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Retales madrileños » 5. Madrid y el coronavirus

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5 Madrid y el coronavirus

La visión de un Madrid vacío, sin coches circulando ni peatones, formaba parte únicamente de la distopía y la ficción (en un cuadro, en una película, en un relato). Cuando tal cosa ocurrió en marzo de 2020, con los más de tres millones de madrileños confinados en sus casas por la pandemia de coronavirus (junto a otros cuarentaitrés millones de españoles en sus respectivos lugares de residencia) y casi cien mil infectados colapsando los hospitales faltos de medios médicos, la extrañeza mutó en sentimientos difíciles de vestir: el del miedo y la inquietud, el de la impaciencia y la fatalidad. Madrid volvió a ser una ciudad medieval cerrada por la peste que contemplaba impotente su propio fin: El terror de 2020 . En cuatro meses el número de contagios alcanzó en Madrid los casi ochenta mil (de los trescientos mil que se contabilizaron en España), y casi nueve mil muertos (de un total de veintiocho mil), según unas cifras manipuladas a la baja por el gobierno. Diversos organismos oficiales establecieron al fin la cifra: alrededor de cuarentaicinco mil muertos en toda España y más de dos millones de contagiados.

Madrid había padecido antes, cierto, grandes hambres, necesidades y epidemias, altercados y sitios militares, pero ningún suceso tan terrible como esa epidemia que se desató con inusitada celeridad y letalidad. Ni las revueltas populares y la consiguiente represión de 1808, ni la hambruna de 1811, ni las matanzas de frailes de 1834 originadas por el bulo que los acusaba del envenenamiento de las aguas, ni «la gripe española» de 1918, ni siquiera el asedio de la guerra civil con su siniestra lógica (1936-1939), ni «el año del hambre (1941), ni el sida de los años ochenta, ni la intoxicación por el aceite de colza de 1989, ni los atentados islamitas de Atocha de 2004 causaron tanto espanto ni recluyeron a los madrileños en sus casas como lo hizo ese virus que partió de Wuhan (China) y a través de Irán e Italia llegó a toda Europa, pasando a Inglaterra, a los Estados Unidos y al resto de América y del mundo, dejando tras de sí millones de infectados y cientos de miles de muertos. El enemigo era invisible y nadie sabía apenas cómo combatirle.

Madrid, que de tantos privilegios ha disfrutado a lo largo de la historia por su capitalidad, pagaba una vez más el alto precio de la concentración de poder y de la población (en el caso del coronavirus el poder mal entendido empleado contra la población: ya en curso los contagios, el gobierno alentó manifestaciones multitudinarias de neto carácter ideológico que lanzaron la epidemia a proporciones exponenciales). Cuando su loca carrera era patente, el gobierno de España, que jamás reconoció su irresponsabilidad en el agravamiento de la enfermedad, proclamó el «estado de alarma» y montó un «dispositivo» gestionado por cuatro ministerios estratégicos (Defensa, Interior, Sanidad y Transportes), el cuartel general contra el virus, al mando del cual puso a un «experto», un médico que pronosticó la pandemia como algo parecido a una gripe que apenas causaría en España «una o dos víctimas significativas».

Ateniéndonos a esa tetrarquía, así quedaría este apartado, redactado con anterioridad a la pandemia.

