Madrid

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12, Poco a poco

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12,

POCO A POCO

El que no sabía qué le depararía el futuro era yo. En realidad tampoco me importaba mucho, porque veía que el futuro me llegaba cambiado en calderilla, día a día, y como los vagabundos a los que les bastan unos céntimos para gastarse en vino, tenía suficiente para ser razonablemente feliz.

Además me quedé sin trabajo. O precisamente porque me quedé sin trabajo era feliz: no tenía ya excusas para no dedicarme a lo que me gustaba. Le veía el lado bueno a todo: como no tenía trabajo, podía quedarse uno en casa con la ropa vieja y ni siquiera tenía que pasar por El Corte Inglés para comprarme alguna nueva. Cuando mi futura suegra se enteró de a qué no se dedicaba el que pretendía casarse con su hija, sentenció: «Ah, un romántico». Esa ha sido siempre la fórmula educada que se tiene en el barrio de Salamanca para decir de un futuro yerno: «Pues, hija, vaya lata». Y yo, en el fondo de mi corazón no podía estar más de acuerdo con ella, porque la sola idea de declararme poeta sin haber cumplido los veinticinco años me daba mucha más vergüenza que el no haber publicado todavía ningún libro que mereciera este nombre. Me parecía que solo gentes como Rimbaud o Zorrilla habían tenido derecho a usar esa prerrogativa, y me resultaba más que ridículo, patético, «ir de escritor», como esos jóvenes, y no tan jóvenes, que se disfrazan de Pessoa, de Trotski, de Proust, de Hemingway, incluso con sus mismos sombreros y gabardinas, perillas, gafas y crisantemos y rifles con mira telescópica.

Claro que también sabía que si además de romántico no era lo bastante realista, no sobreviviría, y empecé a llevar una vida de lo menos romántica, rutinaria y austera.

Dejaba cada mañana a nuestro hijo en la guardería, mi mujer se iba a trabajar y yo me quedaba en casa escribiendo. Yo ayudaba en lo que podía, pero era ella la que se encargaba de que las cosas funcionaran. Luego nació nuestro segundo hijo. Cuando ya razonaba algo, le preguntaron en el colegio a qué se dedicaban sus padres, y respondió: «Mi madre trabaja y mi padre está en casa». Me llamaron inmediatamente para preguntarme «si todo iba correcto en la familia» (sic).

Pero sucedió entonces algo extraño, decisivo en mi vida. Un antes y un después. Tenía treinta años. Un día, llevando en el coche a nuestro hijo a la guardería, le dije a mi mujer: «Me está dando un infarto». «¿Qué notas?». Le fui describiendo los síntomas, opresión en el pecho, ahogo… «¿Te duele el brazo?». El brazo no, no me dolía. Pudimos desembarcar al niño y continuamos camino de La Paz, ella al volante y yo con los dedos puestos en la vena de la muñeca sin apartar la vista del minutero del reloj. Se me había disparado el pulso. «¿No se te pasa?». Me sentí por primera vez uno de esos que en Madrid van en ambulancia, angustiados por saber si llegarán a tiempo de salvarse. Esas sirenas son parte ya del paisaje de la ciudad. Subí las escaleras de urgencias de cuatro en cuatro. De haber sabido algo de medicina habría advertido que un infartado no sube las escaleras de dos zancadas ni corre por los pasillos buscando ayuda. Me estaba muriendo de un ataque al corazón. Durante el tiempo que peremanecí echado en una camilla, se murió, en la de al lado, un muchacho al que acababan de traer desde la línea de alta tensión que reparaba. Vino un médico, me hicieron un electro, me inyectaron un litro de valium y me mandaron a casa a la media hora. Describieron aquello como un ataque de ansiedad. Durante una semana no me levanté de la cama. Me despedí de mi mujer, del niño, de los amigos que vinieron a verme. Permanecían unos minutos junto a la cabecera y les respondía con monosílabos. Todos creyeron que no era un ataque de ansiedad sino un brote de locura, y compadecían a escondidas a Miriam, yo oía cómo cuchicheaban en la sala. Había muchas llamadas de teléfono, interesándose por el enfermo. Lo cogía ella y cuchicheaba también para no perturbar mi reposo. Ha sido la experiencia más aterradora de mi vida. Después de la guardería venía mi hijo, entonces de tres años, a darme un beso y apenas podía estar con él unos minutos, porque me entristecía pensar que crecería sin padre, y me echaba a llorar. Tampoco dije nada a mis padres, porque comprendía que ellos no habrían podido hacer nada por mí. Veía a mi mujer, y creía que su tristeza se debía a que ella sabía que me estaba muriendo, no a que me hubiera vuelto loco. Al cabo de unos días logré dominar el pánico, dejé la cama y de hablar de ello, pero sentía que no viviría mucho. Lo miraba todo con extrañeza, los libros, la casa, la ciudad. Caí en un estado de postración absoluta. Permanecía horas enteras sentado, paralizado, mirando a la ventana, a la pared, al techo. Me cambió el carácter. Me preguntaba con desánimo: «¿No volveré jamás a estar alegre?». No había día en que no pensara que me moriría de un momento a otro. Vivía con angustia la vuelta del trabajo de mi mujer, y si se retrasaba un poco, aquello me desgarraba por dentro. Cuando al fin aparecía, salía a su encuentro y me abrazaba a ella y rompía a llorar, sin poder articular palabra ni explicarme qué me estaba pasando. Algunos amigos, mi mujer también, me sugirieron que visitara a un médico. Yo les decía a todos que mis dolencias no eran síquicas, sino físicas, y me desesperaba porque no me creían: estaba sumamente cansado, abatido, me subía la fiebre una o dos décimas por la tarde. Visitamos no uno, sino media docena de médicos. Ninguno encontró nada, pero yo me sentía a morir. Mi mujer, por no dejarme solo, me decía, yo también estoy como tú, no puedo dar un paso, estoy cansada, me duele la garganta, siento febrícula, pero sigo adelante, tenemos un niño… (años después dedujimos que lo que habíamos sufrido tanto ella como yo había sido una mononucleosis, que entonces no se diagnosticaban y que desató en mí todas las hipocondrias galopantes).

