Mandala

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I

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El motor se apagó suavemente, y los barqueros ataron la amarra a una argolla de hierro que colgaba de un poste de mármol. Una larga escalinata de mármol conducía al palacio. Jagat la subió y llegó hasta una triple puerta de bronce enmarcada en mármol esculpido como si fuera un encaje. Un viejo guardián hizo el saludo tradicional mientras entraban en la gran logia de mármol blanco. Al fondo se veían los patios llenos de arbustos y matorrales. Las fuentes se alzaban secas y mudas, y los pájaros, asustados por su presencia, huyeron en bandadas por encima de sus cabezas.

—¡Ya me lo imagino todo! —exclamó Osgood, entusiasmado—. ¡Las fuentes funcionando, luces indirectas, los mármoles limpios y relucientes de puro blancos, un lugar maravilloso para bailar… el bar allí!

Se dirigía ya hacia el primer patio cuando le detuvo el sonido de los desnudos pies del guardián sobre el pavimento, un discreto tirón de los faldones de su chaqueta y un estallido de rápidas palabras en hindú.

—Dice que las dos cobras viejas están bebiendo leche en el patio —explicó Jagat—. Es su hora de tomar alimento.

Osgood retrocedió precipitadamente.

—¡No podemos tener cobras! Hay que sacarlas de aquí.

Jagat vaciló.

—Llevan mucho tiempo en este lugar. Se supone también que traen suerte.

—A nosotros no nos traerán ninguna suerte —insistió Osgood—. Bastará con que una muerda a un turista y todo se habrá ido al agua. Hay que matarlas.

—Las trasladaré a otra isla —dijo Jagat.

—¿Le importa que no vuelva con usted? —preguntó Jagat.

Habían pasado el día en el palacio del lago. Una barca les había traído la comida. Habían llenado hojas y hojas de papel con cifras y esquemas.

—¿Piensa pasar la noche aquí, después de un día como éste? —dijo Osgood—. Necesita usted un descanso.

—Quiero pensar las cosas con tranquilidad y no hay mejor lugar para ello que este palacio en medio del lago. Al fin y al cabo, estoy iniciando un proyecto importante y necesito prepararme espiritualmente para un cambio así… ¡Es todo un símbolo trasladar esas cobras! Éste ha sido también su palacio durante siglos.

—Bien, como quiera. Lo único que me interesa saber es si está usted financieramente preparado —replicó Osgood—. Esto le supondrá más o menos un cuarto de millón de dólares… que serían dos millones si estuviéramos en los Estados Unidos, pero aquí no se han inflado todavía los costes de la mano de obra.

—Tendré que obtener permisos gubernamentales de todo tipo, pero los conseguiré si usted me puede firmar una garantía de que habrá beneficios en dólares.

—¡Garantía! No creo que pueda dársela. Habrá que convencer primero a los norteamericanos para que consientan en venir a un lugar tan remoto como éste. Pero irán a cualquier parte, supongo yo, si tienen un buen hotel. Nada les parece demasiado lejos, si tienen buena comida, buena cama de noche y un bar donde sentarse a charlar un rato. Naturalmente, tendrá usted que organizar atracciones… bellas bailarinas y todo eso. ¿Qué tal están sus chicas hindúes?

Jagat no contestó. Aquél era un aspecto del carácter norteamericano del que había oído hablar, pero en el que prefería no pensar. En la ciudad de Amarpur había una calle de prostitutas, donde las mujeres sacaban la cabeza de sus jaulas y llamaban a los transeúntes. En realidad, no eran jaulas, sino puertas con rejas destinadas a fomentar la ilusión de que las mujeres estaban prisioneras. Siempre había evitado esa calle, aunque comprendía las razones de su existencia. Y ahora evitó la respuesta.

—El yate le devolverá a la otra orilla —dijo con serenidad—. Mi coche le estará esperando en el muelle. Llegará a Bombay con tiempo para coger el próximo avión, que es el único del día, por otra parte. Cuando estemos preparados para recibir a los huéspedes tendremos dos vuelos diarios, al menos eso me han prometido. No se alarme si el avión le parece poco seguro. Nuestro promedio de accidentes no es mayor que el de los jets y, desde luego, bastante menos devastador.

—Gracias, señor —contestó Osgood—. A fines de mes tendrá en sus manos toda la información que necesita. Me preocupa un poco una cosa: ¿tendremos bastantes alcobas para compensar los costes? Ha reservado usted mucho espacio para las «suites» de lujo.

—Ésos son los huéspedes que yo quiero —dijo Jagat—. Quiero que mis «suites» de lujo se llenen de gente que venga aquí porque éste es el hotel más hermoso del más bello país del mundo.

Osgood se echó a reír.

—¡Pues protéjalos contra los mosquitos, entonces!

—No hay mosquitos —replicó Jagat—. El lago está lleno de peces. Antes sólo podían pescarlos mis antepasados. Ahora servirán para alimentar a norteamericanos.

—Creo que va usted camino de un gran éxito.

Se estrecharon las manos. Jagat permaneció de pie en la orilla contemplando al yate que se alejaba cortando suavemente el agua, dorado bajo la luz de la puesta de sol. De pronto se sintió solo en medio de aquel silencio. La oscuridad descendió sobre su espíritu. Estaba en el umbral de una nueva vida, de una nueva era. Hasta ahora había disfrutado la abrigada vida de sus antepasados, seguro de su riqueza, seguro de sus placeres, acostumbrado al poder y la sumisión. Ahora le habían despojado del poder, y se había quedado sin la mitad de sus riquezas. Fuese mucho o poco el poder que acumulara en el futuro, se lo debería a sí mismo, al poder de su propia personalidad, de su integridad, de su rectitud. Pues no le perdonarían si intentaba encerrarse en la antigua y fácil arrogancia de sus antepasados. A su abuelo y a su padre les bastaba con ordenar que les trajeran la primera muchacha apetecible que se cruzara en su camino para que fuese suya. Era un privilegio que habían tomado de los conquistadores mongoles, tan rapaces con las mujeres hindúes que éstas adquirieron la costumbre de salir a la calle con el rostro cubierto. Aquella necesidad había desaparecido, pero la lección de la antigüedad seguía profundamente impresa en los corazones y el recuerdo de las mujeres. ¡Quizá incluso en Moti! No se cubría la cara, pero su corazón estaba frío, o al menos eso pensaba él. No decía nunca que le amaba. En todos los años que llevaban casados jamás había expresado en palabras su amor hacia él, eludiéndole siempre con excusas.

