Lumen

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Capítulo 5

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—Inteligente, ¿eh? Y ahora, dedíquese a sus asuntos, capitán. No tengo tiempo de charlar sobre monjas muertas. El expediente está cerrado.

Bora no quiso insistirle a Salle-Weber en ese momento, sobre todo porque había solicitado permiso para interrogar a los partisanos que habían sido expulsados de las casas de alrededor del convento. Salió del despacho de Salle-Weber con una sensación de euforia. La madre Kazimierza había predicho que moriría por su nombre. ¿Se referiría a su nombre en clave? Estaba deseando volver a releer las notas de Malecki.

Cuando salió del edificio, otra vez empezaba a nevar. Copos plateados caían en lentas espirales aquí y allá y el aire ya estaba por debajo del punto de congelación. Más allá del Vístula, en el horizonte, una cinta de cielo de un dorado pálido unía las distintas capas de nubes. De esta salía un rayo de luz que se extendía hasta iluminar una colina en la lejanía. Bora iba a visitar esas mismas colinas a la mañana siguiente.

En el coche hojeó las notas de Malecki hasta dar con la que buscaba.

«La abadesa solía referirse a Cristo como “su luz”. Su cita favorita era Mateo 6:22».

La cita no estaba recogida en las notas, así que Bora tendría que esperar a la próxima vez que viese a Malecki para preguntárselo.

En el Teatro Antiguo, Retz habló con Kasia cuando Ewa se negó a escucharle.

—¿Qué es lo que le pasa? Hoy la he llamado tres veces y le he enviado medio kilo de mantequilla. Hasta he venido, cuando ahora mismo tendría que estar en la oficina.

Dado que Kasia no hablaba alemán, resultaba obvio que las palabras iban dirigidas a Ewa, que fumaba sentada frente al espejo, balanceando con nerviosismo la pierna que tenía cruzada sobre la rodilla de la otra.

A través del espejo, aunque sin mirarlo directamente, distinguió a Retz, que se inclinaba hacia su amiga con una postura de hombros y una expresión facial que delataban agitación. Kasia se giró hacia ella.

—Ewa, no tengo ni idea de qué estará diciendo, pero haz el favor de escucharlo.

Su silencio no desanimó a Retz, aunque este estuvo a punto de delatarse para hacerla reaccionar.

—¿Es que Ewa piensa que me veo con otra? ¡No me veo con ninguna otra! Dile que tiene que venir conmigo. Mi compañero de piso va a pasar dos días fuera. Tendremos la casa para nosotros durante dos días. ¡No me veo con ninguna otra y tiene que venir!

—Ewusia, creo que te necesita —dijo Kasia con una sonrisa de afectación—. Yo no sería tan dura con él.

Ewa le dio una calada a la corta colilla del cigarro, que apretaba con fuerza entre el pulgar y el índice.

—Puede volver a llamarme después del trabajo si lo desea.

6 de diciembre

Los fuertes dientes de la horca estaban recubiertos de una capa viscosa de un rojo oscuro y habían utilizado paja para absorber la sangre del suelo del granero.

Bora escribía apresuradamente en su carpeta. No se oían ruidos del exterior, excepto, de cuando en cuando, el mugido desconsolado de una vaca que estaba atada a la verja que rodeaba el granero.

—Hay que ordeñarla —farfulló Hannes, mientras salía del cobertizo.

Bora lo ignoró. Al recorrer con los ojos la distancia, cubierta de parches de nieve, que había entre la choza y el granero, se fijó en unas marcas alargadas sobre el suelo del patio.

—Se arrastró hasta aquí desde la casa —les dijo a los soldados de aspecto descuidado y furioso que tenía al lado—. La tierra está mezclada con sangre aquí y aquí.

—No encontramos a Sepp en el granero —le respondió uno de los soldados—. Lo encontramos allí atrás, entre la bazofia,

Herr Hauptmann, con los cerdos intentando comérsele las tripas.

Bora se raspó el borde ensangrentado de la suela contra el quicio de la puerta.

—Veamos. Los cuatro vinieron juntos. ¿Había alguien más aparte de las mujeres?

—No, señor.

Una vez estuvo limpio el borde de la suela, Bora se lo quedó mirando.

—¿Y qué hacían ustedes tres mientras a Sepp lo empalaban en la casa?

Los soldados estaban de pie, cuadrados y tensos. Cuando Bora alzó los ojos, vio que tenían la expresión de unos perros desconfiados. El hombre que había hablado hasta entonces dijo:

—Estuvimos fuera patrullando toda la noche, capitán. Estábamos agotados. Nos tomamos una pausa de una hora o así. Sepp entró para pedir algo de beber.

—¿«Algo de beber»? ¿No había agua en el pozo?

—Hace mucho frío para agua de pozo, señor. La gente a veces tiene cerveza. Fue a pedirles un poco y lo mataron.

Bora no tuvo que esforzarse para responder en tono severo.

—Tengo a tres civiles polacas con tres balas en la cabeza ahí fuera. ¿Quién las mató?

