Magic

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Parte III. El trabajo está hecho » Capítulo 13

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Corky contempló el diminuto hombre calvo.

—Me pregunto quién podrá ser —murmuró.

El Duque se arrodilló junto al cuerpo y le dio la vuelta.

—Estaba pensando en si no sería tu tipo del «Rolls» —dijo.

—¿Estás de broma? —interrogó Corky—. El Cartero mide aproximadamente un metro noventa de estatura. Mira a ver qué hay en su cartera.

El Duque registró varios bolsillos.

—Nada. Totalmente limpio.

—No tiene sentido. Tiene que haber algo. Mira bien…

—¡Dios mío! —exclamó de pronto el Duque—. Creo que todavía vive…

—¡Eso es fantástico!

—Sólo es una posibilidad, pero vale la pena probar… ¿Sabes hacer la respiración artificial? —No…, no lo creo.

—Está bien, ¡maldita sea!, yo lo haré. Ve hasta la casa y llama al hospital de Normandy. Diles que vengan cuanto antes.

—Bien.

Y quédate en la casa hasta que lleguen y les acompañas directamente hasta aquí.

—Bien —repitió Corky metiéndose en el bote.

Pero de repente, saltó a tierra y dijo: —¡Si voy corriendo llegaré antes!

Y tras pronunciar estas últimas palabras echó correr desesperadamente.

El Duque alzó un poco el cuerpo del viejo, y echó atrás la cabeza. Luego le abrió la boca. Comprobó que la lengua se hallaba bien y no retirada hacia la garganta. Después examinó la dentadura para comprobar que no era falsa. Finalmente, con dos dedos oprimió la nariz del anciano, y sopló con fuerza en su garganta. Repitió la operación dos o tres veces más.

El Duque tuvo la impresión de que la cavidad torácica se alzaba.

Se inclinó y aplicó el oído al pecho del anciano tratando de captar algún latido. Nada. Luego se arrodilló sobre el viejo y comenzó a hacer presión sobre su corazón, intermitentemente, a cada segundo. No llegó a fracturarle las costillas, pero estuvo muy cerca de ello.

Al cabo de un minuto volvió a aplicar el oído pecho.

Nada.

A continuación intentó la reanimación boca a boca. Doce veces por minuto. Estuvo realizando la operación largo rato.

Todavía nada.

Se había equivocado. El viejo estaba muerto. Aún así, cuando el Duque se incorporó y cargó el bote con el cadáver, se sintió mejor por haberlo intentado. Depositó el cuerpo suavemente sobre la bancada de la embarcación y remó cruzando el lago.

Hacia el bungalow de Corky.

Porque ya no tenía ninguna duda. Aquel cuerpo tenía que ser el del propietario del «Rolls». Otra cosa no tenía sentido, y en el tono empleado por Corky al decir aquello de un metro noventa había algo de falso, algo que a el Duque no le sonaba bien. O quizá lo había declarado con excesiva rapidez. Probablemente, la desconfianza que sentía el Duque se debía a otros muchos detalles.

De todos modos, en cualquier caso, el Duque desconfiaba profundamente.

Tuvo gran cuidado, cuando fue acercándose a la orilla, en mantener el bungalow de Corky, tanto como fuera posible, entre él y la casa principal, para evitar que Corky pudiera localizarlo en cualquier momento. Remó con fuerza durante los últimos metros que le separaban de la orilla y varó la lancha a menos de diez metros del bungalow.

Desembarcó, se sacó de un bolsillo la llave maestra y caminó lentamente hasta la puerta. Le costó algún trabajo encajarla en la cerradura porque sus manos temblaban. En aquel momento se dio cuenta, por vez primera, de que tenía miedo. Realmente no sabía de qué. Tal vez por algo que pudiera encontrar en el bungalow y que demostrara alguna cosa punible.

Pero a pesar del temor que lo invadía, pensó que valía la pena correr el riesgo.

Corky estaba mintiendo en algo que él no acertaba a comprender del todo. El lugar estaba más oscuro de lo que había imaginado. Las persianas estaban corridas, y esperó un momento en la puerta para acostumbrarse a la oscuridad. Sí, sin duda Corky ocultaba algo. Sería agradable comunicar a Peg aquella impresión. Peg odiaba a los embusteros, y el Duque tenía la esperanza de comprobar que Corky había mentido.