—¿Por qué me pides que te diga lo que ya sabes?

Así respondía invariablemente a sus demandas.

Jagat suponía que ella no tendría nada que objetar a que transformaran el palacio de verano en hotel. Nunca expresaba objeciones a lo que él hacía o decía. Cuando se sentía disgustada, se retiraba aún más profundamente a aquel lugar de silencio donde vivía, donde él no había logrado penetrar aún. Su respuesta era la retirada, el dejarle siempre con la sensación de estar esencialmente solo. Ya estaba acostumbrado a ello, y encontraba alivio en sus actividades físicas, la caza normalmente. No había nada más absorbente que cazar tigres. Pero aquello era una nueva forma de soledad. Todos se habían quedado de pronto solitarios, aquellos príncipes de los que él era uno, aquellos reyes sin corona, aquellos ministros sin cartera. Sólo fantasmas acudían a su conciencia en la soledad del palacio de mármol. Aquí, donde su padre y su abuelo habían pasado alegres vacaciones veraniegas, en una vida que era una fiesta perpetua. Sus recuerdos infantiles evocaban vastos espacios blancos, bullendo de muchachas en brillantes saris. Aún podía oír los ecos de sus risas y sus canciones. Su abuela y su madre se habían mostrado tolerantes con esas jóvenes criaturas que llegaban y se iban mientras ellas permanecían, seguras e inalterables. Los hombres necesitan divertirse, pensaban ellas, y para que un hombre se divierta hace falta al menos una mujer bonita. Que entren esas muchachas. Pronto se irán para dejar paso a otras. Pero la vieja vida de la gran familia les parecía eterna. Y ahora todo aquello pertenecía al pasado. Sus padres y sus abuelos pertenecían al pasado, igual que su forma de vida. Las malas hierbas crecían en los jardines, las paredes de mármol estaban grises por culpa del musgo que las cubría, y los pájaros anidaban en los esculpidos techos. Sólo él había quedado, y debía construirlo todo de nuevo.

—Quizá hasta a mí mismo —murmuró.

Al caer la tarde oyó el ruido del motor del yate que volvía para llevarle a la otra orilla, y se alegró. Cuando saltó a bordo, el sol se ocultaba, violento y púrpura, tras las montañas.

* * *

Moti miró a Jagat que estaba al otro extremo de la larga mesa. Siempre tomaba sola el desayuno y rara vez comían juntos, pero tenían la costumbre de reunirse para cenar. Nunca se sentía más pequeña que cuando se sentaba ante aquella mesa. Era de sólida madera de teca, una gran extensión de madera pulida, de doce pies de largo por cuatro de ancho. La habían construido tres siglos antes cortando longitudinalmente un gigantesco árbol de teca para que la madera no se rajara ni se torciera. Hoy ya no quedan árboles así. Los elefantes habían acabado con los últimos gigantes de las selvas vírgenes de Aracan. Sobre la mesa reposaba un enorme y complicado candelabro de cristal, fabricado en Checoslovaquia y comprado por el abuelo de Jagat, que esparcía un agradable resplandor por todo el comedor. Goan, el mayordomo, y dos lacayos sirvieron a su señor y a su señora y se retiraron después detrás de un gran biombo de ébano tallado e incrustado de piedras semipreciosas. Podían contemplar la mesa a través de las rendijas y aparecer con bebida o comida cuando era necesario.

Moti permanecía en silencio. Al fin, Jagat se decidió a romperlo.

—¿Qué has hecho hoy? —preguntó mientras se servía «curry» de la bandeja de plata que sostenía el mayordomo.

Su voz era amable; sus ojos estaban ausentes. Inclinaba la cabeza hacia el plato de arroz y «curry» mientras comía.

—¿Yo? —contestó Moti con voz suave y tranquila—. ¡Nada en realidad! Leí un rato por la mañana. Luego le escribí una carta a Jai. La última antes de las vacaciones. Viene la semana próxima, ¿te acuerdas?

—No lo he olvidado. Y bien, ¿cómo sugieres que ocupe su tiempo?

Moti lo pensó.

—Podíamos pedirle al padre Francis Paul que fuera una especie de tutor para él. Le han destinado a una nueva misión en una tribu de las montañas, pero quizá se quede, sólo por este verano, si sabe que nosotros lo deseamos así.

—¿Y qué puede enseñarle a nuestro hijo, rezar?

—Quizá perfeccionar su inglés.

—Jai habla muy bien el inglés.

—Tiene bastante acento indio, ¿no crees?

—Es indio.

—Ya lo sé, Jagat, pero nosotros también lo somos y hemos hablado siempre el inglés con un excelente acento de Oxford. Y tenemos ahora tan pocas oportunidades de tratar con ingleses de clase…

Moti se sirvió leche cuajada de una fuente de cristal que le ofrecía el mayordomo. Como Jagat no respondió y ella se dio cuenta de que no la estaba escuchando, cambió de conversación.

—Veera me ha hecho hoy una pregunta muy extraña.

Jagat levantó inmediatamente la vista, siempre alerta cuando oía el nombre de su hija.

—¿Qué te preguntó?

—Que si tenía que casarse con el hombre que hemos elegido para ella.

—¿Es que tiene algo que objetarle a Raj? Si es así, se comportaría como una estúpida.

—¿Cómo puede objetar algo, si no le conoce?

—Le ha visto ya.

—Sí, pero al parecer eso no es suficiente para ella.

Jagat apartó su plato.

