Lumen

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Capítulo 2

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Schenck se mostró cortés. Se negó a tomar asiento y a mencionar la crisis nerviosa que había sufrido Hofer, pero dijo que volvería para hablar del asesinato que había tenido lugar en el convento.

—Como sabe, hemos conseguido mantener a la policía local apartada del caso. Entenderá que no queremos acrecentar las complicaciones que conlleva la ocupación militar al permitir que se cree una histeria religiosa en torno a este asunto. —Pronunció las palabras sin mirarlo directamente, intentando no darle a Hofer la impresión de que hablaba de él; aunque el coronel lo entendió de todas formas—. Francamente, mi primer impulso fue echar tierra sobre el incidente, pero soy consciente de que este es un país católico de línea dura y el general Blaskowitz nos ha recomendado que procuremos mostrar interés. Ni hablar de permitir que las autoridades polacas hurguen en este asunto, máxime cuando no sabemos qué dirección va a tomar la investigación…

quién apretó el gatillo. —Schenck sacó una carpeta de personal de su cartera—. Tiene a un oficial joven bajo su mando. Es nuevo en el servicio de inteligencia pero está bien formado, tiene un expediente de combate brillante hasta la fecha y demasiado talento como para que le ordenemos liderar a una compañía en las trincheras. —Schenck le entregó el expediente a Hofer, que asintió con la cabeza, mostrándose de acuerdo con su contenido—. Personalmente, me gusta que haya prescindido del

Adelsprädikat del apellido. En un ejército moderno no necesitamos que nos recuerden los títulos ni los privilegios ancestrales. Tengo intención de asignarle el caso y, a no ser que conozca usted detalles sobre el capitán Bora que lo hagan no apto para esta misión, empezará a trabajar mañana mismo.

Hofer le devolvió la carpeta.

—No tengo objeciones. Seguramente, yo habría hecho lo mismo. Solo espero que no lo retire por completo del campo.

—Oh, no. —Schenck se estiró, todo lo largo y flaco que era, sonriendo—. A los músculos jóvenes hay que encomendarles cargas pesadas.

A unas cuantas calles de distancia, Kasia se reía demasiado como para mantener recto el lápiz de ojos y se hizo un borrón en el delgado arco de la ceja izquierda.

—¿Y además ha engordado?

Ewa Kowalska se abrazó los hombros. Lanzó una mirada crítica al espejo, aunque la luz difusa de la parte trasera del camerino hacía que su rostro pareciese tenso y atractivo.

—Sigue siendo un buen amante, cuando no bebe demasiado.

Los ojos de Kasia se encontraron con los suyos. Tras desenroscar la tapa de una barra de labios bastante gastada, la frotó con el dedo índice y se dio unos toquecitos en los pómulos, mientras metía las mejillas para marcar la zona del colorete.

—Aunque me veas reírme, casi te envidio. Se gana un buen dinero con los oficiales alemanes.

—El dinero no tiene nada que ver.

—Entonces, ¿qué es? ¿Nostalgia?

Ewa se encogió de hombros, sin por ello soltárselos.

—No lo sé. Poder.

—¿Poder?

—Una se siente poderosa al… al reconquistar a un hombre.

—¿Está casado?

—Sí. No tiene hijos, pero está casado. Su mujer es una cerda.

Kasia se echó a reír una vez más.

—¿Eso te lo ha dicho él o es que has visto una foto de ella?

—Ni lo uno ni lo otro. Pero estoy segura de que es una cerda. La mayoría de las mujeres son unas cerdas estúpidas.

—¡Vaya, Ewusia! ¿Dónde me deja eso a mí?

Ewa se acercó a la silla de Kasia y la abrazó.

—Tú no, querida. Pero sabes de sobra que la mayoría lo son.

1 de noviembre

El padre Malecki no decía lo primero que se le venía a la cabeza. Miró a Bora, de pie al otro extremo de la sala de espera del convento, y tuvo que esforzarse por no sacar el tema de los misales a los que había arrancado las páginas.

