Lumen

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Capítulo 11

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1 de enero de 1940

La nota estaba escrita a mano sobre una tarjeta que llevaba su nombre en relieve en color azul.

Cariño, sabes lo mucho que me he esforzado por clasificarme para la competición de doma clásica para la que me ayudaste a entrenar. No necesito recordarte lo importante que es para mí, sobre todo ahora que estás lejos y tengo muy poco que hacer en Leipzig. Tu padre ha hecho todo lo posible por convencerme de que vaya a Polonia, pero le dije que estaba segura de que no querrías que dejase pasar la oportunidad de hacer un buen papel en una competición tan importante. Todos mis amigos, que son aficionados a los caballos, y los amigos de tu familia estarán allí. Me he convertido en toda una experta en piaffe, aunque Quartermain sigue tirando un poco hacia adelante; pero sabe mantener los cuartos traseros bajos y el cuello bien erguido (¡recuerdo que siempre insistías en esos dos detalles!). Le pediré a Madre que lo grabe en una película que te mandaré más adelante.

La familia y los amigos han recibido noticias de lo bien que luchaste en la batalla y todos nos sentimos orgullosos de ti. Madre dice que en la última fotografía que enviaste te pareces mucho a los chicos de los Von Stauffenberg, a los que conoce bien. Puedes estar seguro de que es un cumplido, porque todos los de la familia tienen fama de guapos.

Es una lástima que no puedas escaparte para venir a ver mi actuación. Tendré que conformarme con los ánimos que me den las señoras mayores, con sus abrigos de pieles, y algún que otro coronel con monóculo y el brazo en cabestrillo. Si no fuese por la hija de Luisa von Bohlen (los de Trachterstrasse), sería la favorita para ganar el premio de doma. Creo que mi pirueta es mejor que la suya, y también soy superior en el medio galope en general. Espero que sigas bien, querido Martin, y procura que tu padre no exprese su anticuado Germanentum con tanto entusiasmo como lo hacía con nosotros.

Con cariño, Dikta.

El general Sickingen estaba de pie, con la enorme cabeza a contraluz al sol de primera hora de la mañana. Era un hombre fornido y de hombros anchos que recordaba a una roca y llevaba prendas de civil color gris de campaña que, de no haber sido por la ausencia de insignias, podrían haber sido un uniforme. Observó cómo su hijastro doblaba la nota de Dikta que le había entregado en mano, atento a cualquier emoción que pudiera delatar su rostro.

Bora se guardó la nota en el bolsillo del pecho.

—Me alegro mucho de verle, Padre. He hecho una reserva para usted en el Francuski. La misma habitación que ocupó durante la última guerra, pero verá que ahora dispone de muchas más comodidades.

Por toda respuesta, Sickingen se movió igual que lo hace una roca: nada en absoluto. Con el rostro invisible a contraluz al resplandor pálido y difuso del sol, dijo:

—¿Es lo único que tienes que decir tras enterarte de que tu esposa no va a venir?

—Dikta me había mencionado lo importante que era la competición para ella.

—¿Más importante que ver a su reciente marido? Por el amor de Dios, si me hubiesen dejado salirme con la mía, la habría obligado a llamarte por teléfono y decírtelo en persona. Tú la habrías convencido de que viniese. Pero tu madre me pidió que no me inmiscuyese en vuestro matrimonio y eso hice.

Bora se sentía lo suficientemente desalentado como para no necesitar que se lo recordaran.

—Espero que haya tenido un viaje agradable.

—Eres demasiado indulgente con ella. —Malhumorado, Sickingen inclinó su monumental figura para subir al coche militar—. Que fuese aficionada a la equitación debería haberte dado alguna pista. —Pero, tras acomodarse en el asiento trasero, se dio cuenta de que el autocontrol era lo único que se interponía entre Bora y una demostración de dolor muy poco propia de un militar, así que se guardó lo que quería añadir—. Esta noche cenaremos juntos.

Recorrieron la breve distancia entre la estación Glówny de Cracovia y el límite norte del parque y se encaminaron a la izquierda, hacia la calle Pijarska. El Francuski era un hotel venerable en la curva de la calle Pijarska, frente a la fachada elíptica de la casa de los escolapios. En la calle ya estaba aparcado un coche con conductor para uso del general.

Bora tenía la cara tan pálida que Sickingen le dedicó una sola mirada y dijo:

—Puedes irte. Nos vemos esta noche a las siete.

Kasia se liberó del abrazo.