Militares, policías y guardias civiles . Los acuartelamientos madrileños, propios de la corte o de la capital del Estado, se han emplazado tradicionalmente a la afueras de la ciudad. Fueron importantes el cuartel de Guardias de Corps (para oficiales en el siglo XVIII , en funcionamiento como cuartel hasta después de la guerra civil y hoy destinado a funciones culturales con su nombre tradicional de Conde Duque), el cuartel de San Gil (hasta mediado el siglo XIX , en la explanada de lo que es hoy plaza de España, demolido; el edificio madrileño que más le impresionó a Auguste Rodin) y el cuartel de la Montaña, clave en la sublevación de 1936 y destruido durante la guerra y desmontado después de ella, para llevar la mayor parte de los acuartelamientos a la zona de Campamento (carretera de Extremadura), hoy muchos de ellos ya desmantelados. El Cuartel General del Ejército y el Estado Mayor del Ejército siguen en el centro de la ciudad (en el palacio de los Consejos de la calle Mayor y en el palacio de Buenavista de la de Alcalá), pero su discreción es tal, que parecen ejercer un camuflaje deliberado, al igual que el del resto de las fuerzas armadas (policías armados, guardias urbanos y guardias civiles) desplegados en la capital en cientos de comisarías y cuartelillos. Por lo general el desempeño de sus funciones de vigilancia es tan sigiloso como la celeridad y eficacia con la que suelen atajar los desórdenes públicos y la comisión del delito, así como garantizar los mecanismos de prevención, todo lo cual redunda en una relativa tranquilidad ciudadana. Madrid desde luego es más seguro que en tiempos de Felipe IV o que muchas otras ciudades modernas de nuestro entorno. Y así lo demostraron a lo largo de la pandemia de manera ejemplar.

215. El cuartel de Conde Duque, años setenta.

Hospitales y cementerios . Aunque enunciado de ese modo pudiera parecer que los cementerios son consecuencia de los hospitales, no es ni mucho menos lo que se pretende. Incluso en los peores momentos del coronavirus, los madrileños confiaron plenamente en sus excelentes hospitales públicos, y mientras duró su confinamiento no dejaron de asomarse a sus ventanas y balcones cada tarde para mostrar con sus aplausos la gratitud y el reconocimiento a médicos, personal hospitalario y cuantas profesiones se quedaron en primera fila combatiendo la enfermedad y avituallando a la población (transportistas, tenderos, farmacéuticos). El lenguaje bélico volvió a los discursos de todos los líderes mundiales, que desempolvaron los de Winston Churchill en que inspirarse. A diferencia de lo que ocurría hasta épocas relativamente recientes (hasta mediados del siglo XX ), no digo yo que la gente estuviera deseando ir a un hospital (y menos durante la pandemia, verdaderos nidos de contagio), pero cuando no tiene más remedio que ir a alguno, suele salir de él bendiciendo la sanidad pública española y profundamente agradecido a la competencia de su personal sanitario (y más si llegara a acordarse de algunos de los antiguos, el Hospital de Apestados, el de la Buena Dicha, el de los Incurables, el de las mujeres perdidas, el del Pecado Mortal o el de la Misericordia, de los que no solía salir nadie vivo o lo hacía en tal estado que acababa pronto en el cementerio): La Paz, el 12 de Octubre, el Gregorio Marañón, el Ramón y Cajal, la Fundación Jiménez Díaz, el hospital de la Princesa y para pediatría el maravilloso del Niño Jesús, y el hospital de la Princesa, así como todo un cinturón de hospitales de periferia: Móstoles, Getafe, Leganés, Alcorcón y Fuenlabrada, públicos de gestión privada; y los privados, la clínica Quirón de Pozuelo y el clásico Rúber, son buena prueba de lo que acaba de decirse. Hasta ciento noventa entre públicos y privados prestaron un servicio extraordinario en aquellas aciagas semanas de la pandemia, en la que los enfermos contagiados morían solos, sin la compañía de sus seres queridos, que veían además cómo ni siquiera podían acompañar sus cuerpos a los cementerios, y se prohibieron los funerales. Cosa tristísima para quienes al dolor de perder a un ser querido habían de sumar el de no haberle podido confortar en sus últimos momentos o acompañarlo a la tumba.