—¿Cómo puede esperar conocer a un hombre hasta que no esté casada con él? Cualquier otro tipo de conocimiento entre un hombre y una mujer es completamente superficial.

—¿Hablarás con ella?

—Desde luego que no. Me resultaría muy embarazoso.

—¿Has hablado alguna vez con Jai?

—¿De qué?

—Del matrimonio… o de mujeres.

—¿Por qué iba a hacerlo? Seguramente sabe de eso más que yo.

—Oh, Jagat, realmente a veces eres muy cargante.

Pero pronunció aquellas palabras con dulzura, casi riéndose, y él se echó a reír también. Se levantaron y salieron juntos a la terraza.

—Me refería únicamente a mi experiencia, querida. Nunca supe nada de mujeres, de veras, hasta que me casé contigo. Cualquier otra relación carece de sentido y es profundamente pecaminosa. Todas las relaciones de mi padre carecieron de sentido a excepción de su relación con mi madre; por esa razón me deshice de su harén a cualquier precio… ¡y qué precio! La de cosas que podría hacer ahora con ese dinero. Todavía no te he dicho que hoy ha venido a verme un joven norteamericano. Le conocí el mes pasado, cuando estuve en Delhi. Moti, ¿qué te parecería si convirtiera el palacio del lago en un hotel?

Se dejó caer en su asiento acostumbrado con desacostumbrada brusquedad.

—¿Qué estás diciendo, Jagat?

—Querida, no nos es posible vivir con nuestra pensión del gobierno, sobre todo cuando tenemos todos esos parientes, primos y viejas tías y tíos que no han trabajado en su vida y no soportarían tener que hacerlo. ¡Y encima todos esos palacios que mantener! Pensé que debía empezar con ese del lago y, si tenía éxito, podría hacer algo con los otros… después de todo, Amarpur es uno de los lugares más bellos del mundo. Bueno, pues me encontré con ese norteamericano en Delhi el mes pasado… pertenece a una de esas grandes cadenas de hoteles y está proyectando la construcción de uno en Bombay. Naturalmente, al principio le olvidé, hasta que se me ocurrió la idea de que yo también podría montar un hotel, y entonces recordé que me había dado una tarjeta, así que le telefoneé y vino de Bombay en el primer avión. Hemos pasado el día en el palacio del lago mirándolo todo. Cree que se puede hacer algo y me va a mandar planos y cálculos.

Ella permaneció un momento en silencio, y luego dijo:

—No estoy segura de que me gusten esos extranjeros rondando por aquí.

—¿Por qué no? Limítate a ser tú misma. Se sentirán encantados de conocer a la auténtica maharaní de Amarpur.

—¿Quieres decir que yo seré una de las atracciones?

—Quiero decir que serás exactamente lo que eres, querida, esa distinguida dama que es la maharaní de Amarpur.

Les interrumpió la entrada del mayordomo con el vino, el gulah, destilado de los pétalos de las rosas salvajes de Haldigathi. Su rostro estaba tan sereno e impenetrable como siempre, pero había oído la última parte de la conversación. ¿Qué era aquello de extranjeros invadiendo Amarpur? Se desplazó por la terraza con el rostro impasible, los pies, enfundados en sandalias, deslizándose silenciosa y suavemente por el pavimento. Luego, uniendo las palmas de sus manos, abandonó a su señor y su señora para entrar en su mundo privado, el mundo de J. Rodríguez, de Goa.

* * *

Se había casado muchos años antes con una joven muchacha de Goa, Inez, una mujer de su misma casta, que había muerto el año anterior al dar a luz su primer hijo. El niño había muerto también. No sabía si había sido su pena o el resentimiento hacia su patrono portugués lo que le había impulsado a dejar el pequeño enclave de Goa. Quizá ambas cosas. El caso es que había abandonado la tienda de especias, su primer empleo tras salir de la escuela católica donde se había educado por voluntad de sus padres. Había sido una decisión repentina, consecuencia de la acumulación de pequeñas ofensas del gordo tendero portugués que bebía demasiado y acosaba más de la cuenta a las muchachas indias. Rodríguez había ordenado a su hermana que no apareciera nunca por la tienda ni siquiera para traerle un mensaje urgente de sus padres o su mujer.

—Ese gordo es un cerdo —le había dicho a Inez.

Todo le hubiera resultado más fácil de no haber ido a la escuela donde aprendió tantas cosas sobre el pasado.

Había leído en los libros de historia que cuando los ingleses abandonaron la India y ésta consiguió su independencia, los portugueses se habían negado a ceder Goa. Al parecer, todo había empezado con una querella entre dos naciones europeas, España y Portugal, hacía cientos de años. Colón creyó haber encontrado las Indias cuando en realidad sólo había descubierto una pequeña isla en el otro extremo del mundo. Pero este error excitó a los europeos, y especialmente a esas dos naciones, España y Portugal. Y Portugal, celoso de España, acabó por descubrir su propio camino a la India, la tierra de las joyas y las especias. Mientras tanto, el Papa, temiendo una guerra entre los dos rivales, dividió el mundo, a excepción de Europa, en dos partes, y al año siguiente de que Colón desembarcara en esa isla, el Papa trazó una línea imaginaria de Norte a Sur, cien leguas al oeste de las Azores, y anunció mediante una bula papal que los portugueses eran dueños de todas las tierras paganas —es decir, no cristianas— situadas al este de esa línea, mientras que a España le correspondían todas las situadas al Oeste.

