Madrid

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23, La Puerta del Sol

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LA PUERTA DEL SOL

Es lo primero que hacen en Madrid los forasteros: acuden a la Puerta del Sol a ver la señal que marca el kilómetro cero «origen de las carreteras radiales», y corroboran de paso que el reloj de la Casa de Correos, que han tenido en su televisor tantas Nocheviejas, es tal cual lo han visto.

Yo, que paso a menudo por allí, suelo pararme fascinado con la ilusión de la gente que se pone sobre ese cero que tienen en la acera, esperando acaso ellos recibir una fuerza especial, como quien ha llegado al centro de la tierra.

Y el reloj tiene también su historia.

Lo construyó y donó en 1866 a la ciudad de Madrid el relojero Ramón Losada, sustituyendo al que había habido en la iglesia del Buen Retiro, averiado a todas horas. Cuando estábamos con lo del Comisionado de la Memoria Histórica se puso en contacto conmigo una señora. Lo hizo de compatriota a compatriota: como leonesa le dolía que Losada, el egregio cronometrista berciano afincado en Regent Street y de cuyas manos salió el Big Ben, no hubiera tenido aún el merecido reconocimiento del pueblo de Madrid. Como leonés he de confesar que hice cuanto pude, y como ciudadano del mundo reconozco que no logré que nadie quisiera recordar la munificencia de un hombre liberal que tuvo que irse de España huyendo de la policía que entonces dirigía el padre del poeta Zorrilla (y este acabó siendo amigo suyo y dedicándole una leyenda que tituló Una repetición de Losada ; repetición es como se les llamaba a los relojes que repetían las señales horarias).

La primera gran remodelación acabó en 1862. Hasta entonces la plaza no era sino una inflamación de la calle Mayor y Arenal, que se ensanchaba un poco frente a la Casa de Correos y seguía hacia la Carrera de San Jerónimo y Alcalá. Tiraron entonces un gran número de casas, la mayor parte de ellas bastante mezquinas, y construyeron las que hoy conocemos.

Fue de las pocas cosas de esta ciudad de las que seguramente podemos decir que ganó con las mejoras, convertidas tantas veces en peoras. ¿Y es bonita? Cómo no va a serlo. La Puerta del Sol es el verdadero salón de pasos perdidos de Madrid. En ceremoniosa, es la más bonita, como en provinciana lo es la de la Paja. De la Puerta del Sol se ha escrito una docena de libros. Uno de los más famosos es el de Gómez de la Serna, a quien se le ve en ese libro, que incluyó luego en su Elucidario de Madrid , luchar denodadamente para que su estilo no se cubra del hollín municipal. Este último es uno de los libros más bonitos de Madrid y uno de los de Ramón que yo prefiero, por varias razones: no se sabe de dónde se ha sacado los datos históricos que pone, y está bastante documentado, pero da lo mismo, una fecha mal dada en Gómez de la Serna ni añade ni quita; habla de un Madrid, el romántico del siglo XIX , que él todavía conoció, o sea que sabe de lo que habla; escoge de la ciudad los rincones que le gustan, y pasa del resto; la mayor parte de las casas, calles, cafés, oficios, rincones de los que escribe, han desaparecido o están tan cambiados que resultan irreconocibles, de modo que puede leerse como se lee una novela sobre las Cruzadas; se toma un poco a chirigota todo, lo cual le pone a salvo del solemne tono de los cronistas y, por último, excepto cuando se viene arriba y empieza con sus conocidas tracas de asociaciones extravagantes y greguerías a propósito de cualquier cosa, se le lee con golosa delectación, como vemos una vieja película de Buster Keaton o Harold Lloyd («Durante las madrugadas suceden en la Puerta del Sol cosas peregrinas […] se veía cómo las damas alegres dan a comer churros a los caballos de los simones»: ese es el genio de Ramón, esa maravillosa escena la habrá visto solo una vez, pero formará parte eternamente de la plaza y de mi memoria de esa plaza, sin haber visto yo esa escena).

