Madrid

Madrid


Retales madrileños » 6. Madrid y la música y el teatro

Página 40 de 67

6 Madrid y la música y el teatro

De todas las artes es la música la que mayor poder de evocación logra arrancar del corazón y la memoria humana, la que más directamente apela al sentimiento. Apenas unos compases de Juan de la Encina, Tomás Luis de Victoria, Martín y Soler, Chueca o Falla bastan para que se nos presente con poderosa persuasión el siglo en que fueron compuestos y el espíritu de su época.

La creación musical madrileña por antonomasia es la zarzuela. Recibió su nombre del Palacio de la Zarzuela, el pabellón real de caza, que a su vez lo obtuvo de los intrincados zarzales que lo rodeaban. En él se interpretaban. Fue en principio una ópera ligera, con unas partes cantadas y otras habladas. Las primeras «zarzuelas grandes», del siglo XVII , no se conservan, pero el género hizo fortuna y cuando llegó el XVIII daba frutos ya en sazón. De pronto las músicas palaciegas se hermanaron con fandangos, seguidillas y rondós.

De la «zarzuela grande» se pasó a la «zarzuela chica» o «género chico» (por la duración, de una hora, no por la calidad), desde Martín y Soler, José de Nebra, Boccherini, Gaztambide o Barbieri a Bretón, Chueca y Chapí.

A diferencia del teatro, la música culta profana necesitó de la corte para sobrevivir, del noble y del obispo. El romanticismo, que rompió tantos moldes, abrió en Madrid muchos teatros donde los músicos podían estrenar sus obras y vivir del público. La venida de Rossini a Madrid, donde vivió unos meses, fue decisiva. En muy pocos años, y a instancias de Isabel II, se construyó el Teatro Real (1850), frente al palacio. A partir de entonces los dramas que se estrenaban en el teatro parecían tener un correlato en los del palacio, no pequeños y a menudo de enredo y vodevil.

Madrid crecía muy deprisa durante el XIX en habitantes y los teatros se multiplicaban a igual ritmo. Junto con las verbenas y los toros el teatro fue el único recreo colectivo. El gran hallazgo fue entonces, a mediados de ese siglo, el «teatro por horas», en dos o tres salas de los barrios bajos. Se abarataron las entradas y el público, que le había dado la espalda, volvió a llenarlos.

220. Palacio Real y globo, grabado del siglo XVIII .

En apenas cincuenta años, los que van de 1875 a 1925, Madrid vivió su edad dorada musical. El género chico o lírico se apoderó de todo: obras livianas, chispeantes, abrumadoramente referidas a los asuntos y clases populares madrileños (barrios bajos, corralas, enredos amorosos), en clave de humor, si no abiertamente cómicos, y con final feliz.

Cuando Nietzsche escribe a su amigo Peter Gast en 1888, último año de su vida cuerda, que ha oído con entusiasmo la Gran Vía (1886) de Chueca y Valverde, esa «revista madrileña-cómico-lírica-fantástico-callejera», está definiendo, por un lado, el género y por otro llamando la atención sobre una música que con la de Bizet (Carmen ) tendrá la virtud de arrinconar para siempre los «presuntuosos muermos wagnerianos». De la celebérrima jota de los ratas (rateros en argot) de Chueca, Nietzsche dijo a su amigo: «Es un terceto de tres solemnes y gigantescos canallas, lo más fuerte que he visto y oído incluso como música: genial, imposible de clasificar».

Pese a las periódicas llamadas de atención de los principales compositores, directores e intérpretes (Victoria de los Ángeles, Alfredo Kraus o Plácido Domingo entre los más recientes), ponderando muchas de esas páginas magistrales, comparables musicalmente con los mejores equivalentes de Rossini, Verdi y Offenbach, y la necesidad de considerarlas por encima de su carácter nacional, pese a todo, la zarzuela y el género chico apenas si han traspasado las fronteras españolas.