Y por esta razón Goa se había convertido en una cabeza de puente portuguesa en costas de la inmensa India, pero una cabeza de puente que Portugal se había negado a devolver hasta que el primer ministro Nehru le obligó a ello. El día que Goa fue liberada y devuelta a la India, a la que pertenecía, Rodríguez declaró su propia independencia comiendo carne en viernes y adoptando la firme resolución de no confesarse nunca más con un sacerdote. Le fue bastante difícil mantener esta decisión en secreto, especialmente cuando el padre Francis Paul empezó a visitar el palacio, pero se las arregló para servir al sacerdote inglés con su impenetrable calma habitual. Para entonces llevaba ya treinta años en la India y, de ellos, veinte al servicio del Maharaná de Amarpur. Había dejado Goa el día en que el portugués le había llamado puerco indio porque se había negado a llevar un mensaje a una joven a la que el portugués quería convertir en su querida. Aquella misma noche salió de Goa, viajó a pie hasta Bombay y allí entró al servicio de una familia Parsi. El viejo Maharaná, a quien encantaba su forma de preparar el «curry» de cordero, le había convencido para que se fuera con él a Amarpur. Hacía veinte años que había llegado a aquel palacio y ahora sólo los dioses sabían qué iba a ocurrir. Aunque no decía nada, le parecían muy mal las medidas tomadas en Delhi contra los príncipes, y, mientras viviera, continuaría reverenciando al Maharaná. Los dioses han creado al grande y al pequeño, y, ¿quién es el hombre capaz de desafiar a los cielos declarando que todos los hombres son iguales?

—A pesar de todo eso —les dijo a los criados aquella tarde, mientras le escuchaban sentados en círculo a su alrededor—, a pesar de todo eso, ¿qué puedo decir yo cuando nuestro propio señor afirma que abrirá el palacio del lago a cualquier extranjero capaz de pagarse ese lujo? Fue en el palacio del lago, y no el de la isla, donde el poderoso Shah Jehan pasó sus años de exilio y donde planeó en sueños el noble Taj Mahal en recuerdo de su leal esposa que había muerto al dar a luz su catorceavo hijo. Os digo que no deberíamos permitir que los extranjeros entraran allí. Hace quinientos años que los portugueses arrancaron de un mordisco Goa, en la costa occidental de la India, y se quedaron arraigados como piojos a ella, chupándonos la sangre, a pesar de que intentamos siempre quitárnoslos de encima. El primero de esos portugueses, un tal Alburquerque, de odiosa memoria, fue nombrado Virrey de Oriente, ¡y mató a muchos miles de compatriotas nuestros, sin perdonar ni a mujeres ni a niños! Os digo que esos extranjeros llegaron como comerciantes y se quedaron como amos. No, no, Su Alteza, nuestro Maharaná, está invitando otra vez al demonio a que entre en nuestro paraíso.

Suspiró y alzó la vista, contemplando la luna nueva que se elevaba sobre el palacio, delicada y pálida, vacía como un cuenco. De pronto dijo que estaba cansado y que se iba a la cama, su cama solitaria, pues no se había vuelto a casar.

* * *

Veera holgazaneaba por la rosaleda. Estaba aburrida, las vacaciones eran demasiado largas. Y, sin embargo, no tenía ganas de volver al colegio. Echaba de menos a sus compañeras, pero la sacaban de quicio. Dentro de tres meses sería una mujer casada. Dentro de dos meses obtendría su diploma y luego se pasaría un mes preparándose para la ceremonia, comprando saris de Karachi y Benarés, joyas, muebles y todo lo demás. Quería casarse y no quería. Soñaba dormida y despierta con Raj, el apuesto joven de Bombay, pero le temía también. Era hijo del Maharajá de Limbdi, pero eso no parecía importarle demasiado. Al contrario, se reía de su propio padre. Veera le había encontrado audaz y divertido la única vez que le había visto, pero ahora no estaba segura de que le gustase.

—Ahora mi padre viste trajes hechos en casa en lugar de las prendas de satén que utilizaba antes, para hacer economías —le había dicho a Veera—, pero los botones siguen siendo diamantes enormes, como siempre. No le cabe en la cabeza que los botones no tienen que ser necesariamente joyas. ¿Sabes cómo llama a los príncipes un amigo mío? Es un joven escritor. Los llama «los enjoyados y jadeantes fósiles del feudalismo».

—Mi padre no es eso —replicó ella, amoscada.

—Oh, bueno, tu padre —había concedido Raj— ha estado en Inglaterra. Inglaterra cambia a cualquiera, y especialmente a los indios. No somos los mismos cuando volvemos. A mí me pasó igual. No hubieras querido ni verme, si me hubieras conocido antes de ir al colegio de Inglaterra. Era espantoso, de veras. ¡Hombre, si hasta llevaba puesto un «dhoti»!

Veera se había echado a reír.

—¿Y cómo sabes que quiero verte ahora?

Raj la había mirado muy serio. La sonrisa había desaparecido por primera vez de su rostro jovial.

—Bueno, espero que no lo hayas dicho en serio. Eres muy bonita, ¿sabes? Y, naturalmente, es una buena cosa que los príncipes hayan tenido que doblegarse ante la nación. Un amigo mío cuyo padre solía tener noventa y nueve elefantes, como quien no quiere la cosa los ha regalado todos, salvo tres de los que estaba especialmente encariñado. Y el padre de otro amigo, un Nizam, se llevaba doscientas concubinas con él cuando visitaba a un príncipe vecino, aunque no fuera a pasar en su casa más que una noche. Decía que las señoras no gastaban mucho. Pues bien, ahora no gastan nada en absoluto.

Era imposible no unirse a sus risas. Al recordarle ahora Veera se reía de nuevo, pero suavemente. Había algo atrayente en Raj, pero ¿se enamoraría alguna vez de él? ¿Deseaba siquiera enamorarse de él? Las compañeras del colegio hablaban mucho del amor, estudiaban intensamente viejas revistas de Hollywood y soñaban a todas horas con vivir las aventuras amorosas de las bellezas occidentales, pero eso eran sólo sueños. Seguramente ese tipo de amor no existe en la India. Pero el amor tanto puede ser una desgracia y una carga, como una joya. Supongamos que algún día ella se enamorara de Raj, y él no la amase. El pensamiento era insoportable. Se inclinó pensativa sobre la balaustrada y miró la luz del sol reflejada en las aguas que lamían suavemente los muros de granito que servían de cimientos al palacio. Sería capaz de suicidarse. No era tan valiente como lo había sido Padmini, aquella maravillosa señora de Chittor, quien, al acercarse los conquistadores mongoles, descendió con sus damas a los subterráneos de su palacio de mármol, ordenó que encendieran unas hogueras, y se arrojaron a ellas. Había visitado el palacio muchas veces, pues su padre estaba encariñado con el viejo fuerte de Chittor, con sus torres victoriosas y sus arruinadas murallas.