El nombre de Puerta del Sol, tan bonito, le viene desde el siglo XVI , seguramente desde que movieron la antigua puerta de Guadalajara, colocada algo más cerca del Álcazar y desbordada con el nuevo caserío. Llegó a llamarse también plaza de la Pestilencia, por estar cerca el Hospital de Corte. Al poco tiempo la ciudad siguió creciendo hacia Alcalá de Henares (y de ahí el nombre de la calle) y dejó de haber también puerta, aunque la calle se ensanchó como la pitón que se ha comido una cabra. Lo que hubo allí fueron dos edificios importantes. Uno, el convento de San Felipe el Real. En los grabados se ve de fábrica imponente, con una explanada en uno de los costados a la que sostiene una arcada soportalada. A esa parte y a las de la entrada se las conoció como «gradas de San Felipe». La gente tomó la costumbre de citarse en ese lugar, que en muy poco tiempo pasó a considerarse el mayor mentidero de la villa, junto al que frecuentaban los actores muy cerca de su teatro, en una esquina de la calle del León. El de las gradas de San Felipe lo frecuentaban todos, nobles, soldados, criados, forasteros, clérigos, comerciantes que hacían allí negocios, cambiaban informaciones, contrataban, vendían… El nombre de mentidero gusta mucho también a los cronistas y folletinistas de capa y espada a lo González y Martínez y Diego San José, porque les permite lucirse y pintar un poco de costumbrismo. Ya se ha hablado de los mentideros. Y si estas gradas estaban demasiado concurridas (en los grabados aparecen siempre como un enjambre, o más exactamente como un avispero), las gentes se citaban en la cercana iglesia del Buen Suceso, cuya fachada daba a la Puerta del Sol y sus costados, uno, a la Carrera de San Jerónimo y otro a la calle de Alcalá. Enfrente tenía una de las principales fuentes de Madrid (coronada por la Mariblanca), donde se apostaban los aguadores encargados de subir el agua a las casas principales y llevarla a los cafés y comercios de la zona que lo desearan. Si la plaza Mayor era adecuada para mercados y espectáculos, la Puerta del Sol se convirtió en el centro de la ciudad. Pronto se quedó pequeña y decidieron ensancharla, tirando unas cuantas casas, el convento de San Felipe y la iglesia del Buen Suceso, al tiempo que cambiaron de sitio la fuente; cuando dejaron desocupado el lugar construyeron en hemiciclo las casas románticas y elegantes que conocemos. De la noche a la mañana la Puerta del Sol pasó de ser uno de los lugares más destartalados de Madrid a una de las plazas más bonitas de Portugal. Madrid y Lisboa están hermanadas por la Puerta del Sol. Muchos rincones hay en Lisboa que pudieran ser madrileños (pero desgraciadamente no a la inversa), y nada tendría de extraño encontrarnos un día con la Puerta del Sol al lado de la del Rossío o la del Comercio, aunque seguramente el Tajo encontraría una afrenta que se le comparara con el Manzanares. El éxito de la reforma fue tal, que inmediatamente se abrieron en sus bajos una docena de cafés (Imperial, Universal, Oriental, Colonial, Correos, Levante, y un poco más lejos, en Alcalá, Fornos, Praga, Recreo y otros), y se llenó de vendedores ambulantes que atronaban el espacio con sus pregones y entretenían al vulgo con toda clase de artilugios portátiles. Cuenta Azorín que Serafín Baroja, el patriarca de la saga, se apostó muchas noches en un rincón estratégico, dispuesto a sorprender el lugar sin un solo transeúnte. Al parecer la proeza le costó años, plantones y resfriados, porque ni siquiera en las noches más crudas y lluviosas de invierno conseguía verla vacía.

La plaza ha conocido diferentes épocas de esplendor. Acaso la primera plenitud la alcanzó durante la transición del 800 al 900. Los cafés que había en ella y en los alrededores popularizaron lo que en la época romántica era cosa de élites y lechuguinos y gomosos: desde el Parnasillo de Larra, Mesonero, Hartzenbusch y otros, al café de la calle del Prado donde se reunieron, años después, los hermanos Bécquer. Había tertulias de toda clase, de políticos, de literatos, de comediantes, de abogados, de médicos, de funcionarios más o menos transitivos, de boticarios, de empleados y horteras, y con frecuencia los de unas ambulaban a otras, y casi todas tenían una representación permanente de las demás.

160. Kaulak, calle de la Montera antes de la remodelación de Sol.

Los que quieren hacernos creer que la cigarra es mejor que la hormiga, aseguran que la generación más brillante de escritores que ha tenido España desde el Siglo de Oro, la segunda Edad de Oro o la Edad de Plata como también se la conoce, se curtió en esos cafés, de Valle-Inclán, Unamuno, los Machado o Rubén Darío a Azaña o Gómez de la Serna. Pero lo cierto es que hubo otros tantos que no pusieron los pies en ellos: Juan Ramón Jiménez, Pío Baroja, Azorín (por misántropos); Galdós, Palacio Valdés, Pardo Bazán (por viejos); Ortega y Gasset (por orgulloso); Giner, Cossío, Jiménez Fraud y los institucionistas (por higiene); o los más jóvenes Lorca, Dalí, Buñuel (por preferir los clubs privados, como la Residencia de Estudiantes, o las suarés elitistas del diplomático Morla Lynch), aunque tampoco renunciaran a las modernas cervecerías y cabarés y se les viera mariposear en los años veinte por el Gran Café Social y de Oriente (los jóvenes lo quieren todo).

