Lumen

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Capítulo 6

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9 de diciembre

El joven polaco tenía moratones en la cara y la mejilla izquierda hinchada. Se le había reventado uno de los vasos del ojo y el iris azul claro destacaba de manera extraña sobre el rojo de la sangre.

Bora le dio un cigarrillo, se lo encendió y vio cómo el prisionero le daba una calada con deleite.

Como uno de los partisanos capturado por las SS en la casa de vecinos que había frente al convento, en ese momento su vida no valía mucho. Según Salle-Weber, dos de sus compañeros habían sido abatidos a tiros mientras intentaban escapar. Este se había torcido el tobillo al saltar por una ventana baja y las SS lo habían cogido allí mismo.

Lo que intentaran sonsacarle ahora no era asunto de Bora, aunque él también tenía sus preguntas. Empezó por indicarle al guardia que lo vigilaba que saliera de la habitación con un gesto de la mano.

Más allá de la ventana cubierta de rejas, resultaba imposible decir qué hora sería en la penumbra de un sombrío patio interior. Bora concentró su atención en el mundo exterior y sintió en la mano cómo las corrientes de aire helado penetraban como cuchillos por el marco mal ajustado de la ventana. Ni él mismo sabía si al darle la espalda a un prisionero intentaba demostrar confianza y despreocupación o si, simplemente, no tenía miedo. Fuera como fuese, contemplaba el día triste por la ventana mientras hablaba.

—Me han dicho que entiende alemán, así que esto nos resultará fácil. Estaba usted en el piso superior de la casa de vecinos la mañana del veintitrés de octubre, el día antes de que lo arrestaran. Encontraron unos binoculares y varias armas en la habitación que ocupaba, y ahora mismo las armas me interesan menos que los prismáticos.

El prisionero no dijo ni palabra. Cuando Bora lo miró, fumaba con avidez. Su cara maltratada no expresaba ninguna emoción fácil de leer. Había escuchado lo que le decía el capitán, pero no le habían hecho ninguna pregunta, así que se mantuvo en silencio.

Bora dijo:

—Ese día ¿miró hacia abajo, al complejo del convento, y, en caso afirmativo, vio algo fuera de lo común?

Pellizcando la colilla con los dedos amoratados, el prisionero le dio una última calada al cigarrillo.

—¿Me da otro?

Bora le tiró el paquete.

—¿Quiere saber si vi a la monja muerta?

—Exactamente.

—No tuvimos nada que ver con aquello.

—Lo sé. ¿La vio?

Mientras se inclinaba hacia adelante para arrimar el cigarrillo al encendedor de Bora, el prisionero asintió con la cabeza.

—Llevaba un rato fuera, junto al pozo.

—¿Estaba andando o sentada? ¿Estaba sola?

—Al principio estaba de pie. Después se tumbó boca abajo. Estaría rezando o algo así, no lo sé. No vi a nadie más, pero puede que hubiese otra persona. No volví a mirar hasta transcurridas un par de horas, y cuando miré, seguía allí tumbada. Solo que entonces supe que estaba muerta. Vi que había un charco de sangre en torno a su cuerpo a través de los prismáticos. Es lo único que sé. Supuse que uno de ustedes la habría matado.

Bora se metió el encendedor en el bolsillo del pecho y se lo abotonó.

—¿Uno de

nosotros?

—¿Quién si no iba a matar a una monja?

No merecía la pena discutir con un prisionero, pero Bora se quedó intrigado.

—¿Qué hora era cuando la vio muerta?

—No llevo reloj. Podían ser las cuatro y media, tal vez las cinco. Momentos después, se armó un revuelo de aúpa en el claustro. Vi a las monjas y a dos oficiales alemanes corriendo de acá para allá. Uno de ellos se agachó para tocar el cadáver y ya no sé más, porque no quise tentar a la suerte y que me vieran. Así que volví a entrar en la habitación.