Dio unos pasos por el interior del bungalow antes de proferir un grito de pánico porque el maldito muñeco estaba sentado allí, mirando hacia la puerta, junto a la pequeña cocina. Durante unos instantes le pareció un ser humano, un ser deforme y terrible que lo miraba fijamente.

El Duque respiró hondo y se puso a trabajar inmediatamente. Tenía que registrar cuatro lugares. El armario del dormitorio, el de la sala de estar, la mesa y un pequeño tocador. Lo que estaba más cerca era el armario de la sala de estar, y por allí empezó. Sin embargo, había pocas cosas. Ropas de Corky en las perchas y aun así no muchas. Dos maletas. Abrió la primera. Vacía. La devolvió a su sitio. Abrió la segunda. Estaba llena de objetos y ropas pertenecientes al muñeco. Muchas tiras de lona y juegos de trajes.

El Duque sintió nuevamente pánico.

Había algo terrorífico en andar viajando de un lado a otro llevando una maleta con las ropas de muñeco de madera.

El Duque cerró la puerta del armario y comenzó el registro de la mesa. Nada de nada. En absoluto.

¿Era fatalidad?

La cocina estaba situada entre el dormitorio y la sala de estar. El Duque pasó rápidamente sin mirar a Fats, porque estaba seguro de que aquel maldito muñeco de madera lo estaba embrujando.

El dormitorio no estaba tan oscuro. Se acercó al armario y allí no encontró nada, de manera que si en el tocador no había algo echaría una ojeada al cuarto de baño y después a la cocina…

Pero en el tocador estaba todo.

En el cajón superior, debajo de unas camisas, lo primero que vio fue el reloj. Lo miró de cerca. Marca «Patek Philippe». No sabía si señalaba la hora exacta o no, pero de lo que sí estaba seguro era de que se trataba de un reloj muy valioso.

Cerca de las camisas había un clip para billetes. El Duque tomó asiento en el borde de la cama contemplando el clip. Comenzó a contar los billetes.

¡Tres mil dólares!

El Duque permaneció inmóvil. Era increíble. Había gente que andaba por el mundo con tal cantidad de dinero en los bolsillos.

¿Podría pertenecer a Corky? ¿Cuánto dinero se ganaba en la TV? Mucho, probablemente, pero ¿aquella cantidad?

Era posible. El Duque no estaba seguro.

Lo que le decidió totalmente fue la cartera. Se hallaba en el siguiente cajón, en uno de sus rincones. Gruesa. El Duque la abrió y examinó las tarjetas de crédito. «American Express». «Diner’s Club». Una docena más. Todas extendidas a nombre del señor Ben Greene.

El Duque cerró los ojos. ¿Cómo diablos se llamaba aquel Cartero? ¿Era Ben Greene? No lo recordaba.

Gangrena -dijo en voz alta. Era el Cartero. Corky lo había dicho así junto al coche. Así era como el muñeco llamaba a el Cartero, Gangrena.

Acto seguido comenzó a examinar las fotografías. Había aproximadamente una docena, todas ellas con dos personas, una famosa y la segunda siempre la misma. El mismo individuo pequeño y calvo con Bing Crosby, con Berle, con Sinatra y con Hope, y era el mismo individuo bajito y calvo que estaba muerto en la barca.

Era el Cartero. Y no medía un metro noventa de estatura. Corky mentía.

—Espera —se dijo—. Espera a que se entere Peg.

A la hora de la cena, se hallarían todos sentados la mesa y entonces él comenzaría a sacar una por una todas las pruebas, el reloj, el clip de los billetes, después…

—Espera un minuto.

¿Por qué molestarse sacando billetes? El truco sería magnífico, se lo guardaría, y si Corky preguntaba por el dinero sería lo mismo que declararse culpable, si no preguntaba por él… Bien, entonces… Bueno, el Cartero ya no necesitaba aquellos tres mil dólares para nada, ¿verdad?