El éxito de muchas de esas obras fue desde sus comienzos enorme y su principal teatro el Apolo, en la calle Alcalá, junto a la iglesia de San José, «la catedral del género chico». Se hacían versiones para orquestillas de café, pianolas y organillos. La gente se sabía de memoria los números más relevantes, los cantaba y los guardaba en su memoria toda la vida. Las compañías de teatro llevándolas por provincias lograron lo que acaso es más difícil en arte: que algo nacido con un carácter puramente local trascendiera a toda España, incluso a la América hispana. Empezaron a estrenarse zarzuelas ambientadas en todas las regiones españolas, trufándolas de habaneras (el canto del cisne del colonialismo español: Cuba y Puerto Rico seguían perteneciendo a la corona), zorcicos, jotas, muñeiras. El género chico que empezó como madrileño acabó siendo la música nacional española por excelencia.

Ese éxito se agrandó aún más con el invento de las pianolas o pianos de cilindro, que metieron la música en las casas burguesas, y solo era cuestión de tiempo que las pianolas parieran, y así fue en efecto: alumbraron los llamados pianos de manubrio u organillos, un invento italiano importado desde Francia. Causaron furor y llevaron la música por primera vez a corralas, patios, arrabales, barrios extremos… Como Nápoles había tenido en la mandolina su instrumento musical o París el acordeón, el organillo fue el instrumento de Madrid. Apenas triunfaba en el teatro un pasodoble, un dúo, un solo, pasaban sus aires a los pianos de manubrio. El público de Madrid se volvió insaciable, y demandaba de músicos y empresarios nuevas obras: «En Ventas no se bailaba más que la tanda clásica: chotis a izquierda, polka, mazurca, vals, pasodoble, habanera y jota», escribe Cañabate. Aparecieron los primeros cafés cantantes y los teatros de variedades. En ese clima irrumpió el chotis a mediados del XIX . Es a Madrid, o era más bien, lo que la jota a Aragón, la muñeira a Galicia o la sardana a Cataluña. Pablo Sorozábal, Moreno Torroba o Jacinto Guerrero cultivaron el género con éxito hasta los años cincuenta del siglo pasado. Hoy, una reliquia, como las flechas de sílex de las riberas del Manzanares. Se ha recordado hasta la saciedad que es una forma musical creada en Escocia en el siglo XIX (en realidad parece que vino de Alemania), confirmando una vez más que en Madrid todo es de todos.

221. Teatro Real. Fue empeño de Isabel II. Para cuando se construyó, 1850, la música había dejado de ser el monopolio de reyes y aristócratas y la disfrutaban ya las clases burguesas. Brillaba Rossini, que vivió una temporada en Madrid.

Durante el siglo XX ese género de música ligera ha tenido en Madrid sus partidarios y se ha seguido cultivando (en forma de revista o musical) hasta nuestros días, en que ha vuelto a triunfar con cantantes como Joaquín Sabina, autor de memorables baladas madrileñas («A mitad de camino entre el infierno y el cielo, yo me bajo en Atocha, yo me quedo en Madrid» o «Pongamos que hablo de Madrid») y un himno que enardece cada semana a miles de aficionados del Atlético, club de fútbol.

Madrigales . Si hubiera que poner música al Madrid de los Austrias sería con alguno de los madrigales de Juan del Encina. En ellos está todo el siglo XVI , cortés y caballeresco, palaciego y popular. Incluso los espíritus más luminosos y ligeros acusan «el dolorido sentir», quiero decir que nunca fue más exacto aquello que se dijo: «se canta lo que se pierde».

Officium defunctorum , la música sublime de Tomás Luis de Victoria, maestro de capilla del convento de las Descalzas. En unos tiempos en que la música concertada solo se oía si era religiosa en las iglesias o conventos, por un lado, y en los palacios o plazas por otro, si era profana, en esta hay algo más que el terror a la muerte: la consolación de encontrar en el más allá lo que la inmensa mayoría de los humanos no llegaban entonces ni a vislumbrar en esta vida, un poco de paz.

Música nocturna de las calles de Madrid , de Boccherini. Misteriosa e íntima, jovial y bellísima. Toda la «gracia» de lo que en adelante se conocería como «lo madrileño» en danzas y fandangos está en estas evocaciones de una ciudad que aún nos seduce de una manera fatal, como esas criaturas a quienes incluso los defectos o faltas embellecen. Su célebre fandango, como diría un castizo, no se lo salta ni un gitano.