—Señor, ¡teníamos que hacer algo por Sepp! No eran más que…

—Me importa un comino lo que fueran, soldado. Ahí fuera hay tres mujeres muertas y quiero saber quién las mató.

—No nos dejaron otra opción, señor.

—«No nos dejaron otra opción». —Bora se metió la carpeta bajo el brazo y le puso el capuchón a la pluma—. Siguen sin contestar a mi otra pregunta: ¿Dónde estaban los tres mientras su camarada entraba en la casa? No estaban cerca; de lo contrario, habrían oído la reyerta. ¿La oyeron?

Justo entonces, Hannes se dirigió a él en voz alta desde la verja del granero.

—Ha llegado el forense,

Herr Hauptmann.

—Ahora mismo salgo.

Cuando Bora se unió al médico en el patio, este estaba de rodillas junto a las tres mujeres muertas y bajaba con una mano la falda de la más joven.

—Haga salir a los hombres, capitán. Dígales que se bajen los pantalones.

En su habitación de la calle Karmelicka, el padre Malecki debatía consigo mismo si mostrarle al arzobispo la comprometedora carta que había escrito la abadesa. Solo decía que Malecki era persona de confianza en caso de necesidad. No estaba fechada y no iba dirigida a nadie en particular, pero aun así decidió no mencionarla por el momento.

Debía haber sabido que era posible que algunos agentes encubiertos hubieran visitado a la abadesa a lo largo de las semanas pasadas. Si los alemanes lo sospechaban, Bora no lo había mencionado; pero no hubiese sido propio de él. Malecki se arrepintió de no haberle pedido a su visitante nocturno que lo pusiera en contacto con los hombres que habían trabajado en el tejado de la capilla el día en que se produjo el crimen.

Así que se quedó sentado en su habitación con la nota delante, tentado de quemarla un momento y, al siguiente, decidido a conservarla como prueba. Si, por poco probable que pareciese, el extraño encuentro de la noche anterior había sido una trampa de los alemanes… bueno, no había caído. Pero no veía razón para que le tendiesen una trampa. No había razón.

A no ser, por supuesto, que quisieran acusarlo de colaborar con las fuerzas antialemanas y expulsarlo de Polonia. De ese modo, Bora tendría carta blanca en su investigación.

Malecki apoyó la frente contra el cristal de la ventana, con cuidado de no tocarlo con la nariz, que todavía tenía dolorida. Se había derretido la mayor parte de la nieve y la calle estaba vacía y solitaria, excepto por dos guardias alemanes bien abrigados y con casco que patrullaban con paso perfectamente coordinado sobre la acera.

La mujer tenía las braguitas de algodón, desgarradas y manchadas de sangre, bajadas hasta las rodillas. Su vientre amoratado recordaba a la nieve pisoteada y cubierta de briznas de hierba amarillenta y rojiza. Bora contrajo los labios y se obligó a mirar.

—Siento tener que mostrárselo, capitán, pero es necesario para poder reconstruir los hechos. Además, tiene moratones por todo el cuerpo y le han arrancado varios mechones de pelo de la cabeza. Creo que esto es obra de al menos dos hombres. —El médico hizo un gesto para que se acercasen los enfermeros a llevarse los cadáveres y siguió a Bora, que había echado a andar hacia su vehículo—. Su reconstrucción de lo ocurrido me parece un análisis acertado: los hombres se acercaron a la casa para pedir algo de beber y, se lo dieran o no, empezaron a tomarse libertades. Las mujeres se resistieron, así que dos de los hombres sacaron a la chica de la casa y la violaron, mientras los otros dos intentaban hacer lo mismo dentro de la casa y a uno lo empalaron en la habitación de atrás. Fuera como fuese, se produjo una confusión y, para cuando volvieron a acorralar a las tres mujeres, se habían olvidado del soldado que se había arrastrado hasta el granero para morir allí. Como ha señalado, los zapatos de las mujeres no están manchados de barro. No fueron ellas las que tiraron el cadáver a la bazofia. El único detalle en que no estoy de acuerdo con usted es en lo de la culpa. Creo que el asesinato se produjo más a sangre fría de lo que se imagina. Obligaron a las mujeres a tumbarse una junto a otra y las ejecutaron. No es una reacción de furia ni se produjo sin pensar. Y que sacasen al soldado muerto del granero deliberadamente sugiere un intento de manipular nuestras emociones al mostrarnos a un soldado alemán asesinado y tirado en el estiércol.

Bora tiró la carpeta al asiento trasero del coche.

—Esta tarde tendré listo mi informe. ¿Para cuándo puedo esperar el suyo?

El forense observó cómo el intérprete de Bora ordeñaba la vaca junto a la verja del granero. No había cubo y la leche caía a chorros en el suelo.

—Si está dispuesto a esperar una hora, puede llevárselo hoy mismo.

7 de diciembre

—«Así que, si la luz que en ti hay es tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas tinieblas?». Esa es la cita de Mateo, capitán. Era un recordatorio que la abadesa usaba a diario en sus plegarias para no caer en la soberbia. La imagen de la luz, como seguramente habrá advertido, aparece de forma recurrente en sus declaraciones.