—Claro, claro. Feliz Año Nuevo a ti también, Ewa. Pero que conste que no pienso hacerlo.

Tienes que hacerme este favor, querida.

—No tengo que hacer nada por ti.

Ewa, en el zaguán de la entrada principal del teatro, se asomó a mirar la consumida figura masculina que parecía pegada con cola a la pared de la casa al otro lado de la plaza. Esperaba a cubierto del viento y con la mirada fija en el teatro.

—Sí que tienes. —Con cuidado, cogió la mano agrietada de Kasia entre las suyas—. Lo harás, Kasia.

—No lo conozco de nada. Tú no lo harías por mí.

Ewa le agarró las manos con más fuerza. No intentaba hacerle daño, sino evitar que se le escurriesen los dedos de Kasia.

—¿No fui yo la que te conseguí el puesto en esta compañía, querida? Seguirías haciendo vodevil si no hubiese dicho que me constaba que tenías experiencia de sobra como actriz, cuando no tenías ninguna. Hazlo por mí. Me lo debes.

Kasia miró al otro lado de la plaza.

—¿Cómo sé que no va a meterme en problemas?

—No lo hará. Solo serán tres o cuatro días, está intentando escapar a Checoslovaquia.

—De mucho le va a servir: los alemanes están allí, igual que aquí. —Kasia se giró de nuevo hacia Ewa y esta se dio cuenta de que intentaba no dejarse ablandar—. No, no. Olvídalo. Es tu hijo. ¿Se ha metido en líos? Seguro que anda metido en líos. Pues encárgate tú. No quiero que lo vean por mi apartamento. La gente murmurará.

Ewa se tragó el orgullo lo suficiente como para emplear el mismo argumento que había usado Helenka.

—Querida —las palabras le salieron involuntariamente de la boca—, ni que fuese la primera vez que invitas a un hombre joven a pasar la noche.

—¡Eran novios, no hombres que no conozco de nada!

—Te pagaré. Te presentaré al compañero de piso de Richard y, además, te pagaré.

—No.

Kasia se dispuso a marcharse. La figura consumida al otro lado de la plaza se despegó de la pared un momento, esperanzado, y volvió a refugiarse. Ewa agarró a su amiga por los codos.

—¡Por favor, Kasia! Te lo suplico, llévatelo a casa.

—¡Suéltame!

—¿Cuántas veces me has visto suplicar, Kasia?

Kasia gimió.

—Mierda —dijo—, me arrepentiré de esto —pero dejó de resistirse—. Solo dos días, Ewa. Ve ahora mismo a decírselo.

Dos días, nada más. Y no pienso darle de comer.

Ewa la besó en ambas mejillas y la estrechó contra el pecho envuelto en un abrigo de pieles.

El padre Malecki estaba diciendo misa en la iglesia del convento. Cuando se giró para leer la epístola de Pablo a Tito, distinguió la gabardina de Logan entre los asistentes.

Comenzó a leer:

—«Porque la gracia salvadora de Dios se ha manifestado a todos los hombres» —mientras pensaba en una forma de salir a hurtadillas por la sacristía sin tener que vérselas con el oficial del servicio diplomático. Era posible que Logan solo hubiese venido para empezar el año con buen pie desde el punto de vista religioso, pero Malecki no quería arriesgarse a ninguna interferencia durante los últimos días de la investigación.

Sus ojos examinaron la congregación para ver si, por casualidad, Bora también se encontraba en la iglesia. Pero era poco probable que fuese a estar allí en la misa solemne y, de todas formas, hacía días que no venía.

—«Enseñándonos a vivir de manera prudente, justa y piadosa en la edad presente, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas».

El suelo del comedor privado de la segunda planta del hotel Francuski estaba cubierto por una alfombra decorada con un estampado de rosas grandes de un verde pálido sobre un fondo magenta. A Bora le recordaron a coliflores desvaídas.

En voz baja, su padre le hablaba sin piedad, consciente de su dureza y convencido de que esta le haría bien.

—Te dije que no te casaras con ella, pero estabas cegado, esa es la palabra. Cegado por ella igual que lo estabas por la política, te tiraste de cabeza al matrimonio cuando podías haber encontrado otras soluciones de haber sido necesario. ¿Para qué estás en el ejército? Y, políticamente, no deberías haber vendido tu alma al diablo. Por supuesto, te acostabas con ella. Esas chicas Coennewitz son todas unas frescas. Igual que su abuela. Ya en 1899 los cadetes sabían que, si todo lo demás se ponía feo, podían estar con una de las hermanas Coennewitz. Un buen católico no tiene relaciones antes del matrimonio, y, aun así, cuando te acostaste con ella y descubriste que no era virgen (no me interrumpas, no llevo cincuenta años viviendo en Leipzig sin saber las cosas que pasan), deberías haberte dado cuenta. Ahora, tu hermano quiere casarse, ¡solo porque tú ya lo has hecho! Tenía cuarenta años la primera vez que me casé, y hay días en que pienso que, incluso a esa edad, era demasiado joven.

