Lumen

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Capítulo 3

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7 de noviembre

La partida del coronel Hofer fue tan rápida como predecible. El martes, Bora fue a despedirlo a la estación Glówny de Cracovia. El capitán iba de camino al norte para sondear a los alemanes étnicos, que habían expresado quejas sobre la violencia ejercida por las tropas polacas al retirarse.

Hofer pareció agradecer la presencia de Bora. Pálido aunque sereno, delató su amargura al comentar cómo «habían tirado todo el tiesto a la basura por una grieta no más gruesa que un pelo».

—Aunque no me guste, debo decir que estaré mejor en Alemania, Bora. Sé que su generación añora expandirse. No espero que me entienda.

—Coronel, ¿la abadesa le dio razones para suponer que temía por su vida o que podía morir en poco tiempo?

La compostura de Hofer se resquebrajó un poco.

—No.

—Pero ¿cree usted que lo

sabía?

—Por favor, no hablemos del tema, capitán. No puedo darle ninguna información que vaya a ayudarlo a resolver su asesinato. Prefiero no hablar de ello. —El tren se disponía a marcharse, así que Hofer subió a bordo. Sin sacar el cuerpo por la ventanilla, añadió—: Adiós, Bora. Hoy, cuando hable con los granjeros, tenga en mente que le dirán lo que quiere oír.

Bora se cuadró.

—Me parece poco probable, señor, ya que ni yo mismo lo sé.

—Espero que la verdad… sea cual sea la verdad para usted. —Hofer se aclaró la garganta—. Intente no demostrar más confianza en sí mismo de la que exija la situación. No le conviene. —Lentamente, contestó al saludo de Bora, como si llevarse la mano a la sien fuese demasiado esfuerzo o ya no le interesase lo más mínimo ese gesto—. Recuerde a Adán y la manzana.

El tren empezó a moverse. Mientras Hofer salía del área metropolitana de Cracovia, Bora y Hannes ya habían tomado la carretera de camino al campo. Cuando el tren se detuvo en Kielce, Bora estaba sentado sobre el muro derruido de una granja infestada de moscas, rodeada de silesios descontentos deseosos de darle su versión.

9 de noviembre

—¿«L. C. A. N.» era el lema de la abadesa?

Al padre Malecki no le hizo falta mirar la fotografía que Bora tenía en la mano para contestar.

—Sí, era su lema en latín. Como seguramente sabrá, quiere decir: «Luz de Cristo, socórrenos».

—Sí, lo sé.

Las plantas perennes del claustro creaban una ilusión primaveral que la baja temperatura disipó en cuanto los hombres salieron al jardín. Bora se arrepintió de su decisión de no haberse puesto el gabán esa mañana y pronto se sintió incómodo con su uniforme de lana. La noticia del atentado fallido contra Hitler cometido el día anterior había sumido al establecimiento militar en tal confusión que haberse puesto el gabán o no parecía una preocupación de lo más superflua.

Con el cuello envuelto en una voluminosa bufanda, Malecki no llevaba nada sobre la sotana, pero había tenido la previsión de ponerse calzoncillos largos debajo.

Aunque no se habían tomado fotografías del cadáver, Bora recordaba la posición en que lo habían encontrado. Se acercó al pozo y, señalando con una ramita, le mostró a Malecki dónde, aproximadamente, habían estado la cabeza y los pies de la monja.

—Si de mí hubiera dependido, no habría dejado que la trasladasen —dijo Bora, mientras se apoyaba contra el borde del pozo cubierto—. Era evidente que estaba muerta; pero aun así las hermanas se la llevaron al interior del convento para intentar reanimarla. No me habrían permitido ayudarlas aunque hubiese querido.

Malecki observó cómo Bora frotaba, pensativo, la punta de metal de su bota contra la lechada entre las baldosas, donde un resto oscuro era lo único que quedaba del riachuelo de sangre. Optó por no expresar abiertamente su resentimiento por la presencia de militares en el convento, ya que no había nada en esta situación sobre lo que tuviese el más mínimo control. El arzobispo de Cracovia tenía una opinión muy distinta de la del Vaticano sobre la conveniencia de colaborar con las autoridades alemanas, pero también había tenido que callársela. Así que Malecki había tomado la decisión de venir cada vez que el alemán fuera a hacer una visita al convento, con la esperanza de tenerlo vigilado.

