Lumen

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Capítulo 10

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—Oh, si es solo eso… Tuve un compañero de clase que se sacó medicina sin el menor esfuerzo, se graduó el primero de su promoción, ese mismo día le ofrecieron un puesto de asistente y, a la mañana siguiente, se había pegado un tiro. Era católico y muy creyente, para más inri. —Nowotny dio un golpecito con el cigarrillo sobre el reposabrazos del sillón—. Si tanto morbo le da el asunto de Retz, ¿por qué no se pasa por el hospital uno de estos días antes del trabajo y le pregunta a los enfermeros quién lo trasladó hasta allí?

Bora le aseguró que eso haría.

—Es muy generoso por su parte haber venido a decírmelo en persona, coronel Nowotny.

—No he venido por eso. —Nowotny indicó el banquito del piano con un gesto seco para que Bora, que había estado de pie todo este tiempo, se sentase—. ¿Cómo de inteligente es usted?

Bora no se esperaba la pregunta.

—No me gusta demasiado la inteligencia.

—Bueno, pues entonces, ¿tiene sentido común?

—Eso espero.

—Un hombre inteligente pero sin sentido común jamás será capaz de hacer lo que se ha propuesto usted hacer.

Bora no malinterpretó lo que le decía Nowotny. Alarmado, pero sin expresarlo en voz alta, entendió que sus palabras no se referían ni a las investigaciones ni a la rutina militar. La idea de que alguien del exterior lo

supiese le hizo ponerse a la defensiva.

—¿Qué es lo que me he propuesto, coronel?

Nowotny alargó el brazo para coger un cenicero, que se colocó en precario equilibrio sobre las rodillas.

—No se haga el inteligente conmigo, no es necesario: soy un cerdo prusiano difícil de impresionar. Y no se preocupe: no sé leer el pensamiento. Pero, al igual que el general Blaskowitz, soy de Peterswalde: nos mantenemos en contacto. Y ahora, tóqueme algo de Schumann.

30 de diciembre

El padre Malecki le daba la espalda al señor Logan, del consulado americano; más que nada porque no quería enfadarse con él, y el vaso de su paciencia estaba ya casi lleno.

Logan se dirigió a él con su cantinela burocrática.

—Un ciudadano americano, si me permite decirlo, no debe involucrarse en los asuntos internos de un país extranjero, independientemente de lo caritativos que puedan parecer. Cuando el cónsul se enteró de que lo habían detenido, casi le da un ataque. Tuve que tranquilizarlo para conseguir que se plantease siquiera que pudo haber habido un malentendido. Pero usted y yo, padre Malecki, sabemos que no se produjo ningún malentendido.

—No me «involucré» como americano, sino como sacerdote católico romano.

—No le busque los tres pies al gato, padre. Y, por si no bastase con eso, se le ha visto en público con un oficial de la Inteligencia alemana que responde al nombre de Bora. ¿Qué motivos tiene para reunirse con él?

—Es más sencillo de lo que cree.

—Explíquemelo, entonces. De forma sencilla, para poder informar al cónsul sin llevarme un rapapolvo.

Cuando Malecki terminó con su breve explicación, Logan emitió un gemido.

—Se carga usted de responsabilidades, padre. Deseamos evitar que ocurran más incidentes que puedan poner en evidencia al gobierno de los Estados Unidos y, con el debido respeto a su hábito y a la lealtad que debe a la Iglesia, es nuestro deber pedirle que renuncie a este tipo de actividades extra eclesiásticas.

—Ahora es el cónsul el que habla —dijo Malecki con ironía.

—No. El cónsul quería repatriarlo de inmediato. El que le habla es Logan, de Chicago, el chico que asistió a la catequesis de los domingos en el Holy Name. Padre, ¿me hace al menos el favor de mirarme?

—Lo oigo perfectamente sin tener que mirarlo. ¿No se da cuenta? Con un poco de suerte, habré terminado dentro de menos de dos semanas. Deme hasta entonces y le prometo no armar jaleo y rezar el rosario.

—En dos semanas pueden ocurrir muchas cosas.

—Y también podría caernos una bomba sobre las cabezas en este mismo momento. Vamos, Logan. No estamos en guerra con Alemania y no estamos en guerra con Polonia. Hasta que no decidamos de qué lado vamos a ponernos, si es que nos decantamos por uno, deme la oportunidad de hacer algún bien.

—Basta de hazañas, padre.

—Se lo prometo.

—Y sea discreto cuando se reúna con otras personas. Evite ponerse en contacto con las fuerzas de ocupación si le resulta posible: la gente habla y hay mucho resentido. Evite hablar de política y no diga nada a Bora que pueda utilizar la propaganda alemana. No le revele nada que pueda interpretarse como una inclinación personal a favor o en contra del Tercer Reich. Evite formular alabanzas, críticas y comentarios.

