entró el americano. Realmente era joven, tendría unos veintitantos años, pensó Jagat, un rostro bondadoso, inquisitivos ojos azules, cabello rojo y corto, y una amplia sonrisa, la sonrisa americana. Su mano derecha se adelantó, abierta y amistosa.

—¿Cómo está…? ¿Cómo debo llamarle, Mr. Maharaná… o qué?

Jagat no tuvo más remedio que corresponder a aquella ingenua sonrisa occidental. Tampoco pudo ignorar la mano tendida. La estrechó durante un instante. Sintió una mano joven, fuerte y cálida.

—Puede llamarme como guste. Y siéntese, por favor.

El joven se sentó.

—No, en serio. Intenté que sus hombres me lo dijeran, pero no lo conseguí. ¿Debo llamarle sahib o algo así?

—Oh, no, sahib no —dijo Jagat riendo—. Así es como acostumbrábamos a llamar a los ingleses.

—¿No tiene usted un apellido, señor?

Jagat reflexionó.

—Es extraño, ¿sabe? —dijo al fin—. Los apellidos no son aquí como entre ustedes. En este Estado existen dos apellidos familiares principales. Como la mayoría de los pueblos, nosotros tenemos una leyenda según la cual descendemos del Sol y de la Luna, por eso nos llamamos Suryavanshi, o Raza del Sol, y Chandravanshi, o Raza de la Luna. Yo soy el jefe de los Suryavanshi.

—Entonces, ¿puedo llamarle Mr. Sol?

—Puede llamarme como guste —dijo Jagat.

El joven soltó una cálida carcajada.

—¡Vaya, después del tiempo que llevo a vueltas con este asunto!

—Del tiempo que llevamos a vueltas con este asunto.

—Corrección aceptada. Señor, ¿podría decirme qué quiere hacer con el palacio del lago?

Jagat titubeó. Ni siquiera había confiado sus proyectos a Moti. No se lo había dicho a nadie.

—Tengo intención de convertirme en un hombre de negocios —dijo al fin, en tono firme—. Uno tiene necesidad de hacer algo hoy día, ¿sabe, Mr…? ¿Cuál es su nombre?

—Llámeme Bert —dijo el americano—. Mi nombre es Bert Osgood.

Jagat evitó ambos nombres con elegancia.

—Como ya sabrá, desde 1947 nosotros, los príncipes, apenas tenemos algo más que nuestros títulos en la nueva India. Antes fuimos gobernantes absolutos y prácticamente seguimos así durante el período británico, pero ahora tenemos un gobierno central, y ese gobierno nos ha expulsado de nuestros tronos… de una forma completamente voluntaria, por otra parte, todo hay que decirlo. Digo «voluntariamente» en el sentido de que aprobamos el cambio, aunque con diversos grados de entusiasmo. El Nabab de Bhopal, por ejemplo, lo ha encontrado… bueno, digamos difícil. Muchos han conseguido un trabajo en el gobierno, los negocios o ciertas profesiones. Hay un maharajá que está haciendo una fortuna fabricando licores suaves; otro captura tigres blancos para los zoos occidentales. Son una especie muy rara que sólo se encuentra en su Estado. Yo había pensado en organizar cacerías de tigres para turistas… no, no, estaba bromeando. Pero lo cierto es que tengo que hacer algo. Mis ingresos se han reducido a la mitad, pero no ha ocurrido lo mismo con mis obligaciones patriarcales. Sigo con la responsabilidad de mantener templos y palacios, porque siempre lo he hecho, y porque no hay nadie que lo vaya a hacer en mi lugar. Tengo que organizar las festividades religiosas… y alimentar hordas de parientes, criados y servidores de todo tipo. Es lo que todos esperan de mí, ya sabe. Tenemos las viejas responsabilidades y obligaciones para con el pueblo, pero nos hemos quedado sin los antiguos privilegios. ¡Bien, eso es todo!