Por supuesto, había sido Bora el que había tocado el cadáver. Así que la abadesa seguía viva dos horas o dos horas y media antes de su llegada con el coronel Hofer.

—¿Oyó algún disparo? —preguntó.

El prisionero habló con el cigarrillo en la boca.

—No. Nos pasamos toda la tarde intentando escuchar una emisión de radio en la habitación. El canal tenía interferencias, así que tuvimos que prestar mucha atención para descifrar lo que decían. Además, ese fue el día en que pasaron unos tanques por la calle. —Se masajeó con suavidad la mejilla izquierda hinchada mientras expulsaba el humo—. Sabíamos que el SD podía pillarnos en cualquier momento, así que nos pasamos la mayor parte del tiempo escondidos.

Bora miró fijamente la pared de detrás del prisionero, una pared mugrienta y sin pintar, llena de marcas de clavos y rayones hechos con los respaldos de las sillas, que recordaban a marcas de viruela. Intentó hacer memoria, reconstruir lo que había hecho el veintitrés de octubre.

Hofer y él habían trabajado durante las horas del mediodía. Desde la comida del mediodía hasta su muerte,

Matka Kazimierza había estado en el claustro, y en algún momento su asesino se había reunido con ella. A las dieciséis horas y cuarto, Bora y Hofer salieron para el convento.

Pensando en los albañiles que había en la capilla, Bora preguntó:

—¿Vio salir a alguien del convento?

—¿Después del asesinato? No. Ya le he dicho que volví a entrar.

El prisionero se guardó celosamente los cigarrillos en el bolsillo cuando Bora se acercó a la puerta y llamó con los nudillos para que lo dejasen salir.

«¿Quién si no iba a matar a una monja?». De vuelta en el cuartel general, la pregunta del prisionero llevó a Bora a hacer una lista del personal polaco que habría podido tener acceso a pistolas Radom: agentes de policía, guardias de seguridad… y, por supuesto, el ejército. Grupos colectivos y anónimos. Al volver a comprobar lo que había hecho el día veintitrés, se dio cuenta de que, exceptuando una hora por la mañana en que el coronel Hofer se había excusado y le había pedido que contestase a su teléfono, había estado tan atado a su escritorio como un perro a su cadena. Ojalá las coartadas de todos los demás fuesen igual de fáciles de verificar.

De pie junto a la ventana, Bora observó las palomas que coronaban la iglesia al otro lado de la calle. A no ser que el asesino fuera una de las residentes del convento (podía ser,

podía ser), alguien se las había apañado de alguna manera para entrar en este sin ser detectado, llegar al claustro y salir sin ser visto después de matar al abadesa. Apenado, Bora recordó que había tenido a su lado al coronel Hofer en ese mismo despacho, reprimiendo lágrimas mal disimuladas. Visita tras visita, ¿qué le habría profetizado la madre Kazimierza para hacerlo llorar? Pobre hombre. «Pobres de todos nosotros —pensó Bora— si sentimos curiosidad por el futuro. Mejor no preguntar, sobre todo si uno es soldado».

—Recuerde: ¡mañana por la mañana salimos temprano! —El coronel Schenck entró en la habitación, tiró un puñado de papeles sobre el escritorio de Bora y volvió a salir. Aquella noche, cuando Bora se encontró a Helenka sentada en el salón con Retz, apenas les prestó atención.

10 de diciembre

El padre Malecki se despertó con dolor de garganta. No se ponía enfermo a menudo ni solía cuidarse las pocas veces en que le ocurría, pero aquella mañana tuvo que obligarse a levantarse de la cama. En la habitación hacía muchísimo frío. Tocó el radiador y notó que el metal estaba helado. En el palanganero, la jofaina azul y blanca que había llenado la noche anterior estaba recubierta de una fina capa de hielo.

Cuando bajó a desayunar,

Pana Klara le dijo que la caldera se había apagado durante la noche.

—¿Se puede arreglar?