Malecki se giró por fin, con una amplia sonrisa en la cara.

—¿Me permite al menos que salve su alma?

Cuando Malecki se reunió con las monjas esa misma mañana, la alegría que le había mostrado a Logan había desaparecido de su rostro. Las monjas lo escucharon en completo silencio y se echaron a llorar sin ruido cuando les dijo que su intento de conseguir ayuda para la hermana Barbara no había tenido éxito.

—No sé ni por qué me molesté en hablar con los alemanes.

Que Bora lo hubiese decepcionado lo envenenaba porque lo obligaba a admitir hasta qué punto había esperado que lo ayudase, como si Bora jamás le hubiera dado razón para fiarse de él.

En ese momento, Bora detenía el coche al borde de Swiety Bór, donde las huellas que los vehículos habían dejado en el barro se habían endurecido y una nueva nevada pronto las llenaría. Una ligera nube de vapor se elevó desde el capó mientras rodeaba el coche, cámara en mano. Franqueó el límite del bosque, cubierto de maleza, y penetró en un mundo, que se iba espesando rápidamente, de ramas enmarañadas y árboles apiñados.

Los pinos azulados que daban su nombre al bosque se elevaban por encima de la maleza, rodeados de una alfombra de agujas y piñas tan llenas que se abrían. Esta vez, Bora atravesó el bosque directamente, dejó atrás los pinos y pronto alcanzó la ladera resbaladiza donde los alerces extendían sus ramas toscas, cargadas de años y de nevadas. El tapiz de hojas y agujas que cubría el suelo estaba revuelto en la ladera. Algunas de las ramas estaban rotas o inclinadas. Al pasar junto a ellas desprendían un olor a resina que le recordó al interior de una iglesia.

Más allá de la ladera, el terreno volvía a despejarse, desconocido, más amplio que un claro; casi como una pradera que se llenaría de flores con las lluvias de la primavera. Unas estelas aplastadas y amarillentas en mitad de la hierba muerta revelaban la red natural de desagüe que entraba y salía de la pradera, y, aunque hacía días que no llovía ni nevaba, el suelo tenía un tacto elástico bajo los pasos de Bora. Accionó la palanca de avance de su cámara y tomó la primera instantánea.

La trinchera tenía treinta pasos de largo por cuatro de ancho y cruzaba el campo en dirección, aproximadamente, este oeste. La tierra fresca que la recubría se había hundido aquí y allá y estaba tan blanda que, cuando la pisó, se le derrumbó bajo el pie, cerca del borde de la trinchera. Se le hundió la bota casi hasta la pantorrilla y Bora se debatió para liberarse. Cuando lo consiguió, vio que unos mechones castaños y alargados se le habían enredado en la espuela. Lentamente, con la mano enguantada, apartó la tierra negruzca del agujero para echar un vistazo a su interior. Ajustó la escala de distancia al mínimo y disparó dos veces más. Tuvo que caminar casi hasta el borde sur del claro para poder fotografiar la trinchera completa.

Cuando volvió junto al borde de tierra removida donde había visto abrir fuego al SD, encontró puñados de casquillos de fusil y de pistola y se guardó algunos en los bolsillos de los pantalones. Hizo más fotografías.

En pie, miró hacia adelante, en dirección a una barrera como de encaje de árboles desnudos, escuálidos contra el trasfondo ceniciento del cielo, y supo que contemplaba la última imagen que habían visto los que habían sido ejecutados a lo largo de la trinchera. Instintivamente, Bora miró hacia abajo y se imaginó gráficamente la explosión que debió de producirse en la base del cráneo de cada una de las víctimas, seguida sin duda por una sacudida convulsiva cada vez que una de ellas caía al suelo. La sensación lo atravesó con una claridad casi física y, por primera vez en esta guerra, le trajo la advertencia inconfundible de un dolor en el futuro.

Siguió tomando fotos hasta que se le terminó el carrete que había en la cámara. Entonces, volvió al bosque.

Había un camión semioruga aparcado junto a su vehículo, al borde de la carretera.

Bora lo entrevió a través de la mampara de maleza que raleaba y por un absurdo instante sintió que, si daba un paso más, se zambulliría de cabeza en el pánico. Miró hacia atrás, a la maraña de árboles, pensando y comprobando lo rápido que respiraba. Apresuradamente, se quitó la cinta de cuero que llevaba en torno al cuello y escondió la cámara detrás de una raíz.

Era un grupo reducido de hombres, compuesto de un oficial pelirrojo y tres guardias del SD que iban armados con fusiles. Habían abierto las puertas de su coche de par en par. Dos de los guardias estaban registrando el interior.