Estaban sentados en la iglesia del convento y Bora escuchaba solo a medias al sacerdote. No conseguía sacarse de la cabeza el camino de vuelta del campo, cuando había leído los informes, envueltos en el lenguaje impersonal de los militares, que hacía que el horror se convirtiese en mera estadística. El coronel Schenck no era fácil de conmover, pero era un comandante pragmático. Había recomendado que se acusase a la patrulla del ejército y se ejecutase al único soldado que no había ganado ni medallas ni menciones durante la invasión.

—Cuelgue la sentencia con su nombre y su delito en la aldea más cercana a la granja donde ocurrió, Bora. Con eso bastará.

En ese momento, los ojos de Bora vagaron hacia arriba desde el altar para fijarse en los adornos barrocos de los relieves en estuco del ábside, que recordaban a percebes sobredorados sobre la quilla de un barco puesta del revés. Se alegraba de que Malecki estuviese hablando con él. Necesitaba escuchar el tono tranquilo de una voz humana, fueran cuales fuesen las palabras que pronunciaba.

Cuando volvió del campo, Retz se había reído de su irritación al descubrir que alguien había pasado la noche en su dormitorio.

—¡Tampoco es que sea

su habitación, Bora! La utiliza usted mientras está en Cracovia, eso es todo. Ewa y yo tuvimos una pequeña reunión con unos cuantos amigos y necesitamos camas extra. Si a la estúpida mujer de la limpieza no le hubiese dado por airear el colchón, ni siquiera se habría dado cuenta.

Así que había discutido con Retz. Habían tardado mucho en llegar a ese punto, y, teniendo en cuenta la furia acumulada, había tocado todos los temas con menos enfado del que habría debilitado sus argumentos. Retz hasta le escuchó en un principio.

—Por tanto —iba diciendo Malecki con su tono firme—, la imagen de Cristo como el que trae la iluminación resultaría de especial importancia para alguien cuyas convicciones espirituales girasen en torno a la gracia divina. —El sacerdote hablaba con los ojos fijos en el librito de oraciones que había escrito la abadesa y hasta ese momento no se había dado cuenta de que Bora estaba distraído—. ¿No está usted de acuerdo? —Sondeó su interés por lo que se había dicho.

Bora lo miró.

—¿Qué si no estoy de acuerdo con qué?

En el camerino del teatro hacía frío. El calor que irradiaba la estufa de carbón solo caldeaba un círculo pequeño en torno a esta y las dos mujeres estaban sentadas cerca del brasero. Ewa Kowalska se había mojado los pies en la nieve mezclada con barro que había fuera del teatro. Había puesto a secar las medias sobre el espejo. Descalza, estiraba los dedos de los pies hacia la estufa mientras intentaba memorizar su papel.

No estaba satisfecha con él, y Kasia lo sabía. Era un papel pequeño, y Ewa, contra todo sentido común, había esperado que le diesen el principal. Kasia le dijo:

—Pero, querida, representaste el papel de la reina en

Las coéforas y, antes, en

Agamenón. Así que es lógico que vuelvas a hacer de reina esta vez. —Kasia, sentada con las piernas encogidas bajo el cuerpo sobre la gastada alfombra, se lio un mechón de pelo rojizo en torno al índice—. Piensa en mí, que la mayoría de las veces hago de esclava o de miembro del coro.

—No tienes tanta experiencia como yo.

—Y tengo una cara que ni fu ni fa. Pero llevo suficiente tiempo en la compañía como para merecer algo mejor. ¿Qué tal os fue la otra noche, después de irme yo?

—Bien. Richard discutió con su compañero de piso a la mañana siguiente.

—¿Oh? ¿Por ti?

—Porque Richard lo echa del apartamento cada vez que lo visito.

Kasia se echó a reír. Los dientes eran lo único que tenía bonito y se había enseñado a sí misma a reír bien.

—Pobrecillo. A lo mejor, Richard debería buscarle novia. Tal vez fuera por eso por lo que discutieron en realidad.

—No lo sé. Hace dos días que no se hablan. Es curioso lo insensible que puede ser ante los sentimientos de otras personas. Dijo que iban a intentar que trasladasen a su compañero de piso a otro alojamiento.

—¡Vaya! Sigues teniendo tirón, Ewa. No todas las mujeres de Cracovia consiguen que desahucien a un oficial alemán por su culpa.

Ewa dejó a un lado los folios que estaba leyendo. Apoyó la cabeza sobre el respaldo del gastado y mullido sillón. Con los pies descalzos estirados tocó la espalda de Kasia, y con los ojos cerrados, empezó a recitar su papel.

—«¿Cómo podéis

dormir? ¡Ah! ¿Qué necesidad tengo de gente que duerme?».

Kasia rio con un escalofrío.

—¡Tienes los pies fríos! La próxima vez que veas a Richard, ¿por qué no le preguntas si su compañero de piso anda buscando compañía?

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