De las zarzuelas neoclásicas, que hoy se redescubren, todas estas son preciosas: La madrileña o el tutor burlado , de Vicente Martí y Soler (1756-1806), Viento es la dicha de amor, (1743) de José de Nebra; Las murmuraciones del Prado , de Blas de Laserna (1751-1816), El majo y la Italiana fingida , tonadillas buenísimas con texto de don Ramón de la Cruz; Las labradoras de Vallecas , de Rodríguez de Hita (1724-1787), con texto de don Ramón, también, y Clementina, de Boccherini. Después de escucharlas sale uno a la realidad haciendo gentiles plácemes y reverencias, y repite lo que aquel verso de Guillén: «El mundo está bien hecho».

222. Carátula de disco de zarzuela. Fue la música por antonomasia del pueblo de Madrid, sobre todo cuando las zarzuelas grandes se abreviaron en el género chico. Y pasó este, exportado y adaptado en otras regiones, de ser local a nacional.

A los amantes y conocedores les gustará encontrar aquí una breve relación de zarzuelas y obras del género chico, y los neófitos podrán tener en ella un buen inicio. Imprescindible empezar por el primer gran zarzuelista, Barbieri y su El barberillo de Lavapiés (1874). La citada Gran Vía (1886), de Chueca, en representación de todas las grandes zarzuelas que se inspiraron en Madrid, y tras ella La verbena de la Paloma (1894), Agua, azucarillos y aguardiente (1897), La Revoltosa (1897), de Ruperto Chapí, considerada por muchos la cumbre del género, Gigantes y cabezudos (1898), El tambor de granaderos (1894) o El santo de la Isidra (1898), El dúo de la Africana (1893), La corte del faraón (1910) o Doña Francisquita (1923).

Y como música y teatro han ido de la mano desde sus orígenes, bien está que nos ocupemos aquí del teatro también.

223. El Teatro de la Princesa –se le cambió su nombre por el de María Guerrero, una célebre actriz cuyo arte nadie podrá juzgar ya nunca– fue en su día uno de los importantes. Hoy, de titularidad pública, se le reserva para obras clásicas o de vanguardia, pero serias, o sea subvencionadas, como aquel Hamlet que hizo época con su monólogo: «Ser o no ser, esa es la opción».

Desde el siglo XVI , desde el corral del Príncipe y el de la Pacheca (los dos teatros más importantes), Madrid y el teatro fueron una misma cosa. Contribuyó a ello que algunos de los autores más importantes de todos los tiempos fueron madrileños: Tirso de Molina, Lope de Vega, Calderón de la Barca o Moratín, y muchas de sus comedias sucedían en Madrid y aprovechaban los tipos y el habla madrileños para construirlas (y de ellos hay que leer (porque raramente se representan): Los balcones de Madrid , Las ferias de Madrid , El hombre pobre todo es trazas , El sí de las niñas , respectivamente).

A Madrid se ha venido y se viene de provincias, sobre todo, al teatro, a ver teatro.

Fue también el teatro durante siglos, con las corridas de toros, como se ha dicho, la gran distracción del pueblo de Madrid, hasta que irrumpieron el cine, la radio, la televisión, el fútbol, la práctica del deporte o el turismo.

Una de las escenas más habituales en el Rastro es ver, en el suelo, desnudos y en desorden, los carteles, programas de manos, recortes de críticas periodísticas y fotografías provenientes de algún actor o actriz. Papeles que amarillean y haluros de plata con destellos negros, todos de sus estrenos, de sí mismos y de sus compañeros, dedicadas a ellos. A veces tales reliquias fueron primorosamente pegadas en álbumes, hojeados miles de veces. Al haber ejercido un arte efímero, suelen conservar los actores esas huellas de su paso por la vida con verdadero amor, desbaratado por quienes se hacen cargo de todo ello a su muerte o una o dos generaciones más tarde, cuando tales triunfos ya no le dicen nada a nadie. Es una escena frecuente, porque en Madrid ha habido siempre centenares, miles de actores, actrices y gentes relacionadas con el teatro, cuyos dineros son como los del sacristán, que cantando se vienen y cantando se van; llevan por ello una vida tan azarosa y admirable como llena de penalidades, que tratan de paliar como pueden con los merecidísimos premios que reciben y se dan a sí mismos sin desmayo.

