Madrid

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11, Piso, casa, calle, barrio, ciudad, el mundo

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PISO, CASA, CALLE, BARRIO, CIUDAD, EL MUNDO

El museo más bonito del mundo, el que más se parecía a la casa de la vida, era para mí entonces el Museo Romántico. El del Prado es otra cosa: no es una casa ni tampoco un museo, sino una patria, como decía Gaya (se hablará de ello). Y el Romántico me evocaba entonces la vida, porque casi siempre estaba vacío. Le pasaba un poco como a las iglesias: cuantos más feligreses hay en ellas menos espacio queda para Dios; cuanto más vacío estaba aquel museo, más inabarcable me parecía.

No sé la razón por la cual empecé a visitarlo tanto. Supongo que fue para poder decir aquello de Nietzsche: «nosotros los solitarios». Como en la elección de Madrid para corte, debieron influir también otras razones: sabía que no quería ser moderno como lo estaba siendo, pero intuía que podía seguir siéndolo si empezaba desde atrás y desde otro sitio, por lo mismo que Atget acabó siendo el fotógrafo más moderno fotografiando el París más viejo. Además, toda vanguardia es ya por definición una derivación romántica, en realidad una de sus averías. Y sentí que ser romántico era acaso la mejor manera de ser moderno: el amor y la muerte unidos por el tiempo. He aquí resumida la historia de la humanidad, y por tanto de la literatura. Esto, sumado a las represalias de algunos respecto a la editorial Trieste y a mí mismo, hizo quizá que me fijara en ese lugar tan apartado, porque uno es de los que piensa mejor en silencio, y ve más si no oye nada. Lo decía JRJ., con ruido no veo. Cuando le di un ejemplar de Las tradiciones a Gaya, me dijo: «Entiendo que quieras provocar, pero no vale la pena», seguía pareciéndole un gesto, un molinete. Supongo que quería decirme también lo de Machado, «malo es el mutis que se hace aplaudir». Así que haciendo oídos sordos a todos los cantos de sirena (la verdad, de sirena no oí ninguno), se fue retrayendo uno, para no provocar más. Pero quizá la razón más poderosa para hacer del Museo Romántico mi pequeño trianón fuese la geográfica: de Conde de Xiquena a San Mateo, la calle donde está ese museo, se tardan cinco minutos caminando.

La casa donde vivimos desde hace más de cuarenta años se acabó de construir el 10 de enero de 1890, así consta en el Registro. Es una casa modesta y un poco miau, como hay miles en el Madrid viejo. Hablando de ella se habla de todo Madrid, o de buena parte del Madrid que más me gusta e interesa.

73. Palacio de Buenavista (1777), Cuartel General del Ejército. Franco lo estropeó añadiéndole un piso para atender a tantos mandos como tenía. No importa mucho, porque los árboles de su jardín hurtan la vista. Desde la calle se oyen los sones de la banda militar, tan animados, y al atardecer, a veces, el toque de retreta, tan laforguiano.

74. Iglesia de Santa Bárbara. Más italiana que madrileña. «En una ciudad como Roma no destacaría, porque allí las hay mucho mejores, pero como uno ha visto entrando y saliendo de ella a miles de muchachas con traje de novia (es una de las preferidas de las jóvenes madrileñas para casarse), la miro con otros ojos, y me gusta verla cuando me asomo al balcón».

La placa de metal donde figuraba el número que se le asignó, «7 moderno», la robaron hace unos años los que se dedican al tráfico de placas, como robaron, para venderlas también en el Rastro, las aldabas de todos los portales que dejaron mudas la mayor parte de las casas del Madrid antiguo, incluida la nuestra. En Mis casas Ruano cuenta que él nació en el 8 de Conde de Xiquena, justo enfrente del balcón de mi escritorio, y será verdad, pero yo de Ruano, marqués ful del Cagigal, siempre me he creído la mitad, lo mismo que de Mi medio siglo se confiesa a medias no me creo ni una cuarta parte.

Conde de Xiquena es también una de las calles más bonitas de Madrid. Es corta, es tranquila y no hay en ella ni una sola casa que no tenga menos de cien años y no siga tal y como la construyeron en el siglo XIX . Se llama de los Reyes en el plano de Texeira, como ya he dicho. Este plano, 1656, es el segundo que tuvo Madrid y quizá el más fascinante de todos. Está realizado en una falsa perspectiva caballera, con las casas en escorzo, y para Madrid es tan valioso como la maqueta de Gil de Palacio.

Conde de Xiquena tiene en un extremo el palacio de Buenavista, que fue de la duquesa de Alba. Al morir sin hijos lo cedió a unos albaceas, quienes a su vez lo traspasaron al Ayuntamiento. Este, a ruegos de Carlos IV, se lo cedió a su valido Manuel Godoy, que no pudo disfrutarlo: después del motín de Aranjuez, Godoy, apodado El Choricero (por ser de Extremadura), puso tierra de por medio y se fue al exilio. Al final acabó en manos del Estado, que lo destinó al Ministerio de la Guerra, y hoy es Cuartel General del Ejército. En él murió Prim. Lo trajeron malherido del atentado de la calle del Turco (hoy Marqués de Cubas y antes aún más bonito: calle de los Siete Jardines), que está al otro lado de la calle de Alcalá. Cuando se recrudeció el terrorismo de Eta, sellaron su verja con chapas de hierro, hurtando a la vista sus jardines y su fachada posterior. Ha desaparecido el terrorismo, pero no esas chapas negras. A mediados del XIX formaron con él un cuadrado, añadiéndole tres cuerpos y dejando un patio en el centro, y en los años cuarenta del siglo pasado lo estropearon todavía un poco más subiéndole otro piso. Estuvo a punto de ser el Museo de Pinturas, pero estas se las llevaron en el último momento al de Ciencias Naturales. Por dentro tiene el aspecto de un palacio que no sabe bien a qué parecerse. Algunas mañanas oigo desde mi escritorio la banda militar, que ensaya las marchas alegres de los desfiles, y reviven en uno los sueños infantiles. A veces es un solo de tambor, y me acuerdo de lo que le dijo Galdós a Luis Bello de los redobles de la instrucción que oía a los soldados de la cárcel Modelo, próxima a su casa de Hilarión Eslava: «Victor Hugo llama a esto le bagaiement de la bataille ». El tartamudeo de la batalla, don Benito tenía un oído agudísimo para las cosas finas, vinieran del pueblo llano o de las inteligencias olímpicas. Un día, desde el despacho de Bonet, cuando era director del Instituto Cervantes, que da a los jardines del cuartel general (donde estuvo antiguamente «el quinto pino»), oímos el toque de retreta, sostenido y melancólico, y me acordé de Laforgue y de JRJ., que tienen poemas preciosos de eso mismo.