—Me temo que se nos ha acabado el carbón, padre, y ahora mismo es imposible encontrar más. No tiene usted buen aspecto. ¿Por qué no se queda en la cama, al menos? Le llevaré otra colcha.

—¿En domingo? Sabe que tengo que ir al convento a decir la misa de la mañana.

Después de esperar más de quince minutos en la parada del tranvía, Malecki llegó a la conclusión de que ese día no iba a haber transporte público, así que caminó por las calles barridas por el viento del amanecer con una sensación de incomodidad cada vez mayor, y cuando llegó a la sacristía del convento tenía un catarro en toda regla.

Aún estaba oscuro fuera y Helenka no sabía si Bora estaría despierto o no, pero por debajo de su puerta se filtraba un rayo de luz cuando dejó a Retz roncando en la cama. El sexo había estado bien, una vez Retz durmió la mona. No duró mucho, pero había estado bien. Ahora sentía una pereza cálida y agradable y no le apetecía seguir tumbada.

Fue a la cocina. Bora ya había tomado un café y se llenó una taza con lo que quedaba en la cafetera. Helenka miró a su alrededor. La encimera estaba ordenada y la cocina bien equipada, con unas vitrinas para la porcelana, un fregadero doble, un gran horno de gas y una nevera típica de dos hombres que no cocinan: dentro no había más que algo de mantequilla, leche y vino blanco. En la alacena había una caja olvidada de sal

kosher. Habían dejado las tazas en el fregadero para que las lavase la mujer de la limpieza. Helenka se terminó el café y enjuagó su taza.

Cuando volvió al pasillo, oyó ruidos discretos provenientes del dormitorio de Bora. Un cajón al abrirse y cerrarse, los pasos de alguien que llevaba botas. En la habitación de al lado, la respiración pesada de Retz iba y venía en oleadas regulares.

El baño estaba impoluto, sobre todo teniendo en cuenta que en el apartamento vivían dos hombres. Mientras se lavaba la cara, pensó que tanto orden se debía, seguramente, al adiestramiento militar. Las toallas estaban pulcramente dobladas y el jabón descansaba, seco, en la jabonera. Sintió curiosidad por saber de quién sería el

aftershave. Por el olor penetrante que emanaba del frasco sin tapar, se dio cuenta que era de Retz.

Se preguntó por qué Bora se habría levantado tan temprano un domingo por la mañana. ¿Trabajaría los domingos? Retz dormía hasta tarde. No iba a llevarla de vuelta al apartamento que compartía con una amiga hasta después del desayuno.

Suspiró y se miró al espejo. Después del desayuno. Empezaba a descubrir que la comida formaba parte importante de su decisión de salir con alemanes. Una comida decente, un desayuno, algo de café de verdad. De lo más mercenario, si lo pensabas.

Le gustaba Retz, su rudeza y el deseo descarado que mostraba por ella. La hacía sentir un poco sucia, pero le gustaba Retz. Incluso le importaba, un poco.

Bora abrió la ventana de su dormitorio. De puntillas, Helenka se acercó en silencio a la biblioteca y encendió la luz.

Así que en esta habitación con las paredes recubiertas de paneles y de estanterías llenas de libros era donde Malev había escrito algunas de sus obras. Admirada, recorrió las estanterías leyendo algunos de los títulos. Sus obras de teatro en polaco y alemán formaban una fila incompleta e inclinada, ya que se habían llevado la mayoría de los libros en yiddish.

Encima de una mesita redonda junto al sillón había un libro abierto con una fotografía a modo de marcapáginas. Helenka miró la foto. Era de una mujer joven y rubia a caballo; la dedicación en alemán rezaba: «Para Martin, de su amazona favorita, Benedikta». Estaba fechada hacía exactamente un año. La mujer parecía sana, altiva, segura de sí misma.

—Buenos días.