Esta experiencia cambió mi vida, y me ayudó a llevar adelante los cambios radicales. Dejé de ver a casi todo el mundo, me centré en el trabajo de Trieste y en el de mis propios libros, en realidad proyectos de libros. Fue como una crisis de crecimiento, como una caída del caballo en el camino de Damasco, y algo se rebeló y se reveló en mí. Me salvó la poesía. Empecé a creer que puesto que había visto la muerte cara a cara, ya podía darme ese nombre, poeta, me lo había ganado.

Cada día tenía menos ganas de ver a nadie. Y no es que tuviera el empeño de llevarle la contraria al mundo entero. No. Sencillamente tenía la necesidad imperiosa de parar, de serenarme, de meditar. De respirar otros aires fuera del ritual obligatorio de lo moderno, de salir del simulacro, de estar atento a la llamada de la realidad. Mi instinto me llevó hasta ese lugar (el Museo Romántico) a salvo de un tiempo que encontraba vacío y aplastado que no era el mío. Allí podía escapar del círculo vicioso que me ahogaba. Quizá aquel museo era el lugar más propicio para retomar un hilo interrumpido: paradójicamente aquel era el hilo de la vida, el que me salvó literalmente de la muerte y de la locura.

Al final fueron unos años maravillosos para nosotros. Aunque no marcháramos bien de dinero, íbamos tirando y el trabajo iba saliendo; también es verdad que no había mucha gente que esperara lo que uno hacía, ni en Trieste ni con lo mío. Pero eso es normal en cualquier escritor que empieza: más que escribir, lo que cuesta es convencer a los demás de que lean lo que has escrito. Es hoy, y casi sigue pasando igual.

A veces me imponía salir y orearme, y entonces unos días los gastaba en la imprenta de Torrejón, o me pasaba por el departamento de Valentín (en Villanueva, a dos minutos, encima de La Pajarita, desde 1852 vendiendo los caramelos de violeta más famosos de Madrid), mientras este encuadernaba los primeros ejemplares de Trieste, y nos hacíamos un poco de compañía, porque mi amigo era aún más radical que yo en eso de la soledad, e incluso si salía de bares, iba solo. Si Miriam tardaba en llegar y volvía a acometerme la angustia, acudía solícito y paciente, hasta que ella le tomaba el relevo.

Al llegar la noche, me preguntaba: ¿qué haré mañana?, y mi dedo índice contaba en el hueco de la mano las monedas que me había traído la próvida vida. Mi suegro, un hombre sumamente respetuoso, apenas se atrevía a decir: «A tu edad es fácil ser romántico». También era una forma de insinuar que tal vez era mejor ir pensando en dejar de serlo y buscarse otra cosa.

Cuando se habla del siglo XIX nadie se pregunta la razón por la cual los tipos de letra con que se componían la mayor parte de los libros y periódicos de entonces eran tan pequeñitos ni por qué les gustaban los libros y periódicos con letras diminutas, y a veces tanto que cuesta leerlas.