Bora lo sabía y, por el momento, lo aceptaba.

—Capitán, créame cuando le digo que, si está buscando culpables dentro de este convento, comete un error garrafal.

—¿Ah, sí? —Bora alzó la vista hacia el sacerdote. Bajo la corta sombra que proyectaba la visera, se entrevió una expresión de rencor que logró controlar rápidamente—. A juzgar por el ángulo de entrada, el disparo se efectuó desde muy pocos metros de distancia. Tuvo que hacerlo alguien que se encontrase entre este punto y ese otro —señaló el lado sur del claustro, donde había una tuya en una enorme maceta de cerámica—. He hecho lo posible por reconstruir lo que ocurrió lo más fielmente posible: el coronel Hofer entró en el convento poco después de las dieciséis treinta de la tarde. Aunque no recuerda con exactitud el tiempo transcurrido, debió de llegar al claustro unos dos minutos después como máximo. Tenía cita con la abadesa, y ya sabe que las hermanas lo dejaban pasar automáticamente. Al penetrar en el claustro, vio el cadáver de la madre Kazimierza. El impacto fue tal que tardó unos cuantos minutos en recuperar la presencia de ánimo e ir corriendo en busca de ayuda. Eran las dieciséis cuarenta y cinco cuando salió del convento para llamarme. Alguien acabó con la vida de la abadesa justo antes de nuestra llegada, padre: como lo interprete usted es cosa suya. —Intuyendo el descontento de Malecki, Bora añadió—: Por cierto, padre Malecki, he leído con atención sus anotaciones y creo que faltan algunas partes. No hay referencia a la biografía de la abadesa antes de entrar en el convento y, lo que es más importante, no hay observaciones personales sobre su carácter. Vive usted en la calle Karmelicka. —Bora sacó una libreta y fue pasando las páginas—. En el tercer piso del número 17. Me imagino que guardará el resto de sus papeles allí. No quise faltarle al respeto, así que me resistí a la tentación de ir a echar un vistazo yo mismo. ¿Sería demasiado pedir que me trajese el resto de la documentación antes de mañana? Me he fijado en que numera las páginas de sus cuadernos, así que si faltase alguna entrada, me daría cuenta.

—Ya veo. —Malecki sintió cómo le rechinaban involuntariamente los dientes, de lo tensa que tenía la mandíbula—. ¿Y adónde quiere que los lleve?

—Tenga la amabilidad de traérmelos al convento. Volveré a recogerlos a las dieciséis en punto. Espero poder empezar a interrogar a las hermanas esta misma tarde.

Bora se alejó. No se giró para ver si el sacerdote lo seguía hasta que llegó al porche. Al ver que este se había quedado atrás a propósito, desanduvo sus pasos hasta el pozo. Se plantó frente al sacerdote y permaneció así durante tal vez un minuto, lo cual incomodó al americano aunque, poco amigo, como muchos soldados, de la cercanía física, Bora se mantuvo a cierta distancia.

Por fin dijo, como si acabase de salir de un proceso de racionamiento espontáneo e impulsivo:

—Podemos trabajar juntos o por separado en esta investigación, padre Malecki. No pienso ofrecérselo más de una vez.

Malecki notó que se le aceleraba el corazón. De repente, el resentimiento, la esperanza y una curiosidad teñida de angustia por la muerte de la abadesa se batieron en su mente con tal intensidad que temió que el alemán pudiese oír los gritos que escuchaba dentro de su cabeza. Era una de esas ocasiones en que uno toma perfecta conciencia de lo que tiene a su alrededor: del momento, el lugar y las circunstancias; como si se nos concediese una revelación de la eternidad en un instante fugaz. Lo único que le había pedido Bora era que colaborase.

Con desconfianza, lo analizó, igual que Bora lo había observado a él. En su opinión, el capitán parecía más anglosajón que alemán. Su rostro delataba buena educación pero no falta de experiencia y tenía una expresión sensible y disciplinada, más dura pero aun así similar a la que Malecki había visto en los rostros de los sacerdotes jóvenes e idealistas que conocía.

—Pero, por supuesto, no querrá compartir conmigo sus averiguaciones, capitán.

—Compartiré lo que crea conveniente.