Hizo una pausa para examinar el rostro lozano y juvenil que tenía enfrente y al no ver en él ningún síntoma de aburrimiento, sino al contrario, un profundo interés, continuó:

—Mi padre, de estar vivo, seguramente encontraría imposible renunciar a su autoridad aquí. Como ya sabe, había en la India unos setecientos príncipes autónomos, cuyas posesiones iban desde los grandes Estados a los pequeños feudos de unos cuantos acres. Naturalmente, había que hacer algo después de la independencia para unificar el país. Pero hubo sus más y sus menos. Un maharajá llegó a sacar una pistola durante las negociaciones. Pero yo me mostré partidario de ceder mi autoridad aquí. Una de las cosas que los ingleses hicieron por nosotros fue proporcionarnos una especie de paraguas gubernamental. Dudo de que haya existido nunca una India realmente unida antes de su llegada… ni durante la mayor parte del tiempo que permanecieron aquí. Pero cuando se fueron, éramos un pueblo unido… dejando a un lado la división musulmanes-hindúes, por supuesto; pero nunca habíamos estado religiosamente unidos, ni realmente, en alma y espíritu, a pesar de haber vivido codo con codo en una paz relativa. Demasiados recuerdos de la conquista musulmana. Este Estado mío fue atacado en tres ocasiones, ataques importantes, pero el pueblo no se rindió nunca, aunque a veces lo pareciera. Bueno, supongo que lo hicieron por fuera, pero nunca en espíritu. Detrás de esas montañas hay un antiguo fuerte llamado Chittor. Pues bien, juraron que no volverían a visitarlo hasta que fuera suyo de nuevo, y no lo recuperaron hasta después de la independencia. Entonces tuvo lugar una ceremonia solemne. Vino el primer ministro y nos lo devolvió… simbólicamente, claro. Es un lugar maravilloso. ¡Chittor! Allí estuvo la capital del antiguo reino de esta región.

—¿Y no podríamos convertirlo también en hotel? —preguntó Bert Osgood, muy interesado.

Jagat se echó a reír.

—No, no… está casi todo en ruinas. He restaurado algunas cosas, el maravilloso palacio de Padmini y unos cuantos edificios.

—Podría ser un lugar turístico excelente —sugirió Bert.

—Quizá. —Jagat se levantó bruscamente—. He hablado demasiado. Salgamos a ver ese palacio de que le hablé, y veamos si es posible lo que tengo planeado. Quiero convertir un palacio de mármol en un lujoso hotel para norteamericanos… y europeos, naturalmente. No sé por qué últimamente pienso siempre antes en los norteamericanos. Todo el mundo parece…

Atravesó el gigantesco vestíbulo de entrada y condujo a su invitado a través de corredores de mármol y espaciosos salones sobre cuyos suelos, también de mármol, se veían numerosas pieles de tigre. De las paredes colgaban cabezas de esos mismos animales que miraban hacia abajo con toda la ferocidad de la jungla. Osgood se le quedó mirando.

—¿No le produce pesadillas vivir entre todas estas bestias salvajes?

Jagat se echó a reír.

—No, sólo me traen algunos recuerdos. Ese ejemplar de allí… —se detuvo ante una gigantesca y amenazadora cabeza de tigre—, éste nos hizo pasar un mal rato a mi padre y a mí, lo admito. Yo era muy joven… fue en mi primera cacería. Fue en otoño, después de las lluvias. Estábamos cazando en los bosques que hay cerca del lago Jai Samand… un lago maravilloso. Un antepasado mío lo convirtió en un inmenso depósito natural. Pero sigue con sus bellas islas y sus pequeñas aldeas de pescadores. Estábamos en el apostadero de mi padre, cuando los porteadores nos informaron cierta tarde de que un tigre enorme merodeaba por el bosque, no lejos de allí. Mi padre les ordenó que lo fueran acorralando hasta colocarlo a nuestro alcance. Salimos fuera, en la creencia de que aún pasaría cierto tiempo. ¡Pues bien, me encontré cara a cara con el tigre! Había venido derecho al apostadero. Vi dos ojos verdes que brillaban intensamente a menos de veinte pies. Estaba a punto de saltar. Apenas tuve tiempo de apuntar. Pero le acerté en el ojo derecho. ¡Fue muy divertido!

—¿Le parece divertido eso?