La voz de Bora no dejó entrever sorpresa al encontrársela en la biblioteca. Llevaba el abrigo sobre el brazo e iba vestido con un sencillo uniforme de campo. Obviamente, se disponía a salir de la casa.

Helenka asintió con la cabeza.

—Buenos días. —Se sintió incómoda por tener el libro de Bora en el regazo, pero al capitán no pareció molestarle. Aun así, miró fijamente el libro y Helenka lo dejó a un lado—. No tenía intención de entrometerme. Pensé que a lo mejor Jacob Malev lo había dejado encima de la mesa.

Bora se giró a medias hacia la estantería. No estaba enfadado con ella. Más bien, sintió una especie de tristeza impaciente al verla avergonzada.

—Estoy buscando un diccionario. —Decidió justificar su presencia en la habitación. De hecho, tenía intención de buscar la palabra

lumen antes de salir. Alargó el brazo para coger el diccionario de latín y decidió llevárselo con él en su viaje al este.

Acurrucada en el sillón en el que se había quedado leyendo hasta tarde la noche anterior, Helenka se rodeaba las rodillas con los brazos.

Bora sintió una extraña afinidad con ella por estar en la misma habitación y haber compartido el mismo sillón, y, aunque no se sentía atraído por ella, estuvo a punto de excitarse, simplemente porque era una mujer, era primera hora de la mañana y estaban solos en la biblioteca. «El almidón de su enagua —había escrito García Lorca— sonaba como una pieza de seda rasgada por diez cuchillos».

Helenka dijo:

—Espero que Richard le dijese ayer que iba a pasar la noche aquí. No tenía intención de molestar.

Era una disculpa extraña y Bora se sintió furioso con Retz por crear este tipo de situaciones. Por mucha prisa que tuviera, no quiso salir de la habitación sin decírselo.

—Me resulta difícil no pensar en la razón por la que viene usted. —Era una frase confusa y acusatoria e intentó corregirla, pero se quedó horrorizado ante lo que dijo a continuación—. Echo mucho de menos a mi mujer.

—Es muy hermosa —dijo Helenka, mirando la fotografía—. Entiendo que la eche de menos.

Bora apartó la mirada. No había querido delatarse. Pensar que ella acababa de hacer el amor de pronto lo había vuelto inseguro, tímido y deseoso: no necesariamente de Helenka, sino del acto en sí, porque un hombre había entrado en ella y él la miraba y sentía la esencia tácita y turbadora de esa intimidad.

—Tengo que irme.

Sudaba cuando llegó a la calle, y fue un alivio zambullirse en el gélido aire de la mañana. Tenía el tiempo justo de pasar por el convento antes de su cita con el coronel Schenck.

Cuando Bora entró en la sacristía, el padre Malecki estornudó, cubriéndose con su pañuelo a cuadros.

Gesundheit —dijo Bora—. Las hermanas me dijeron que lo encontraría aquí. —Rebuscó en el bolsillo, sacó una cajita plana de caramelos de menta y se los presentó sobre la palma abierta de la mano—. Mi madre me envía Altoids vaya donde vaya. Creo que es su forma de cuidar de mí. Quédeselos.

Malecki tenía un aspecto terrible. Se metió un caramelo en la boca, pero no aceptó que lo llevase de vuelta a su apartamento en el vehículo militar alemán.

—Como quiera —dijo Bora, en tono amable—. Volverán a circular tranvías a partir de las nueve, así que no tendrá que ir a pie. Pero ¿cómo ha pillado un catarro tan gordo? ¡Estoy seguro de que el tiempo en Chicago no es mejor que aquí!

—No, pero en Chicago hay menos probabilidades de que las calderas dejen de funcionar. Si ha venido a oír misa, llega tarde.

—Oh, últimamente no voy a la iglesia. Solo he venido a decirle que voy a estar ocupado y no voy a poder verle durante unos cuantos días. Espero que tenga la amabilidad de informarme de cualquier novedad que se haya producido cuando vuelva.