Bora empezó a quitarse el guante para darle la mano. Por un momento, Malecki pensó que esta podría ser la forma que Dios había elegido de mostrarle la decisión correcta o una solución intermedia con la virtud. Aferró la mano que le ofrecía el alemán con una firmeza excesiva, rayana en lo descortés.

Bora captó la advertencia y se echó a reír.

—Da usted la mano como un estibador.

—Trabajé mucho tiempo con ellos.

11 de noviembre

—¡No sea aguafiestas, Bora! Solo es la tercera vez que se lo pido. ¿Acaso me quejo yo cuando se pone a tocar a sus malditos Beethoven y Schumann noche sí, noche también? Dese una vuelta por ahí, nadie le dice que tenga que pasar la noche fuera.

—Pero, mayor, ¿qué espera que haga en mitad de la noche en esta ciudad? No me parece apropiado esperar en una habitación de hotel o en mi coche hasta que el mayor

haya terminado.

—Bueno, pues entonces voy a ponérselo fácil: le ordeno que vuelva tarde, y me importa un comino lo que haga durante ese tiempo.

Bora cogió el abrigo del respaldo del sillón y salió del apartamento.

Una hora más tarde, el coronel Schenck salía del club de oficiales cuando vio entrar a Bora. El capitán se cuadró. Schenck le devolvió el saludo y se detuvo en el umbral. Bora lo imitó.

—¿Sabe qué hora es, capitán?

—Sí, coronel.

—En ese caso, le sugiero que pida una copa y vuelva a su alojamiento.

Bora se acercó a la barra y pidió un coñac. A través del espejo que había detrás del mostrador, vio que el coronel Schenck no se movía de la entrada. Se terminó la bebida, pagó y volvió a salir.

Schenck lo acompañó hasta su coche. En mitad de la gélida lluvia, le soltó una perorata sobre los beneficios de una vida disciplinada y la necesidad de mantener sus niveles de energía al máximo en un momento en que la virilidad alemana se veía puesta a prueba tanto en el frente como en el hogar.

—Sobre todo en lo que respecta a la reproducción, capitán, es indispensable que el hombre alemán responsable evite hábitos y relaciones fáciles pero efímeras y poco saludables. Entre tomar una copa inocente en el club de oficiales y el libertinaje más absoluto, o incluso la profanación de la raza, hay un paso. Se lo digo por su propio bien, como comandante y camarada político; mirando por sus futuros hijos y por nuestro gran país.

Bora se preguntó qué tendría que ver el club de oficiales con sus futuros hijos. Dio las gracias al coronel Schenck, le aseguró que tendría presentes sus consejos y puso rumbo al suroeste de la ciudad.

La esquina de Swiety Sebastiana, donde había explotado una potente bomba hacía tres días, estaba en obras. La iluminaban unos camiones del ejército con los motores al ralentí y los faros encendidos, y también se utilizaban lámparas de carburo. El resplandor formaba un círculo fantasmagórico en la oscuridad en el que jirones de niebla pasaban flotando por delante de los faros. Los hombres que se afanaban en mitad de la bruma parecían habitantes del infierno llevando a cabo una penitencia eterna. Algunos acarreaban piedras (los bloques para formar los bordillos, piedras de basalto oscuro proveniente de Janowa Dolina) hacia la parte de la acera que estaba levantada.

Bora detuvo el coche y se quedó sentado tras el volante unos instantes. En el interior del vehículo hacía frío. Regueros de lluvia mezclados con cristales de hielo le dificultaban la visión a través del parabrisas. Frente al coche, el resplandor dibujaba rayos amarillos y fantasmales que parecían caer del cielo y derretirse cristal abajo. Bora estiró las piernas. No podía evitar pensar en Retz, que, en ese mismo momento, estaría bebiendo vino o hablando con Ewa Kowalska en su elevado tono de voz, o quizá en el sofá, manipulando la bragueta de sus pantalones. Se le vino a la cara un torrente de sangre, una oleada de envidia disfrazada de sentido de la justicia. Le dolía la cabeza. Se sentía incómodo y tenso. Un escalofrío le recorrió los muslos y le hizo erizarse.

Siguiendo un impulso, bajó del coche y se quedó de pie junto al vehículo, como si le interesase observar los trabajos forzados a la una de la mañana.

Las sombras llevaban brazaletes en un brazo.