Casi todo lo importante de lo que ha sucedido en la España moderna ha empezado en la Puerta del Sol: desde el motín de Esquilache o el 2 de mayo de 1808 a la segunda República. Se proclamó esta desde los balcones de la antigua Casa de Correos, entonces Ministerio de la Gobernación, ante una multitud enfervorizada. Aquella exultación dio paso, en muy poco tiempo, a otro Madrid, el de la República, tantas luces como sombras, y el de la guerra civil, más sombras que luces, en realidad a oscuras. Como hemos visto.

Tras la guerra civil la Puerta del Sol, con muchos de los cafés cerrados (la vida había cambiado ya mucho y tampoco era aconsejable hablar de casi nada), se aprovincianó lo indecible y empezó a parecerse a lo que había sido incluso antes de la reforma de 1860: centro pero no central. Sin el contrapeso cosmopolita de las tertulias, los comercios criaron una pátina pueblerina que no tenían desde que Estupiñá hacía de recadero para la mamá de Jacinta, la de Fortunata . Por si fuese poco, las nuevas autoridades instalaron en el Ministerio de la Gobernación su Dgs (Dirección general de seguridad) y los calabozos, que fueron a la policía secreta lo que la Lubianka a la Nkdv soviética. Se detuvo y se torturó mucho en ese lugar. Dos o tres generaciones de dirigentes políticos y sindicales madrileños fueron conducidos a ellos durante cuarenta años. Solo una vez al año, el 31 de diciembre, la plaza parecía olvidar esos dolorosos detalles y a quienes desde sus sótanos acaso oyeran la algarabía. Esa de acompasar a las doce de la noche las campanas del reloj de Gobernación tomando doce uvas es la costumbre de mayor proyección universal de esta plaza, más que la de comer gallinejas y entresijos, más que las rosquillas del santo, más que la licuación de la divina linfa del Cristo de Medinaceli. Empezó tímidamente a finales del siglo XIX . Al principio, unos pocos, siempre en la Puerta del Sol, y no sé si siempre hubo quien la celebrara. Yo nunca he visto ese tránsito anual in situ, porque basta seguirlo por la televisión para deprimirse igual o más. Así lo ha hecho uno desde hace lo menos cuarenta años. En el León de mi infancia no había de eso, y la gente iba a una misa de medianoche a San Isidoro y acompañaba las doce campanadas propinándose en el pecho con el puño cerrado grandísimos golpes de contrición. Mi mujer, y luego mis hijos, le han arrastrado a uno al paganismo. Mientras solo había una televisión, los españoles se hermanaban en esos minutos; lo primero que hicieron algunos, en cuanto se proclamó el estado de las autonomías, fue entronizar campanas que hablaran catalán, valenciano, castúo o vascuence. No obstante, la España más pobre, esa que no tiene sentimientos nacionalistas, se convoca en esa plaza, o delante de sus televisores, para celebrar las que salen todos los 31 de diciembre del reloj de Losada.

Cabe contar muchas cosas más de la Puerta del Sol.

Desde 1860 la han reformado muchas veces, con jardines, sin ellos, con tranvías, sin tranvías, con las bocas del metro a un lado, al otro, con tráfico en un sentido, en dos, sin tráfico o a medias, con reverberos fernandinos o farolas posmodernas, con la fuente aquí, más allá, redonda, oblonga, con más chorritos, con menos… Los cambios se hacen, claro, a gusto de cada alcalde y a cargo del presupuesto. Los alcaldes acaban creyendo que la ciudad es como su propia casa. Llegan y cambian los muebles de sitio, los más vanidosos y prepotentes tiran los viejos y compran otros nuevos, por lo general mucho más feos, pero se los venden en la tienda del cuñado o de un amigo. No hay alcalde que no considere que a la ciudad le falta tal o cual estatua de tal o cual prócer, y se apresura a encargársela al escultor de moda, también amigo o cuñado suyo. La ciudad se va llenando así de unos cuantos adefesios que tardan en sustituirse cien años, los necesarios para que nadie, ni siquiera los ediles y concejales de turno, sepan ya quiénes son todos los de esa caterva de hombres ilustres. Algunas veces, no obstante, atinan. Como cuando pusieron la estatua de Carlos III en la Puerta del Sol, frente a la antigua Casa de Correos. Con una paloma siempre en el hombro parece un halconero. La Puerta del Sol no es la Piazza del Campo de Siena, pero yo quitaría todos los trastos, fuente incluida, y dejaría solo esa estatua. Las fuentes se inventaron para cuando hacían falta y los vecinos se aprovisionaban del suministro que necesitaban. Ahora solo sirven para que las iluminen con colores radioactivos y la gente tire las colillas al agua.