216. El Hospital Provincial (hoy Museo Reina Sofía), h. 1930.

Antes de que hubiera estadísticas, el viajero que quería conocer cómo se vivía en un lugar se paseaba por sus cementerios. Por el ornato de las tumbas y las fechas que suelen acompañar el nombre de los difuntos, se hacía una clara idea de si allí la población era longeva y cuánto, y por la magnificencia de sus túmulos funerarios cómo de ricos eran sus ricos. En Madrid se enterraba en las parroquias y conventos (lo que explica, con tanto meter y sacar huesos, que se hayan perdido tantos ilustres, de Cervantes y Lope a Velázquez). Por razones de salubridad, Carlos III prohibió esos enterramientos y empezaron los primeros cementerios a las afueras. Ha habido muchos a lo largo del XIX , desmontados cuando el crecimiento de la ciudad los alcanzaba. Los tradicionales son el de San Isidro y unas cuantas Sacramentales (del siglo XIX ) próximas a él, con las mejores vistas sobre la ciudad, y el del Este o de la Almudena, el más grande, con el Cementerio Civil al lado, en el que están enterrados algunos de los mejores españoles.

Cárceles . De las cárceles poco puede uno decir, sino que en algunas de las actuales parece que se está mejor que fuera, y en otras, que algunos estén demasiado poco tiempo para el mucho dolor y mal que causaron, y que con todo y con eso nadie está libre de acabar en una de ellas.

No ha estado uno en ninguna de las madrileñas más que por televisión, y hablaría de oídas. Fueron en Madrid tristemente célebres por su rigor la Cárcel de Corte, hasta el XIX (hoy palacio de Santa Cruz), y el Saladero (desaparecida a finales del XX , en Alonso Martínez). A las ejecuciones públicas acudía la gente, otro más de los alicientes de vivir en Madrid (lo cuenta Baroja). Se hicieron muchas coplas de esos sucesos, de la gallardía (Diego de León) o cobardía (Riego) de los reos, en aquellas horas del amanecer: «Al son de las avecillas / que están harpando sus cantos / recuerda un preso que tiene / casi la muerte en los labios». Hubo también en el XIX muchos otros correccionales para mujeres descarriadas y refugios. Galdós, al final de su vida, se mudó a un chaletito que estaba a dos pasos de la cárcel Modelo, la primera construida con un panóptico (archivo de los horrores y derruida después de la guerra civil para levantar en su lugar el Ministerio del Aire; desde la ventana de uno de los pisos altos de este se arrojó vestido de gala el brigada y poeta palentino Justo Alejo, que dejó un libro inédito de poemas con el hermoso título de Ministerio del Aire), y oía los tambores y cornetas de los soldados que la custodiaban. Aquello era un descampado. Durante la guerra civil se improvisaron otras en conventos y colegios (San Antón, Porlier). Cárceles, hospitales y cementerios gustan de buscar los arrabales. En mi Edad Media evitó uno cuanto pudo (estaba no lejos de mi pensión) la tristemente célebre de Carabanchel, que apuntaló el franquismo hasta su extinción. Hubo otra en Yeserías para mujeres, que sustituyó a la que hubo en Ventas. Hoy están en Soto del Real y en Alcalá-Meco, y su sola visión encoge el corazón y lo nubla de tristeza, porque no deja uno de recordar las palabras de Cervantes, gran cautivo, sobre la libertad, supremo bien del hombre, y la congoja de perderla.

Transportes y mercados . Lo que distingue a Madrid y otras urbes modernas de las ciudades de provincia son precisamente estas dos cosas.

Los madrileños se pasan la mitad de su vida metidos en metros, autobuses y trenes de cercanías o en sus propios vehículos, y la mitad de su tiempo libre en unos grandes almacenes, después de haber pasado por el mercado. Estos hoy, en los países desarrollados, han llegado ya a todas partes y no es infrecuente tropezarnos en pueblos de menos de diez mil habitantes con supermercados y almacenes que hace cincuenta años solo se encontraban en las grandes ciudades, al tiempo que el comercio por internet ha igualado los hábitos de los compradores, acabando por igualarlos a todos.

No así los transportes, tal vez la única desventaja real que tienen los madrileños respecto de aquellos que viven en ciudades más pequeñas o en pueblos. La vida en Madrid tiene este punto antipático y agobiante: ruido, contaminación, atascos, de los que apenas se libra nadie. «Madrid es un asco» y «necesito salir de Madrid» son dos de las frases predilectas de los madrileños. Desde los primeros «tranvías de sangre» (arrastrados por mulas y primer transporte público colectivo junto a tartanas, diligencias y simones de mediados del siglo XIX y principios del XX ) hasta los metros sin conductor actuales, Madrid no ha hecho sino multiplicar sus comunicaciones, horadando el subsuelo con mil galerías, urdiendo la superficie con una tupida red de vías y abriendo todas las calles al tráfico rodado, libre o restringido.