Sickingen hizo una pausa durante el tiempo necesario para que el camarero dejase las cartas sobre la mesa y se marcharse con una reverencia.

—Por lo menos tuve el sentido común de casarme con una mujer en la que no había entrado nadie antes que yo. Y, en cuanto a tu madre, era viuda, pero solo un hombre había entrado en ella antes que yo. Ninguno de los dos erais lo suficientemente maduros como para casaros, sobre todo tú. Y ahora, estás atrapado. Estás atrapado porque la quieres, memo. Dikta es caprichosa y una fanática política, y eso es lo mejor que puedo decir de ella. Tiene dinero, pero tú también. El apellido de tu familia es más antiguo que el suyo, estáis mejor relacionados… ¡Que un Bora se haya casado con una familia nazi! Su padre pudo haber conseguido un puesto de embajador, pero no es más que el lacayo de cualquier paparrucha que salga de Berlín.

Bora sintió que se sonrojaba del cuello para arriba, como si se hubiese acercado a una fuente de intenso calor. Incómodo ante lo obvio de su reacción, contestó:

—Creo que te sientes ofendido porque ha decidido no venir. A mí me duele, pero a ti te ofende.

—Ningún hombre con sangre en las venas dejaría que una mujer le hiciese daño, haga lo que haga. No te sientas dolido. Escandalizado, furioso; eso sí. Pero no permitas que te duela.

—Estamos haciendo una montaña de un grano de arena. Dikta no ha podido venir, eso es todo.

Sickingen levantó la servilleta de la mesa y la desplegó.

—¿Que no ha podido? —Se colocó la servilleta sobre el regazo—. ¡No ha querido!

El cuerpo de Bora se vio invadido por dolores que no sabía que sentía. Dijo, en tono poco convincente:

—Bueno, tengo otras cosas que hacer. Otras cosas de las que preocuparme. Habría estado bien ver a Dikta, pero tengo muchísimo trabajo.

—En el coche, casi te pusiste a llorar. ¿A quién intentas engañar? ¿Para esto te he criado como si fueras de mi sangre, favoreciéndote por encima incluso de mi propio hijo? ¿Para ver cómo una de las chicas Coennewitz te hace daño? Deberías separarte ahora mismo.

—¿Separarme? ¡No nos adelantemos a los acontecimientos! Dikta no ha hecho más que decirme que no puede venir a verme en este momento.

Sickingen emitió con la garganta un sonido semejante a un gruñido.

—No hay nada más antialemán que la deslealtad, excepto la lealtad mal entendida.

—Benedikta me quiere. ¿Quién iba a saberlo mejor que yo? Y tú la querrás cuando tenga a tus nietos.

—Si es que encuentra el tiempo de hacérmelos, entre una carrera de obstáculos y la siguiente. Ya me doy cuenta de que no sirve de nada intentar abrirte los ojos en cuanto a tu mujer. Es como intentar evitar disparar cuando tienes encasquillada la pieza de artillería: no deja de tirar hasta gastar toda la munición. Haz lo que quieras. Sigue casado. Uno de estos días te darás cuenta de que tenía razón.

—¿Podemos cambiar de tema?

Sickingen hizo una mueca. Odiaba a los fumadores y alguien en la habitación de al lado acababa de encenderse un puro. Les llegó flotando el fantasma de su olor penetrante, pero aun así se giró hacia la puerta con una mirada de reproche y Bora se levantó a cerrarla.

—No podemos.

Llegó el momento de leer la carta y Sickingen fue igual de brusco con esta como lo estaba siendo con todo lo demás esa noche.

—Dejé que te educaran otros, Martin, pero lo esencial del comportamiento masculino de toda la vida no ha cambiado desde que me lo enseñó mi padre, hace casi cincuenta años. Un hombre no llora, no miente, no abraza a otro hombre; un hombre sabe cómo darle las gracias a la mujer a la que le ha hecho el amor y, si es necesario, un hombre, sin duda, lucha hasta la muerte por una causa digna. Eso es lo esencial. Todo lo demás que hayas aprendido no hace más que interponerse en tu camino, excepto el amor de Dios. —El anciano movió la robusta cabeza de un lado a otro en gesto de desaprobación—. ¿Cómo piensas pasar esta noche?