161-162. Dos postales de la Puerta del Sol en los años cincuenta.

Cuando escribo estas líneas anuncian la última reforma proyectada.

Muestran algunas imágenes virtuales. Está mejor y más lucida, han suprimido de ella casi todo, empezando por el tráfico. Las ciudades, como las casas, se van llenando de trastos, igual que las personas nos vamos cargando de defectos. Por lo general las casas, las ciudades y las personas con los años vamos a peor. Por eso las limpias drásticas son necesarias de vez en cuando, oxigenan y nos rejuvenecen. En la nueva plaza solo conservarán en un rincón las estatuas de la Mariblanca y la de Carlos III. Como en España hoy las cosas van muy deprisa, lo mismo cuando se lleve a efecto esa reforma, quitan también la de Carlos III, y sería una lástima, porque esta le da ese aspecto metafísico que, después de De Chirico, debieran tener todas las plazas. Claro que también deberían quitar la placa que pusieron los anteriores: «El pueblo de Madrid en reconocimiento al movimiento 15M que tuvo su origen en esta Puerta del Sol: “Dormíamos, despertamos”». Se ve que estaban convencidos de que todo el mundo se iba a acordar siempre de qué era eso del 15M . En la Puerta del Sol caben como mucho quince o veinte mil personas, y en Madrid viven casi cuatro millones. Seguro que habrá dos o tres millones de madrileños que sienten que ese pueblo no les representa, pero yo sé que lo han puesto así para remedar la otra placa famosa de esa plaza, la que recuerda cómo «los héroes populares riñeron en este mismo lugar el primer combate con las tropas de Napoleón el 2 de mayo de 1808», dando a entener que ellos y los héroes populares, Rodríguez Zapatero, a la sazón presidente de gobierno, y Napoleón, lo mismo. Aquel 2 de mayo hubo más de cuatrocientos muertos y el 15M , cinco años después de despertar, estaba sentado en la bancada azul de un gobierno socialista.

Hoy la plaza es un lugar bastante antipático, como tantas otras plazas famosas del mundo en Roma, Venecia, París, Londres o Nueva York, llena de gente a todas horas, con grupos de turistas que atienden las explicaciones de un guía que vocifera frases de repertorio, mezclados con desgraciados que llevan un disfraz de pato Donald para que se retraten con ellos unos que vienen de Toronto o París de selfiarse con un pato Donald idéntico, sin contar a aquellos hombres sangüis, que se pasean emparedados con cartelones amarillos y letras negras que anuncian propincuas casas de compraventa de oro. Hace unos pocos años alguien (un alcalde) pensó que era necesario abrir en el firme un gran distribuidor de metro, y a la plaza le salió un absceso tremendo de hormigón y cristal. Lo quitarán dentro de cincuenta años, cuando ya hayan fastidiado la vida de dos generaciones de madrileños y gentes de paso que verán eso como un monumento al mal gusto de nuestro tiempo. El mes de diciembre la plaza conoce las tumultuarias colas de ilusos de todas partes de España que vienen a comprar a los herederos de doña Manolita, conocida lotera, el número de la suerte para los sorteos de Navidad y El Niño. Aparte del establecimiento de doña Manolita (que también ha cambiado de emplazamiento varias veces, sin salir de la Puerta del Sol) hay una docena de gitanas que venden décimos expedidos por esa misma administración. La superstición de que es la lotera española más premiada está más arraigada que la evidencia de que reparte más premios que ninguna solo porque es la que más números vende, lo que justifica colas de tres y cuatro horas delante de su administración.

163. Kilómetro cero. El metro cuadrado más visitado y pisado de España. Nada ilusiona tanto como creer que hacemos real una abstracción. Esa es la razón de que quienes quieren acabar con la ilusión de un centro se vean obligados a poner este en otra parte, casi siempre imponiendo otra ficción.

Los cafés y comercios de hace apenas cien o cuarenta años han dado paso a locales de comida rápida y tiendas de multinacionales, y el público provinciano de entonces ha sido sustituido por un público que ha perdido su encantador provincianismo y tiene de cosmopolita solo el billete del avión que le ha traído hasta allí.

Yo echo de menos los nombres que desaparecieron con la reforma de 1857: las calles de la Zarza, Majaderitos y Cofreros, pero, sobre todo, el callejón de la Duda.

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