Madrid

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22, Algunas insistencias antes de seguir

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22,

ALGUNAS INSISTENCIAS ANTES DE SEGUIR

Hablando de Galdós cuesta mucho salir de los barrios bajos, esos que van desde la plaza de Tirso de Molina (antes del Progreso) hasta el río, o desde Cuchilleros por las Cavas hasta la plaza de la Cebada, o subiendo por la calle de Segovia hasta Puerta Cerrada…

En los años noventa los Gaya cambiaron de casa, y se vinieron aquí al lado, a una de la plaza de París, a dos pasos de donde vivió Galdós. Nuestro amigo amaba de veras el alma aristocrática del pueblo, sabedor de que todo lo verdaderamente valioso hunde sus raíces en lo popular, lo mismo Velázquez que Pastora Imperio, Rosales o Galdós, y como Fortunata también habría dicho: «Pueblo nací y pueblo soy».

Lo primero que llama la atención a quien lee libros de historia de Madrid es lo mezcladas que se dan las cosas.

Se diría que todo funciona mal, pero a gran velocidad, sin acabar nunca de romperse por completo. Lo natural hubiera sido que España hubiese conocido una Revolución como la francesa, y que hubiesen rodado unas cuantas cabezas. Motivos para ella no faltaban. Los Borbones españoles no eran desde luego más prudentes y discretos que los franceses y las corruptelas de su camarilla eran aún peores que las de los nobles franceses porque se cebaban en súbditos en general más pobres. Aquellos al menos levantaban chatós y metían en ellos sus buenas bibliotecas y bodegas con vinos que se esmeraban en refinar; los de aquí, como el necio conde de Benavente, propietario de la Alameda de Osuna, que dilapidó estúpidamente su fortuna en Rusia, siendo embajador, tratando de competir con los zares, se gastaban su patrimonio en el monte y la ruleta y en queridas.

Mientras los revolucionarios franceses conducían a los Borbones a la guillotina, la familia real española se despedazaba a dentelladas, Fernando VII contra su padre, Carlos IV, Godoy, el favorito de la reina, contra todos, y la reina contra su hijo, este contra todos los liberales y cuando le sucedió su hija, Isabel II, esta contra su tío y este contra media España en las tres guerras carlistas. Y a todo esto el pueblo, el pueblo de Madrid, ¿qué hacía? Lo que siempre ha hecho el pueblo de Madrid, asistir a las verbenas, a los toros y a los pronunciamientos militares con mayor o menor grado de participación en ellos, y sin dejar de vivir, aparearse, multiplicarse y tratar de mejorar su habitación y sus comidas.

Comparado con su padre, Carlos IV fue una nulidad, pese a rodearse de unos cuantos hombres admirables, los ilustrados (Floridablanca, Aranda, Jovellanos), que pronto se convencieron de que con ese rey no había nada que hacer. Hay quien sostiene que Carlos IV tampoco fue tan mal rey, sino alguien que tuvo las cosas más difíciles. En lo que todos se ponen de acuerdo es en que la villa de Madrid seguía teniendo un «aspecto villanesco», y que era una ciudad difícil para todos, incluidas las clases acomodadas. El retrato que hace de él y de Madrid Blanco White es tremendo: claro que el futuro heterodoxo estaba a sueldo de los ingleses, abonados a la leyenda negra.

La única aportación memorable que hizo a Madrid fue la construcción de la fábrica de tabacos de la calle Embajadores, pensada antes para fábrica de naipes y alcoholes. Llegó a ser una institución en Madrid (empezó con mil y llegó a tener en 1900 más de seis mil cigarreras).

En cuanto a su hijo, Fernando VII… La primera unanimidad histórica: todos están de acuerdo en que Fernando VII ha sido el peor rey de España. La enumeración de algunas de sus felonías causa bochorno: la disputa del trono a su padre; su huida a Francia para entregárselo a Napoleón, mientras veía a su lado y desde la barrera de los Pirineos la guerra que sostenía su pueblo contra sus amigos franceses, esperando que el pueblo le devolviera el trono que detentaba José I, el hermano de Napoleón, a quien él, Fernando VII, se lo había cedido sin resistencia.

Apenas le dio tiempo a nada, pero hizo lo que pudo. Por ejemplo, comenzó la magnífica Puerta de Toledo. Puso en sus cimientos una caja de plomo con unas monedas en las que figuraba su efigie, la Guía de Madrid y un ejemplar de la Constitución de Bayona. Cuando dejó Madrid lo primero que hicieron los patriotas de 1813 fue retirar las monedas y sustituir el ejemplar de la Constitución de Bayona, que le hizo rey, por la de Cádiz de 1812, que no le reconocía como tal. Trabajo inútil. Cuando llegó Fernando VII a Madrid ordenó que se desenterrara la caja para sacar de ella la Constitución de Cádiz, y en su lugar pusieron un ejemplar del Diario de Madrid , otro de la Guía de Forasteros y el Almanak , y aunque prometió acatar la Constitución de 1812, conocida popularmente por «la Pepa», se olvidó de inmediato, reinstaurando el absolutismo y persiguiendo a quienes habían promovido la promulgación del primer documento político moderno…

