Madrid

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11, Piso, casa, calle, barrio, ciudad, el mundo

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Madrid, desde los tiempos de La Fontana de Oro , que noveló Galdós, ha tenido siempre sus cafés y en torno a ellos sus camarillas, que tratan de hacerse con los cotarros de la ciudad (políticos, literarios, periodísticos) y contarla a su manera. De hecho, Madrid acaba eligiendo sus novelas: La busca de Baroja es la novela de los barrios bajos de Madrid, lírica que no renuncia a la épica; El Jarama , de Ferlosio, la de los merenderos y ventorrillos de Madrid (y si Ferlosio llegó a detestar tanto esta novela es porque parece La Colmena al aire libre, eso sí, con mejores personas); Tiempo de silencio , de Martín Santos (lamento no haber podido pasar de las primeras páginas ninguna de las veces que lo he empezado), y algunos relatos de Ignacio Aldecoa (mis preferidos para aquel Madrid). Que yo sepa, nadie ha escrito aún la novela de la movida .

En los dos o tres años primeros de la movida nuestro barrio se empezó a llenar de tiendas de ropa. Una ropa moderna, sin el apresto de las tiendas y boutiques (Umbral usaba todavía esta palabra, pero dejó de hacerlo en cuanto se olió que era hortera , porque Umbral otra cosa no tendría, pero olfato para abandonar los barcos o subirse al carro, sí, y para el idioma igual, como don Ramón de la Cruz). Se corrió la voz, y las pijas del barrio de Salamanca empezaron a venir al nuestro a comprar su ropa y por las noches, ellas y sus novios, acudían a los mismos locales que nosotros. En los grupos de pop y rock empezó también a dividirse la cosa entre los grupos de barrio, un poco chonis, y los que formaban los «niños de papá». A veces hibridaban, como los mulos. Supimos que el centro de Madrid, y nuestro barrio desde luego no volverían a ser los que habían sido hasta entonces.

Empezamos a ir a las Vistillas. No se habían puesto aún de moda las terrazas nocturnas.

Apenas había media docena en todo Madrid. El Viaducto aparecía más fantasmal que nunca, sin los parapetos de metacrilato que pusieron entonces, porque después de mucho tiempo en obras, cuando se inauguró de nuevo, la gente recuperó la afición a ese lugar, que no es propiamente una altura (como la de la Torre de Madrid o el edificio España), sino un abismo, y aprovechaba para suicidarse, y caía uno al mes más o menos.

Las Vistillas, como sabe todo el mundo, es un lugar especial, uno de los más bonitos que le quedan a Madrid.

Yo me sentía allí viejo y nuevo al mismo tiempo, y al revés también, nuevo y viejo, mirando aquel viaducto (que algunos, por cierto, confunden con el ultraísta, de 1874) y con toda la vida por delante.

La movida fue nuestro ultraísmo. La mitad de los que estaban en ella pintaba, hacía fotos, escribía algo, diseñaba, trataba de rodar películas o había montado un grupo de rock. Pero al tener todos entre veinte y treinta años, no les había dado tiempo de encabronarse aún con nadie y pensaban en el triunfo. La otra mitad eran los seguidores y grupis. Y lo gracioso es que la gente tenía dinero para las copas, se trabajaba a salto de mata y se dormía lo justo.

Como sucede en cualquier movimiento de esas características sociales, lo primero en cambiar fue la indumentaria y los pelos. Se dejaron las barbas a los comunistas, la pana a los socialistas, los aretes en las orejas a los vascos, el cava a los catalanes y la grifa (y demás ficciones) a los andaluces. Los chicos de la movida empezaron a gastar americanas y corbata (sin anudársela del todo, en plan James Dean) y las chicas volvieron a llevar faldas y a pintarse de rojo los labios. Los varones se cortaron mucho el pelo (para distinguirse de los progres) o se lo erizaron en plan estatua de la Libertad, a lo punk, y ellas empezaron a ir a la peluquería (para distinguirse de las jipis) pero no a usar permanentes ni lacas (para distinguirse de las mamás). Y se enterraron los colores penitenciales por otros más vivos y warholianos. Primaron sobre cualesquiera otros valores los de la juerga y el cachondeo. Las palabras de moda, como el «ábrete sésamo», fueron transgresión, demoledor y chachi . Y así, en muy poco tiempo la ciudad de «un millón de muertos, según las últimas estadísticas», pasó a la de un puñado de vitelloni , dispuestos a divertirse trabajando y a trabajar transgrediendo. Nunca habían estado más cerca las dos cosas. Y además empezaba a haber dinero, institucional sobre todo, para una y otra, y nada produce mayor satisfacción que transgredir con cargo a los presupuestos generales del Estado, sobre todo a los que lograban ir escapando del sida y las sobredosis.