Se suelen dar algunas explicaciones: era un modo de abaratar los costes, metiendo mucho texto en poco papel; una manera de satisfacer la creciente voracidad lectora de la cada vez más numerosa e influyente clase media y aun de las clases populares que dieron origen a la primera literatura popular o de folletones; incluso una exhibición narcisista de los alardes tipográficos, que en pocos años permitieron virguerías técnicas desconocidas hasta entonces…

Todas estas aclaraciones están muy bien, pero no recogen del todo, a mi modo de ver, el verdadero sentir de la elección, acaso instintiva pero no por ello menos cierta: el tamaño de esas tipografías parece estar invitando a una lectura atenta y silenciosa, y estas son la exacta cristalización de la intimidad. Basta tener entre las manos las primeras ediciones de los libros de Bécquer y Rosalía de Castro. Los tipos parecen semillas de amapola. La intimidad, que aflora por primera vez libremente en la literatura, parece estar reclamando la voz apagada, sin renunciar, gran paradoja, a gritos y arrebatos teatrales. La discreta existencia provinciana de las hermanas Brontë no es en absoluto incompatible con la escandalosa vida de Lord Byron o Casanova (estuvo en Madrid y se sorprendió de las costumbres licenciosas de esta corte), ni el estrepitoso pistoletazo que le quita la vida a Larra con los «suspirillos germánicos» de Bécquer.

83-86. Cubiertas de la editorial Trieste, años ochenta: Madrid, escenas y costumbres y Madrid callejero , de José Gutiérrez-Solana; Pombo , de Ramón Gómez de la Serna, y Trieste , de Umberto Saba.

Fue entonces cuando se me ocurrió añadir a mis tareas rutinarias la del Museo Romántico, inventarme una ocupación, al igual que esos niños solitarios cuya imaginación febril crea un compañero de juegos ficticio con el que pasar sus horas muertas.

Era un museo pequeño, y no había en él nada de gran valor desde un punto de vista artístico, de modo que no corría uno tampoco el riesgo de dejarse algo fundamental sin ver. Lo único, los «perrillos» (pistolas) de Larra, que a saber. Estaba en un palacio vetusto del siglo XVIII . Hasta la palabra palacio le venía grande: de reducidas dimensiones, una planta baja y otra principal, con un angosto jardín. Tenía más pinta de caserón de pueblo que de otra cosa. El museo sigue existiendo, pero hablo en pasado, porque después de la última reforma (posmoderna), acabaron con él. Lo maravilloso de aquel museo no eran, como digo, las cosas que se exponían, sino el ambiente. Los papeles pintados, originales, se estaban ajando de tal modo que aquello parecía a veces una leprosería y las paredes habían pasado hacía muchos años del blanco al gris, por la exhalación de los radiadores. Y sin embargo tenía todo el conjunto un encanto único. ¿De dónde procedía? De la pátina de las cosas, esa que solo se consigue con el paso del tiempo y que nadie puede imitar ni con un buen maquillaje. Fue lo primero que destruyeron los de la reforma: la pátina, o sea el romanticismo.

Durante casi dos años, de 1983 a 1985, acudí por las mañanas, como un oscuro oficinista. ¿A hacer qué?

Pedí al portero audiencia con la directora.

El celador era un viejo con una pata de palo, rematada en una contera de goma, un mutilado de guerra, y me conocía de haberme visto por allí otras veces. Me condujo al despacho, y oí desde fuera cómo cuchicheaban durante un rato. A pesar de ser yo un desconocido, la directora me recibió, por varias razones también: porque era un museo pequeñito y allí se trabajaba con un ritmo romántico, porque la gente estaba acostumbrada a recibir al que lo pedía y porque seguramente tenía curiosidad. Era la hija del historiador Gómez Moreno e historiadora ella misma.

No sabía por dónde empezar ni había ensayado nada, de modo que cuando me oí decirle que era poeta, se me caldearon las mejillas a punto de barbacoa. A ella no me importó decírselo, porque no me conocía de nada ni yo a ella. Oyó aquello con respeto. Era una mujer de aspecto engañoso, todo lo que tenía de menuda y frágil, lo tenía también de enérgica, una de esas vestales que han consagrado su soltería enteramente al trabajo y a la ciencia. Estaba por entonces más cerca de los ochenta que de los setenta. Yo pretendía pasar las mañanas en la biblioteca del museo, sobre todo para decir, si alguien me preguntaba qué hacía o a qué me dedicaba, que estaba yendo al Museo Romántico, pero no me atreví a decírselo así, y le conté que trataba de escribir algo sobre el romanticismo, al tiempo que puse en sus manos un ejemplar de Las tradiciones y confié en que esta palabra me franqueara las puertas del museo, como leí en Guerra y paz que a veces sucedía entre miembros de la masonería para los que una sola palabra era santo y seña.