Se acercó al borde de la tierra levantada, donde la luz concentrada inundaba un área reducida y la humedad se condensaba frente a los faros en un vapor frío. El soldado más cercano se cuadró al verlo.

—Tiene que estar reparado para mañana por la mañana,

Herr Hauptmann.

Mientras observaba a uno de los trabajadores que pasaban arrastrando los pies, un anciano de hombros inclinados con una chaqueta de

tweed que de puro inadecuada resultaba ridícula, Bora sintió el frío a pesar del gabán, que llevaba con los cuellos levantados.

—¿Son judíos polacos o judíos alemanes?

—Judíos alemanes,

Herr Hauptmann.

—De acuerdo. Continúen.

El anciano, inclinado, seguía recorriendo una y otra vez el camino que llevaba de la acera levantada al montón de bloques de basalto, caminando más o menos rápidamente según llevara peso entre las manos o no. Le pasaba los bloques a un joven que se encontraba al borde del agujero, que a su vez se los entregaba a un tercer hombre. Los trabajadores más jóvenes llevaban las piedras apoyadas contra el estómago, sin doblar la espalda. Cada vez que el anciano recibía un bloque, se iba inclinando un poco más.

Bora esperó hasta que estuvo fuera del círculo de luz, en la sombra donde se encontraban los bloques de basalto, y se acercó a él.

Herr Weiss.

El anciano se sintió intimidado, no tanto porque un oficial alemán se hubiera dirigido a él como porque hubiese utilizado una forma de respeto. Su primera reacción fue dar un paso atrás y hacia un lado con la cabeza baja, como se le había enseñado.

Herr Weiss, soy Martin Bora.

Otros trabajadores se acercaban al montón para recoger sus bloques y daban empujones a Weiss mientras dedicaban miradas furtivas a Bora. Weiss recuperó el equilibrio, sin dejar de mirar fijamente al oficial. Bruscamente, Bora le cogió las manos y se las giró hasta que quedaron con las palmas hacia arriba. Las examinó como lo haría un maestro para comprobar si su alumno se había lavado como era debido.

—¿Cuánto tiempo lleva así?

Weiss habló con él durante los siguientes minutos. Cada vez que su aliento llegaba al círculo de luz, formaba pequeñas nubes fugaces.

—Verá: la única queja que tengo es que preferiría trabajar durante el día. A veces pienso que moriré como Goethe, gritando que me traigan más luz. Pero mañana van a trasladarnos a un campo, un lugar mucho mejor, según me han dicho. Tal como están las cosas, no tengo queja, la verdad. ¿Se da usted cuenta? Ser buen albañil es igual de honroso que ser buen profesor de piano. Las cosas pasan, capitán Bora, las cosas pasan. Los buenos tiempos, los tiempos de paz siempre vuelven, tarde o temprano. Estas cosas hay que verlas como intervalos, ¿no cree?

Estas cosas. Bora se sonrojó con tal intensidad que dio gracias de encontrarse en la oscuridad. ¿A qué se refería? ¿A la guerra? ¿A las leyes raciales, a la deportación? ¿A acarrear piedras para reparar la acera?

Al notar la interrupción en la cadena de trabajo, un soldado se acercó maldiciendo y con el fusil, con la culata por delante, en la mano. Bora se acercó a la luz y lo despachó con un grito. El soldado se tensó a mitad de zancada, reconoció el rango de su superior y retrocedió.

La verdad era que Bora no quería ser amable con Weiss y no quería sentir pena por él. En ese momento no quería sentir nada. La furia y la vergüenza lo hacían sentirse egoísta. A dos manzanas de distancia había una monja muerta cuyo asesinato tenía que resolver y este hombrecillo, su antiguo profesor de piano, le pedía más luz. ¿Y qué había de la luz que necesitaba él?

—No puedo quedarme —dijo, aunque podría haberse quedado, ya que no tenía nada que hacer durante las dos horas siguientes. Pero no podía, no podía. No quería quedarse.

De vuelta en su piso de la calle Karmelicka, Malecki no podía dormir. Daba vueltas en la cama escuchando el gorgoteo y los siseos del radiador. A la mañana siguiente tenía una cita con el arzobispo y ya sabía lo que este iba a decirle. Debía entregar todos los papeles relacionados con el estudio que había realizado sobre la madre Kazimierza a la curia para que los custodiasen, antes de que se los pidiesen los alemanes. Iba a tener que confesar que ya se los había entregado a Bora y que lo único que quedaba era el registro que llevaba la hermana Irenka de las frases pronunciadas por la abadesa después de sus crisis místicas.