Al otro extremo de Conde de Xiquena está la iglesia de Santa Bárbara, levantada por Fernando VI. Es más italiana que madrileña. A nuestro amigo Azúa le parece de una cursilería insufrible. No sé, puede que lleve razón, y que en una ciudad como Roma no destacara, porque allí las hay mucho mejores, pero como yo he visto entrando y saliendo de ella a miles de muchachas con traje de novia (es una de las preferidas de las jóvenes madrileñas para casarse), la miro con otros ojos, y me gusta verla cuando me asomo al balcón. Fue también en la que Franco, al que metieron en ella bajo palio por primera vez junto al pendón de las Navas de Tolosa y el estandarte que llevó don Juan de Austria en Lepanto, ofrendó a Dios, un mes después de entrar con sus tropas en Madrid, la espada de la victoria y dijo aquello de que él había hecho «la Cruzada» para acabar con los principios de la Ilustración; y también en la que se celebró el funeral por José Antonio, cuando lo trajeron a hombros y a pie desde Alicante, y el que les hicieron cinco años después a Lara y Mora, protagonistas involuntarios de La noche de los Cuatro Caminos , asesinados por el maquis.

Nosotros pertenecemos al distrito de Justicia o de las Salesas. En la misma mañana te pueden juzgar sucesivamente en el Tribunal Supremo, en la Audiencia Nacional y en el Tribunal Superior de Justicia de Madrid, porque todos esos «altos tribunales» están muy cerca unos de otros. Son esos edificios probablemente lo más popular de la capital, porque los sacan constantemente en los telediarios, entrando y saliendo de ellos banqueros y empresarios distinguidos, terroristas vascos, golpistas catalanes y estafadores en general. El gobierno tiene también por la zona unos cuantos pisos francos, habilitados unos para vivienda y otros del Centro Nacional de Inteligencia, según las necesidades. Gracias a todo ello en el barrio hay mucha guardia civil, policías armados y de la secreta, y los atracadores y descuideros roban menos que en otras partes.

En sus orígenes, en el siglo XVII , era un barrio de huertos y dos o tres grandes palacios. Nuestra calle había sido ocupada hasta 1850, según leo en Madrid de mi vida (1924), un libro de Gustavo Morales lleno de «añoranzas» deliciosas, «por huertas con modesto caserío». En el XVIII y XIX fue también el barrio de los chisperos, donde tenían estos sus fraguas. Las fraguas fueron muy importantes para Madrid, porque en ellas se fraguó lo más característico de la arquitectura madrileña, según Chueca: los balcones. Dice en El semblante de Madrid (1951) que el elemento constructivo característico de esta ciudad son sus balcones, de hierro, estrechos y de medio cuerpo, suficientes para asomarse, apoyar los brazos en su antepecho y pasar el rato. «Se ven muchos niños de balcón, o sea, de media jaula», anotó Ramón en su Elucidario . Y de su urbanismo dice también Chueca que lo propio de Madrid, y de las ciudades anárquicas, es el bivio o bifurcación de una calle en dos, como la lengua de una culebra. En un mapa se puede observar esto bien, y caminando por Madrid, lo otro. Y que la sal en Madrid la proporcionan las calles en cuesta, que son muchas. Los herreros o chisperos de Barquillo, junto a los manolos, majos y chulos (y manolas, majas y chulapas) de los barrios bajos, fueron también el elemento humano popular de la ciudad y la intervención de todos ellos en las revueltas del 2 de mayo de 1808 contra las tropas de ocupación francesas fue, como es sabido, el detonante de la guerra de Independencia. Desde que leí eso en el libro de Chueca, me paseo por Madrid con la cabeza levantada para comprobarlo, y sí, tiene razón; a partir del siglo XX empezaron a hacer las casas sin balcones (en Gran Vía no hay ni uno), solo con ventanas cuadradas, como las cárceles, como los cuarteles y como los hospitales.

Del Madrid antiguo solo queda en mi barrio, creo, el convento de las Góngoras, de monjas mercedarias de clausura. La gente lo llamó así por su fundador, Juan Jiménez de Góngora. La iglesia es muy bonita, una de las más bonitas que quedan del barroco siglo XVII : por dentro por silenciosa y por fuera porque parece de juguete. A mí si las iglesias son pequeñas, me parecen bonitas casi todas, y más cerca de la gloria celestial que prometen que si son grandes, por lo mismo que en general me gusta más un cuarteto o una sonata que una sinfonía o una ópera, una serranilla que una canción de gesta.

Enfrente de la iglesia y el convento (1665) está el «palacio romántico y triste del duque de Montealegre». Yo no sé qué le veía de triste Chueca. Es verdad que tiene un aire de palacio de la curia romana, pero es de los pocos que se conservan bien. Disfruta de un pequeño jardín cercado con una reja de lanzas y chapas de hierro también. Solo se ven, sobresaliendo, el penacho de una palmera y unos magnolios. Dice igualmente Chueca que al reformarse en el siglo XIX esa plazuela, «el brioso chapitel de la iglesia, uno de los más hermosos de Madrid, perdió punto de vista». Ese chapitel se ve destacado desde nuestra casa, frente a nosotros, parece que podríamos tocarlo con los dedos. De noche y de madrugada se ilumina por dentro el lucernario, y decimos: «Mira, las monjas estarán rezando por la salvación del mundo», y es como si ya pudiéramos irnos a dormir tranquilos. A veces le da el sol en los vidrios, y el fulgor se licúa en ese crisol, y pensamos entonces que la muerte no da miedo. Mi mujer lo ha fotografiado a lo largo de los años mil veces, siempre con el mismo encuadre, a todas horas y en todas las estaciones, como la obra de un pintor simbolista, con lluvia, con sol, iluminado el cimborrio, amaneciendo con la luna llena clavada en el pararrayos como la aceituna de un martini, con toda clase de nubes y rompimientos de gloria, azul, naranja, amarillo, morado, blanco, negro… Ver juntas esas fotos subyugantes impresiona, porque es lo más parecido a la eternidad: sus cambios subrayan, mientras nosotros dos vamos envejeciendo, lo que «permanece y dura».