El Duque se puso de pie, se guardó el reloj y la cartera en un bolsillo del pantalón y el clip con el dinero en el bolsillo de la camisa, un bolsillo con botón, y salió apresuradamente del dormitorio…

Y entonces Fats levantó una mano. El Duque gritó, inmovilizado, porque la cortina de la cocina se movía y la mano sostenía un cuchillo. Fats golpeó directamente a la altura del estómago, y el cuchillo se deslizó fácilmente por encima del cinturón de el Duque. La cortina se movió nuevamente y surgió la otra mano de Fats, con otro cuchillo que se hundió rápidamente en un costado de el Duque. Éste se dobló al mismo tiempo que el primer cuchillo de Fats se le clavaba en la espalda y el segundo en el cuello. El Duque gritaba todavía, pero Fats continuó clavando los cuchillos con la derecha y con la izquierda como un muñeco de juguete que golpeara un tambor, aun cuando allí no había baquetas sino cuchillos que cortaban, rajaban. El Duque pensó que estaba quedándose ciego, pero no era tal cosa, sino que había demasiada sangre en sus ojos para poder ver…

Corky salió de detrás de la cortina y contempló en silenció el cadáver de el Duque.

—Toma estas cosas asquerosas —dijo Fats.

Corky cogió los cuchillos y los dejó caer en el fregadero.

Fats añadió:

—Este tipo tenía razón. Vendía cubertería de primera clase.

Corky parpadeó.

—Esos cuchillos eran suyos, tenlo en cuenta.

Corky corrió hacia la puerta, la abrió y miró hacia fuera. Luego preguntó: —¿Qué voy a hacer ahora? Tengo ahí fuera al Cartero y ahora a este otro… ¿Y si Peggy viene por aquí?

—Yo te diré lo que has de hacer…

—Tal vez deba coger el «Rolls»… Podría meterlo en el maletero y…

—¡Maldita sea! ¡Escúchame a mí! Coge mi maleta y algunas piezas de esa cinta de lona y mete a esos dos en la lancha, les atas en los pies una piedra muy grande empleando las cintas y los echas por la borda. Si no estás de vuelta dentro de un cuarto de hora es que eres el tipo más imbécil que existe en este asqueroso mundo…

Corky volvió al cabo de doce minutos.

Se apoyó en el dintel de la puerta y cerró los ojos.

—Cayeron con… con gran facilidad.

—¿Les ataste una buena piedra a los pies?

Corky afirmó con la cabeza.

—¡Vaya! Ahora ya no puedo decir «he matado dos pájaros de un tiro» —dijo Fats.

—¡Por favor, deja a un lado tus malditas bromas!

—Me alegraré de que suprimas esa expresión de estupidez que se refleja en tu cara. Tengo que obligarte a que hagas algo de provecho… No haces lo que debes hacer. Ponte inmediatamente a trabajar. Limpia los cuchillos, coge algunas toallas y limpia toda esa sangre. ¿Quieres que Peggy entre en el bungalow y compruebe lo mala ama de casa que eres? ¡Vamos, muévete!

Peggy no entró en el bungalow. La muchacha llamó desde el sendero. Había pasado una hora y Corky acababa de ducharse. Corrió hacia ella. Hacía frío y estaba oscureciendo. Peggy parecía cansada.

—Has sufrido mucho —murmuró Corky.

Peggy se encogió de hombros.

—No tiene importancia. ¿Dónde está el Duque?

—Tuvimos una escena. Creo que le dijiste que te interesabas por mí. Quiere que me vaya. Se ha ido a cazar. Dijo que iba a dar una vuelta por ahí, pero tengo la impresión de que no quiere verme cuando vuelva.

Peg asintió en silencio.

—¿Piensas estar aquí cuando él vuelva —preguntó Corky—, o te vienes conmigo?

—De eso quería hablar —dijo la muchacha dando media vuelta y caminando hacia la casa en compañía de Corky. Allí se sentaron uno frente a otro junto al fuego.

—Está bien —dijo Corky—. ¿Quién gana? ¿Cuál es la respuesta? No quiero que pienses que te estoy presionando porque no es así, ni tampoco ha de formar parte de tus pensamientos el hecho de que yo vaya a suicidarme según el camino que escojas.