Solo era cuestión de tiempo que Bora le pidiese también esos papeles, y entonces, ¿qué iba a contestarle? Le recordaría al arzobispo que ya se había profanado el convento una vez, lo cual era prueba fehaciente de que negarse a colaborar con los alemanes no garantizaba que uno estuviese a salvo de ellos.

El arzobispo le preguntaría cómo creía él, Malecki, que había muerto la abadesa. Pensaba contestar, con toda honestidad: «La última vez que se la vio con vida fue durante el almuerzo, y después, alguien, no sé quién, le disparó». ¿Cómo podía una monja aparecer muerta de un tiro en el jardín interior de uno de los lugares más retirados de Cracovia? Y

por qué. Bueno, tal vez Bora estuviese más cerca de desentrañar ese misterio: por las profecías que había pronunciado, la mayoría de las cuales aún no conocían los alemanes. Se sintió tentado de levantarse y arriesgarse a dar un paseo por las calles en plena noche para pedirles el registro a las monjas y llevarlo personalmente a la curia, aunque fuese a esas horas de la madrugada.

12 de noviembre

Cuando Bora llamó en voz alta a Retz, nadie le contestó. La casa estaba en silencio, aunque las contraventanas del salón estaban abiertas y alguien había corrido las cortinas hacia los lados de la ventana. Bora se quitó la guerrera y la camisa y se acercó al aseo a dejar correr el agua en la bañera. Comprobó con la mano que el agua estuviese caliente y dejó caer una barra de jabón en la tina.

Olió café recién hecho. Si Retz había hecho un cazo, era posible que aún quedase algo en la cocina. Entró, se sirvió una taza y, bebiéndola a sorbos, volvió al salón. Malhumorado, empezó a ojear los discos que había en la vitrina del gramófono mientras esperaba a que se llenase la bañera.

Tras elegir uno, lo puso sobre el plato y se quedó de pie escuchando la música, con la taza apoyada contra los labios.

—Buena elección. —La voz que oyó a sus espaldas lo sobresaltó. Se giró y, con el movimiento, se le derramó algo de café de la taza, que le quemó la mano.

Ewa Kowalska, vestida con una escotada bata azul, estaba de pie en el umbral del salón. Bora sintió el impulso frenético de abotonarse la camisa y se dio cuenta de que no llevaba.

—Lo siento. —Buscó a ciegas una revista sobre la mesa de centro para dejar la taza encima—. No sabía, le pido disculpas… —Barriendo la habitación con la mirada, vio su camisa tirada sobre el respaldo del sillón y estiró el brazo para cogerla.

Ewa se echó a reír.

—Por favor, no se disculpe. Debería ser yo la que le pidiese disculpas por echarlo de su propia casa en plena noche. Usted debe de ser el capitán Bora.

Bora se puso la camisa con torpeza. Los ojos que la mujer posó sobre él tenían una expresión entre sabia y divertida. No supo muy bien cómo interpretarla, pero sí entendió que no la había ofendido con su indiscreción.

La flauta mágica, ¿verdad?

Tal vez debido a la falta de sueño, Bora se sentía torpe y lento, lo cual no era propio de él. Asintió con la cabeza mientras la observaba con los ojos más abiertos y una expresión más desprevenida de lo que hubiese hecho normalmente.

Sus dedos demostraron la misma falta de agilidad al manipular los botones que había manifestado su intelecto al verla a ella. Su rostro, su color de ojos y pelo no le causaron un impacto tan inmediato como la abertura en el azul intenso de su bata bajo la luz de la mañana. Por alguna razón, el tejido azul de raso atraía su mirada. Volvía a colocarse el tirante derecho sobre el hombro cuando Retz entró en el apartamento con unos pasteles calientes en una bolsa de papel.

—¡Bora! ¿Qué demonios…?

***

La curia se encontraba en pleno corazón del casco antiguo, pero a través de sus pesados muros no se filtraba el más mínimo ruido. Malecki dijo:

—Es un joven doctor en filosofía proveniente de Leipzig. Soldado profesional, según dice, pero mucho más accesible que el resto. Aunque se muestra inflexible en cuestiones de seguridad, creo que, por lo menos, podré hablar con él.