En el convento algunos días dan sopa o algo, porque se forman largas colas con mendigos y gentes necesitadas que esperan taciturnas, apretadas contra la pared para dejar el paso a los coches, porque esa calle es muy estrecha.

Yo pienso cuando paso junto a los necesitados: «Podría ser uno de ellos» y vuelvo la mirada al otro lado para no afligirme más, hacia el palacio. «Estaría bien vivir ahí», me digo a continuación tratando de disipar mis lástimas, «con un jardín así, lleno de mirlos». Se les oye cantar. Luego me entran dudas, porque si el deseo se hiciera realidad y la mudanza estuviera a nuestro alcance, tendríamos que renunciar a la cúpula de las Góngoras, que no veríamos, y entonces se le quitan a uno las ganas de la permuta. Hace poco he conocido a un conde de Ampudia, sobrino de la dueña, que prometió llevarme a visitar el palacio, pero no sé si quiero, porque sospecho que lo que me dé esa experiencia será menos de lo que me quite.

Como a la calle se la conocía de siempre como de las Góngoras, alguien que había leído más de la cuenta a la generación del 27, debió de creer que podía matar dos pájaros de un tiro, y en 1961 le dieron la calle al poeta Luis de Góngora. No sabemos cómo le hubiera sentado a aquel cura «hipócrita» (Unamuno dixit) y ludópata el hacer de plato de segunda mesa.

Y si llegas tarde al de la sopa de las Góngoras puedes ir a San Antón, que está al lado. Allí no hay problemas de tiempo. El párroco, el padre Ángel, un santo que lleva unas corbatas tremendas, con un nudo del tamaño de un puño, la tiene abierta las veinticuatro horas «a cal y canto» (se lo oí decir a una de sus parroquianas), como los hospitales. Los mendigos y vagabundos se refugian allí los días de invierno. Al lado está el que fue colegio de San Antón, cárcel en la guerra civil. Pedro Muñoz Seca, el de La venganza de don Mendo , estuvo preso en ella. El sonetista bohemio Pedro Luis de Gálvez fue a visitarle y le prometió, para tranquilizarle, que le fusilaría personalmente y no aquellos brutos que le custodiaban. El dramaturgo se lo agradeció: «Honradísimo, Gálvez, honradísimo». No pudo cumplir su promesa. Se lo llevaron a los pocos días y lo asesinaron con otros dos mil en Paracuellos. Hace años encontré en el Rastro unas fotos originales suyas inéditas, riéndose, y sabiendo cuál fue su final, esa risa resulta de lo más macabra. Y cerca también estaba el convento de las Recogidas de María Magdalena, adonde llevaban a las «mujeres malas» precisamente por hacer el bien, y del que habló tanto Galdós (hoy, lo que son las cosas, es la sede de un sindicato, esas coincidencias mágicas, únicas, de Madrid, como la de que la Biblioteca Nacional, que a tantos ha desasnado, se levante sobre los que fueron terrenos de la Veterinaria). Y Galdós tenía a dos pasos de allí La Guirnalda, desde donde se distribuían sus propios libros para no repartir las ganancias con los editores, que se la juraron; les pareció un rasgo de egoísmo brutal, incalificable. En Madrid todo está al lado, uno de sus encantos no menores, y lo decía la Capitana en Los duendes de la camarilla : «En Madrid, hija, pasan cosas que si se cuentan nadie las cree».

A partir de la construcción de las Salesas Reales en el siglo XVIII nuestro barrio fue poblándose más y más, primero con conventos, reales fábricas (la de Tapices estaba junto a la Puerta de Santa Bárbara, hoy Alonso Martínez, al lado de la cárcel del Saladero, conocida así por haber sido antes un saladero de cerdos; la de plata, Platerías Martínez, en el Prado; la de porcelana en el Retiro y en una tienda de la calle del Turco se vendían los vidrios soplados de La Granja) y casitas de artesanos, pero en el siglo XIX fueron trasladando los conventos y talleres a otros lugares de Madrid, y sustituyéndolos sucesivamente por casas buenas, palaciegas muchas, que convivieron con las tradicionales de los chisperos. De las buenas del XVIII quedan pocas, del XIX muchas, y de los chisperos ni rastro.

Dice también Chueca: «Los monumentos principales permanecen –a veces–, pero las casas de vecindad se sustituyen porque son viejas, porque los gustos y necesidades cambian. En Madrid no sabemos si quedará alguna casa del siglo XVI , del XVII ; bastantes del XVIII , pero la inmensa mayoría son del XIX . (Nos referimos, claro está, al Madrid de puertas adentro). Madrid es una ciudad fabricada o refabricada en el siglo XIX . No hay más que contemplar el plano de Texeira para comprender que la mayoría de las casas en él dibujadas no existen…».

Es cierto.

A mí los palacios de Madrid me gustan todos, pero casi más las casas modestas del siglo XVIII que han sobrevivido. Sobrevivir siendo palacio o catedral es más fácil que siendo casa de barrio bajo, y al final comprende uno que lo que en verdad emociona, tanto o más que la excelencia de algo, es el tiempo que ha logrado mantenerse en pie. Al fin y al cabo que hayan llegado a nosotros las Partidas de Alfonso X es menos milagroso que recordemos una jarcha anónima.