87-88. Museo del Romanticismo. Perdió su nombre original (Museo Romántico) y el romanticismo al mismo tiempo, en las últimas reformas. Ajado y todo, tenía el encanto de las cosas vivas. Se creyó preservarlo, acabando con él y embalsamándolo. Arriba, el aposento de Larra. Creer que las pistolas que se custodian allí pertenecieron a Larra, y que con una de ellas se levantó la tapa de los sesos, forma parte del romanticismo, movimiento que entronizó la ficción en la Historia como el instrumento más útil para probar que el fin justifica los medios.

Trabajaban en el museo cinco o seis personas, como mucho, los dos celadores, uno por planta, el de la entrada, acaso un contable y una amiga de infancia de la directora e hija a su vez del historiador Elías Tormo, autor de un libro clásico sobre las iglesias de Madrid.

El fundador del museo fue el marqués de la Vega-Inclán, que impulsó también por los mismos años veinte la creación del museo del Greco en Toledo. Fue casa por casa pidiendo a sus amigos lo que estos guardaban en desvanes, trasteros y baúles, y lo añadió a su propia colección de pintura romántica. No había allí grandes cuadros y los muebles de esas donaciones estaban anticuados y por eso a nadie le costó desprenderse de ellos.

El estilo romántico (con su amplia panoplia de subestilos, directorio, imperio, fernandino, isabelino, saboyano, alfonsino) había vivido en el mayor descrédito. Juan Ramón Jiménez le regaló un galán y un piano; el steinway&sons , un catafalco, y el galán, con ese aspecto que tienen todos los viejos galanes, a un tiempo marcial y mutilado, porque no sabe uno nunca dónde ponerles la condecoración. Siguen allí.

Cuando Vega-Inclán tuvo ya una apreciable cantidad de cachivaches y pinturas, buscó dónde meterlos, y le encargó a Ortega y Gasset el folleto explicativo. En «Para un museo romántico» dice Ortega cosas magníficas del romanticismo y del palacio en el que habían pensado instalarlo, el del Hospicio, amenazado de demolición: «Por su fachada asoma el alma de la villa, y hace al transeúnte una incesante gesticulación», y añade que en esa fachada «trasparece el jocundo frenesí de un día de fiesta», cuya «graciosa irrespetuosidad, característica del madrileño», hizo al arquitecto, Churriguera, faltarle «al respeto a la piedra, obligándola a danzar y parlar». Está dicho con organdís, pero vale.

Por fin el museo no se quedó en el Hospicio y Vega-Inclán le alquiló a los condes de la Puebla un palacio que está al lado, y donde sigue, ya con titularidad estatal. Durante la guerra le nombraron a Alberti director, pero no se sabe que se ocupara de él más de lo que Picasso se ocupó del Museo del Prado, del que le nombraron director también por esos primeros días de la guerra civil.

Cuando yo lo frecuenté era un edificio tan decrépito y viejo como los celadores. Por fuera tenía también aspecto de inclusa. Vega-Inclán logró reproducir con absoluta fidelidad lo que había sido una buena casa en los tiempos de Larra y Espronceda, de Mesonero y Zorrilla, de modo que en algunos aspectos era una casa aristocrática, con su salón de baile, y en otros, como sucedía con la alcoba y el comedor, la de un empleado de clase A en la Administración.

Por esos días yo compré en una almoneda de León un cuadro de Joaquín Domínguez Bécquer, en el que se ve a Prim y al general Ros de Olano. Es un cuadro bonito, Prim, futuro revolucionario, de pie, con una capa blanca, como un tenor de ópera de Verdi. Es preparación de La paz de Wad-Ras , un cuadro de historia de las guerras de África. La directora, siguiendo la tradición, trató de persuadirme para que lo donara al museo, me mostró incluso el rincón de la sala militar donde lo pondría, y la verdad es que debería haberlo hecho, en pago a todas las atenciones que tuvo con uno.

El museo era un lugar único, maravilloso, un milagro, porque en ningún otro rincón de Madrid se conservaba tan a lo vivo el tiempo ido irreparablemente.

Lo que en Madrid quedaba de los Austrias, por ejemplo, era cartón piedra, tanto en su versión nobiliaria, como en la popular. De la época árabe o del alcázar de los Reyes Católicos y Carlos V, ya ni hablamos. Pero en aquel museo… Hasta los dos celadores parecían milicianos supervivientes no de la guerra del 36, sino de las guerras carlistas.