El arzobispo, sentado con la espalda muy recta, escuchaba el informe del sacerdote. Frunció el ceño, poco convencido.

—Ustedes los americanos (y lo digo con todo respeto y teniendo en cuenta que es usted hijo de padres polacos) son demasiado confiados. El país entero es una herida abierta por culpa de los alemanes. Puede que se equivoque al conceder aunque sea un mínimo de confianza a un oficial alemán, con o sin estudios, sea católico o no.

Malecki se daba cuenta de que no era el momento de mencionar que Bora era el mismo hombre que había arrancado los himnos patrióticos de los misales. Con la informalidad propia del medio oeste, cruzó las piernas, pero de inmediato una mirada insistente a la suela de su zapato le recordó que había quebrantado las leyes de la etiqueta. Se enderezó en su asiento, con los pies juntos como un niño de colegio.

—Es cierto que, en líneas generales, somos una sociedad bastante confiada, Su Eminencia; pero eso mismo es lo que nos hace fuertes.

—Solo porque están lejos de Europa.

—Lo que quiero decir es que puedo desconfiar del capitán Bora hasta el punto que desee Su Eminencia, pero eso no quita que me vea obligado a colaborar con él para intentar llegar al fondo de este desafortunado asunto.

El arzobispo se puso en pie y se acercó a su recargado escritorio.

—¿Ha visto esto, padre Malecki? Es una lista de los sacerdotes, monjas y monjes que han matado los alemanes desde la invasión. Se necesitaría una lista mucho más larga para registrar los nombres de los religiosos que están siendo arrestados o que han corrido un destino que no hemos podido descubrir. Su estatus de extranjero lo mantiene a salvo de los peligros muy reales a los que sus hermanos y hermanas polacos se enfrentan a diario. Piensa (y perdone que se lo diga), piensa como alguien a quien los alemanes no pueden hacer daño.

Malecki empezó a suspirar pero, a medio camino, decidió contender el aliento.

—Admito que mi estatus especial me convierte en el intermediario perfecto.

—El capitán trabaja para el servicio de inteligencia. ¿Sabe en qué consiste su trabajo? Seguramente escriba un informe sobre usted cada vez que se ven.

—Lo mismo hice yo con la abadesa durante los últimos seis meses.

—¡Pero no con los mismos fines!

El arzobispo tenía razón. Malecki expulsó el aire de los pulmones en un suspiro conciliatorio.

—Prometo no entablar amistad con el capitán Bora, Su Eminencia. Con ayuda de Dios, haré solo lo que convenga a la Iglesia y al recuerdo de la difunta abadesa.

Bora se echó a reír porque se sentía avergonzado. No le quedaba duda de que Retz lo decía en serio, pero una parte de él no quería creerlo.

—Soy un hombre casado, mayor —se oyó contestar.

—¿Y qué tendrá eso que ver con nada?

—Tiene que ver con el hecho de que no me interesa

Frau Kowalska. No en el sentido en que parece insinuar el mayor.

—No me hace falta insinuar nada. Lo vi con mis propios ojos.

—No es lo que usted piensa, mayor. Como ya le ha dicho

Frau Kowalska, yo no tenía ni idea…

—¡Déjela a ella al margen! Quiero oír de su boca qué hacía semidesnudo delante de ella.

A Bora no le apetecía repetir la historia del baño una vez más.

—Este también es mi alojamiento, mayor Retz. Me pidió que no volviese hasta las tres en punto y di por hecho que a las siete treinta…

Retz lo examinó de arriba abajo con una mueca desdeñosa y crítica en la cara sofocada. Justo bajo la superficie se entreveía su irritación, mal disimulada y sin argumentos, lo cual no hacía más que acrecentar su enfado.

—No hay nada más que decir. La próxima vez que le entre el gusanillo, capitán, búsquese un sitio para masturbarse en vez de exhibirse aquí.

14 de noviembre

Todas las granjas empezaban a parecerle la misma. Cabañas encaladas hechas de troncos entre campos de centeno, senderos con surcos profundos que llevaban de una granja hasta la próxima, vacas retintas, coles. De vez en cuando aún se oían tiros en la lejanía. Unos vehículos del SD pasaron junto a su

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