A menos de cincuenta metros del Museo Romántico y en la misma calle estaba el palacio de los condes de Villagonzalo, que antes había sido de los marqueses de Ustáriz. Sigue estando, pero le pasa lo mismo que al museo. Cuando escribo estas líneas ultiman ya su reforma, han añadido a su cubierta algo que parece una ballena de titanio y aquel encanto ha desaparecido. Hace muchos años me llevó Michi Panero a almorzar con dos de sus herederas, dos de quinientos, y después fuimos todos en procesión a visitarlo. Ellas ya no vivían en él, porque se estaba cayendo, en algunos cuartos ya no quedaba tejado y en los salones no había más que montones de basura putrefacta en los que alguien había sembrado tarjetas de visita de los condes, con primorosas tipografías en relieve impresas en Stern. Me llevaron por si quería llevarme algún libro de los muchos que andaban por el suelo. En un armario encontré estampas con luto y retrato que pedían un recuerdo y una oración para los dos miembros de la familia que habían sido asesinados por los rojos en Madrid en los primeros meses de la guerra. Solo en la parte de abajo resistía un pariente, un viejo concluido y perlático. Había amontonado en tres o cuatro habitaciones de techos elevadísimos algunos de los tesoros que aún conservaba, cuadros, alfombras y muebles como en una almoneda, y nos recibió sin levantarse de un sillón repugnante ni despegar los labios. «Está como atontao», nos advirtió una de sus sobrinas. Vivía con los balcones permanentemente ciegos, y aunque se había casado con su criada, una oriental mucho más joven que él, vivía en la mayor decrepitud, como si la oriental estuviera diezmándole el poco vigor que le quedaba. Nos miraba como un pez, con ojos saltones y sin párpados, sin comprender quiénes éramos ni qué hacíamos allí. Pues bien, incluso en aquel estado deplorable, el palacio dieciochesco conservaba un hálito romántico que con la reforma se le habrá ido para siempre.

Con todo esto lo que quiere uno decir es que en los años setenta y ochenta del siglo pasado todavía se podía uno pasear por nuestro barrio y por otros de Madrid creyéndose en una página de Moratín, de Larra, de Galdós, de Baroja, de Azorín, de Corpus Barga, de Ramón, hasta de Ruano… Ahora, si te recuerda a Umbral, puede uno darse por contento.

Sin ir más lejos, mirando la casa que tenemos enfrente de la nuestra, esa en la que decía que nació Ruano. Es, claro, una buena casa del siglo XIX . ¿Es? Su aspecto exterior es el mismo que tuvo cuando se construyó, desde luego…

Quedaba alguno de los viejos propietarios, pero la mayoría de ellos y sus hijos habían emigrado a zonas exclusivas de las afueras (Puerta de Hierro, Pozuelo, Castellana), porque con los artistas y actores de los teatros de la zona y las libertades políticas y sindicales (el amor a las manifestaciones y los chaperos, y la droga, resumiéndolo mucho), el barrio se había vuelto ruidoso y por las noches inseguro. Plantaron en la acera unos andamios que crecieron por la fachada en dos o tres días como la hiedra y durante dos o tres años vaciaron la casa. Vimos salir vigas poderosas y sanas, como para hacer de ellas los mástiles de uno de los buques escuela de la armada. Había sido una buena casa burguesa, era una buena casa, sólida, firme, importante, con apartamentos de doscientos cincuenta metros cuadrados, dos por planta; en total, ocho vecinos. El cartelón que colocó la promotora inmobiliaria publicitó y puso a la venta treintaiocho «apartamentos de lujo». La sala de máquinas del ascensor, calefacción y aire acondicionado se situó en la azotea, incrementando la altura del edificio. La primera consecuencia de este copete fue que la luna retrasó su salida para nosotros una hora, la que tardaba en salvar aquel obstáculo. Protesté, publiqué dos o tres artículos, y, claro, no sirvió de nada. Pensó uno incluso denunciarlos no tanto por el abuso urbanístico como por el crimen poético. El arquitecto era casualmente amigo nuestro, y le hablé del saqueo. Me dijo: «Todo está conforme a ordenanza, y olvídate de la luna, estamos ya en la Era Digital y puedes ver en estrimin la luna desde cualquier rincón del mundo».

75. Recordatorio de los «caídos» de la guerra civil. Fue un género del arte funerario que floreció en los primeros años de la posguerra, principalmente en Madrid. Resucitó en 2006 en la llamada «guerra de las esquelas» con la política de «memoria histórica» (ese oxímoron) del presidente Rodríguez Zapatero.

Perdimos, en efecto, muchas cosas, pero el barrio ganó en tranquilidad.

En los años ochenta salieron del armario muchos gays y algunos de estos aprovecharon para salir también a la calle. Conde de Xiquena se convirtió en la de los chaperos. Hacían la esquina de forma analógica hasta las cuatro o cinco de la madrugada. Durante el día era un barrio aburrido, formal, burgués. Pero al llegar la noche no ganábamos para sustos, los chicos se plantaban en las esquinas y proliferaban las pendencias, con todas las mañas de los apaches. Muchas noches venían algunos a buscar por su cuenta y se encontraban a sus novios haciendo de putos, y unas veces por celos y otras por gusto, les propinaban buenas palizas, mientras el vecindario, asomado a los balcones, asistía a esa brutalidad casi siempre en silencio. A veces alguien, compadecido, vociferaba desde lo alto, como en una zarzuela: «Eh, tú, maricón, déjalo ya, que lo vas a matar»… Eran escenas tristísimas, todo, lo que sucedía en la calle, en los balcones, lo que soltaban unos y otros. Nosotros llamábamos a la guardia urbana, pero cuando acudía, ya era tarde, siempre empezaban perdiendo el tiempo por teléfono: «¿De dónde llama? ¿Es usted familiar, vecino? ¿Y dice que es testigo presencial?». A veces el chapero se iba por un lado y su novio por otro, pero casi siempre desaparecían juntos en el primer taxi que pasaba, y no dejaban de sacudirse hasta que se subían a él.

La primera heroína que se vendió en Madrid fue en el bar que había en los bajos de nuestra casa, el Tito’s. El genitivo sajón y las ygriegas (Bravo’s, Jimmy’s, Dado’s, «Maty. Todo para el ballet», «Loly Confecciones») llenaron aquellos años los rótulos de la hostelería y el comercio madrileños.