Cuando la sublevación de un militar, Riego, trajo de nuevo la constitución al Rey, pronunció este una de esas frases que hizo más célebre el cinismo que alentaba: «Marchemos por la senda constitucional, y yo el primero», frase que a su vez dio lugar a una nueva palabra en el diccionario: trágala (lo que le cantaron las víctimas del absolutismo al rey y sus secuaces, refiriéndose a la Constitución de 1812: «Desde los niños / hasta los viejos, / todos repiten: / ¡Trágala , perro!»). Volvieron los emigrados y afrancesados que habían tenido que huir de las ansias de venganza del rey, y liberales y revolucionarios se hicieron con el poder en 1820, y lo primero que hicieron fue ir a la Puerta de Toledo, que seguía en obras, abrieron la arqueta donde estaban las bagatelas que había puesto allí el rey, las sacaron y las sustituyeron por un ejemplar de la Constitución de Cádiz, que se retiró definitivamente en 1823, cuando el rey llamó en su auxilio al ejército francés («los cien mil hijos de San Luis») para desalojar a los revolucionarios, dando fin al trienio liberal, rubricado por el ahorcamiento de Riego en la plaza de la Cebada.

Si alguien quiere conocer aquel hecho y cómo era Madrid entonces, lea El terror de 1824 .

Es mucho más que uno de los Episodios de Galdós, es una obra maestra de la literatura y uno de los mejores libros que se haya escrito de aquel Madrid.

Tras aquella ejecución infame, se dio paso a los diez últimos años del reinado absolutista de Fernando VII, «la década ominosa» (una de las pocas veces en que ese adjetivo que los literatos españoles contemporáneos gustan de utilizar está justificado). Durante ese tiempo el rey tuvo su mayor apoyo en Calomarde, el jefe de policía, un personaje siniestro y servil (quien recibió la más sonora bofetada de la historia de mano de una mujer, hermana de la reina, furiosa por sus manejos para desposeer a su sobrina, futura Isabel II, del reino de España, bofetada, hay que reconocerle, que arrancó una respuesta no menos memorable: «manos blancas no ofenden, señora»). Nuevas persecuciones, más ejecuciones, pronunciamientos en los rincones más insospechados de España, y el desfile consabido hacia la frontera de gentes que habían de emprender la emigración a menudo en las condiciones más precarias (sin contar la independencia de la mayor parte de las repúblicas americanas, consumadas bajo su reinado).

Lo extraño de la historia, y sobre todo de la de Madrid, es que en medio de los avatares políticos a que está sometida la ciudad en tanto que Villa y Corte, no parecen afectar gran cosa a la vida cotidiana de sus vecinos ni al medro de su comercio e industria.

Y si Fernando VII culminó la idea del Museo del Prado, en origen de Carlos III, también llevó a efecto la que se le había ocurrido a José Bonaparte en 1810: fundir en bronce la primera estatua que tuvo Cervantes y colocarla en una placita que entonces no era nada y hoy es la de las Cortes. ¿Leyó Fernando VII el Quijote ? Ni los reyes están para leer a Cervantes ni los escritores como yo para lucirse con preguntas tontas. También terminó Fernando VII la Puerta de Toledo, inauguró el Museo de Pinturas, el Museo Militar de Artillería e Ingenieros, el Gabinete Topográfico y la Bolsa, y «mandó reparar caminos y abrir nuevos paseos que circundan a la capital»… Y muchos más que acaso el lector no vaya a retener en su memoria.

Lo que se ve es que la independencia de las colonias, que tuvo lugar en su mayor parte durante el reinado de Fernando VII, supuso una liberación para la metrópolis, y esta inició su crecimiento inmediato. Fue beneficioso para España, económicamente, pero no tanto para las nuevas repúblicas. Tras la muerte de Fernando VII, que dejó ingrata memoria de sí y un pleito dinástico que dio lugar a tres guerras carlistas, todo iba a cambiar en Madrid… a mejor.

Recordémoslo en un párrafo. Fernando VII se había resignado a morir sin sucesión. El trono pasaría a su hermano Carlos María Isidro, que sí la tenía. Pero la cuarta esposa de Fernando VII, la italiana María Cristina, había tenido de él dos niñas. Cambios a la carrera de la ley que impedía trasmitir la corona a las mujeres, y descosido enfado de Carlos María Isidro, que, loco de desesperación, ve cómo una mujer joven y ambiciosa metida a regente le birlaba la ilusión de su vida: meter en cintura a un país que iba a pasos agigantados hacia el liberalismo y el abandono de las prácticas devotas (rezo del santo rosario). Tres guerras civiles, y miles de muertos en toda España, principalmente en las provincias vascongadas, catalanas y valencianas y en tierras navarras. Con el Pretendiente, toda la carcundia del país. El mito de las dos Españas nace entonces, como la leyenda negra había empezado dos siglos antes. A un lado, los liberales partidarios de las reformas de la monarquía y los tímidos republicanos y revolucionarios, y al otro curas, frailes y leyes viejas («frailes, moscas y carabineros», resumido por Baroja). De un lado la Ilustración, adaptada a España, o sea, aguada, y del otro, la Cruz en toda su crudeza, y en ambos lados la misma determinación: acabar con el enemigo a sangre y fuego.