Cuando salió del bosque, Bora vio que habían encontrado el rollo vacío del carrete sobre el asiento delantero.

—¿Qué hacía en el bosque, capitán?

Bora examinó críticamente el interior de su coche antes de cerrar con fuerza las puertas.

—No tengo por qué darles explicaciones de lo que hago en ninguna parte. Estamos en campo abierto.

—No ha respondido a mi pregunta. Le he preguntado qué hacía en el bosque.

—Obedecía a una llamada fisiológica. ¿Qué otra cosa iba a hacer?

El oficial, que tenía en la mano el rollo vacío del carrete, lo aplastó con el puño recubierto de pecas.

—No tengo el menor inconveniente en obligarle a que se baje los pantalones para comprobar si lo que dice es verdad, pero preferiría no tener que hacerlo.

Bora les mantuvo la mirada a los hombres armados.

—Entonces, va a tener que conformarse con mi palabra. ¿Por qué iban a tener ustedes más derecho a estar aquí del que tengo yo?

Respondiendo a un asentimiento de cabeza del oficial, los guardias que habían registrado el coche se acercaron a la maleza y empezaron a rebuscar con los rifles. El tercer hombre se colocó detrás de Bora.

—¿Dónde está su cámara?

Bora decidió no contestar. Empezaba a sentir una furia impotente porque lo hubiesen pillado.

—Mire aquí… —dio un paso adelante.

El impacto de la culata recubierta de metal del fusil entre los hombros lo hizo expulsar el aire de los pulmones. Bora perdió el equilibrio y un segundo golpe lo hizo caer de rodillas. Se le cayó la gorra, que llegó rodando dos pasos más allá, donde el otro oficial la recogió y leyó el nombre que había escrito en la etiqueta en forma de rombo del forro.

—Me pareció reconocerle. Sirve bajo el coronel Schenck en Cracovia.

Bora intentó ponerse en pie y, en un gesto completamente irracional, intentó echar mano a la pistolera que llevaba al costado. Esta vez, la culata del fusil y la bota reforzada con clavos lo golpearon al mismo tiempo. Aterrizó con la cara en la fría tierra. Sintió crujir el barro con sabor a musgo bajo los dientes cuando el guardia lo inmovilizó con la rodilla para quitarle la pistola.

—¡Aquí está la cámara! —gritaron los hombres desde el límite del bosque, y volvieron a la carretera.

Bora se esforzó por levantar el cuello y se encontró con la fría presión de la culata. No pudo hacer más que retorcerse mientras el oficial exponía el carrete a la luz.

—¿Se hace fotos cuando va a cagar?

Bora enterró los codos en el suelo y casi se rompe la espalda en su esfuerzo por levantarse. Consiguió quitarse de encima al guardia un momento, pero en seguida fue la boca del fusil lo que le golpeó con fuerza contra la base del cráneo. El soldado se puso de pie sobre su espalda y le clavó el cañón hasta que este se alojó, frío, en el hueco afeitado de su cuello. Bora se encogió al sentir el metal. Mantuvo los músculos y los huesos inmóviles y tensos, pero de pronto perdió el control de la respiración. El oficial lo notó.

—Dispárele —ordenó.

Bora sintió que una llamarada de miedo le subía por la espalda cuando oyó que amartillaban el cerrojo, una agonía instantánea, el cierre involuntario de los ojos y una absurda y aterradora erección, todo a la vez. El cerrojo ocupó su lugar, listo para disparar. Apretó los dientes y mascó la tierra que tenía en la boca.

Se oyó un clic. El fusil estaba descargado.

Su corazón bombeó lo que le pareció una bocanada inmensa de sangre y se mareó, de forma que, aunque había vuelto a abrir los ojos, no veía más que una neblina roja y palpitante.

«Una lección», pensó confusamente. Le estaban dando una lección. Como si le quitasen el mundo de encima, notó que el peso y la presión desaparecían de su espalda. Echaron hacia atrás la boca del fusil.

Bora se puso de rodillas.

Divertidos, los soldados se alejaban de él, con las armas echadas sobre los hombros. El oficial tiró la cámara al camión semioruga.

—Recuerde: sé quién es,

Freiherr Hauptmann von Bora.

Transcurrieron varios minutos antes de que Bora se diese cuenta de que le habían rajado los neumáticos.

Se sentó en el coche, avergonzado de tener que esperar a que la reacción involuntaria y dolorosa de su cuerpo se calmase.

Pensó que la furia estaba tan fuera de lugar como la otra respuesta. Resignado, cogió el mapa del suelo del coche y se lo metió en el bolsillo del abrigo. Cerró el vehículo, como si fuera a servir de algo, y echó a andar hacia el oeste.