Madrid empezó a ser moderna con los primeros faroles con Carlos III, pero se zambulló en la modernidad cuando lo invadieron los automóviles, circulantes o estacionados, y el metro y los trenes de cercanía trasladaron en muy poco tiempo a ingentes masas de viajeros. La fisionomía de la ciudad y los hábitos de sus vecinos cambiaron por completo: una ciudad sin coches o sin circulación solo puede sugerir hoy guerra, pandemia, muerte. Y sin embargo son ya muchos los que creen que o las ciudades cambian el modelo que las ha traído hasta aquí, o les espera igualmente la destrucción, la muerte.

La distancia entre el lugar de residencia y el de trabajo obliga a más de dos millones de madrileños a desplazarse a diario, a menudo en largos trayectos. Y dos millones de vehículos son también los que circulan a diario por todas sus calles, avenidas y circunvalaciones. Desde hace medio siglo las autoridades municipales y estatales se ocupan con denuedo (por razones de higiene acústica y respiratoria: ruidos y contaminación, y de movilidad: grandes atascos y la consiguiente pérdida de horas de trabajo), en mejorar las condiciones del transporte público, así como en cursar ordenanzas que estorben o disuadan del uso del transporte privado. Los frágiles equilibrios entre bienestar, crecimiento y desarrollo y la difícil tarea de cambiar los hábitos de la gente hacen que Madrid parezca una pobre criatura que repite con fatalidad: «esto ya no tiene remedio».

Y de ese modo lo percibimos: al tiempo que reconocemos que los cambios necesarios acabarían con la ciudad tal como la conocemos, seguimos con la inercia que acaso la transforme en pocos años hasta volverla irreconocible.

Claro que los madrileños del mañana puede que se acostumbren al futuro Madrid y no echen de menos ni el silencio, ni las calles sin coches y sin gente, ni el aire limpio, compensados por otras ventajas y remedios, y por nada del mundo querrían vivir en nuestro mundo como tampoco nosotros querríamos vivir en el Madrid de Carlos III.

Todo esto cambió con la llegada del coronavirus. Madrid se convirtió en una ciudad que hubiera padecido una descarga viral y aniquilado a todos sus habitantes. Los coches particulares parados y los transportes públicos fuera de servicio en su mayor parte. Si la animación de gentes y coches es parte consustancial de la ciudad, su ausencia no deja de ser algo tristísimo y deprimente.

217. Antigua cárcel Modelo.

El comercio madrileño (mercados, tiendas, almacenes). La visita a los cementerios solía despertar en los viajeros las ansias de seguir con vida, lo que les llevaba de vuelta y de una forma natural a los cafés, comercios locales y mercados, para apuntalar de la mejor manera posible su subsistencia.

Pese a no ser Madrid una ciudad que se haya podido autoabastecer de nada (ni de agua a partir del XIX ), ha sido secularmente la mejor abastecida (como sabía muy bien el Estupiñá de Fortunata ).

Madrid tiene, después de Tokio, la lonja de pescado más grande del mundo. El besugo es (o era) la comida tradicional de los hogares burgueses de la capital. El vientre de París tituló Zola una de sus novelas más célebres. El vientre de Madrid, tras haber estado en diversos emplazamientos (plaza Mayor, Mostenses, Olavide, Puerta de Toledo, Legazpi, San Antón, San Miguel y plaza de la Cebada) está hoy en Mercamadrid, su mercado central. En él se surten a diario todos los demás mercados y comercios de víveres de la ciudad. La intendencia que hace posibles estos fluidos hoy ya no llama la atención. Madrid es una ciudad tradicionalmente bien abastecida, y se precia de recibir de todas partes las mejores y más escogidas vituallas: los pescados del norte y del levante, las terneras de Galicia y los corderos de Castilla, los aceites y vinos de Andalucía, las verduras de Navarra y Murcia… De los antiguos mercados hechos a la manera de Eiffel en el Madrid viejo la mayor parte o se tiraron y desaparecieron (Olavide, Mostenses y el de la plaza de la Cebada) o se rehicieron o reformaron (San Antón, Barceló, Cebada, Mostenses, San Miguel, San Antón).