80-81. El viaducto por Laurent y Francesc Català-Roca. Una paradoja, el primitivo (1874) siempre fue más ultraísta que el actual (1934). El primero es a Madrid lo que la Tour Eiffel a París, con esto está dicho todo. El moderno era conocido como «el puente de los suicidas», hasta que se instalaron unas mamparas que dificultaran los saltos.

Hay en la actualidad una gran controversia sobre el alcance de la revolución cultural que supuso la movida . A todo el mundo le gustaba Madrid. Al descubrir al mismo tiempo libertad y ciudad, Madrid fue para todos la ciudad de la libertad, y le dedicaron sus obras de creación. Desde las juventudes del 27, Madrid no había conocido un momento tan esplendoroso, y volvimos a decir lo de Jorge Guillén: «el mundo está bien hecho», o sea, chachi. Barcelona, que durante los últimos años del franquismo había sido el respiradero de España adonde llegaba el aire libre de Europa, el poco que nos dejaban respirar, había albergado la esperanza de convertirse en la capital de la cultura y aun de España, cuando muriera el dictador, y se sintió, como ya he dicho, despechadísima, humillada. Empezó entonces a mirar hacia Madrid, sin acabar de comprender por qué a Almodóvar se le había ocurrido nacer en un pueblo de La Mancha y no en Hospitalet, donde había tan buenos charnegos dispuestos a hablar en catalán y abrir una cartilla de ahorros en la Caixa, y por qué los periódicos extranjeros se preguntaban por lo que sucedía en Madrid y no allí. Ni los pintores modernos de Barcelona entendían a sus homólogos de Madrid, a los que llamaban «esquizos», ni las almas bellas del Liceo podían comprender cómo en Madrid reivindicaban la estética del Fary y los Chunguitos. Por suerte para todos, las Olimpiadas de 1992 resarcieron a Barcelona de «los seculares agravios», y los nacionalistas dejaron unos años de victimarse y dar la matraca, entretenidos en robar como pujoles y chupar del bote.

En muy poco tiempo Madrid se llenó de obras que exportaron la ciudad a todos los rincones de España, y en el caso del cine, también a Europa y América. En todas partes, excepto en Cataluña y Euscadi, querían ser Madrid, y a Almodóvar lo recibían en el extranjero como hubieran recibido a Federico (García Lorca).

Las fotografías de los hermanos Pérez-Mínguez, Alberto García-Alix, Luis Baylón o Javier Campano dan mejor idea de esos años que las pinturas de Alcolea, Pérez Villalta, Chema Cobo o Dis Berlin (hubo más, pero el tiempo ha dejado en segundo lugar a quienes acaso más trabajaron en la movida , o en las páginas del Hola ; seguramente esos estarán ahora con la salud diezmada y vertiendo porquería en alguna red social, o probando suerte con la secuela de La noche que llegué al Café Gijón ).