Veera incluso sintió deseos de descender a la cámara de la inmolación, pero la habían disuadido el encargado, el guarda y el guía.

—No es seguro —insistieron—. Se ha convertido en un lugar de muerte, habitado sólo por las cobras y los fantasmas de las damas muertas. Son igualmente peligrosos.

¿Por qué era peligroso el fantasma de una dama maravillosa?, se había preguntado. ¿Había conducido Padmini a sus damas a la muerte por amor o por orgullo? ¡Imposible entregar la propia persona a un hombre que no se ama, a un enemigo! Pero ¿no sería eso lo que tendría que hacer ella, Veera, en el caso de que no lograra enamorarse de Raj? ¿Y en qué consistía exactamente eso de entregar la propia persona? Las chicas hablaban de eso en susurros, con temor, nerviosismo y un extraño deseo.

¿Cómo se puede desear algo que se teme? ¡A no ser que una lo haya hecho ya!

En aquel momento, el yate de su padre llegó resoplando del cobertizo que había debajo del palacio. Se inclinó todo lo posible sobre la balaustrada y vio a su padre y a un extranjero bajar la escalinata de mármol y subir al yate. Entonces el barquero enfiló hacia el palacio del lago. Su padre atendía hoy a un amigo extranjero, pero ¿con qué motivo? Y a propósito, ¿por qué razón se había hecho su madre amiga del padre Francis Paul? ¿Es que había algo fascinante en los hombres occidentales? A algunas chicas de Bombay también les gustaban los extranjeros. Sintió deseos de volver al colegio, de tener alguien con quien poder hablar. Sólo podía hablar francamente con personas de su edad. Cuando se habla con los padres hay que mostrarse educada, respetuosa y serena. Tal vez la angustia que sentía en el pecho era sólo nostalgia del colegio, aunque cuando estaba en aquella lejana montaña donde los británicos enviaban en los tiempos del imperio a sus hijos para alejarlos del tórrido y húmedo calor de las llanuras, sentía también nostalgia del palacio, de aquellas dos habitaciones suyas, donde pasaba la mayor parte del tiempo cuando estaba aquí, sin más compañía que la de su vieja niñera que la había cuidado desde que nació. Si se seguía sintiendo sola después de casada, es que realmente no había cura para la soledad. ¿Y su madre? ¿Se sentiría siempre sola? Seguramente. Sino, ¿por qué pasaba tanto tiempo con el padre Francis Paul? Aquella pregunta, como tantas otras, no tenía respuesta. ¿Eran sólo las mujeres las que no encontraban respuestas a sus preguntas?

Una bandada de palomas, cientos y cientos de palomas, salieron volando de las torretas y las cornisas del palacio. Se elevaron como una nube viva, describieron un amplio círculo y se posaron de nuevo en las almenas y cornisas. Habían vivido allí durante siglos y allí continuarían viviendo.

Se abrió la puerta y entró la vieja niñera.

—Mi pequeña —exclamó—. ¿Por qué te asomas de esa manera a la ventana? Si algún hombre mira hacia arriba puede verte.

Veera se apartó de allí y se dejó caer en los cojines apilados sobre la mullida alfombra.

—¿Qué es una esposa? —preguntó.

Bajo los marchitos párpados, dos pupilas la miraron fijamente.

—¿Una esposa, pequeña? Una esposa es aquello a lo que vuelve siempre un hombre. Él corretea por ahí —oh, sí, es de esperar que corretee—, pero ella no debe reprenderle. Al contrario, debe decirle con voz suave, «Querido, ¿te ha faltado algo?». Y si es una buena esposa, él se sentirá furioso contra sí mismo, y por eso le dirá airadamente: «Cállate. No digas nada». Pero cuando tenga un lío por ahí y haya acabado con la otra mujer, volverá junto a su esposa y le pedirá que le perdone.

—¿Y ella le perdonará? —preguntó Veera, que había escuchado con mucha atención.

—Ella le perdonará —declaró tajantemente la vieja mujer—. Ella dirá: «Querido, te amo, siempre te amaré». Es su deber.

—Pero ¿ella le amará? —insistió Veera.

La vieja meditó durante un buen rato.

—Le respetará —dijo al fin.

La joven y la vieja se miraron, una con duda, la otra con lástima. Después la vieja aya se arrodilló junto a su señora y le acarició suavemente la mano.

—Pequeña, tu marido te amará. Es tan viril… Y tú eres más bonita que una rosa de Cachemira.

—¿Cómo sabes que Raj es viril? —preguntó Veera.

La vieja se acercó un poco más.

—¿No has visto sus orejas? Tiene un mechón de pelo negro en cada una, ¡así de largo!

Y señaló una pulgada sobre la yema de su pulgar.