Si para los grandes almacenes es hoy Madrid como cualquier ciudad grande o mediana, para el pequeño comercio tradicional, raro y especializado (muelles y resortes, lutieres, lacadores, taracistas, sastres), sigue pareciéndose algo a Londres, París o Lisboa, y al antiguo Madrid. La supervivencia de muchos de estos artesanos es consideraba signo de civilidad, como la conservación de las especies biológicas raras y vistosas, como el lince. La parada en alguno de los escaparates de sus comercios tiene a estas alturas la significación de la parada en la vitrina de un museo o en la capilla lateral de un templo.

218. Mercado de los Mostenses, h. 1950.

Y la iglesia . La pandemia del coronavirus fue de tal virulencia que muchos hallaron únicamente esperanza en su fe y sus prácticas religiosas.

Cuando en el siglo XVII había en Madrid más de un centenar y medio de conventos, oratorios, humilladeros, iglesias y cofradías, apenas había media docena de hospitales y una docena de instituciones benéficas, asociadas a las órdenes religiosas y a nobles caritativos. A la iglesia iban todos, a los hospitales solo los pobres y la gente se pasaba el día entrando en las iglesias para pedir a Dios no tener que poner un pie en los hospitales, porque de ellos no se solía salir con vida (memorable El coloquio de los perros , de Cervantes).

Madrid fue creciendo y el número de conventos e iglesias descendiendo paulatinamente o de golpe (desamortización de Mendizábal, 1837), y aumentando, hasta hoy día, el de los hospitales, sanatorios y clínicas privadas (el número de las cárceles y su capacidad aumentó a medida que lo hacía la población, disminuía el rigor de las penas y se humanizaba el trato a los reclusos).

Hoy la tendencia se ha invertido: las visitas que se hacían antiguamente a iglesias y parroquias se hacen a los hospitales.

Aunque ambos asuntos (salud y religión) tengan una dimensión pública, forman parte también de la vida privada y aun íntima de las personas.

De las iglesias madrileñas, el lector de este libro habrá visto que le parecen a uno bonitas si son pequeñas, y más por fuera que por dentro, y más aún de lejos que de cerca, acentuando con sus cúpulas y chapiteles los viejos tejados de Madrid. Desde luego, mi juicio es más benévolo que el de Galdós (que le valió fama de anticlerical y le trajo tantos inconvenientes): «Las iglesias de esta villa, además de sucias, son verdaderos adefesios como arte. Así que no podemos alzar mucho el gallo. El barroquismo sin gracia de nuestras parroquias, los canceles llenos de mugre, las capillas cubiertas de horribles escayolas empolvadas y todo lo demás que constituye la vulgaridad indecorosa de los templos madrileños…», leemos en Fortunata . La mayor parte han quedado encajonadas entre las casas, y pueden pasar inadvertidas. Las más viejas se han ido fosilizando y a las modernas, construidas desde el último tercio del siglo XIX hasta hoy, les quedan uno o dos siglos para ponerse bonitas.

Aquí van, de más a menos, las que uno prefiere:

San Andrés (siglo XVI y reformada tras diferentes incendios), junto a la plaza más bonita de Madrid, la de la Paja, al atardecer, con los niños jugando por allí.

San Francisco el Grande (siglo XVIII ), la que da carácter a las vistas más clásicas y románticas de Madrid desde el otro lado del río. Por dentro podría pasar por una logia masónica, con frescos grandes y entonados de buenos pintores del XIX . José I Bonaparte quiso instalar allí el Congreso de Diputados y el Panteón de Hombres Ilustres. Durante la guerra fue depósito de cincuenta mil objetos de arte incautados, hasta que por seguridad, se trasladaron a Santa Bárbara y San Fermín de los Navarros. Se le ha quedado un aire pagano y tristón.