Peg sonrió.

—Eres realmente maravilloso. ¿Lo sabes?

—Tengo la impresión de que mis posibilidades de ganar han aumentado un poco, ¿no?

—Bueno, supongo que debes de ser algo especial porque hemos estado juntos cuarenta y ocho horas después de una ausencia de quince años en los que nunca hemos gozado de intimidad alguna, y sin embargo, en esas cuarenta y ocho horas me has hecho mentir por ti, acostarme contigo, y lo más increíble de todo… hoy me has hecho pensar, cosa que he procurado evitar durante toda mi vida.

—Creo que mis posibilidades acaban de reducirse un poco —comentó irónicamente Corky.

—Tienes que procurar entender mi decisión, Corky, porque para mí no ha sido fácil tomarla. He bebido más café en más cafeterías y he conducido el coche durante más millas en estas horas que en muchos años, y he discutido conmigo misma, casi en voz alta, en el coche… Bien, déjame ir al grano.

Corky afirmó con la cabeza.

—Está bien. Casada con el Duque todos estos años. Por supuesto esta unión no ha sido una excelente unión en cuanto se refiere a la tradición matrimonial. Pero hasta hoy nunca me había pegado, y creo, no te rías, que le importo. Me casé con él cuando estaba muy arriba y ahora que está abajo, hacerle esto, no sé, hace que me sienta más baja que él. Esto es lo que también pensaría y no estoy muy segura de que se equivoque.

—¿Puedo decir algo?

—Por favor, ahora cállate. Estoy haciendo todo lo que puedo. Veamos. Tú, con tu magnífico talento, y no ha habido un segundo que nuestros pensamientos hayan coincidido como sucedió con Merlín y su esposa. Creo que eso ha sido importante, sí, seguro, pero la verdad es que si tú no me amas es que no sé nada este mundo. Creo que sí, que me quieres. Mi pregunta es por cuánto tiempo y no hay ninguna respuesta posible. ¿Y si dejas de amarme?

—Eso nunca sucederá.

No puedes saberlo. La gente cambia cuando se hace famosa y no cabe la menor duda de que tú vas serlo, y yo ya no tengo quince años. Tú sigues creyendo que sí sin darte cuenta de que mis senos comienzan a caer…

—Puedo demostrar lo contrario con mis propias manos.

—Tú no me ves. Ésa es la mayor dificultad. Tú sigues viendo a Peggy, aquella chica que dirigía al grupo que animaba al equipo. Pero, ¿qué sucederá cuando dejes de verme así? No me digas que no ocurrirá. Me estoy acercando a esa edad en la que las mujeres cuando están vestidas son una cosa, pero cuando se desnudan son otra.

Una pausa de silencio y Peggy continuó: —Está bien. Cruzó por mi mente, durante esas largas horas que estuve ante el volante del coche, el hecho de que el Duque no es perfecto y es probable que tú tampoco vayas a serlo. Pero después pensé que de todos modos soy una infeliz despreciable, Corky. Así, pues, ¿por qué sujetarme a algo que me desagrada? Se trata de mi propia vida. Me voy.

—Conmigo, ¿no?

—Entiende esto… Yo me voy y tú también te vas. Y así ocurre que nos iremos juntos, pero no huyo porque el Duque esté abajo, me voy porque yo estoy en el fondo y da la casualidad de que tú y yo llevamos la misma dirección y si logramos mantenernos en esa misma dirección será magnífico, pero si no es así, si fracasamos, no será para mí el fin del mundo, que es lo que yo tanto temía, huir, escapar, dejando a un hombre y luego ser abandonada por otro sin disponer del primero para volver a recibirme. Pero eso ya no es problema, ya no lo es, porque si me quedo sola nunca volveré aquí.

Corky parpadeó.

—¡Dios! —exclamó—. ¿Quieres decir que yo gano?

—Si yo soy un premio, tú ganas. Tú eres el ganador.

Peggy se echó hacia atrás en su silla cerrando los ojos y añadió: —Tan pronto como acabe de explicar todo esto a el Duque, nos iremos.

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