Bora hojeaba unos folios mecanografiados, pero tenía los ojos fijos en el sacerdote americano. Tenía una expresión seria y desafiante en la cara; a no ser, por supuesto, que tan solo estuviese a la defensiva.

—Me han asignado esta investigación, padre Malecki. No lo pedí yo.

—Descuide: lo entiendo.

Como el sacerdote no despegaba los ojos del documento, Bora hizo alarde de seguir examinando rápidamente cada una de las páginas.

—Algunas de las declaraciones de la abadesa santa tienen relevancia política.

Malecki se mantuvo impasible. Ese día, Polonia había quedado oficialmente incorporada al Reich y tenía que ser prudente. Puso especial cuidado en no mirar la herida, cosida con puntos, que Bora tenía en la cabeza.

—Una respuesta oracular puede interpretarse de muchas maneras.

—Yo diría que «Banderas marcadas con cruces provenientes del oeste» nos identifica con bastante claridad, padre. Lo que más me asombra es que mencionase que los líderes de dichas banderas eran «La ciudad redonda y el carnero». Porque, efectivamente, los comandantes de nuestro ejército son Von Rundstedt y Bock. Es extraordinario que dijese todo esto hace ya un año.

—Bueno, ya veo que las buenas hermanas le han dado mis notas. ¿Qué opina de ellas?

—Desde el punto de vista técnico, que su máquina de escribir tiene la «R» defectuosa. Intentó evitar utilizar palabras con «R» siempre que le resultaba posible: «potestad» en vez de «poder», «benevolencia» en vez de «caridad» o «misericordia». Desde el punto de vista teológico, prefiero no arriesgarme a hacer comentarios: no sé lo suficiente sobre misticismo. Pero a juzgar por su escepticismo, diría que fue usted a una universidad jesuita. ¿No fue san Ignacio el que dijo: «sin novedades»?

Malecki no pudo reprimir una sonrisa. Hundidos en su ancho rostro, los ojos, de un intenso color azul, delataban la rapidez de su mente.

—Es cierto. Fui a la Universidad de Loyola y

soy jesuita.

Bora no le devolvió la sonrisa.

—Tuve algunos maestros jesuitas, pero ya nos conoce a los alemanes: nuestro catolicismo tiende a lo monacal. Y no me gustan demasiado los términos medios, aunque me identifico con la obediencia y disciplina de un «soldado de Cristo».

—Bueno, dejando a un lado esa cuestión, ¿qué piensa hacer ahora?

Con un gesto inquisitivo de la cabeza, Bora le pidió permiso para llevarse el documento. Dado que ya lo estaba guardando en su maletín, Malecki se vio obligado a asentir con la cabeza.

—Y ahora, tengo que volver al trabajo. Si no le importa acompañarme hasta la salida, padre, le haré algunas preguntas.

2 de noviembre

El doctor Nowotny no esperaba que Bora volviese tan pronto. Le preguntó cómo iba progresando la herida y, cuando le dijo que había tenido náuseas, le echó una reprimenda.

—Debió haberme llamado de inmediato. ¿No sabe que el vómito puede ser un síntoma muy grave después de una lesión en la cabeza? Podría haberse debido a la acumulación de presión intracraneal.

—Obviamente no fue ese el caso, coronel. El motivo por el que he venido no tiene nada que ver con mi cabeza. —Bora habló unos cinco minutos, durante los cuales el médico lo escuchó sentado al borde de la silla, intrigado y divertido a partes iguales. Cuando no pudo reprimir más la curiosidad, lo interrumpió.

—Entonces, ¿qué tiene de especial esta monja santa, aparte de que la hayan asesinado? ¿Tenemos el cadáver, por lo menos?

—No.

—Bueno, pues lo vamos a necesitar.

Bora lo miró con una expresión de frustración en la cara.