82. Javier Campano, Gran Vía, Santo Domingo , 2001.

Nosotros, mi mujer y yo al menos, nos cansamos pronto de estar haciendo historia con la movida , y aprovechando que nació nuestro primer hijo, 1980, desaparecimos, justo en el momento en que una revista, La Luna de Madrid , empezaba a brillar más que el sol y aparecieron gentes haciendo negocio con la cosa (como esos que venden refrescos, churros, gorras en cuanto hay más de mil reunidos). No sé la fecha exacta del cambio: en unos meses me atreví a manifestar mi opinión del rockopop en particular y del arte contemporáneo en general. Como las dos cosas iban juntas (¿no invitaba Tierno «a colocarse y al loro»?), fue como matar dos pájaros de un tiro, loros naturalmente. Aquella vida de garitos, alcohol y fumeos, y el empacho de una misma conversación repetida cada noche en el mismo bucle hasta la madrugada, había dado de sí lo que había dado, y buscamos un forillo por el que salir de escena. El mutis (bomba de humo) fue bastante bueno, a mi modo de ver, pero algunos colegas dejaron de hablarnos, lo cual, dicho sea de paso, era absurdo, porque al no estar nosotros presentes, tampoco hubieran podido dejar de hablarnos. Como aquello coincidió además con la compra de una casa vieja en un confín extremeño, en medio de olivos y encinas, decían, mírales, se han hecho jipis. Lo de ser jipis era para cualquier moderno entonces lo más digno de lástima e irrisión. Como leer a Cervantes, Galdós o Juan Ramón.

Y si con la muchacha de la película de Almodóvar se había portado «muy mal el mundo árabe» por haberla dejado un novio libanés, conmigo no pudo portarse mejor Tve, al negarse esta, juez mediante, a darme el puesto de trabajo que solicitamos mis compañeros y yo, y que ellos obtuvieron y yo no. Gracias a esa sentencia he sido escritor, o el escritor que he sido, probándose de nuevo que cada vez que me han echado de alguna parte he salido ganando: de la casa paterna, de la vida de mi prima, de la Universidad de Valladolid (que cerró el ministro del ramo cuando estudiaba en ella), de la revisteja aquella del Sobrecogedor, del programa de la piñoncista en particular y de la tele en general… Después de eso ya nadie ha podido echarle a uno de ninguna parte, porque tendrían que hacerlo de mis soledades, y en esas manda uno bastante a gusto.

Empecé entonces, con tanto tiempo para mí, a leer o releer a muchos autores españoles. Solo al dejar de salir por las noches, advertimos todo el tiempo que habíamos estado perdiendo tontamente. ¿Dio frutos literarios la movida ? Un día, veinte años después, sugerí a mi compañero en el piso de Lola de Ronda que escribiera unas memorias de la movida , harto como estaba ya él de darle sablazos a todo el mundo, pero me dijo (acababa de publicarle yo su edición de Pedro Luis de Gálvez, maestro de sablistas): «No puedo aún hablar de la movida , sigo viviendo de eso». No quiso decir, claro, que viviera de eso, porque saltaba a la vista que de eso no podía vivir, sino que tampoco quería dejar de vivir de todo lo demás, si acaso se atrevía a sincerarse.

¿Qué le deparará el tiempo a la movida ? ¿Será a nuestro tiempo lo que el cabaret a la Alemania de entreguerras o las vanguardias dadaístas a París y Zúrich? ¿Será Almodóvar lo que De Sica y Fellini al cine o lo que vaticinó Ferlosio, que le llamó «el Alfredo Landa de la Transición»? ¿Quedará «el Madrid de la movida » en lo que quedó «el Madrid de don Ramón de la Cruz» o el de Cavia o el de Umbral? Nadie lo sabe, como tampoco se conocía en 1920 lo que a don José Echegaray y don Jacinto Benavente, premios Nobel, les tenía reservado la posteridad. Pero una cosa está clara: la mayor parte de la gente tiende a creer que si no ha vivido entre gentes excepcionales, le ha tocado al menos hacerlo en un tiempo único, por defecto o por exceso. Los escritores que no han logrado formar parte de una pléyade suelen acuñar lo de «la generación perdida», y esto también les vale. Excepto los estoicos, nadie se resigna a ser del montón. Para todo el mundo el futuro es siempre la mejor inversión a plazo fijo: si ganas, porque ganas, y si pierdes, o sea casi siempre, porque la culpa es de otros, y ya se encarga uno de contarlo a conveniencia.

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