* * *

Lejos de allí, en las colinas desiertas, en una casa de tres habitaciones, el padre Francis Paul leía su correo. La puerta estaba abierta y el viento formaba remolinos de fina arena sobre el suelo. Había llegado el verano y el desierto se había puesto nuevamente en marcha, impulsado por la fuerza del viento, desde el gran Rann de Cutch hasta el valle de Sutlej, a través de ochenta mil millas cuadradas. El desierto de Rajputana estaba en movimiento desde hacía cientos de años, «obturando el pulmón derecho de la India con sal y arena», como había dicho con amargura el viejo Maharaná. Hoy soplaba viento del Nordeste, muy suave en comparación con las violentas y continuas galernas del Noroeste que arrastraban toneladas de polvo en verano y durante la estación de los monzones. El padre Francis Paul apartó la vista de la carta de su madre y miró el desierto a través de la puerta. Estaba viendo a su madre con los ojos de la imaginación, sentada ante su escritorio de Rickford Castle, con aquella fragancia a rosas que despedían sus rizos completamente blancos. Al otro lado de los visillos, los nobles bosques destacaban verdes contra el cielo inglés. Aquellos bosques habían sido el gozo de su niñez, el lugar favorito de sus sueños y aventuras. Y ahora le resultaban más queridos todavía en el recuerdo. ¿Cómo podría hacer comprender al Maharaná el tesoro que podía ser un bosque? Aquí, la vegetación de la montaña era simplemente parte de las posesiones comunales de la aldea, algo a utilizar como forraje y combustible. El año anterior había visitado las localidades de la montaña y había descubierto que estaban cortando hasta los majestuosos eucaliptos de Nilgiri y Monte Abu.

Suspiró y dejó a un lado la carta. Aquel asunto merecía que le dedicase bastantes plegarias. La pequeña y desnuda habitación en la que estaba sentado hubiera resultado insoportable de no ser por el viento que se había levantado aquella mañana con el sol. Duraría sólo unas cuantas horas. En cuanto apareciera la luna el aire se calmaría y un velo de fina arena, soliviantada de nuevo por las almohadilladas pezuñas de los camellos, quedaría colgando el aire. Los camellos… algún día haría un estudio de aquellos viajeros del desierto, de aquellos trozos de paisaje, bestias tan inalterables como los monumentos nativos a través de los siglos, ancianos cualquiera que fuese su edad. Involuntariamente había pasado mucho tiempo observando su curiosa forma. Mientras esperaba el tambaleante autobús que le llevó desde el palacio hasta las colinas donde vivía ahora, pudo contemplar los camellos que pasaron ante él en una larga y lenta procesión o descansaban mientras los camelleros se detenían a beber soda y comer un «curry» de arroz. La estructura del camello es única, un esqueleto construido como el casco de un barco que descansa sobre cuatro patas angulosas acabadas en unas enormes almohadillas, un inteligente artificio que les permitía caminar con idéntica facilidad sobre la blanda arena del desierto y sobre los rocosos senderos de las montañas. El cuello arqueado para compensar la altura termina en una cabeza melancólica y pequeña, de boca laxa, con el labio inferior colgante y móvil, de ojos tristes y pesados párpados. El alma extraña del camello se asoma al mundo por aquellos ojos, un mundo que no se molesta en comprender y que acepta sólo hasta cierto punto. Cuando un camello considera que le han cargado más de la cuenta, o se siente ofendido por algo que ha hecho su camellero, es muy capaz de sentarse silenciosamente en señal de protesta y permanecer allí inmóvil hasta que le sobreviene la muerte. Pero no todos los camellos son tan suaves y sentidos. Algunos, en un acceso de ira, arrojan su pestífero aliento sobre el ofensor hasta que el pobre hombre cae medio desmayado por el tufo. Ayer mismo, el padre Francis Paul, aunque creía saberlo todo en materia de camellos, había visto un extraño espectáculo. Un profundo rugido, que retumbó en las montañas como un trueno, salió al cabo de un buen rato del pecho del camello, a través de quién sabe qué tubos y canales, a la garganta del animal y después a la boca, de la que surgió como una especie de balón rosa formado por una membrana de unos dos pies de diámetro. El padre quedó espantado.

—¿Qué es eso? —le había preguntado al camellero, un bhil que yacía medio dormido en el suelo después de su comida.

El bhil bostezó y movió filosóficamente la cabeza.

—Cualquiera sabe. Es su diversión favorita.

Desde luego, eso parecía. Mientras hablaban, el camello retiró parsimoniosamente la membrana al interior de la boca. Esta vieja tierra, reflexionó, esta India es rica en sorpresas, grandes y pequeñas. No pasaba un día sin nuevos espectáculos, nuevos sonidos, nuevos olores. Por ejemplo, ahora, en este mismo momento, mientras permanecía sentado entre la abierta ventana y la puerta, de cara a la calle de la aldea, veía sin necesidad de girar la cabeza la diaria y cambiante escena que desfilaba ante él como en la pantalla de un cine. Una niña casi desnuda, de piel oscura, despeinada, pasaba con un jarro de latón balanceándose sobre la cabeza, un jarro lleno de agua que acababa de sacar del pozo de la aldea. En el umbral de una puerta, una joven madre tenía a su hijo en brazos mientras le daba el pecho. Un harapiento y barbudo viejo recorría la calle llevando a tres polvorientos monos atados con una cuerda. Sobre su cabeza, encaramados en las ramas de los árboles, un numeroso grupo de monos grises parloteaba mirando a los cautivos con curiosidad y lástima. Un ciervo, amarrado a un poste, volvía la cabeza para contemplar también el espectáculo. Al final de la calle, una grulla, que comía a la orilla de un estanque pantanoso, extendió sus inmensas alas y alzó majestuosamente el vuelo para huir del estrépito de la aldea.

El padre Francis Paul volvió en sí abruptamente. Era demasiado agradable absorberse en la contemplación del mundo exterior, pero hoy no tenía tiempo para eso. Había prometido estar en el palacio a la hora de cenar, pues Su Alteza el Maharaná celebraba su cuarenta cumpleaños. El autobús salía a las dos y apenas si le quedaba tiempo para tomar su acostumbrado almuerzo a base de arroz con «curry» y requesón. Cierto que no servirían la cena hasta poco antes de la medianoche, pero sabía que la familia real, y especialmente la Maharaní, esperaban su llegada poco después del crepúsculo. Una ligera sonrisa curvó sus labios. La primera vez que le invitaron a cenar en palacio se sorprendió al ver que la conversación continuaba durante horas, y que no pasaron al comedor hasta las once de la noche. Ahora sabía que aquélla era la costumbre en la India, pero aquel día tuvo que permanecer sentado, medio muerto de hambre y esperando. Sin embargo, pronto aprendió a gozar de aquellos largos preliminares que culminaban en el clímax de la cena. Luego, repletos de comida, todos se iban rápidamente a la cama.