La mala fama del barrio lo iba despoblando poco a poco y el precio de los pisos bajó de una forma asombrosa. Cuando llegué a él, había en esta calle una pescadería, una carnicería, una tienda de ultramarinos, una panadería, un relojero, una cristalería, una carbonería (antracita a granel, astillas, leña), un bar que daba comidas baratas a los obreros de la zona y que tenía un nombre precioso, Estrella de Campos, y encima del bar, en un par de pisos, un pequeño asilo de ancianos de modesto pasar, una pensión (Pensión Gloria, nombre que no le va a la zaga al Estrella de Campos; sigue el neón en uno de sus balcones, cuarto piso), y a la vuelta de la esquina, rodeando la manzana, una lechería, una fábrica de churros, una tienda de abalorios, un parquin, y en las manzanas de al lado una ferretería, un tapicero, un taracero, un plomista, un lacador, una costurera, una mercería y cordonería, una barbería, un encuadernador, una imprentilla, un guitarrero, un guarnicionero, un zapatero remendón (maestro de obra prima), un barucho de barrenderos, una librería de viejo (su dueño pasó por la cárcel por vender libros robados en el Museo de Ciencias Naturales), una bodega que expendía a granel y que llenaba esa parte de la calle de olor a vinagre, una alpargatería, una peluquería de señoras (me encanta que sigan llamándose así, como lo de «prendas de caballero»; lo mejoró Solana: «taller de peluquería»), una destartalada agencia de viajes con pósters de colores anémicos mordidos por el sol (y que parecía más bien una agencia de trata de blancas), una trapería donde compraban papel al peso y chatarra, un botero (que ponía cada mañana sobre la puerta un odre pequeño, hinchado, a modo de muestra), un herbolario y una taberna que seguían llamando El Comunista desde los tiempos de la República… Cuando dabas la vuelta, en la misma calle Conde de Xiquena, se tropezaba uno con Oliver, un pub que frecuentaban los de la farándula y gentes de izquierda con un buen momio, y Casa Gades…

El dueño de esta casa de comidas, Antonio Gades, era un bailaor flamenco entonces muy famoso que estaba en relaciones con una cantante y actriz aún más famosa que él. Cuando murió Franco el bailaor hizo saber que era comunista y su compañera empezó a pedir que se la llamara Pepa Flores, porque la gente le había cogido querencia a llamarla como el franquismo la bautizó, Marisol. La mitad de las españolas hubiera querido parecérsele un poco, y la mitad de los españoles de menos de treinta años se había enamorado de ella, primero de Marisol y luego de Pepa Flores.

Era una mujer más que guapa, era la femme de trente ans de Balzac. No había aparecido aún en la portada de Interviú , pero aunque aquella portada fue un antes y un después en la historia del periodismo español, no hacía falta verla desnuda para enamorarse de ella, aunque fuera más Jacinta que Fortunata.

Gades fue también el primer restaurante en el que cené en mi tercer Madrid, en septiembre de 1975, a la semana de instalarme en Empalme. Después de una inauguración en su galería, el Sobrecogedor nos llevó a aquel sitio. El local, una de las primeras tratorías de Madrid, estaba muy de moda, y el éxito obligó a su dueño a juntar mucho las mesas. Cuando advertí que la que nos habían reservado estaba junto a una en la que cenaba Marisol con su marido y unos amigos, comprendí de golpe lo que esta ciudad era desde 1561, desde que Felipe II la declaró corte, desde que se convirtió en verdadera capital de España con Carlos III, lo que pudo haber sido con la República y lo que no fue con Franco, la esencia de Madrid, como si dijéramos: una mezcla de providencia, provisionalidad e improvisación. La ciudad en la que se podían cruzar y hablarse en la calle Cervantes y Shakespeare (dijeron que eso sucedió en Valladolid, y tampoco), o el rey y el más pobre del clan de los mendigos. Esa es, entre otras, la razón de que siempre haya habido en Madrid tantos vagabundos y tantos sin oficio ni beneficio y tantos que venían a Madrid «a pretender» o a buscarse la vida, como yo mismo: en Madrid puede suceder de todo, incluso encuentros de esos que solo Homero ha referido entre las diosas y los mortales, entre las mortales y los dioses.

Apenas articulé palabra en toda la noche. No podía ni siquiera tragar saliva, tenía la boca seca y el corazón bombeaba la sangre como los contundentes batanes del Quijote . Estuve ausente lo que duró aquello, abismado en mis pensamientos: «Ayer en Valladolid, en la Joven Guardia Roja, y mírate hoy aquí junto a Marisol»… La tenía a mi lado, y no menos de tres veces su codo rozó inadvertidamente el mío, que no se movió en toda la cena de su sitio esperando la repetición del lance. Lo que no hubiera dado uno entonces por ser eléctrico. Fue el gran amor de mi vida esa noche, y de haber sabido que con los años acabaría separándose del bailarín, quizá me hubiera atrevido a saludarla, si las circunstancias lo hubieran permitido (que no lo permitieron). Me fui en el último metro a Empalme, conmocionado y tembleque del todo, tal y como prueba que cuarenta años después siga recordando aquel trance que solo hubiera podido desplazar otro parecido con Ava Gardner, ella, sí, mucho más Fortunata que Jacinta, y a esta me pareció verla en la calle Velázquez, bajo un paraguas grande como una cúpula y gafas de sol, casi tan grandes como el paraguas. Salí corriendo tras ella para darle las gracias por ser real, pero cuando estuve a su lado, esperando que el semáforo se pusiera verde, fui incapaz de articular una sola palabra ni dar un paso. Luego la vi alejarse de allí, pero no de mi memoria. Yo entonces tampoco podía sospechar que tres años más tarde iba a vivir en la misma calle de aquella tratoría, ni que con el tiempo conocería a quien habría de ser marido de mi amiga Jose; siendo niño, vio un día descender de un taxi a Ava Gardner, frente a su casa (por Puerta de Hierro, creo). Se quedó contemplando el lugar abstraída, esparció la mirada en derredor, muy lentamente, y cuando reparó en él le preguntó si vivía allí; le dijo que sí, y ella le confesó que aquella también había sido su casa, y sin decir nada más le acarició el pelo antes de subirse de nuevo al taxi, y desaparecer.

Al volver ahora con la memoria a aquellos tiempos, también se queda uno abstraído. Veo aquel Madrid en silencio y vacío, y la evocación le deja a uno a solas con sus propias quiebras y bancarrotas.

