Madrid

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10, La vida sigue y Madrid espera

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El Madrid nocturno pertenecía a los trescientos, a los que hemos de sumar mendigos, vagabundos, los crápulas de costumbre y algunas mujeres de la vida que hacían la carrera allí al lado, barrenderos y los del camión de la basura. Se podía caminar sin temor a nada. Ni un alma. Casi ni coches y apenas taxis. Mal iluminado. Y el silencio. Solo para nosotros y para nosotros solos. Se oían en la calle nuestros pasos, nuestras conversaciones como en medio de un siglo vacío. En algunos barrios del viejo Madrid, aquello parecía 1880, 1920, 1950.

En aquel Madrid de los setenta, que había dejado de ser una dictadura pero que apenas era aún una democracia, tampoco se vivía mal, porque ni siquiera los maleantes se atrevían a delinquir y podías andar por la noche sin temor a asaltos ni sobresaltos. No era en absoluto una ciudad libre, pero era una ciudad segura.

Madrid conoció durante esos pocos años lo que en política se dice «vacío de poder». Madrid era de nadie, era del primero que llegaba y de todo el que quisiera. Era un sueño. Y por supuesto que antes, en el franquismo, ya había de todo aquello, crápulas, mendigos, truhanes y tahúres, tusonas, putas o cantoneras (que de las tres y muchas más maneras se las llamaba) y gente que se iba de juerga, y en los años de la golfemia de principios de siglo, también, en Madrid mala vida ha habido siempre, y cada cual cree que la mejor mala vida fue la suya, pero lo que está uno diciendo ahora es que llevar una mala vida durante el franquismo, sabiendo cómo estaba el país, precisaba una dosis alta de anestesia moral. Decía Eugenio Montes, funcionario falangista y un gran cínico, que nada como servir a una dictadura en una democracia. No sé, para pasárselo bien en una dictadura, no siendo de los dictadores, hay que tener estómago, sea la España franquista de ayer o la Cuba o la Venezuela de hoy.

Decía también Foxá, se lo dijo a Franco, que por lo que más odiaba a los comunistas era por haberse visto obligado a hacerse falangista a causa de ello. La muerte de Franco liberó a este país de una dictadura, pero sobre todo nos liberó a unos cuantos de las militancias antifranquistas.

Y daba tiempo para todo. Lo mejor de la modernidad que inauguró Gómez de la Serna en Pombo es que se podía convertir la pérdida de tiempo en una obra de arte y hacer que además te diera para vivir. Nos pasábamos el día proyectando cosas y las noches bebiendo, y lo uno no se concebía sin lo otro.

Fundé entonces con Juan Manuel Bonet, amigo del que había sido mi compañero de piso, La Ventura. El nombre era un homenaje a una revista, A la Nueva Ventura , de Francisco Pino, y por el formato y la tipografía, a una pequeña editorial, Nueva Floresta, fundada en Méjico por Francisco Giner de los Ríos. Pino era católico y de derechas (más o menos). Giner, un exiliado. Dos buenos poetas.

El primer libro que publicamos fue de Giner, y el segundo de Pino.

Eran unos libritos pequeños, sin coser (por hacer de necesidad virtud: no nos daba para pagar a un encuadernador, por lo que pudimos y podíamos presumir de libros intonsos e inconsútiles). Me orientaba con las cubiertas (yo estaba empezando en el oficio) Diego Lara, el mejor diseñador madrileño de entonces y a quien procuraba uno copiar sin molestarle. Los imprimíamos en una minerva manual y la imprenta tenía también un nombre precioso: Musigraf Arabí, en Torrejón de Ardoz. En ella imprimimos luego todos los de la editorial Trieste. Los viajes en tren, de madrugada o al atardecer, si eran de ida o de vuelta, resultaban bonitos, y a mí, que se me había acabado el paro, me hacían creer que yo también formaba parte de la comunidad de los obreros y asalariados que viajaban conmigo y ganaban honradamente su jornal.

Giner, emparentado con la ilustre saga de los institucionistas, acababa de volver del exilio y vivía en la calle de Santa Isabel con su mujer, María Luisa Díez-Canedo, hermana de Joaquín, el editor mejicano, e hija del poeta simbolista. Bonet y yo los visitamos allí, casi enfrente del cine Doré y del mercado al aire libre, reminiscente de los viejos cajones y las ferias de buscapié. Había traído del exilio una de las bibliotecas más fabulosas que habíamos visto hasta entonces: «todo», reconocíamos con asombro, dando a entender que estaban allí las primeras ediciones de Juan Ramón Jiménez y de Cernuda, de León Felipe, Max Aub o Amster, el casi secreto tipógrafo del que Giner nos contaba historias fabulosas. Y además todos ellos habían sido amigos suyos, y hablaba de ellos con devoción, y se emocionaba el hombre porque todos habían muerto, y sus lágrimas iban a parar al vaso de wisqui en silencio, y su mujer le decía, muy cariñosa, «pero Paco, habrase visto, qué van a pensar estos chicos…».