En realidad, a pesar de ser célibe y ascético, el padre Francis Paul disfrutaba con los lujos de palacio. Aquella tarde le recibió, como siempre, un criado con turbante que le condujo a sus habitaciones del ala oeste. El Maharaná insistía muchas veces en que se quedara a pasar la noche, y aquella espaciosa alcoba, con su salita privada abierta al cielo y al marmóreo palacio del lago, constituía en cierto sentido un paraíso para su espíritu. Cada vez, antes de ir, rezaba para no pecar disfrutando demasiado intensamente de aquellas bellezas, y cada vez disfrutaba más de ellas.

—¿Desea el Sagrado Padre algo para beber? —preguntó el criado.

—Nada, gracias —replicó el padre Francis Paul.

—¿Y algo para comer?

—Sólo la fruta que hay en la bandeja de la mesa, gracias.

—Su Alteza me ha encargado que pida perdón al Sagrado Padre ya que hoy llegará algo tarde, pero Su Alteza la Maharaní estará esperando como de costumbre al Sagrado Padre en la terraza occidental a las ocho.

—Dale las gracias a Su Alteza y dile que estaré allí a esa hora.

—El Sagrado Padre tiene preparado el baño.

—Gracias.

El criado se llevó las manos, las palmas unidas, a la frente antes de salir, y cerró la puerta silenciosamente tras él. El padre Francis Paul se acercó a la ventana y se quedó allí reflexionando, mientras sus dedos recorrían las cuentas de un rosario. Tanta belleza era un don gratuito de Dios que seguramente no se encontraba en tal abundancia más que aquí, en Rajasthan. Era la belleza del desierto. El lago intensamente azul durante el día, y ahora un milagro de colorido con los rayos del sol poniente dibujando un luminoso sendero de oro viejo. El blanco palacio estaba bañado en oro pálido, y más allá, en la orilla del otro lado, el oscuro verdor de los árboles servía de firme pedestal a las montañas de Aravalli, desnudas y rocosas, pero envueltas ahora en un resplandor rosa pálido. La masa de mangos formaba una mancha oscura en los jardines de palacio. El palacio real era el corazón histórico de esta pequeña ciudad, no muy antigua para la India, pues fue fundada sólo en el siglo XVI en lo que entonces era Estado de Mewar, ¡y sin embargo, cuánta vida había habido aquí, y cuánta tenía que haber aún! Tenía que acordarse esta noche que debía preguntarle al Maharaná cosas del pequeño palacio isleño situado a una milla de distancia, donde el Shah Jehan había estado prisionero varios años —¿cuántos?— mientras proyectaba con la imaginación la tumba de Agrá para su amada esposa. ¿Era más antiguo que el palacio grande del lago?

En aquel momento el padre Francis Paul tomó una decisión a la que se venía resistiendo desde hacía lo menos cinco años. Se trataba de escribir la historia del Rajasthan, la región donde se entrelazaban, sobre la vida de sus héroes, historia y leyenda. Allí había vivido Rana Sanga, el señor de Mewar en el siglo XVI, que combatió a los invasores musulmanes acaudillados por el emperador mongol Baber, y murió con dieciocho heridas en el cuerpo. Rana Sanga, el voluntarioso y apuesto, el señor de señores que, tras derrotar a su enemigo, el rey del vecino Malwa, había liberado, con su habitual elegancia espontánea, al monarca cautivo, ¡y le había devuelto junto con un puñado de flores la mitad de los territorios perdidos! Y aquellas montañas, que ahora se difuminaban en la noche violeta, seguían plagadas de fuertes y bastiones de la época del legendario Rana Pratap que durante tanto tiempo desafió el poderío del gran mongol Akbar a lo largo de años y años de tozuda rebeldía. Pero al fin se perdió el gran fuerte de Chittor… y aquel día de pérdida marcó también el nacimiento de esta ciudad de mármol. Pero antes de eso, cuando Chittor era aún la capital, y las fuerzas reales se vieron obligadas a rendirse al invasor, aquel día en que el fuerte fue saqueado tres veces por los mongoles, los hombres del Rajput salieron con sus ropas azafranadas a morir luchando, mientras sus mujeres, tres mil en total, se arrojaban a las llamas prefiriendo la muerte al deshonor de entregar sus cuerpos al enemigo victorioso.

Soñando, soñando, el padre Francis Paul se había hundido en los cojines del sofá que había ante la abierta ventana. Ahora volvió de pronto en sí y miró el reloj. Le quedaba poco más de media hora antes de bajar a reunirse con la Maharaní y seguramente se habría enfriado el baño. No, no completamente, había hecho un día caluroso y el agua de la enorme bañera de mármol estaba sólo agradablemente fresca cuando se sumergió en ella unos minutos después. Se permitió un breve lujo, pues normalmente su baño consistía en una jarra de agua que se echaba por encima en una esquina de una pequeña y desnuda habitación de su casa. Ahora se hundió hasta los hombros en aquel agua, tan clara que sintió cierta vergüenza ante su propia desnudez, ante aquellas piernas blancas y delgadas y aquellos pies sorprendentemente grandes. No estaba acostumbrado a su masculinidad desnuda, y salió del baño antes de lo que pensaba. Se puso su traje blanco recién lavado en el arroyo que corría cerca de su casa por una vieja que venía dos veces a la semana para cuidarse de su ropa, un lujo, pensaba a veces, pero en la India no estaría bien visto que se ocupase personalmente de tales menesteres. Como era el único sacerdote de la misión, tenía para él sólo un hombre que se ocupaba de la cocina y las tres habitaciones. Esperaba que aquello no constituyera una comodidad indebida en un sacerdote. Para compensar, procuraba comer siempre los alimentos más sencillos y nunca tomaba carne, en señal de deferencia a sus feligreses hindúes. A pesar de ello, se recordó con severidad, no debía aprovecharse de la generosidad del Maharaná. Esta noche servirían carne, como siempre, y el Maharaná la comería con su saludable apetito, como hacía normalmente, mientras que la Maharaní, que no la probaba, tomaría su acostumbrada dieta vegetal. A las ocho menos diez estaba listo, enfundado en su fresco traje blanco y con un rosario alrededor del cuello. La luna saldría tarde y contemplarían su aparición desde la terraza. Bajó. A pesar de su puntualidad, la Maharaní le estaba esperando. ¡Qué vida más deliciosa! Esperaba que tantas alegrías no fuesen pecado.

