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Retales madrileños » 11. Ramón de Mesonero Romanos

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11 Ramón de Mesonero Romanos

(Madrid, 1803-1882). El escritor municipal por antonomasia. Llevaba Madrid en su cabeza como un registrador de la propiedad. Acaso su mejor libro sobre Madrid sea el primero, su breve Manual de Madrid (1833). Tiene muchísimo encanto. Lo fue estropeando en sucesivas ediciones. Escrito con apenas treinta años, cuando era amigo de Larra. Si este había buscado para sí varios seudónimos, Mesonero acuñó el de El Curioso Parlante. Es bonito por lo que tiene de modesto y liviano, pero da una idea falsa de su autor, que tendía a abombar el pecho y las frases. Dice Azorín que Larra y Mesonero «se completan». Parece que está diciendo: mitad y mitad, y no. Sí en la medida que lo son el día y la noche. Ellos lo son de la misma ciudad. En realidad Mesonero es un Larra en zapatillas de orillo y autor de un gran número de páginas fuliginosas.

269. El Curioso Parlante, Escenas matritenses , Imprenta y librería de Gaspar y Roig, 1851.

Tras el Manual de Madrid se especializó en Madrid como género literario: Panorama matritense , Escenas matritenses , El antiguo Madrid , Tipos y caracteres . De estos libros las Escenas matritenses en la edición ilustrada de 1852 son una preciosidad por los grabados al acero, con muchísimo sabor e información, muchos de los cuales se los encargó a Alenza. Jefe de filas del costumbrismo español, que es como decir: menos que nada. Y sin embargo no se puede leer el XIX sin pasar por él, aunque solo sea para llegar a Galdós, que es, con relación a Madrid, la estación Términi, y sin olvidar, claro, que parisino es a parisién lo que madrileño a matritense . Lleno de informaciones valiosas, veraces, de primera mano. Conoció, claro, a todo el mundo. Temperamentalmente era convencional y persona de orden, el que tocara, Fernando VII, Isabel II, Prim, Amadeo, Alfonso XII, Espartero, Cánovas, Sagasta… Cuando hace incursiones en la sicología causa asombro: «El tipo original del madrileño [antaño primitivo, es] arrogante y leal, temerario e indolente, sarcástico y hasta agresivo contra el poder, desdeñoso de la fortuna y de la desgracia, mezcla del fatalismo árabe, del orgullo, del valor y de la inercia castellana». Lo mismo era así cuando lo escribió en 1861 (El antiguo Madrid ), o que se estaba haciendo un selfi.

270-271. Esquivel y Suárez de Urbina, Los poetas contemporáneos… , 1846. Entre ellos, Mesonero. El gran cuadro del romanticismo español, que en aquel entonces era como decir madrileño. Fue este cuadro el que acaso le llevó a decir a cierto vate bilioso que en el romanticismo español todos, excepto Bécquer, se llamaban García. Al siglo XIX español le faltan aún unos años para ser redescubierto, como al XX otros tantos para que se le desenmascare. Y cubierta de El antiguo Madrid , de Mesonero Romanos, 1861.

Ni simpatiza ni sintoniza con nada ni con nadie, y en el fondo todos le jeringan un poco, muy a gusto consigo mismo. Sus creaciones no suelen tener alma, devorado por la prosa de boletín. Madrid le debe mucho más de lo que le debe a nadie de su tiempo, como él mismo se encargó de contar en sus Memorias : «la nueva numeración de las casas; la rotulación de las calles, iniciando la reforma del empedrado [haciendo que el pavimento fuese convexo y no cóncavo, como hasta entonces, para que las aguas discurrieran por los extremos y no por el centro] y aceras elevadas; la renovación del alumbrado por reverberos; la desaparición de tinglados y cajones de ventas en las plazas; la de los basureros de los portales y el nuevo sistema de limpieza», así como la creación de la Caja de Ahorros. Ya era rico de familia, pero aún se hizo más rico comprando y vendiendo solares en la ciudad, y edificándolos (quiso también que se urbanizara el Retiro con un barrio residencial para familias acomodadas), pues tenía la idea que tienen todos los concejales de sí mismos, a saber, que cuentan con mucho más criterio histórico, urbanístico y artístico que los alcaldes, como el marqués de Pontejos, que le había encomendado todas esas reformas y a quien se lo agradeció con este navajazo: «Fue el que inició una verdadera revolución de la cultura [en 1835 y a través de mí], sin ser hombre de grandes estudios ni conocimientos superiores».