—No lo sé. —Bora se quedó mirando las rosas, parecidas a coliflores, de la alfombra—. Mañana temprano salgo para el campo. Puede que ni me vaya a la cama.

Cenaron en silencio casi ininterrumpido, como en la academia militar. Sickingen, que era vegetariano y bebía muy poco, estaba, a pesar del largo viaje, completamente despierto después de la cena y hubiese vuelto a sacar el tema de Dikta si Bora no se hubiese apresurado a desviar la conversación hacia la política. Funcionó, pero tampoco resultó ser buena elección después de todo.

Sickingen habló con más franqueza aún que la última vez que Bora lo había visto. Aquella conversación le había costado una discusión con Dikta.

—Este travestí político… a mí no me engañan. Y tú pusiste tu parte, tanto como el resto. Desde el principio le tomaste gusto como un caballo a la silla y llevas saltando desde entonces. ¡Esto del «nuevo ejército»! ¿Por qué crees que dimití en el 35? Ahora has jurado lealtad a

ese hombre; no al país, sino a

ese hombre, y estás atado por tu juramento. Que Dios te ayude cuando llegue el momento de elegir entre tu honor y eso que llaman honor en la Alemania de hoy en día. Deja que te lo pregunte: ¿cuánto tiempo crees que pasará antes de que te ordenen hacer algo que tu conciencia de soldado te prohíba hacer?

Bora pensó en los expedientes ardiendo en el fuego de la estufa de Schenck.

—Tengo buenos comandantes —dijo, no obstante.

—¡Ja! ¿Y qué comandantes tienen ellos? Acabarás siendo o bien mal soldado, o mal cristiano. No puedes estar en misa y repicando. Inténtalo y eres hombre muerto. —Sickingen hablaba con tranquilidad, ahora que sabía que había dado en el blanco—. Elige, Martin. Ahora mismo,

ahora mismo. Porque la vida puedes perderla independientemente de en qué lado estés, pero que no te quepa duda: perderás tu alma inmortal si te decides por el bando equivocado.

A Bora le daba la impresión de que hacía un calor insoportable en el comedor. Escuchaba por respeto a su padrastro, pero la conversación lo exasperaba y su mente no dejaba de hurgar en el agujero de la negativa de Dikta a visitarlo. En tono inexpresivo, dijo que elegiría sabiamente cuando llegase el momento, como si no lo hubiese hecho ya.

Solo eran las ocho y la noche que tenía por delante le parecía insoportablemente larga.

En comparación, en las habitaciones traseras del teatro hacía frío y humedad y olía a mujeres.

Bora sabía que no había sido buena idea ir. Tal vez fuese la peor idea que pudo haber tenido esa noche, pensó al oler el sudor y el perfume de mujer en la penumbra. Decirse a sí mismo que tenía que hablar con Ewa Kowalska no servía de nada y, al fin y al cabo, tampoco era cierto. Tenía que hablar con una mujer y no tenía la suficiente seguridad en sí mismo como para buscar a Helenka porque se sentía atraído por ella.

Por Ewa no. Ewa tenía exactamente la edad de su madre. Mientras bajaba los peldaños que conducían hasta el estrecho pasillo, intentó llenarse la mente de pensamientos breves. El corredor, sombrío, húmedo y maloliente, lo envolvió como una víscera.

La edad de su madre. Exactamente.

Le preguntaría por la toalla desaparecida, le preguntaría a Ewa si Retz le había dado una llave del apartamento, le preguntaría por la visita que le había hecho al mayor la noche antes de su muerte. Escucharía sus respuestas y se marcharía.

Sus botas no provocaron el más mínimo ruido sobre el suelo de cemento, exceptuando el tintineo de las espuelas cuando se acercaba demasiado a la pared. Parecía que no había nadie en el teatro aquella noche de fiesta. Puede que Ewa ni siquiera estuviese allí.

La puerta de su camerino se encontraba justo al final del pasillo, donde otro tramo de escaleras gris y pobremente iluminado conducía hasta el escenario, que se encontraba algo más allá. Al ver el jirón de resplandor amarillo que se extendía por el suelo, Bora supo que la luz estaba encendida en el interior del camerino.

—Pase.