La iluminación la defendían a duras penas bombillas con forma puntiaguda y de veinte vatios que daban una luz parecida a los mecheros y quinqués. Muchos de los muebles estaban necesitados de reparación y barniz (los han dejado vidriados, como los féretros y los muebles bar) y el tillado, de tarima de pino, era el original (sigue haciendo ruido al pisar en él, es cierto, pero pidiendo auxilio, porque el museo está lleno de visitantes a todas horas). Al caminar las maderas se dolían con lamentos becquerianos, y cuando lo hacía el celador de la pata de palo, proporcionaba a la percusión los acentos de un relato de Poe. Las dimensiones de los cuartos y alcobas eran, desde luego, las originales de la casa, muchos de ellos gabinetes sin ventilación y otros, como el salón de baile o la sala de recibir, amplios pero mal iluminados, bien porque se orientaban a la estrecha calle de San Mateo, bien porque se asomaban al jardinillo angosto y en sombra.

Dice Ortega en su escrito de los cuadros de Vega-Inclán que «no es lo más interesante que sean buenos, sino que son huella de una generación, impronta de un estilo de vida». Y Caro Baroja, al hablar de aquellos tiempos, es aún más terminante: «En su conjunto España, nación pobre, tenía una capital habitada por gente en su mayoría pobre. No hay que darle más vueltas».

Es lo que yo buscaba en ese museo, como Robinson: las improntas de Viernes en la playa desierta de mi vida, algo que me recordara que seguía vivo y que se podía ser moderno fuera de la movida , y sin dejar de ser pobre; es más, que solo era posible serlo lejos de ella y siendo pobre.

La directora, tras advertir que yo era una persona inofensiva, me permitió el acceso diario a la biblioteca y ordenó al celador, que esperaba de pie, pusiera a mi disposición un cenicero, tras preguntarme si fumaba, recomendándome, no obstante, no abusar de ese vicio, hacerlo con la puerta que daba al jardín abierta y no dejar caer la ceniza del cigarrillo sobre las páginas de los libros, algunos de ellos muy valiosos.

La biblioteca era una habitación de dimensiones reducidas y más bien angosta en la que había unos mil libros, guardados en un mueble en parte acristalado. Tenía una mesa en el centro con tres o cuatro sillas, para los investigadores, y una mecedora. Creo que era la única biblioteca del mundo con una mecedora, y en todos los meses que la frecuenté no entró en ella más lector, investigador o vagabundo que yo. Estaba la mecedora al lado de una puerta con vidrios cuadrados que comunicaba con el jardín. Vidrios originales, con burbujas de aire apresadas y aguas que distorsionaban la visión. Yo me sentaba en la mecedora y el balanceo me ayudaba a pensar, como las olas del mar. En el jardín, también reducido, encajonado entre las casas de al lado, era raro que diera el sol y en él únicamente prosperaba la hiedra y el musgo, y un rosal trepador, que ascendía sin fuerzas buscando la luz como busca el aire el náufrago a punto de ahogarse. Había también un ciprés despelujado y un magnolio. Tenía una fuente pequeñita con un fauno/surtidor del que salía el agua con impulsos desfallecientes, como si se le fuera la vida. Aquel glugluteo era toda una ensoñación.

Fue en aquella biblioteca donde descubrí las Memorias íntimas de Alcalá Galiano. Leía colecciones de periódicos y memorias, más que ensayos sobre el romanticismo. Años después compré la primera edición del libro de ese militar conservador que Galdós consultó a menudo para sus Episodios . En él viene una de las mejores descripciones de aquel Madrid: «En los primeros años del presente siglo [XIX ], era Madrid un pueblo feísimo con pocos monumentos de arquitectura, con horrible caserío, y aunque ya un tanto limpio desde que, con harto trabajo y suma repugnancia de una parte crecida del vecindario, le hizo despojar de la inmundicia que afectaba sus calles Carlos III, todavía distantísimo del verdadero aseo como el de que entonces con razón blasonaba Cádiz. Los hierros del balconaje estaban tales cuales habían salido de la herrería; las vidrieras compuestas de vidrios pequeños, azulados, por los cuales entraba trabajosamente la luz, y no pasaba menos dificultosamente la vista de dentro afuera; las fachadas de los edificios sucias, con las puertas y ventanas mal pintadas, y renovada la pintura en ella tan de tarde en tarde, que tal vez habría presentado mejor aspecto la madera en su color primitivo. Era pésimo el empedrado. Verdad es que había aceras, de lo cual entonces carecía París y siguió careciendo por largos años; pero las aceras madrileñas, de las que hoy duran algunas, servían con imperfección al fin a que están destinadas. En los zaguanes o portales de casi todas las casas estaba el basurero, y el traer a él los sucios materiales que le llenaban, buena parte se quedaba esparcida por las escaleras. Eran estas, en general, oscuras y hechas de mala madera, ateniéndose poco o nada a mantenerlas en buen estado». Cuando le tocó servirse de esas estampas para El terror de 1824 , Galdós aún fue más alto: «La plazuela de la Cebada, prescindiendo del mercado que hoy la ocupa, desfigurándola y escondiendo su fealdad, no ha variado cosa alguna desde 1823. Entonces, como hoy, tenía aquel aire villanesco y zafio que la hace tan antipática, el mismo ambiente malsano, la misma arquitectura irregular y ramplona. Aunque parezca extraño, entonces las casas eran tan vetustas como ahora, pues indudablemente aquel amasijo de tapias agujereadas no ha sido nuevo nunca […] Esta plazuela había recibido de la plaza Mayor, por donación gloriosa, el privilegio de despachar a los reos de muerte, por cuya razón era más lúgubre y más repugnante».