Fue lector asiduo de La Gaceta y estaba al corriente de ventas, subastas y declaración de bienes mostrencos. Se le dieron bien los negocios, sobre todo desde que, al ser nombrado concejal, tuvo de su lado las ordenanzas y diversos momios: con el tiempo «cedió» al Ayuntamiento su biblioteca en setentaiséis mil reales. No sé si con su despacho, que puede verse en el Museo Municipal, hizo cesión, préstamo o venta. Es el despacho de un notario, no de un escritor. Se opuso con muchísima prosopopeya al derribo de la cerca, como defendía el Plan Castro, pues temía que Madrid creciera por los arrabales, devaluando los solarcitos de su propiedad, todos en el centro. Acaso el primer español en descubrir que el derecho a informar podía ser también un gran negocio, lo que le llevó a fundar el Semanario Pintoresco Español , semanario ilustrado a la manera de modelos franceses e ingleses: un éxito. En el prospecto que lo anunciaba se aseguraba que había solo «dos maneras de llamar la atención del público: o escribir muy bien o escribir muy barato». Él, claro, optó por la segunda, dando por supuesto que contaba con lo primero. Como escritor fue uno de esos que se empiezan a leer siempre con ganas y se dejan a la mitad, sin atrevernos jamás a reconocerlo. Sucede con sus Memorias de un setentón . Sabiéndolo, yo suelo empezar sus artículos hacia la mitad, y así no me cuesta terminarlos. Esto ha limitado mucho el número de sus lectores, que hoy han de reclutarse entre tesinandos, cronistas de la Villa y algún espontáneo madrileñista. En una casa de arquitectura innoble de la plaza de Zerolo hay una placa que recuerda que allí estuvo la casa donde vivió y murió este «hijo predilecto de Madrid», casa que él mismo mandó levantar. La placa en realidad parece estar diciendo: «Quien a hierro mata, a hierro muere», pues la casa que sustituyó la que él levantó es posible que se ponga bonita algún día, pero nosotros no lo veremos. Aunque también es probable que la tiren antes. Mesonero tiene de sí mismo siempre una gran estima, rebozada en modestia («estas humildes florecillas de mi exhausta fantasía»), del mismo modo que el viento de los buñuelos, tan madrileños, va rebozado en harina y huevo. Galdós hizo de él un retrato mucho más generoso (todavía vivía Mesoneros cuando se publicó y quería don Benito sonsacarle datos para sus Episodios ) en Los Apostólicos (1879). Es de justicia incluir aquí sus primeras líneas: «Este joven a quien estaba destinado el resucitar en nuestro siglo la muerta y casi olvidada pintura de la realidad de la vida española tal como la practicó Cervantes […]. Él trajo el cuadro de costumbres, la sátira amena, la rica pintura de la vida, elementos de que toma su sustancia y hechura la novela. Él arrojó en esta gran alquitara, donde bulliciosa hierve nuestra cultura, un género nuevo, despreciado de los clásicos, olvidado de los románticos, y él solo había de darle su mayor desarrollo y toda la perfección posible. Tuvo secuaces como Larra, [que fue] en la pintura de costumbres discípulo y continuador de El Curioso Parlante». Nada le podía gustar más a Mesonero, harto de oír decir que él era el discípulo de Larra, que alguien dijera lo contrario. Se lo pagó a Galdós cerrando el grifo de sus informaciones y publicando dos años después sus Memorias de un setentón (1881), y Galdós se tuvo que pescar los confidentes en otras almadrabas.

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