Había una cierta adecuación entre la biblioteca de Giner, la modestia institucionista de la vivienda, el buen gusto, la sobriedad con que la tenían y el barrio donde se encontraba. Era entonces uno de los más populares de Madrid.

Estaba dejado de la mano de Dios, y vivía por su cuenta, de espalda a las ordenanzas y al progreso. Luego se ha puesto de moda, como Lavapiés. En aquellos años ochenta conservaba mucho del Madrid anterior a la guerra civil, era aún el de los sainetes y el género chico. Galdós lo saca de continuo en sus novelas: muchas de esas calles aún conservan sus nombres evocadores: Salitre, Esperanza y Fe, y en medio de estas dos, Primavera, Ave María (en esta vivió Maximiliano Rubín, el boticario y separado marido de Fortunata). Era un barrio de modestos empleados, tenderos y oficiales, dispuestos a resarcirse de la incomodidad de las cuestas y desniveles de muchas de sus calles con la relativa baratura de los alquileres y la tranquilidad pueblerina de sus plazuelas. Los vecinos más viejos del barrio se confunden aun hoy con los mendigos, que cuando reúnen el dinero necesario se quedan a dormir en las abundantes pensiones de por allí, regentadas por gentes de aspecto igualmente remendado. La piqueta había entrado en esas calles únicamente para acabar con casas y corralas tradicionales y en estado ruinoso, sustituidas con desigual fortuna arquitectónica. Lo nuevo en muchos casos atentaba de una forma grosera contra «el espíritu del barrio», decía Chueca. Yo no estoy de acuerdo: el espíritu de un barrio feo (se lo parecía a Galdós, y si se lo parecía a él no vamos nosotros a ser más papistas que el papa) es la fealdad. La incuestionable fealdad de Madrid es parte de su belleza. Quitádsela, haced bonito a Madrid, y adiós muy buenas. Para ver ciudades bonitas, ya hay muchas. Pero una fea-bonita como Madrid, pocas. Ha tenido esa suerte, «la de la fea, que la guapa la desea». Y supongo que por ahí iba Gómez de la Serna cuando decía en su Elucidario que «Madrid es la capital del mundo más difícil de comprender. Es incomprensible como un gran artista, como lo que tiene algo de genial». Tomás Borrás, uno de los que sale en el cuadro de Pombo, junto a Ramón, trató también (Madrid gentil, torres mil ) de dilucidar ese misterio cuando dijo que «el secreto de Madrid es que no existe. Ese es también el secreto de su grandeza». Quiero decir con todo esto que Madrid es difícil de ver, pero mucho más difícil de explicársela al que no la ve.

De los cinco exiliados a los que trató uno entonces, y a algunos mucho, cuatro eligieron a su regreso barrios que parecían recordarles los tiempos anteriores a la guerra: Giner (Santa Isabel, en Antón Martín, separado del barrio de las Letras por la calle de Atocha), Ramón Gaya (Cuchilleros, entre las Cavas, a un paso de la plaza Mayor y a otro de la plaza de la Cebada), María Zambrano (Antonio Maura, en el aristocrático de los Jerónimos, ella por la caridad de quien le prestó la vivienda, después de haber vivido, antes de la guerra, en la plaza del conde de Barajas, en el viejo Madrid) y Bergamín (en una isabelina plaza de Oriente y a dos pasos también del romanticismo).

69-72. Jesse A. Fernández, José Bergamín en su ático de la plaza de Oriente , h. 1970. Reflejadas en el cristal, las torres de la catedral de la Almudena, apropiadísimo detalle para el católico que dijo: «Con los comunistas hasta la muerte, pero ni un paso paso más». En 1959 le escribió a Ramón Gaya: «Todo el tiempo me parece poco “para sentir” este Madrid, esta España. No puedes figurarte lo que es, sin estar presente, sin vivirlo. […] Tienes que venir. Estar aquí. Es “lo único que importa”». Al lado, María Zambrano, Rosa Chacel y Ramón Gaya, los amigos que, con Bergamín y Cernuda, forman «la generación de los difíciles».