—No va a ser fácil que nos lo entreguen. Llevo dos días intentándolo y no he llegado a ninguna parte.

—¿Ha apelado a las altas esferas?

—Les hice una visita a los de la curia. El arzobispo se negó en redondo a recibirme.

—Bueno, ¿y ha apelado a nuestras altas esferas?

—Espero recibir la respuesta del equipo del general Blaskowitz esta tarde.

Nowotny rezongó.

—Hans Frank es la persona a la que debe dirigirse.

Bora no contestó. Dio por zanjado el tema, con un gesto severo en los labios. Nowotny no habría sabido decir si su reacción se debía a que hubiese omitido el título de gobernador general de Frank o a que a Bora no le apetecía seguir el camino que le había sugerido. Se llevó un cigarrillo a la boca y dejó que le colgase de los labios.

Bora permaneció sentado, inmóvil como una roca. Nowotny fumaba. Intentaba laboriosamente poner de pie la larga y plana cajetilla de cigarrillos en el centro de su escritorio.

—Se trata de una investigación oficial, capitán. Sin el cadáver… —Nowotny empujó la cajetilla con el dedo y esta cayó sobre la mesa.

—Soy consciente de ello. Volveré a intentarlo.

—Ya han pasado doce días, maldita sea. A no ser que esa monja fuese como Jesucristo y se haya levantado y andado, será mejor que me traiga el cadáver antes de que transcurra más tiempo.

Una hora más tarde, el padre Malecki le dijo que no tenía la autoridad necesaria para exhumar el cuerpo. Bora tenía una fuerte jaqueca y empezaba a enfadarse.

—No entiendo por qué se muestra tan reticente. Hasta ahora hemos tratado a las hermanas con perfecta cortesía, ¡y me viene usted con esas! Podría involucrar a las SS y

obligarle a que me entregase el cadáver.

Malecki intuyó que se trataba de una amenaza sin fundamento y tensó la mandíbula.

—Por lo visto, no va a quedarle otra opción.

Más tarde, en el puesto de mando de las SS al noroeste del casco antiguo, el

Hauptsturmführer Salle-Weber no pareció interesado en un principio, pero poco a poco empezó a prestar atención a lo que le decía Bora.

—¡Vaya, esa sí que es buena! Lo que me gustaría saber es qué habrá hecho la monja para que alguien le metiese una bala en el cuerpo.

—Ninguno lo sabemos. Por eso he venido.

—Para que le prestemos la fuerza bruta que necesita para entrar en el convento, ¿eh?

—Sí. Las hermanas tienen dispensa para enterrar a las suyas en la cripta de la capilla.

—¡Vaya, vaya! —Salle-Weber se balanceó sobre las suelas de las relucientes botas durante algún tiempo—. ¿Seguro que no tiene otras razones para querer entrar?

—¿Qué otras razones iba a tener?

—Eso mismo le he preguntado. ¿Qué nos importa a ninguno de nosotros una monja polaca? Al final, tendremos que matar a unas cuantas antes o después. A lo mejor hay algo de valor en el convento y el ejército lo sabe.

—No me consta nada parecido.

—Manuscritos valiosos, cálices… ¿judíos ocultos? —Salle-Weber contestó a la impaciencia de Bora con una sonrisa de suficiencia—. ¿Qué me dice? O las novicias, quizá.

—Esas tampoco me interesan.

Con los puños a ambos lados del cuerpo, Salle-Weber se acercó al mapa de Cracovia que había en la pared.

—Aunque solo sea porque siento curiosidad, Bora, le conseguiremos a la monja muerta.

—¿Qué métodos piensan emplear para entrar?

—Eso no es asunto suyo. Haremos las cosas a nuestra manera. Usted espere fuera con una ambulancia del ejército y le prometo que tendrá el cadáver antes del anochecer.

Vista desde detrás, mientras caminaba por la acera, la chica tenía un bonito trasero redondo y muy buenas pantorrillas, aunque llevase unas sencillas medias de algodón. Retz detuvo el coche junto al bordillo y bajó la ventanilla.