Todo el viejo Madrid era poético. ¿O lo es solo el paso del tiempo? Dormía sus últimos minutos de quietud galdosiana. Y acaso por eso fue fácil que prosperara la movida .

La palabra movida se derivó de moverse para conseguir droga , en los barrios o garitos donde la vendían los camellos. Mi compañero de piso en Aluche, apologeta de la movida , unas veces la buscaba y otras la dispensaba, según de favorables le fueran los vientos.

No éramos exactamente pasotas políticos como se ha propalado por ahí (muchos de ellos, nosotros mismos, veníamos de prolongadas militancias en partidos de extrema izquierda que nos habían dejado exhaustos y como atontaos también): el trabajo de la política lo dejamos en manos de subalternos; se lo dijo el padre de Belmonte (lo cuenta Chaves Nogales) a su hijo en su primera vuelta al ruedo, impidiendo que se agachase a recoger los claveles, mantones y sombreros que le arrojaban desde el tendido: «¡Quieto! Eso, la cuadrilla». Dejamos con una suficiencia un poco ridícula que la cuadrilla, los partidos políticos, viejos (el comunista), nuevos (el centrista) o refundados (el socialista), hicieran la brega. Por su parte estos políticos debieron de pensar: a enemigo que huye, puente de plata. Así deben entenderse las palabras del alcalde de Madrid, Tierno Galván, dirigidas a los que entonces teníamos una edad parecida y andábamos en eso de vivir por nuestra cuenta: «A colocarse y al loro». La exhortación a colocarse era o ridícula (porque los que habían iniciado la movida llevaban colocados cinco años) o irresponsable, porque lanzaba a la gente a los brazos del sida, que empezaba entonces, tal y como una ministra para condenar la violencia machista («Sola y borracha quiero volver a casa») parecía, recientemente, hacer apología del coma etílico.

76. Javier Campano, El Brillante. Atocha , 2010.

Al poco tiempo aquel alcalde tuvo un entierro multitudinario, con coche fúnebre tirado por caballos negros y empenachados y miles de encomios en toda la prensa, a la que se le llenaba la boca con lo de «el viejo profesor». «En Madrid los entierros son muy apreciados, sobre todo los importantes. Y también los crímenes», decía Neville. Es cierto, en Madrid se muere mucho y gusta y se valora que se haga in bellezza . A mí Tierno me parecía un pedante y un pelma: haber nacido para ser presidente de la República, como poco, y acabar de alcalde… No sé. Por mucha hipocresía que empeñes, se te acaba notando en la cara. Como alcalde, exceptuando el derribo del escalextric de Atocha, no se le recuerda ninguna actuación apreciable. Bueno, sí, unas declaraciones suyas que se hicieron célebres («no, no he cumplido el programa electoral, [pero es que] en la propaganda electoral se miente siempre; en política la mentira tiene otra importancia») y aquellos bandos que escribía con mucho «es menester» y «empero» que se deleitaba en leer en voz alta y pausada para que se fiera su gran cultura, consistente en distinguir las ufes de las bes.

Personalmente vivió uno muy feliz aquellos años. Al prescindir de las reuniones políticas para hablar del salto cualitativo y no tener que acudir a las manifestaciones del 1 de mayo ni ir a los barrios a recibir las enseñanzas de los proletarios del mundo (uníos), los recuerdo como algunos de los años más relajados y dichosos de mi vida, y también porque esta conoció entonces su verdadero salto cualitativo.

Las únicas diferencias entre los del régimen, entre los viejos franquistas y los nuevos, se sustanciaban en la velocidad a la que se debía desalojar el Titanic. Algunos hablaban de «orden, señores, primero las mujeres y los niños», otros lo hacían a la estampida, y estaban también los de la orquesta. A nosotros, francamente, nos daba lo mismo qué fuera del barco, de la tripulación, del pasaje y aun de los músicos, nos sentíamos parte del iceberg e íbamos a la deriva.

El franquismo había concentrado sus zonas de pecado mortal en la Gran Vía y en la costa Fleming, a las que accedían en general gentes de cartera abultada, y de otras galaxias (las que uno había trabajado de ambulante). La Guía secreta de Madrid (1975), del periodista Antonio D. Olano, da cuenta bastante fiel de ese momento. A diferencia del viejo mundo, al que empezaba a pesarle la culpa de los colaboracionistas, el nuestro, libre de pecados franquistas, lo constituía sobre todo la superioridad moral: ser de izquierdas era mejor. Ser o haber sido, porque lo cierto es que tras años de firmes convicciones, empezábamos a no saber qué éramos ni si seguíamos siendo de los nuestros, y dejamos la política a Adolfo Suárez (secretario general del Movimiento), a Santiago Carrillo (secretario general del Pce), al fantasma del Psoe, ya de vuelta, a Laín Entralgo y a Umbral. Todos querían convencernos de algo, Suárez de que era demócrata, Carrillo lo mismo y de que no tenía nada que ver con los sucesos de Paracuellos, los socialistas de que pese a que no se les hubiera visto el pelo en cuarenta años de antifranquismo eran más fiables que los comunistas, Laín de que todo lo que hizo con la camisa azul fue porque le dolía España y por el bien de los demócratas, y Umbral, de que era amigo de Laín (hasta que no le dejaron entrar en la Real Academia, de la que Laín era el director, y se rebotó lo indecible). Por eso pudimos dedicarnos alegremente a la movida . A nadie le importaba lo que hiciéramos: ¿A quién le importa? , título de una canción de la movida , acabó convirtiéndose en el himno que se coreaba a menudo al cierre de los locales.

Este era el plan: salir cada noche. Todas, excepto viernes y sábados, que se dejaban al pueblo ordinario o común. Por otro lado todavía no era costumbre abandonar los barrios obreros para venir al centro a divertirse.