219. Iglesia de San Francisco el Grande.

Nuestra Señora de las Maravillas , en la calle de la Palma, en el barrio del que Rosa Chacel escribió una obra maestra: Desde el amanecer . Tal vez la iglesia más bonita por dentro: no tiene nada, paredes blancas, unos pocos cuadros (dos de Zurbarán), unos bancos y gentes de toda edad y condición que al caer la tarde entran, se sientan y pasan un rato, pensando en sus cosas o rezando en silencio. Cuando alguien abre la puerta llega de fuera la animación de quienes se están bebiendo la vida a grandes sorbos en las terrazas de la propincua plaza del Dos de Mayo.

El Cristo de Medinaceli . En esta iglesia hay que entrar al menos una vez en la vida, como los musulmanes en La Meca. Y luego se entiende todo. Lo mejor, como siempre, no es el Cristo, que asusta, sino los devotos y devotas. Llevan pintados en su rostro tan humanísimos desvelos que le entran a uno ganas de abrazarse con todos y cada uno de ellos, como Nietzsche, en Turín, al caballo que apaleaba sin piedad un carretero.

San Antón . No vale mucho como iglesia (aunque tiene un goya extraordinario que merece la visita; en realidad es copia, aunque no se nota, el original está en el Prado), pero desde hace unos años permanece abierta las veinticuatro horas para que mendigos y vagabundos tengan un sitio donde reposar y pasar las largas y gélidas noches de invierno, durmiendo o tomando el caldo caliente que les dan en la puerta o esperando allí pacientemente que cambie su suerte. Cada 17 de enero, día del santo, cortan al tráfico rodado la calle de Hortaleza, y vienen de todas partes de Madrid cientos de personas con animales y mascotas a ponerlos bajo la protección de san Antón, y por unas horas Madrid vuelve a ser un pueblo, con tantos perros, periquitos, caballos, borricos, bueyes, galgos y hasta un gran verraco que lleva uno de los gitanos del Rastro, engalanado el animal con repolludos lazos rosas y un gran cencerro. Y por hacer pendant con San Antón, la iglesia del Cachito de Cielo , muy madrileña y tan fea como la otra, pero las monjitas también reparten ahí cafés y bocadillos, por la mañana, y comidas.

San Isidro . En la calle Toledo. Tampoco es bonita, como tampoco lo son los otros dos grandes templos de Madrid, Nuestra Señora de Atocha y la Almudena, importantísimos en la historia de la ciudad. A San isidro lo afearon aún más retocando las dos torres. Fue la catedral de Madrid durante mucho tiempo y como en otras iglesias (San Sebastián, San Martín, San Antonio de los Alemanes), lo más bonito en ella son los días señalados (Domingo de Ramos, 15 de mayo, fiesta de San Isidro, Semana Santa), porque el atrio se llena de pobres que piden y gitanos que venden ramos de olivo y de palma, y estampas del patrono de los labradores, cuyo cuerpo incorrupto se guarda allí.

Conventos de las Descalzas y de la Encarnación . Cada uno en su estilo y con sus propios tesoros. A estas alturas se parecen más a un decorado de una película de época (siglos XVI y XVII , respectivamente) que a un cenobio, pero de ello nadie tiene la culpa.

Los Jerónimos . La única iglesia gótica de la ciudad, aunque si nos dijeran que es neogótica, también lo creeríamos. Ha sido durante muchos siglos la más aparente, de la que han echado mano reyes, nobles y ricos para sus bodas. El claustro renacentista del monasterio de monjes jerónimos que hubo al lado, en ruinas muchos años, fue, tras una reforma lujosa, añadido al Museo del Prado, que lo utiliza para sus cócteles y recepciones por su enorme parecido con los claustros que se conservan en el Museo Metropolitano de Nueva York.

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