Si a Ewa le sobresaltó su visita, no dio muestras de ello. Tras contestar al golpe de Bora sobre la puerta entornada, cuando este entró se limitó a alzar la vista y mirarlo a través del espejo.

—Buenas noches. —Volvió a bajar los ojos. No llevaba puesto maquillaje y su palidez era real, sin adornos. «Es mayor», pensó Bora, aliviado—. ¿En qué puedo ayudarle, capitán?

Durante todo este tiempo no había dejado de revolver en una bolsita de tela con cremallera en busca de horquillas. Las horquillas le recordaron a las cortas agujas de abeto en Swiety Bór. Las colocó sobre la mesa, que era idéntica a la de Helenka, solo que más ordenada. Por encima de esta, encajada entre el espejo y la pared, una postal coloreada a mano de Tosca saltando desde las murallas del castillo de Sant’Angelo y una fotografía de Richard Retz. El Retz de hacía veinte años, cuando él y Ewa tenían la edad de Bora. Ahora ella tenía, volvió a recordarse a sí mismo, exactamente la edad de su madre. Las horquillas se fueron uniendo a sus compañeras en una pequeña fila.

—¿En qué puedo ayudarle? —repitió.

Hacía demasiado frío como para que Ewa estuviese solo en combinación. Confusamente, Bora entendió que había llevado puesta la blusa arrugada que había sobre el respaldo de la silla hasta hacía un momento, hasta el momento en que él había llamado a la puerta; pero lo cierto era que no importaba. Derivó un placer elemental e inesperadamente inocente de mirarle los pechos, separados y erectos por el frío, suntuosos como los de Dikta, que era la mujer en la que debería estar pensando, solo que ya lo estaba.

—Tengo algunas preguntas.

Ewa seguía ocupada con las horquillas, así que Bora no le quitó los ojos de encima.

—Sobre Richard, supongo.

—Sí.

Ewa se giró hacia él mientras dejaba la última horquilla sobre la mesa. El movimiento hizo que se le cayese la bolsita de tela del regazo.

—Vaya por Dios.

Las cuentas de un collar desensartado y unos cuantos botones salieron rodando de la bolsa en una estrepitosa carrera que no pudo evitar pero que intentó parar, inclinándose hacia adelante sin levantarse de la silla. Bora detuvo el movimiento de una cuenta con el pie. La recogió y una más se le acercó, desplazándose en círculos. Alargó el brazo para coger la bolita junto con otras dos más, casi debajo del borde de la mesa, agachándose para recuperar las últimas cuentas.

Ewa le dijo:

—Gracias —dijo cuando Bora empezó a incorporarse para ponerle las cuentas en la mano. Las bolas eran grandes, rojas y brillantes sobre la palma de su mano; como las manzanas de edenes diminutos. Ewa cerró el puño en torno a ellas y el rojo desapareció. Bora se echó hacia atrás para ponerse en pie, pero no fue lo suficientemente rápido ni lo suficientemente prudente. Empezó a decir:

—No —cuando ella lo agarró por el cuello para besarlo.

Lo invadió el terror al darse cuenta de que Ewa besaba mejor que Dikta, mejor que las mujeres que había conocido en España. Su lengua era como un retazo de seda que luchase por alcanzar el suelo mojado de su boca, zambulléndose en ella y plegándose hacia atrás para llenarla de su propia humedad, para despertar la lengua limpia de Bora a pesar de su resistencia. Bora empezó a erizarse y a endurecerse sin devolverle el beso, saboreándola, dejando que penetrase en su boca un breve instante solo porque necesitaba que desease su cuerpo hasta que le resultase imposible decir «no». De rodillas junto a la silla de Ewa, se vio y se sintió en la cama con Dikta, con Ewa o quizá con Helenka; pero lo que deseaba era el vientre musculoso de Dikta, la hendidura prieta entre su vello rubio y la boca de Dikta. Transcurrieron segundos antes de que se liberara de Ewa por la fuerza. Apartó de ella el ángulo huesudo y tenso de la cara.

Una vez fuera del teatro, no recordaba haber caminado hasta el coche ni haber encendido el motor. No sabía qué hora era ni por qué calles conducía. Solo era consciente de que recorrió, desesperado, una distancia corta hasta alcanzar el límite oscuro del parque y de que entonces tuvo que pararse para intentar recobrar la compostura, pero era demasiado tarde. La sangre le afluía y le golpeaba en la garganta y en las venas. No se atrevía a tocarse ninguna parte del cuerpo por miedo a precipitar un orgasmo. Como fuego, con un dolor que iba en aumento, la necesidad lo hizo sudar a pesar del frío que hacía en el coche, hasta que se encontró empapado por debajo de la camisa. Intentó aspirar y espirar cuando los pulmones quisieron pararle el aire en la garganta.