Estas descripciones, leídas ciento setenta años después y desde aquel viejo palacio, decrépito pero ordenado y al que periódicamente el conserje sano sahumaba con mejorana contra la polilla, me parecían de lo más encantadoras.

Pocas temporadas de mi vida recuerdo con más cariño, pese a las dificultades por las que atravesaba.

Mientras permanecía allí, nadie me molestaba y yo me olvidaba de que era yo y de que no tenía trabajo y de que nadie esperaba nada de lo que pudiera escribir o hacer. Era como vivir en un Madrid ideal dentro de otro Madrid real. Creo incluso que me acostumbré a que todo lo hiciera la sombra que venía conmigo. Pero a veces echaba la vista a un lado, y ni sombra veía. Las primeras veces no me importó, pero llegué a preocuparme de estar tan solo. De vez en cuando volvían las recientes obsesiones y me parecía que la vida tocaba a su fin y que habría que dejarla. Esto me causaba una gran tristeza, sobre todo por mi hijo y por mi mujer, los únicos que de veras me importaban.

89. Fundación Fernando de Castro, antigua Asociación para la Enseñanza de la Mujer (1870). El romanticismo que sobrevivió a las reformas del Museo Romántico, se refugió en este viejo caserón, donde resiste no sabemos hasta cuándo.

¿De dónde procedía aquella congoja? No sabría decirlo. Por un lado no había ninguna razón seria o fundada para ser infeliz, pero como era feliz me angustiaba la idea de dejar de serlo, y desaparecer de un día para otro como el chico de la descarga eléctrica. A veces oía, en las salas de arriba del museo, la pata de palo del celador, como aldabonazos, y unas veces esos pasos redoblaban mis temores y otras los disipaban. El ir cada día al museo me ayudó a olvidar mis ensimismamientos. A media mañana tomaba un café con la hija de Tormo, una mujer muy divertida. No se sabía en calidad de qué la tenían recogida allí. Parecía una persona sin inquietudes intelectuales ni preocupciones museísticas, pero muy simpática (siempre me decía: «Tienes que ir en Cáceres a visitar a mis primos, diles que vas de mi parte; su casa sí que es un museo romántico, y no esta birria; aquí son todos saldos»). Todo lo estricta que era la directora, era fantasiosa la otra, lo que hacía que, pese a seguir siendo amigas desde la infancia, se llevaran como el perro y el gato.

Mientras se conserve en Madrid un sitio como este, me decía, nunca me quedaré en la calle. El pasado suele ser un lugar sombrío, pero también hospitalario. El de nuestro siglo XIX era para mí en aquellos años el más acogedor de todos, y me veía, como decía Ortega, con fuerzas de volver al pasado sin querer quedarme en él ni prescindir del pasado por querer mirar sólo al futuro. En definitiva, estaba uno tratando de ser moderno sin parecerlo.

Acabé el libro de poemas que me había propuesto escribir, al que titulé La vida fácil , y el museo, que no pasaba como tampoco yo por sus mejores momentos, cerró por reformas, y tuve que emigrar. Tardó mucho en abrirse. Valió la pena: el crimen fue completo y les dio tiempo a embalsamarlo y momificarlo. Acabaron no solo con el nombre, sino con el romanticismo mismo. En las arañas han puesto bombillas de bajo consumo que dan una luz blanca, espectral, de morgue. Muchos de los balcones que asomaban al jardín los tienen con las maderas echadas, de modo que se ve con luz artificial, como los grandes almacenes, y algunas puertas de cuarterones las han cambiado por otras de cristal parecidas a las de un salón de belleza. Las paredes perdieron su color melancolía por tonos apastelados de burdel de lujo. Los cuadros y muebles siguen siendo los mismos, desde luego, pero parecen otros, y hasta los objetos parecen recién comprados en un bazar, confirmando una vez más la sentencia de JRJ.: en edición diferente los libros dicen cosa distinta. Incluso los viejos muebles allí no parecen ahora ni románticos, solo género de una subasta.