Dzien dobry —la saludó, galante—. ¿Quiere que la lleve a alguna parte?

La chica no contestó, aunque sí se paró. Daba la impresión de estar debatiendo consigo misma si debía aceptar o no.

—Gracias —dijo en un alemán bastante correcto—. ¿Le importaría llevarme al trabajo?

Retz abrió la puerta del coche.

—Por supuesto: suba. Dígame adónde quiere ir, querida.

La mujer le dio la dirección. Retz le miró las piernas y arrancó el coche. En su sonrisa se adivinaba una hostilidad juguetona cuando le preguntó:

—¿En qué clase de sitio trabaja?

Ella le apartó la mano de la rodilla.

—En un sitio de lo más atareado, mayor. La morgue municipal.

***

En el convento, el padre Malecki salió a toda prisa por la puerta principal, fuera de sí. Miró a su alrededor y vio el vehículo militar alemán y la ambulancia que había aparcada al lado. Bora subió su ventanilla mientras el sacerdote recorría a grandes zancadas la distancia que separaba el umbral del vehículo.

Bora dejó que se impacientase durante un tiempo, pero cuando el conductor le preguntó si quería que se deshiciese del sacerdote, le contestó:

—No, no —y se apeó del coche.

En pocos instantes ya estaba discutiendo con el americano.

—Bueno, ¡podría habernos puesto las cosas fáciles y habernos entregado el cadáver! Le dije que lo necesitábamos.

—¿Sabe cuál es la pena para los que violan las normas de la Iglesia entrando por la fuerza en un convento?

—Dudo mucho que a las SS les preocupe la excomunión.

—Me refiero a usted: ¡

usted es católico!

—Y, por si no se había dado cuenta, no he puesto un pie en el convento. Yo en su lugar, padre, volvería a entrar para ver cómo se van desarrollando las cosas.

Dos horas más tarde, el primero en salir fue Salle-Weber, seguido de dos de sus hombres. Tenía la cara cubierta de manchas rojas y le faltaba el aliento.

—¿Por qué demonios me ha metido en este asunto, Bora? ¡Ahí dentro no hay ningún cadáver! —Ignoró el intento de Bora de decir algo—. El ataúd está vacío, igual que el nicho de la cripta. Hemos registrado el convento de arriba abajo… y menudo sitio enorme y condenado que es. La cocina, el refectorio, las celdas, el jardín, el desván, el sótano, la iglesia, la capilla… ¡no sé qué demonios habrán hecho con la monja en descomposición, y a estas alturas lo mismo me da que la hayan tirado por una letrina!

Bora miró al padre Malecki por el rabillo del ojo. Se encontraba a unos cuantos pasos de distancia y era posible que no hubiese entendido su conversación, pero tenía en la cara una expresión difícil de definir que a Bora le pareció de alivio.

Aunque parecía imposible, una idea empezó a cobrar forma en la mente de Bora.

—¿Dónde estaban las otras monjas? —le preguntó al oficial de las SS.

—Fueron todas corriendo a arrodillarse ante al altar, como una bandada de gansos. La capilla estaba a rebosar de monjitas. El ataúd estaba en la cripta, pero ni rastro del maldito cadáver.

—¿Y estaban todas arrodilladas?

—¡Sí, sí! ¡Todas arrodilladas, ya se lo he dicho!

Bora no despegaba los ojos del sacerdote. Con voz pausada, le dijo a Salle-Weber:

—Debió haber pedido a todas las monjas que se levantasen.

Salle-Weber blasfemó y volvió a entrar en el convento. Esta vez, Bora lo siguió.

4 de noviembre

Nowotny se echó a reír al oír la historia.

—¿Así que sacaron a la monja muerta de su ataúd y la colocaron, de rodillas, entre ellas? ¡Menudas hipócritas están hechas estas monjitas!