* * *

Cuando atravesó las abiertas puertas de madera de teca tallada, ella no se levantó de su sillón. Le esperó, inmóvil, viendo cómo se acercaba. Qué guapo estaba, pensó, elegante y fuerte al mismo tiempo, con la barba oscura tan bien peinada, el pelo suave y liso, la tez clara. Había algo impresionante en los ojos azules… en Cachemira se suelen ver, claro, pero conservan todo su poder en un rostro inglés. Echaba de menos a los ingleses. A pesar de que aprobaba la independencia, los echaba de menos. Era una lástima que tantos se hubieran negado a permanecer en la India. Ella se había criado en Bombay y se había hecho amiga de muchas señoritas inglesas, compañeras de colegio. El padre Francis Paul estaba ante ella ahora y se inclinó para tomar su mano. A veces hasta la besaba, y así lo hizo esta noche. Sintió la suave caricia de su barba sobre la piel de la mano y se entretuvo un poco antes de retirarla.

—¿Cómo está usted? —murmuró Moti.

Cada vez le resultaba más difícil llamarle padre. Eran casi de la misma edad, al menos eso suponía ella, pues nunca se lo había preguntado y ahora que lo pensaba tampoco quería hacerlo. Si era unos años mayor que él, no quería saberlo.

—Siéntese, por favor —dijo con voz suave.

Él se sentó cerca de ella.

—Nunca había visto una puesta de sol tan hermosa —dijo.

Moti le había prohibido llamarla Su Alteza. «No lo haga —había suplicado Moti—. Introduce una distancia tan grande entre nosotros…».

—Sí —dijo con fingida indiferencia—, las puestas de sol son muy hermosas en esta época del año.

La emoción que llenaba su pecho era tan intensa que le resultaba difícil hablar. Su insoportable soledad, su anhelo de amar a alguien, de amar realmente antes de hacerse demasiado vieja, su necesidad de sentirse cerca de algún ser humano eran cada vez mayores, hasta hacerse casi insufribles. Pero en la vida hay que sufrirlo todo y consiguió hablar con bastante serenidad.

—Su Alteza el Maharaná siente tener que llegar tarde.

—Supongo que Su Alteza está muy ocupado ahora con ese proyecto nuevo del hotel. Hasta en nuestras montañas se habla de ello.

Moti cogió un periódico de la mesita que tenía al lado.

—También anda ahora muy ocupado con esto…

Él cogió el periódico y leyó un gran titular: EL MAGNÍFICO MAHARANÁ DE MEWAR.

—Léalo —ordenó ella.

Era la página deportiva del New Delhi Times y decía: «El distinguido Príncipe de la India continúa con sus proezas en el regio juego del "cricket". Al frente de su equipo de Amarpur derrotó al equipo de Nueva Delhi por noventa y siete carreras. Hay que recordar que en su juventud encabezó su propio equipo en Cambridge y representó a su país allí. Y lo hubiera continuado haciendo de no ser por la guerra. Ahora acaudilla a los suyos, hombres de una tierra de reyes, pero ya no en el rojo campo de batalla, sino en la verde cancha del "cricket"».

El padre Francis Paul devolvió el periódico sonriendo.

—Su Alteza sigue tan joven como siempre, y me alegra verle así. Tenía un aspecto excelente cuando le vi por última vez. Le admiro mucho. No creo que haya muchos príncipes que prefieran la música clásica a las bailarinas para alegrar su cumpleaños.

Moti contestó con la misma indiferencia suave:

—Jagat es muy inglés en ciertos aspectos. Esta noche tendremos una cena muy tranquila.

—¿Ha ido a cazar tigres últimamente?

—Sí, y según me dijo cobró un ejemplar enorme. No fui a verlo. Ya sabe lo poco que me agradan esta clase de cosas. Se llevó a Jai contra mis deseos. Me disgusta que se maten seres, aunque sean tigres. Me alegro de que Jai no matara ninguno. Jagat habla ahora de organizar una partida de caza en Sikkim antes de que caigan las primeras nieves.

Él conocía sus estados de ánimo tan bien que captó inmediatamente el desasosiego interno que se ocultaba tras la controlada compostura.

—¿Por qué está triste? —preguntó.

Ella se resistió, como hacía siempre. El padre penetraba en ella con excesiva facilidad. Ansiaba su comprensión y la temía al mismo tiempo. Claro que era un sacerdote y su misión consistía precisamente en consolar las almas. Pero resultaba desagradable que la considerara sólo como un alma, y especialmente como un alma entre muchas, la mayoría de las cuales eran simples montañeses bhils.

—Disfruta usted ocultándose de mí —continuó él—. Me obliga a seguir su pista como el Sabueso del Cielo y engatusarla con mil artimañas. Muy bien, así lo haré.

Ella quiso negar esto enérgicamente, pero tuvo que limitarse a volver el rostro hacia otro lado. Él pudo ver entonces su pálido perfil de Cachemira dibujado contra el fondo del cielo. Algunos hombres, pensó, no la considerarán bella, pues no tiene el sofocante encanto tan típico de las mujeres indias. Mas para él era muy bella, con su delicadeza, su palidez, su melancolía. Había en ella una invitación que sólo podía rechazar gracias a los largos años de práctica en el control de los impulsos de la carne. Pero ahora se preguntaba si los impulsos del espíritu y la mente no serían más fuertes que los de la carne precisamente por ser más sutiles.

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