Después de la visita tras la reforma, no ha vuelto uno por allí, y no volveré nunca. Cuando quiero sentirme cerca del romanticismo madrileño hago una de estas cosas: abro un libro de Larra, de Zorrilla, de Espronceda, de Fernández de los Ríos, de Alcalá Galiano, de Fernán Caballero, de Bécquer o de Galdós, o me acerco al primer tramo del barrio de Salamanca, el que va de la calle de Alcalá a la antigua de Lista, o paseo por las calles de mi barrio, Libertad o Barbieri, que me recuerdan el verdadero romanticismo, o por los barrios bajos que conservan el romanticismo en salmuera, o sin alejarse mucho del museo, en la misma calle de San Mateo, paredaña con él, me asomo a la sede de la Asociación para la Enseñanza de la Mujer, creada en 1870 por el benemérito cura krausista Fernando de Castro, azote de la roña católica de su tiempo. Ahí puso a estudiar Galdós a su única hija, María. Es un lugar extraordinario, el tiempo lo ha vuelto bellísimo. A mí, en toda su pobreza, me lo parece. Alguna vez intenté visitarlo hace muchos años, pero un riguroso cancerbero me cortaba el paso. Unos escalones de piedra artificial dan acceso a un patio estrecho, más largo que ancho, cubierto por techumbre de vidrio y con esbeltas columnas de hierro fundido y una galería acristalada de amplios ventanales rematados en arcos de medio punto. En él, macetas y macetones con pidistras, que son a la flora lo que los orfelinatos a la infancia. Parece conservarse igual que en 1870, las puertas siguen con su madera vieja, los cristales con sus veladuras de óxido rojo orinecidas, y los marcos de los ventanales ultrajados por la lluvia. En la biblioteca, una discreta habitación forrada de libros malos, no parece haber entrado un solo ejemplar posterior a 1920, ni salido. Todo el romanticismo que huyó del vecino museo del marqués de Vega-Inclán parece haberse refugiado en él, como esos gorriones que se guarecen de la tormenta mudándose a una rama más baja del árbol en que estaban.

Vega-Inclán acotó su romanticismo de 1808 a 1860. Lo de 1808 se puede entender, ¿pero lo de 1860? ¿Por qué no 1809 y 1870? En 1809 nació Larra, en 1870 murió Bécquer. Este escribió la mayor parte de su obra entre 1860 y 1870. La historia, las ideas o los gustos son vagones de un tren en una vía muerta; o un arpa, «del rincón en el ángulo oscuro», esperando que alguien la pulse. Ese caserón de Castro, milagrosamente conservado por fuera y por dentro, espera la visita de los últimos afortunados. Es evidente que le quedan muy pocos años antes de que a alguien se le ocurra restaurarlo y darle una nueva función, otro fin, que es siempre el modo de decir que se ha acabado con el principio que lo puso en movimiento.

¿Qué queda del Madrid de Larra? ¿Qué queda del Madrid de Bécquer? De Bécquer queda una placa de azulejos sevillanos en la casa donde murió, en la calle de Claudio Coello (que seguro se pondrán bonitos de aquí a cien años), y de Larra, otra muy historiada en la que se pegó el tiro, en la calle de Santa Clara, con efigie de bronce incluida. De Larra quedan un puñado de artículos que desbordan un talento agrio («sin mala leche no hay arte»), y de Bécquer algunos de los poemas líricos más hermosos de la lengua española, que atesoran la melancolía como hacen con la llama los quinqués. Una de sus rimas, la LII , aquella que empieza «Olas gigantes que os rompéis bramando» y termina con el memorable «¡Tengo miedo de quedarme / con mi dolor a solas», era para JRJ. una de las cinco cumbres de la poesía lírica en castellano. Murió Bécquer joven, pobre e inédito en libro, y a los pocos meses lo hacía su hermano Valeriano, el pintor, como sucedería también a los hermanos Van Gogh. Al pasar hoy por la casa donde murió Gustavo Adolfo, se imagina uno cómo sería ese Madrid, y echa mano del ambiente que había en el antiguo Museo Romántico, y de los libros de Galdós: salas grandes y alcobas pequeñas; la parte de recibir más o menos despejada, y el lecho para morir, estrecho y con un colchón rebultado, en una habitación interior. Y paredes empapeladas con papeles oscuros y motivos chinescos en impresión dorada, llenas de estampas y cuadros, y sillerías, credencias y cómodas amontonadas, alfombras un tanto agobiantes y polvorientas y escupideras en los rincones, quentias faltas de clorofila y unos pasillos interminables, angostos, oscuros y quebrados como trincheras. Y un olor retestinado a guisotes y sahumerios de espliego, y a miseria de lujo y de la otra. Y cree uno oír las voces de los aguadores y los pregones de Madrid, y el vals de la pianola y los gritos de un loro.