159. Francisco Sancha, La Cuesta de los Ciegos , 1930.

Mesonero conoció bien ese momento, porque fue el suyo, el de su juventud.

Mesonero escribió un temprano Manual de Madrid (1833). Es un libro pequeñito, en octavo, acaso su mejor libro. Al mismo tiempo escribía y publicaba en los periódicos una clase de literatura importada de París sobre las costumbres y los tipos sociales. Tras la Revolución francesa y la visibilidad de la clase burguesa, los escritores, en su mayoría burgueses, empezaron autorretratándose, y después llevaron la pluma hacia arriba y hacia abajo, nobles y clases populares. Larra, amigo suyo y seis años menor que él, había vivido como hijo de exiliado afrancesado en París, y también empezó su carrera escribiendo esos artículos, como tantos jóvenes. El tono era el de todos ellos: nadie ha visto lo que nosotros, y nos vamos a comer el mundo. A Larra le devoró el mundo antes de cumplir los treinta, y acabó pegándose un tiro. Es el escritor madrileño por antonomasia, nació y murió en Madrid, y la mayor parte de lo que escribió tiene como protagonista la ciudad, sus calles y mercados, sus gentes, vicios e intrigas. Es moderno porque está roto y es clásico porque sigue siendo moderno.

El tono Larra ha gustado mucho más que el tono Mesonero.

Y el que es de Larra no suele serlo de Mesonero. «Me empalaga. Es un escritor vulgar y pedestre. Las escenas matritenses, para mi gusto, son insoportables», dice Baroja de Mesonero. Habla mejor de las Memorias de un sesentón , porque contienen algunos datos que no se encuentran en otras partes. Baroja tiene razón en parte. Mesonero es un escritor municipal, con mentalidad ferroviaria, sin salirse del carril. El Manual de Madrid (1833) es un librito corto que se puede leer aún con gusto. Luego lo fue estropeando al refritarlo y ampliarlo en otros títulos, El antiguo Madrid y las Escenas matritenses . Ahí enumera Mesonero algunas de las mejoras de Madrid, sin olvidar consignar que algunas fueron por indicación suya, como la rotulación y numeración de las calles.

Lo cierto es que el reinado de Isabel II fue para Madrid tanto o más que el de Carlos III. Dicho de otro modo, el Madrid de hoy tiene mucho más que ver con el de Isabel II, para bien, que con el del «rey alcalde».

Con ella en el trono, a partir de 1843, Madrid aún se engalanó más y más (por emplear un verbo que gusta a todos los cronistas de la Villa): se levantó el Congreso de los Diputados (hasta ese momento las Cortes habían ido saltando de sede en sede como los bohemios de café en café); el Teatro Real; la universidad (en la calle San Bernardo, donde sigue dedicada a actividades culturales y administrativas de la docencia, desplazada desde los años treinta a terrenos que lindaban por un lado con las estribaciones del Pardo y por el otro con las del parque del Oeste, en los que entonces eran arrabales de la ciudad); el canal que lleva su nombre, gran obra de ingeniería (y esta sí, decisiva en la vida cotidiana de los madrileños, porque metía al fin en muchas casas el agua corriente); la Casa de la Moneda y Fábrica del Sello (en la plaza de Colón: una lástima que se derribara en los años sesenta del siglo pasado, allí estaban los dos últimos humeros fabriles y por muy poco se habrían salvado, como el de la antigua fábrica del Gas, frente al Campillo del Mundo Nuevo, en el Rastro, que nos sirve de recuerdo del ultraísmo); algunos palacios, el de Linares (en la plaza de Cibeles), el del marqués de Salamanca (en Recoletos); se empezaron también la Biblioteca Nacional, el Museo de Ciencias Naturales y el Museo Arqueológico, y tras ellos una gran cantidad de obras que se irían acabando en lo que quedaba de siglo, que la reina terminó, como es sabido, en el exilio parisino: las estaciones de ferrocarril de Atocha y del Norte, el palacio de Cristal, el Banco de España, el Ministerio de Fomento, la Bolsa, la remodelación del Casón del Buen Retiro…

Madrid tiene hoy la fisonomía de Isabel II, como tiene el alma que le dio Galdós.

Pero acaso ninguna obra más significativa que la remodelación de algunas plazas; desde luego la de Oriente y la de la Ópera, la del Progreso, hoy Tirso de Molina, y la de Bilbao y, sobre todo, la de la Puerta del Sol en 1857.

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