El primero en volver fue Bergamín. Les escribió por entonces, 1959, a sus amigos Zambrano y Gaya, animándoles a que volvieran. Estos forman con él, Gil-Albert, Cernuda y Chacel, la generación de «los difíciles», fueron los versos sueltos de la generación oficial del 27. A Gaya le dice: «Todo el tiempo me parece poco “para sentir” este Madrid, esta España. No puedes figurarte lo que es, sin estar presente, sin vivirlo. Lo que es, sobre todo para nosotros después de veinte años. Yo tampoco me lo figuraba. Es una realidad que sobrepasa nuestros recuerdos, nuestras esperanzas, nuestros sueños. Tienes que venir. Estar aquí. Es “lo único que importa”. No puedo decirte por qué. Solo sentirlo». Y sí, al fin y al cabo era lo único que importaba, volver a ese Madrid que era Matriz, a esa España que era entraña. Cuando ellos llegaron, años sesenta y setenta, aquellas calles aún conservaban mucho del pasado. Solo Rosa Chacel se dejó conducir por su hijo a un paseo de La Habana que ni siquiera existía cuando ella salió de Madrid durante la guerra.

Buscamos la compañía, magisterio y amistad de todos ellos porque necesitábamos unir lo que la guerra, el exilio y la dictadura habían roto en nosotros. Frente a otros exiliados glamurosos, todos ellos representaban a aquellos que pese a haber perdido la guerra no habían sacado rédito a su exilio, en el fondo no tan diferentes de los que habiendo ganado la guerra habían perdido los manuales de literatura, a algunos de los cuales también los tratamos (Giménez Caballero, que vivía en El Viso, donde había vivido también Bergamín antes de la guerra; Muñoz Rojas en Espalter, frente al Botánico), o los reivindicamos literariamente, si ya habían muerto: Sánchez Mazas (El Viso también, en una casa del arquitecto y exiliado Rafael Bergamín, hermano de José), y Panero o Foxá (los dos vivieron en la calle Ibiza, frente al Retiro; la casa del primero la conocimos en una lenta metamorfosis que duró años, hasta acabar en polvo).

La hegemonía era aún la literatura de afuera. Poco a poco la generosidad del Rastro y de la Cuesta de Moyano fueron llenando nuestra casa de los libros de Galdós, Baroja, Azorín, Machado, Juan Ramón, Ortega, Gómez de la Serna, Solana, junto a otros considerados entonces menores y que no lo eran en absoluto, Fortún, Azaña, Díez-Canedo, Gaya, Noel, Sánchez Mazas, Foxá, Panero (intervino en el regreso de Gaya y fue a esperarle al aeropuerto «por si acaso»), Pla, Pérez de Ayala, Cunqueiro, Risco, Max Aub, los Villalonga, Pascual, Montes, Dieste, Blanco-Amor, Gaziel, Sales y cien más… La guerra civil había trastocado no solo la vida de las gentes. También el gusto literario: el autor extranjero o la película extranjera se preferían a los autores o películas de aquí, por lo mismo que se prefería a un escritor que hubiera perdido la guerra al que la había ganado. En el plano político aquello tuvo también su traducción: los que la habían ganado quedaron estigmatizados para siempre por la victoria y la derrota orló de tal leyenda a los que la perdieron, que llegaron a creer que no se les podía hacer responsables de los crímenes cometidos por ellos durante la guerra, si los habían cometido; el haberla perdido era suficiente para hacerse con una condecoración.

Por entonces, 1980, también apareció en nuestra vida Valentín Zapatero. Era diez años más joven que nosotros. Acababa de trasladarse a Madrid desde Cambrils, donde había fundado la editorial Trieste. La tarde que nos conocimos me contó una cosa del pasado y otra del futuro. Su vocación de editor se despertó el día en que descubrió en la Casa del Libro la primera edición de Velázquez pájaro solitario , de Gaya, hecha por una editorial medio secreta también, RM. Del millón de libros que había en aquella librería, Valentín había ido a fijarse precisamente en ese de un autor que para entonces ya se había convertido para nosotros en fundamental. Una vez más ajedrez y dados. En cuanto al vaticinio fue inquietante, como el coro de una tragedia: ante mi observación sobre la celeridad con la que despachaba los wisquis, me respondió que no pensaba llegar a los treinta años. Lo declaró con una seriedad muy rimbaudiana, quiero decir «par delicatesse», sin aspavientos. Aquello me impresionó: murió a los treintaiuno aborreciendo a Malcolm Lowry, el corruptor.

En 1981 empezamos una colección que se llamó Biblioteca de Autores Españoles.