La movida madrileña fue como la gosdivín de Barcelona, pasada por Albacete, y Bocaccio fue al caviar, lo que La Bobia a los churros, los caracoles y los callos, por lo mismo que la gosdivín era una gauche caviar pasada por Perpiñán. En la movida había pijos también, claro, como en Barcelona, pero hacían ostentación de lo cutre y manchego. Los de la gos eran todos arquitectos, editores, escritores, artistas, empresarios, abogados y se iban a la cama con rubias muy liberadas que salían siempre en las fotos haciendo de floreros, aunque también eran arquitectas, editoras, empresarias que viajaban dos o tres veces al año a París y Londres. En la movida , en cambio, casi todo el mundo había dejado la universidad y nadie tenía oficio ni beneficio. Por eso cuando al poco tiempo se dejó de hablar de Barcelona para hacerlo a todas horas de Madrid, los de la gosdivín no lo podían comprender; decían, desesperados, ¿pero cómo, si los de Madrid son unas bastas y unas ordinarias, si no han salido del pueblo, como nosotros, que somos la puerta de Europa, si huelen a sobaco?

Y el color de Madrid…

No he leído en libro ninguno que nadie haya hablado del color de Madrid. Del olor, sí, exagerando un poco, todavía se acuerdan del olor a gato, a brecolera hervida, al ajillo de las tabernas, a churros, a gallinejas fritas en sebo de cordero, a los meos de los borrachos de la calle que dejaban en la acera sus ideogramas, al alquitrán de los que asfaltaban las calles, «a sobaco»… ¿Pero el color?

Madrid entero era color pensión, color comisaría, color ferroviario, color ferretería, color cárcel, color «portería», color «se cogen puntos de media», color «materiales de construcción», color «carbones», color cabrones, color ceniza, color zapatero de portal, color «se compra pan duro», color papel viejo, papel estraza, papel carbón, papel secante, papel mojado, color penitencia, color Adoración Nocturna, color monja, color cura, color hambre, color clavel, color tifus, color san Isidro, color barquillo, color lepra, color orines, color esputos, color Valdepeñas, color tómbola, color «vuelva usted mañana», color congreso eucarístico, color «perdona a tu pueblo, Señor», color rosa, color «gomas», color «venéreas», color hormiga, color carmín, color conejo…

La fachada de la mayor parte de las casas de Madrid ni se había reparado ni se pintaba desde hacía un siglo. Basta ver cómo aparecen en las películas de cine, todas leprosas, con desconchones y un mapa impreso en ellas de humedades y micciones seculares de perros callejeros. Perros callejeros no se veían ya, pero sí gatos, muchos, en los solares, buscando en la basura, y en los jardines, cazando pájaros, y tirándose desde el Viaducto, al que Galdós llamaba «el trampolín de los suicidios». Los cierres de los comercios, de madera, sí, se pintaban sucesivamente, pero al final parecían esos mendigos que llevan en invierno cinco o seis abrigos, unos encima de otros, y aparecían cuarteados, apelmazados y sucios. Las muestras eran muchas de hacía cien años, unas pintadas por calígrafos y otras en cristal negro y letras doradas, y habían ido acumulando todo el polvo de un siglo, como quien pone sus ahorros en una cartilla.

Incluso los edificios que se supone tenían que dignificar la función pública para la que se crearon estaban descuidados, decrépitos, con «más suciedad que la suela de un queso», que dijo de Madrid doscientos años antes Torres Villarroel (en Madrid dicen también: «con más mierda que la funda de un jamón»). Tanto los teatros del barrio (el María Guerrero, el Marquina, el Infantas; y hubo muchos más, el Apolo, el más importante, «la catedral del género chico» en Alcalá casi esquina Barquillo, el Alhambra, el del Príncipe, y el Circo Price y el Circo de Paul), como los juzgados, comisarías y tribunales. Veía uno el estado físico de la Audiencia y pensaba: «De un lugar como ese no sale nadie absuelto». Y ahora que lo pienso, que estén en el mismo barrio la justicia, los teatros y los circos habrá sido una casualidad, pero da que pensar.

El único lugar que estaba como siempre era el Café Gijón, en una manzana al lado de la nuestra, dando a Recoletos.

Al Café Gijón lo hizo famoso Umbral, como al Teide lo había hecho famoso veinte años antes Ruano. Ruano, Teide… ¿qué se ficieron?

La noche que llegué al Café Gijón , de Umbral, es un libro rarísimo. En general no alcanza uno a comprender que haya quienes crean que la vida literaria tiene más interés que la mayoría de las vidas, pero sobre todo esa vida. Trata del segundo gran oxímoron universal, después de lo del «pensamiento navarro», de Baroja: la vida literaria, como todo el mundo sabe, o es vida o es literaria. Yo ya no sé si es un buen libro, no he vuelto a leerlo, como Cien años de soledad , por si acaso. Umbral tenía talento para decir cosas, pero tenía también el prurito de querer decir algo siempre de todas y cada una. Los que salen en su libro son los que iban a ese café, poetas encabronados unos con otros, pintores, actores, todos de quinta fila gastando la vida en tertulias en las que se dicen frases que son ingeniosas cinco minutos, allí. Y chupatintas que no habían podido ser poetas, pintores, actores. Exportadas, les pasa a esas frases lo que al albariño que traspone el puerto de Manzaneda o a la manzanilla del Puerto. Lo decía Unamuno: a Madrid le han echado a perder los cafés y las tertulias. Se les veía a través del ventanal, cuando pasabas por la acera. Yo veía acudir a diario a Gerardo Diego, por la tarde, que iba a su tertulia. Había unas cuantas a la vez, en corrillos. A la ida iba viejo, pero a la vuelta venía moribundo, pálido, en las últimas. Pensaba: alguien tendría que hablar con ese hombre y advertirle que deje de ir al Gijón, le están envenenando y no se da cuenta. Los había rojos y nacionales, del Régimen y represaliados, unidos por la falta de espectativas y la falta de esperanzas, o sea por su fracaso y en la sumisión al Movimiento de cuyas revistejas, radios, periódicos y juegos florales malvivían todos ellos. Esta sevicia les volvió cínicos y sañudos, pero no insumisos, en especial a los más listos como Cela y Umbral. No llegaron a escupir la mano que les daba de comer, pero presumían delante de la parroquia de no besarla. Se reían en sus cenáculos de la autoridad competente, pero no dejaban de asistir a una sola cena a las que les convocaba la Jefatura. La manera de hacerse perdonar su pasado fue, ya en democracia, hacer creer a todos que habían formado parte activa en la oposición antifranquista, pero las primeras palabras que pronunció Umbral, dirigidas al secretario de Estado que le comunicó el premio Cervantes (lo vimos en la tv en directo), fueron «a tus órdenes». La costumbre.