Y es una escena triste, porque en pocos vestigios se conservan tan a lo vivo las ilusiones antiguas y en qué han ido a parar todas ellas, y yo me acuerdo de la célebre cuarteta de Moratín: «El mundo comedia es, / y los que ciñen laureles / hacen primeros papeles / y a veces el entremés». Los teatros en Madrid se cierran, se abren y se incendian con facilidad, aunque ha habido desde el XIX tres grandes teatros «oficiales»: el Real (dedicado a la ópera), el Español (dedicado a la comedia y al drama) y el de la Zarzuela (dedicado a la música española). Más o menos. Muchos de los privados no podrían levantar el telón sin las más variopintas subvenciones nacionales, regionales o municipales.

224. Teatro Apolo, en la calle de Alcalá, entre la iglesia de San José y la calle Barquillo. Se le conoció como «la catedral del género chico». Se estrenaron en él La verbena de la Paloma , La Revoltosa y Agua, azucarillos y aguardiente . Declinó con el cine, lo echaron abajo en 1929 y en su lugar levantaron un banco, cuyo edificio es hoy, creo, algo del Ayuntamiento.

Los libros que dedican pormenorizados recuentos a corralas, teatros, compañías, actores, actrices y géneros (de verso, dramático, chico, cómico, lírico, operístico, circense) acaban siendo igualmente de corte elegiaco. La inmensa mayoría de las obras, miles, incluidos los éxitos memorables (tal vez con la excepción de Don Juan Tenorio y La venganza de don Mendo , sublimes cada una a su manera e inexportables más allá de sus ripios), dejaron de representarse hace cien años y raramente reaparecen en escena, como en el caso del teatro clásico, si no cuentan con el apoyo del Estado o las instituciones públicas. Y cuánta melancolía produce constatar que los éxitos de una generación son sistemáticamente olvidados por la siguiente. En teatro no hay éxito que cien años dure, desde don Ramón de la Cruz, Moratín, Zorrilla o Galdós a Buero Vallejo (y habrá que ver si el inexportable Valle-Inclán y el muy exportado Lorca sobreviven al mito, local uno e internacional el otro).

A diferencia de las corridas de toros (variaciones de un solo tema, la muerte, llevadas a cabo por una sola persona, el torero, ante la mirada del público, unas veces arrobada y otras llena de espanto), el teatro fue desde su mismo origen el crisol de las pasiones, desvelos y anhelos de la sociedad y el lugar en el que nobles y plebeyos, ricos y pobres, hombres y mujeres dejaban en la puerta los rigores de la sociedad estamental.

Y cuanto más numerosa y compleja esa sociedad, más rico y abundante su teatro: teológico, amoroso, cómico, profundo o ligero, para hacer pensar o para dejar de hacerlo, para censurar o satirizar al poderoso o para adularlo, buscando en cada momento la complicidad del público como último juez, por encima de todos los poderes terrenales, a menudo implacables, como el Santo Oficio.

El teatro sin un público que pase por taquilla es poca cosa, y el público, por pagar su entrada, reclama para sí el papel de juez que otorga y quita favores. En el teatro y los toros aplaudir o silbar es una pasión barata y nada puede embrutecer tanto la cultura como cuando favorece el paso de pueblo a público.