—Oh, pues claro… En esos momentos uno tiene que arreglárselas con sus propias fuerzas. Me gusta. Es excitante. Me aficioné a la caza después de aquello. Ahora mi hijo suele venir conmigo… pero él no disfruta como yo, tengo que reconocerlo, y lo siento.

Seguían recorriendo los pasillos y salones del viejo palacio, que parecían no acabar nunca.

—¿Qué longitud tiene este monumento de mármol? —preguntó Osgood al fin.

—Sólo un cuarto de milla —dijo Jagat alegremente—. Y no es todo de mármol. Los cimientos que hay bajo el agua son de granito, está construido para la eternidad. Mis antepasados no podían pensar que llegara una época en que nuestra forma de vida dejara de existir. Y confieso que, a veces, a mí también me resulta muy difícil hacerme a la idea.

—Todo cambia —aseguró jovialmente el americano—. Y eso es bueno, muy bueno, para los negocios.

—Espero que sea así —dijo Jagat gravemente. Llegaron ante una escalinata de mármol que conducía a la orilla del lago—. Aquí está el embarcadero. Guardo mi yate en esa casita.

Bajó ágilmente los escalones hasta llegar a una marquesina bajo la cual esperaba el yate. Aparecieron dos marineros que le saludaron en silencio, colocando las manos palma contra palma, ante el rostro.

—Cuidado con la cabeza —le dijo Jagat al americano—. El techo es bajo.

Se sentaron. El motor se puso suavemente en marcha y el yate se adentró en el lago.

—Dios mío —dijo Osgood, admirado, mientras contemplaba el palacio de mármol que dejaban a sus espaldas—. La Casa Blanca parecería una choza a su lado. ¿Y dice usted que hay cientos como éste?

—Todo maharajá tiene por lo menos un palacio, y la mayoría tienen varios —le dijo Jagat.

—¿Y quién los pagó?

—El pueblo.

—¡Paciente pueblo!

—Me alegro de que eso haya terminado. Salvo mi ala privada, el palacio está ahora abierto al público. Cuando murió mi padre, lo cedí a la ciudad. Ellos no saben qué hacer con él… pero la gente entra, mira, y los guías consiguen un poco de dinero de los turistas.

—Es una gran vista turística.

Permanecieron un rato en silencio mientras el yate surcaba silenciosamente las aguas. El sol estaba alto y el lago reflejaba el azul del cielo. El rítmico golpear de las lavanderas llegaba desde las escalinatas que conducían de la puerta de la ciudad a la orilla del agua. Introducían las prendas en el agua, las dejaban luego sobre unas piedras y las golpeaban con unas cortas paletas de madera.

—Ése es el palacio que quiero convertir en hotel —dijo de pronto Jagat.

Osgood volvió la cabeza y miró hacia el centro del lago. Allí estaba, en medio de las aguas azules, una joya de mármol blanco. Se le escapó un silbido de asombro.

—Hombre, es lógico… ¡ahora lo comprendo! Es como un cuadro maravilloso: el lago, el palacio, y aquellas montañas del fondo, color arena… casi doradas, ¿verdad? ¡Y la franja de árboles verdeoscuros en la orilla! Espere un momento… ya estoy escribiendo el folleto publicitario. «Palacio Lacustre Estilo antiguo, elegancia principesca, confort moderno en un emplazamiento de inigualable belleza. Agradable clima todo el año, eficaz servicio de aviones desde Delhi. Carretera y ferrocarril hasta Ahmedabad y Bombay. Cocina india y continental. Radio y teléfono en todas las habitaciones». Y este lago… remo, pesca, esquí acuático, natación… Espero que no habrá cocodrilos, ¿verdad?

—Los hay —confesó Jagat.

—Bueno, los mataremos a tiros —dijo Osgood con entusiasmo—. No quedará un solo cocodrilo cuando llegue aquí la electricidad.

—La gente no querrá que los maten. Creen que traen buena suerte. Son sagrados.

—Pues no le traerán buena suerte a nadie si un turista deja que le arranquen la cabeza de un mordisco —replicó Osgood—. No… no… los cocodrilos, prohibidos. O también podríamos confinarlos en un extremo del lago para que los turistas los alimentaran. Sería un atractivo más.

—Ya hemos llegado —dijo Jagat riendo.

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