77-79. Primeras ediciones de La Colmena (Emecé, 1951) y La noche que llegué al Café Gijón (Destino, 1978) y carátula del single Accidente (1983) de Kikí d’Akí [Jose Serrano], con fotografía de Alberto García-Alix.

El libro de Umbral es como un apéndice de una novela de Cela, La Colmena , llena también de tipejos mezquinos y escritores fracasados, parodia a su vez de Luces de bohemia , un sainete que degeneró en esperpento. Tituló Cela sus memorias La cucaña . Vaya una manera de resumir tu propia vida (su frase más conocida: «En literatura, quien resiste gana». Ya, ¿pero qué?). Luego añadió segundas partes: Memorias, entendimientos y voluntades , en las que sale un Madrid muy maquillado con la cosmética de la casa. De La Colmena dijo un crítico (uno de los que trataba de expiar también su pasado falangista) que era la mejor novela de todos los tiempos sobre Madrid. Estaba dicho para subrayar que pasaba por encima de Fortunata , claro. La Colmena apareció primero en Argentina por problemas con la censura –aunque estos tampoco debieron de ser muy considerables, porque a los cuatro o cinco años ya se publicaba aquí–, permitiendo a su autor presumir de haberla tenido que publicar fuera.

Cela y Umbral son los epígonos de la picaresca, el género por antonomasia de cierta literatura española y madrileña, deudores del estilo estrepitoso de Torres Villarroel y del cinismo de Ruano. Su Madrid es el de los maleantes, pero al final solo de oídas o de recuerdos o de libros (vivieron los dos todo lo lejos que pudieron del Madrid antiguo, de los barrios bajos y de la gente que decían retratar, aunque a diferencia de Baroja o Solana nunca se hubieran sentado a tomar un chato de vino con ninguno de ellos). En España la picaresca literaria ha florecido bajo la Inquisición y en las dictaduras. Y de dos maneras: Cervantes o Quevedo, Baroja o Valle. Umbral detestaba a Baroja y Cela adoraba a Quevedo. Y para ambos, Valle-Inclán era el camino. Hay en los libros de Cela y Umbral una búsqueda de la anomalía, del esperpento, y el gusto de cargar las tintas de Solana (Cela) y de Larra (Umbral). Sin la poesía de Baroja ni la humanidad de Solana, el retrato que les sale de Madrid es aterrador, expresionista y chillón como los cartelones de caseta de feria. En Cela la voluntad de pintar a todo el mundo como tarado y «carpetovetónico» (el adjetivo lo circuló él, sacándolo de Ortega y Gasset) se comprende: un Madrid de pícaros, cucañistas y tipejos en el que únicamente sobrevive el hombre sin escrúpulos, humanizado por una sentimentalidad muy literaria, o sea, como él, que no dudó en ofrecerse como delator de los intelectuales y escritores rojos, amigos suyos, a cambio de un traslado a Madrid. Lo logró y aquí ejerció además de censor de los libros de aquellos con los que luego coincidía en el café. Mientras vivió Cela, Umbral le perfumó con halagos que causaban sonrojo, «maestro» para arriba y «maestro» para abajo, pero lo arregló en cuanto se murió su amigo, lanzándole a la cara, como un guante, un libro entero al que lo único que le faltaba era un «jódete, Camilo». Vestían los dos como Ruano, camisas de camisero rosas con cuello y puños blancos, fulares y unos trajes hechos a medida la tarde anterior que parecían siempre pasados de moda.

La Colmena trata del Madrid de los cuarenta y La noche que llegué al Café Gijón del Madrid de los sesenta, estirado en Trilogía de Madrid . Abundan en este brochazos tremebundos que dejan a sus maestros en párvulos: «La nueva pensión era mayormente un antro de homosexuales […] Mi única salida era bajarme a un cine de sesión continua y programa doble, a pasar la tarde, hasta que se fuese toda aquella gente nauseabunda. La homosexualidad, por mucha literatura que se le haya puesto alrededor, a mí siempre me ha olido a mierda, y contra eso no hay nada que hacer». A mí, en cambio, de esta frase no me sorprende la sinceridad, sino su falta de humanidad. En Galdós, en Baroja, en Solana sería impensable, no solo por la época. Creo que, puestos a ello, ni Larra. En Madrid, más que en ningún otro lugar, es necesaria la compasión. Sin piedad ni compasión no se puede escribir de Madrid, ni de nada. Uno mismo trata ahora de decir de Umbral algo que no parezca cruel, porque en el fondo le ve uno con una fatalidad encima que no se pudo quitar jamás. Esa que he citado es solo eso, otra frase venal «pa’ que le sobre» («hablar para que sobre», dicen en mi León natal) y causar de paso un poco de asombro en el café y si es en la literatura, para pasar por caja. Entonces, porque hoy por frases como esa ya no te dan nada. Pero de vivir hoy no creo sinceramente que se hubiera atrevido, esas cosas las decía él para hacerse más hombre, mañas que aprenden en la calle los que se han criado solos, como salvajes, para sobrevivir. Porque siempre he creído que Umbral, a diferencia de Cela, tenía un gran corazón de niño huérfano («no inclusero, pero casi», dice de sí mismo en esa Trilogía de Madrid ) y al final de su vida, cuando ya vivía en Pozuelo, alejado de casi todo, su corazón parecía el de un viejo del asilo, tan inofensivo como indefenso, y hubiera merecido haber escrito los libros que la vida no le dejó escribir. Cela, en cambio, se murió convencido de que había escrito muchos más de los que se merecía ninguno de sus contemporáneos. Con todo, aunque discuta uno mucho con Umbral o con Ruano, hay algo cordial en ellos, de ley, quizá su respeto por la poesía y el deseo de llevar la poesía a su prosa, o así me lo parece a mí; a Cela, por el contrario, no ha logrado uno nunca encontrarle nada, quizá lo tenga, pero a mí (excepto en lo que hizo sobre Solana) siempre me ha parecido que escribe como un obispo (uno de esos flatulentos obispos de los que tanto habló).

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