—Me interesan mucho los resultados preliminares de su examen,

Herr Oberstleutnant.

—Por supuesto. Aquí los tiene. —Nowotny le entregó un informe escrito a mano en diminuta caligrafía gótica, que parecían huellas de pájaro sobre la página—. La bala que la mató era polaca. La dispararon desde escasos metros de distancia, le perforó el pulmón izquierdo y se alojó justo en el corazón. Falleció en el acto, aunque ya es un poco tarde para señalar la hora de la muerte. —Nowotny sonrió con ganas y dejó la bala sobre su escritorio—. Pienso jugar un tiempo con él, con el cadáver quiero decir, para examinar los estigmas y el fenómeno

milagroso de que siga estando razonablemente incorrupto y flexible después de dos semanas. Si tuviese el tiempo y el equipamiento necesarios, le echaría un buen vistazo a su cerebro para ver qué tenía de santo.

Bora miró fijamente el trozo de metal y se lo metió en el bolsillo, junto con el informe que le había dado Nowotny.

—Ya hemos recibido una queja oficial por parte del arzobispo. Me temo que vamos a tener que devolver el cadáver de inmediato.

En el cuartel general, aprovechando que Hofer había venido a trasladar sus cosas desde el despacho del comandante, el coronel Schenck lo invitó a escuchar el primer informe de Bora. Durante toda la explicación, Hofer se mantuvo sentado con la cabeza entre las manos, siguiendo sin interés lo que decía el coronel.

—Es cierto que hasta ahora no hemos encontrado ningún arma, pero el convento es un complejo extenso con varios edificios y hay incontables recovecos y escondrijos. No se ha encontrado casquillo alguno ni en el claustro ni en las galerías superiores que lo rodean. Pero he averiguado que la mañana del día en que murió la abadesa había alguien del exterior en el convento.

—¿A qué se refiere?

Bora se giró hacia Schenck, que era el que había preguntado.

—Por lo visto, una bomba perdida dañó el techo de la capilla durante la invasión, así que encargaron a unos trabajadores que lo reparasen. Dudo mucho que podamos localizarlos a estas alturas, pero haré todo lo que pueda.

Schenck le contestó con una mueca irónica.

—Ja. Así que existe la posibilidad de que unos trabajadores polacos mataran a la

santa.

Bora notó que estas palabras molestaban a Hofer y se esforzó por disipar la tensión.

—¿Qué otros sospechosos tenemos, coronel? «Todo el mundo en el convento

amaba a la abadesa», me dicen siempre las monjas. Creo que el padre Malecki no estaba del todo convencido de sus poderes místicos, pero dudo que su escepticismo de jesuita lo haya inducido a asesinarla. Además, no se encontraba en el convento en el momento de su muerte.

—Puede que le disparasen desde el exterior —sugirió Schenck—. Después de todo, hay edificios altos en torno al convento.

—Inspeccionaré el vecindario para ver desde dónde pudo haberse efectuado un disparo. No obstante, la bala penetró en el pecho en línea recta. El ángulo no sugiere un tiro realizado desde una posición ventajosa alejada del claustro.

Hofer, que se había encogido, se enderezó por completo, como si acabaran de llegarle en ese momento las palabras que se habían dicho anteriormente.

—¿Qué quiere decir con que el sacerdote no cree en sus poderes místicos?

—Bueno, le han encargado una investigación paralela, así que debería procurar evitar ser parcial.

—Pero ser incrédulo también es ser parcial. ¿Qué cree

usted, Bora?

Bora sabía que Schenck sentía tanta curiosidad por oír la respuesta como Hofer, así que sopesó bien sus palabras.

—No estoy seguro. Opino que el hecho de que yo crea o deje de creer en la abadesa no tiene la menor importancia. El alto mando alemán quiere saber quién la mató y yo intento averiguarlo.

—Pero, como buen católico, ¡debe creer en los milagros!

Schenck sonrió para sus adentros al ver que Bora se mantenía en silencio.

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