¿Y Larra? No hay escritor que haya vivido y escrito en Madrid que no lo haya reivindicado como maestro, todos. Sus contemporáneos, desde luego, desde Mesonero a Zorrilla, que aprovechó su entierro para la irrupción literaria más notada de la literatura española. Entró en el cementerio del Norte como un desconocido, y salió a hombros. Y luego todos los demás, Galdós, Clarín, Valle, Baroja, Azorín, entre los clásicos modernos; Ramón, Ruano, Cañabate, Umbral, Carandell entre los modernos aspirantes a clásicos.

En el pasillo de nuestra casa hay un pequeño cartel, de papel fino y amarillento, todo él tipográfico, de 1901, firmado por los Baroja, Azorín, Bargiela y otros, con artículos de todos ellos contando la visita que hicieron al cementerio de San Nicolás, por cima de la Puerta de Fuencarral, donde aún lo tenían, después de haberlo sacado del otro. Los escritores madrileños van cada cierto tiempo a la tumba de Larra. Una vez nos convocó Umbral a una docena de amigos, conocidos y saludados para eso mismo, fuimos, permanecimos al pie de la tumba dos minutos, Umbral leyó media cuartilla y nos largamos. De aquella visita yo me recuerdo mucho más que de Larra, de la actriz Charo López. Había venido con Umbral del bracete, metida en un abrigo negro que le llegaba hasta los pies, en plan Sarah Bernhard. Llevaba enroscada al cuello una larga boa de plumas negras y escondía sus increíbles ojos tras unas gafas negras también, muy grandes, como si quisiera ocultar que se había pasado la noche llorando el suicidio de su amante. Era la mujer más guapa que había en España entonces, la que había recogido el testigo de manos de Marisol, y estoy por asegurar que los pensamientos de todos, incluidas las tres o cuatro mujeres presentes, estuvieron puestos, mientras duró la homilía, en aquella Fortunata y no en Larra (que siempre tuvo un poco de Juanito Santa Cruz). Cuando Umbral terminó de leer lo suyo, el eco parecía repetir: «Mira para lo que sirve la literatura: tú ahí, solo, y yo aquí, con esta».

Los escritores modernos en España han tenido a Larra por uno de los suyos. Yo le leo en la edición original de cinco tomos en cuarto menor que perteneció a Ruano, descabalados, como todo lo de Ruano. ¿Cómo no tener a Larra por un maestro? Aunque es comprensible que Larra entristezca un poco. A uno le gusta mucho media hora una vez cada cuatro años, y a la media hora, ya no puedo más, un poco impaciente por una muerte que me parece de teatro, y la disgustada forma en que abordó su vida. En el Museo Romántico había una sala que le estaba enteramente dedicada, «aposento de Larra», con sus muebles, cuadros y mesas (o parecidos). Impresiona verlos allí reunidos e imaginar aquel supremo pase «a portagayola» que fue recibir a pecho descubierto la bala. Quedan, como he dicho, las dos pistolas de Larra, pero esas le pegarán a este o a Cristo (Marino Gómez-Santos le contó a Antonio Pau que las compraron él y Rodríguez de Rivas, entonces director del museo, a un anticuario del Rastro). Cuando hacía de ñáñigo, uno de mis primeros trabajos fue visitar a Xavier de Salas, a la sazón director del Prado y dueño de una mítica biblioteca. Me enseñó un libro, lo abrió, me mostró unas manchas parduzcas, y me dijo: «Este es el libro que Larra estaba leyendo cuando se pegó el tiro, esta es su sangre». Unos años después alguien contaba en una entrevista que tenía el libro que estaba en el escritorio de Larra cuando se suicidó. Un ejemplar distinto. Lo mismo sucede con los dos pianos que te enseñan en Valldemosa, asegurando los dueños de cada uno de ellos que el suyo es el auténtico en el que tocó Chopin. El romanticismo es pródigo en reliquias.

Cuando dejé de ir al Museo Romántico, también yo me encontré en los medios de la vida. Vestido no de luces, desde luego. Fue entonces cuando comprendí de una manera natural cómo quería vestirme y a quién quería parecerme, si era posible: a los clásicos de traje gris.

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