Al leer aquel autores españoles muchos se alarmaron: al fin y al cabo la mayor parte de la izquierda cultural (o sea, la mayor parte de la cultura) creía que todo lo que sonaba a España y español era cosa de Franco, y algunas librerías empezaron a devolvernos los libros, tanto si eran de Jiménez Fraud, Gaya y Marià Manent como si eran de Sánchez Mazas o Miguel Villalonga, del pasado (Gómez de la Serna o Solana) o del presente (Puértolas, Jiménez Losantos, Martín Gaite, Sarrión, Bonet o yo mismo). Decían, con el veneno que ponen en las insidias todos aquellos que se sienten moralmente superiores (de la Doña Perfecta de Galdós a los comunistas). «Huy, autores españoles … eso huele a fascismo», decían, sin molestarse en leer los libros. En un mundo como el de la cultura española de entonces, dominado por gentes que querían blasonar de galones antifranquistas (por lo general no siempre de una manera legítima), supongo que esos juicios y el sambenito de fascistas que nos pusieron serían los causantes de que los libreros nos devolvieran los paquetes sin deshacerlos. Era una cosa extraña: muchos de aquellos honrados comerciantes presumían de haberse jugado la cárcel vendiendo libros prohibidos en sus trastiendas a una masa de lectores sedientos de libertad (los mismos cientos de miles que acudían a las manifestaciones y corrían delante de los grises y acudieron al concierto de los Beatles en la plaza de Las Ventas), pero, en cambio yo no he oído de ninguno de ellos confesar que se hiciera rico por ello. Lo cierto es que la policía a esas alturas (los diez últimos años de Franco, pongamos) hacía la vista gorda, la censura se encogía de hombros, los libreros no se jugaban nada (hubo, sí, tres librerías en Madrid, de trescientas, asaltadas por los ultras de extrema derecha) y con los lectores que pedían libros prohibidos acaso se hubiera podido completar un equipo de fútbol. En fin, seguramente esas fueron las causas del poco éxito comercial de Trieste. Aunque yo sé que no solo fue eso. Siempre he creído que el aspecto aseado de sus tipografías detonaba en muchas casas y al meterlos en ellas ponían en evidencia, por contraste, los muebles, las cortinas y aun a sus propios moradores, como detonaría en la nuestra si hubiéramos metido en ella una alfombra hecha con la piel de un tigre, cabezota incluida, o el gobelino del Palacio Real. Quiero decir que es absurdo tener que cambiar de muebles, de cortinas, de casa y de pareja solo por media docena de libros, por muy bien editados que estén.

Empezaron a publicarse los primeros triestes : los Pombo de Gómez de la Serna, Madrid: escenas y costumbres y Madrid callejero de Solana, y la segunda edición de Velázquez, pájaro solitario , de Gaya…

Nuestro trato con este fue decisivo, y por el momento en que apareció, providencial. Representaba no solo a los vencidos y a los exiliados de la guerra civil, sino a quienes habían quedado orillados por la modernidad, siendo él acaso más moderno que nadie. Su pintura y sus escritos nos resultaron deslumbrantes, pero su «viva voz» más, oírle a él resumir los últimos cincuenta años de movimientos artísticos como una «sucesión de sustos baratos» fue gratificante: en un creador la libertad suele conducir a la soledad, y sin soledad no se hace nada valioso. Lamentamos no haberlo conocido antes, porque nos habría ahorrado muchos rodeos, extravíos y tonterías. Se ha dicho que cada uno de nosotros ha de recorrer solo su propio camino (y a la utopía es mejor ir solo, como don Quijote, porque con más gente suele acabar la cosa en alguna masacre), y es verdad, pero los maestros son un gran atajo. Y desde aquel momento, hasta ahora mismo, en que Miriam acaba de publicar su tesis doctoral dedicada a la obra de Gaya, eso es lo que ha sido para nosotros y para algunos amigos más, Isabel Verdejo, Eloy Sánchez Rosillo, Pedro García Montalvo, los Pretextos, José Rubio, Juan Ballester, Juan Manuel, Pitusa y José Luis Escartín… Y un maestro es siempre no el que te cambia la manera de escribir o pintar, sino la manera de vivir.

Y nosotros necesitábamos cambiar también nuestra manera de vivir. Madrid gusta, pero Madrid cansa, sobre todo si has venido del pueblo y te falta en las pupilas la sementera y en los oídos lo que cuenta un mirlo. Sentimos por entonces la imperiosa necesidad de espaciarnos y airear los pulmones y la cabeza. Los institucionistas tenían la sierra madrileña. Nosotros buscamos un poco más lejos, y encontramos una ruina en un confín de Extremadura, cuatro muros de piedra, un tejado caído y unos cuantos olivos y encinas. Fue también providencial. Aprovechamos para vender los tres o cuatro cuadros de pintura contemporánea que tenían algún valor, metimos en un altillo y en carpetas todo lo demás y pusimos la ilusión en algo tan real como una casa.

Así fue como se completó el adiós a todo aquello.

Madrid se convirtió para mí a partir de ese momento en algo íntimo, hecho de muy pocos lugares reiterados y resumidos en aquel antiguo Madrid que cabía en la cerca que se vino abajo en 1868, el Madrid cuyo perímetro podía completarse a pie en una mañana, seis kilómetros: el Rastro siempre, los paseos hasta el Retiro y luego a la Cuesta de Moyano, con parada a veces en la librería de Herminia Muguruza, en el Botánico o en el Prado, según, y el Museo Romántico.

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