Triunfar en Madrid fue, pues, triunfar en toda España y aun en la América española, primero, e hispana luego. Las compañías y autores que recorrieron las ciudades, villas y pueblos españoles, antes triunfaron en Madrid, y al revés, no había cómico o autor de provincias que no soñara con conquistar Madrid ni poeta que no ambicionara el éxito teatral (Cervantes hubo de reconocer su fracaso, frente a Lope, el «monstruo» autor de más de mil quinientas comedias y cuatrocientos autos sacramentales, interpretados la mayoría en Madrid: «Yo, que siempre trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo»; y gracias a ese fracaso, hemos de recordar, tenemos su Quijote ). Aspirar a las tablas del teatro de la Cruz o del Príncipe era no solo legítimo sino obligado, y a medida que las ideas de la Ilustración fueron ganando terreno, fue al teatro soltándosele la lengua y las ideas. El éxito de los más de cuatrocientos sainetes de don Ramón de la Cruz prepararon el camino del resurgimiento teatral, que tras El sí de las niñas inició Don Álvaro o la fuerza del sino , y a otros que siguieron como El trovador , Don Carlos , Los amantes de Teruel o el mismo Don Juan Tenorio , llevadas muchas de ellas a óperas por músicos excelentes como Verdi o Bizet, al tiempo que el romanticismo alemán descubría a Calderón de la Barca.

Desde entonces el teatro en Madrid no hizo sino crecer en todas las direcciones: se multiplicaron las compañías, los teatros, los autores y los periódicos dedicados a publicitarlos.

Cuenta Zorrilla en sus memorias cómo su padre, superintendente general de policía firmó más de setenta mil pasaportes para gentes que deseaban venir a Madrid a ver La pata de cabra , famosa comedia.

El cronista Ruiz Albéniz, Chispero , dedicó al teatro Apolo un libro fascinante, cincuenta años de vida madrileña, no solo teatral. Jacinto Benavente, que lo prologó, resume bien «ese gusto que ha habido siempre en Madrid por ver caras conocidas y tener [en un teatro como el Apolo] un terreno neutral en donde comunicarse lo mejor con lo peor, y viceversa». El propio Benavente estaba llamado a renovar el apolillado y declamatorio teatro romántico, que le valió a Echegaray un Premio Nobel y al propio Benavente otro, frente a Galdós, que había obtenido también en el teatro éxitos (Electra ) mucho más decisivos intelectualmente, o Valle-Inclán, mimado por la crítica. Solo Lorca, antes y después de la guerra, logró no solo disputarle el cetro a Benavente, sino hacerse con el santo y la limosna de los teatros del mundo, y fueron sus obras, hasta la víspera en que pasaron al dominio público recientemente, las que más derechos devengaban en la Sociedad General de Autores.

El franquismo dividió el teatro madrileño en dos: la comedia y el drama. En la primera, junto al eterno teatro de variedades y del género ínfimo, brillaron Jardiel Poncela o Mihura, y en el drama, Buero Vallejo compartió sus éxitos con el teatro de Brecht o Chejov.

Mi única relación directa con el teatro madrileño ha sido, precisamente, haber hecho una adaptación de Tío Vania , que llevó a las tablas la compañía de Miguel Narros. Pese a no saber ruso, logró uno salir del paso con la ayuda de algunas versiones extranjeras, pero esa incursión dejó herida de muerte mi ya escasa fe en el teatro posterior a Shakespeare y en los encantos de Talía: fue llevada esta obra a las tablas mutilada en una tercera parte («si no, se hace muy larga», dictaminó su director, que cosechó «un éxito memorable en una de las más grandes noches del teatro español que se recuerden»).

Le ahorro al lector la enumeración de teatros, compañías, autores y obras inmortales, no solo porque a la mayoría no nos dicen ya nada, sino porque tampoco está uno seguro de que todo lo que ha leído al respecto sea verdad. En ninguna otra parcela de la cultura se disparan tan altos los adjetivos: divino , bellísimo , irrepetible , descomunal , memorable , eterno , sublime , genial .

No obstante cada cierto tiempo (o sea, semanalmente), salen voces mucho más autorizadas que la mía asegurando que «la muerte del teatro» (se refieren al teatro que se escribe y cobra hoy, no a Shakespeare o a Sófocles, que gozan de buenísima salud) tendría consecuencias desastrosas para la cultura, solo comparables a la desaparición de una lengua o de una rara especie animal, exigiendo al Estado los costes del salvamento. Esa batalla no ha visto uno nunca que la empeñe nadie en la salvación de, por ejemplo, la filosofía.

Ir a la siguiente página

Report Page