Tensó involuntariamente la mandíbula. Con los ojos cerrados, se echó hacia atrás en el asiento; con cuidado, según pensó, pero con el movimiento la tela de los pantalones le rozó la piel de las rodillas y los muslos hasta alcanzar el haz dolorido y dilatado de su entrepierna. Su respiración se volvió superficial, difícil. Bora mantuvo las manos contraídas sobre el volante. Aun así, los brazos y los hombros empezaron a tensársele; cada músculo, cada articulación se iba endureciendo, hasta que empezó a temblar por el exceso de tensión y, al final, tuvo que dejar que el intenso deseo que sentía lo atravesase. Se resistió a las ganas de gritar cuando le inundó la entrepierna como si la presa de la vida se hubiese abierto de par en par para escapar en sacudidas y, una vez vertida, no le quedase vida en el cuerpo: una muerte dulce, muy dulce.

Pareció durar una eternidad, este flujo largo y espeso que recogió su ropa. La cabeza de Bora chocó contra el respaldo del asiento, se oyó gemir y notó que volvía a endurecerse y empezaba a dejarse ir, a dejarse ir y a relajarse con estremecimientos teñidos de culpa.

Se le relajó la garganta lo suficiente como para poder tragar saliva y volver a respirar. El frío aire nocturno le llenó el pecho, pero se negó a abrir los ojos para ver la noche en torno al vehículo.

Notaba los pantalones de lino ribeteados de cuero cálidos, empapados, pegajosos. Se le adormecieron la espalda y los hombros. Se le relajaron y adormecieron los dedos, las palmas, las muñecas. Pronto, Bora pasaría de sentirse aliviado a sentirse sucio, y el deseo absurdo de llorar por Dikta llenó el intervalo entre ambas emociones de una soledad y una pena insoportables. La amaba con las tripas, los tendones y el alma. Y no estaba seguro de que ella siguiese amándolo.

Con las luces y el motor apagados, un coche con una matrícula de las SS estaba aparcado junto al bordillo cubierto de nieve frente a la puerta de su casa.

Bora frenó detrás de este, de pronto con prisas y alarmado. Procuró prepararse para el problema que se le venía encima.

Antes incluso de poder abrir la puerta del coche, la silueta inconfundible de Salle-Weber se apeó del vehículo de las SS. La calle estaba oscura entre una farola y la siguiente y su contorno de hombros fornidos estaba teñido de un negro ominoso. Bora se bajó del coche.

—Quería tener unas palabras con usted, capitán.

—Por supuesto. —Bora cerró el coche, intentando no perder la calma—. ¿Quiere que entremos?

—No. Demos un paseo.

Bora miró hacia donde estaba Salle-Weber. No lo miró a él, ya que no había suficiente luz como para poder leer la expresión de su rostro.

—¿Un paseo? ¿Adónde?

—Empiece a andar.

La calle Podzamcze se extendía, larga y derecha, y habían quitado suficiente nieve de la calzada como para poder dar unos pasos lentos y un tanto traicioneros. Más abajo, la siguiente farola dibujaba un círculo de luz que recordaba a una luna desdibujada y Bora dio un paso en esa dirección. Salle-Weber lo imitó.

—¿Dónde estaba a estas horas?

Bora decidió contestar con la verdad, sobre todo porque era posible que lo hubieran visto salir del teatro. Se sentía terriblemente avergonzado y dio gracias por llevar puesto el pesado uniforme de invierno y el abrigo. La humedad empezaba a secarse y el tacto gomoso en la cara interior de los muslos lo incomodaba. Como no se atrevía a tocarse aunque solo fuese para ponerse bien la ropa, se le había pegado el lino a la piel. La pureza cortante de la noche hacía que la sensación de suciedad resultase de lo más real.

Debía de mostrar signos que otro hombre pudiera intuir, estaba seguro, pero Salle-Weber no lo estaba mirando. Adaptando su paso al de Bora, como hacen los soldados por pura costumbre, Salle-Weber dividió la nieve helada con sus botas engrasadas. Tenía la ruda cara girada hacia el difuso resplandor de la farola, algo más adelante.

—Su conducta es impropia de un oficial alemán, capitán Bora.

—¿Porque he ido a ver a una actriz?

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