Malecki esperaba reunirse con Bora en el convento aquella tarde.

Lo esperó allí hasta casi las cinco, cuando resultó obvio que Bora no iba a venir. Se había acostumbrado a la puntualidad del capitán, igual que había empezado a creer que estaría dispuesto a ayudarle si lo necesitaba. Seguramente, Bora estaría cenando en algún rincón de Cracovia en ese mismo momento, sin pensar que solo quedaban trece días para concluir la investigación.

En realidad, Bora estaba a una distancia considerable de Cracovia, intentando conseguir un medio de volver a la ciudad.

El granjero polaco no le hizo ninguna pregunta. Ensilló el único caballo de montar que tenía y, sin mediar palabra, aceptó el recibo escrito a mano que el alemán le entregó a cambio.

Bora montó y se lio las riendas en torno a la muñeca.

Gdzie jest telefon? —Le enseñó el mapa al granjero.

El granjero señaló la aldea más próxima, donde, poco antes de caer la noche, el conductor que le envió el doctor Nowotny encontró a Bora esperando a caballo en el cruce, como un solitario monumento a la campaña polaca.

Una vez en el hospital, no se apreciaba ni rastro de diversión en la cara ruda del cirujano.

—¿Es que ha perdido el juicio? Lo que ha hecho hoy… ha debido de perder el juicio. ¡Ha tirado su carrera a la basura y tiene suerte de que hayan decidido dejarlo con vida por ahora!

Bora se terminó de un trago la bebida que le entregó el médico y no dijo nada.

—¡Mire su uniforme! Es un escándalo, un completo desastre. ¿Cómo piensa contestar a sus preguntas si se las hacen, cuando ni siquiera debió haber visto lo que vio aquel día? —Nowotny pareció enfadarse ante el silencio de Bora. Volvió a su silla y se metió un Muratti en la boca, como para evitar que saliesen más críticas.

Bora estaba sentado con los hombros bajos y negaba con la cabeza.

Nowotny vio que se llevaba la mano a la cadena de su espuela derecha, que estaba recubierta de barro.

—¿Qué quiere decir con «no»? ¿«No» a qué? Si se refiere a los casquillos que ha recogido, son completamente idénticos a cualquier otro casquillo.

—Puede que no tenga pruebas gráficas, pero no he soñado nada de esto.

Nowotny observó con repulsión los finos mechones de cabello humano que había sobre su escritorio. Los cogió con dos dedos y los tiró a la papelera.

—Ahórreme las tonterías, idiota. Ahí quedó su sentido común. ¿Qué piensa contarles a Schenck y a Salle-Weber?

—Si se enteran, nada de lo que pueda decirles los hará cambiar de opinión.

Nowotny colocó una libreta sobre su escritorio.

—Voy a redactar un certificado expresando mi opinión profesional de que el golpe que recibió en la cabeza recientemente, que le fracturó el cráneo, ha podido afectarle el juicio.

—Por el amor de Dios, coronel. No necesito que nadie mienta por mí.

—Bueno, pues entonces, más vale que aprenda a mentir usted mismo.

No se dijeron nada durante un tiempo. Nowotny fumaba furiosamente y Bora estaba sentado con la cabeza baja y las manos juntas entre las rodillas.

—Entonces, ¿qué hay de todos sus planes? Su esposa llegará pasado mañana. ¿No quiere estar vivo para dejarla embarazada?

—No lo sé. Lo pensé cuando me apuntaron a la cabeza con el fusil. Fue justo eso lo que se me pasó por la cabeza: que ni siquiera había dejado embarazada a Dikta todavía. Y de repente, me pareció de lo más irrelevante. Como si los muertos fuesen lo primero. Como si la deuda para con los muertos tuviese preferencia sobre los deseos de los vivos.

—Chorradas.

—Todo lo contrario. Tenía la cara contra el suelo y el oficial del SD dijo: «Dispárenle». Estaba físicamente petrificado, pero mi alma no sentía miedo; lo cierto es que por dentro no estaba asustado. El miedo era puramente físico, pero iba a pagar la deuda para con los muertos.

—¡Ya basta, ya basta! Lo que dice no tiene ni pies ni cabeza. Váyase a casa, duerma hasta que se le pase, ¡y procure olvidar Swiety Bór y lo que hay más allá del bosque!

—Pienso volver mañana.

Cuando llegó al vestíbulo del hospital militar, Bora descubrió que le habían prohibido salir.

Un enfermero militar muy corpulento se interponía entre él y la puerta.

—Lo siento, capitán. Órdenes del cirujano. Debe pasar la noche bajo atenta supervisión médica. Por favor, no se resista. Son órdenes estrictas del cirujano.

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