Bora no había hecho más que salir de la sacristía cuando Malecki fue a abrir el armario donde guardaban las vestiduras.

—De acuerdo, salga. —Molesto, examinó el interior del armario una vez el hombre le hubo obedecido—. Mire la que ha armado con esas botas llenas de barro. —Sacó las ropas manchadas y examinó los dobladillos con ojo crítico en busca de algún desgarrón en la tela.

Ahora que lo veía a plena luz del día, Malecki se sintió seguro de que era el mismo hombre con el que había hablado en las escaleras de su casa.

—Mire, ya se lo dije antes. No tengo intención de meter ni a las hermanas ni al gobierno norteamericano en lo que quiera que sea que hacen ustedes. El convento es lugar prohibido para las armas y las personas armadas, y voy a tener que pedirle que deje de venir a verme a mi casa también. En fin, ¿por qué ha venido?

El hombre, que retorcía la gorra con ambas manos, tenía los ojos cansados y el aspecto de alguien al que la tensión constante ha convertido en una mera máscara de nerviosismo.

—Si el convento es lugar prohibido para las personas armadas, ¿qué anda buscando ese alemán? ¡Él va y viene cuando le apetece!

A Malecki, que se encontraba mal por el catarro, no le apetecía que se enfrentasen con él. Con paso enérgico, pasó junto al hombre para coger la bufanda del perchero.

—Esto no tiene nada que ver con la política. Mire: tengo que irme y no pienso dejarlo aquí. Dígame por qué ha venido y acabemos con esto.

Tras oír por qué había venido el hombre, tuvo que apoyarse contra la puerta de la sacristía. Sin darse cuenta, se tragó el fuerte caramelo de menta que le había dado Bora. Le bajó por la garganta irritada con un escozor frío.

—¿Una reliquia? —Tosió.

—Sí.

Malecki resopló a través de la nariz dolorida y congestionada.

—No se admiten reliquias nuevas si no es con autorización del obispo local. Aunque tuviese algo que entregarle, no se me permitiría darle nada que le perteneciese.

—Pero era una santa.

—Primero habría que investigar y demostrar sus supuestos milagros. Además, no se puede «tomar decisiones acerca de nada nuevo o que no haya sido usual en la Iglesia anteriormente» sin consultar a la Santa Sede.

—Una santa es una santa,

Ojciec.

La insistencia del hombre empezaba a incomodarle, y Malecki se dio cuenta de que no iba a librarse de él fácilmente. Se puso el abrigo y le indicó que saliese de la sacristía.

—Parece usted saber más que yo.

—Hacía milagros.

Malecki se detuvo donde estaba, en el umbral de la habitación. Estaba familiarizado con las historias que se habían extendido acerca de la madre Kazimierza a lo largo de los últimos seis meses. Había investigado algunas y descubierto que eran infundadas, cuando no ridículas. La propia abadesa las había rechazado con enfado.

Dijo:

—Le repito que habría que demostrar esos milagros.

No se esperaba la brutal presión del cañón de una pistola contra las costillas y se tensó de puro enfado al sentirla.

—Más le vale darnos una reliquia de

Matka Kazimierza,

Ojciec.

Malecki apartó la pistola de un manotazo.

—No me crie en Chicago para dejarme intimidar en una sacristía de Cracovia. Me dará usted la información que necesito y, después, se marchará. Cuando Dios quiera hacer santa a la abadesa, nos lo comunicará a los dos.

Pero después le dio al hombre una fotografía enmarcada de la madre Kazimierza que colgaba frente a su puerta.

Cuando salió del cuartel general con Bora, Schenck tenía la misma cara que un novio el día de su boda. Su felicidad al poder salir al campo tras pasarse semanas sentado a un escritorio resultaba contagiosa. Además, últimamente a Bora no le hacía falta gran cosa para sentirse satisfecho.

Irían al sector ruso bajo la escolta de una patrulla armada; en la línea de demarcación se encontrarían con un convoy del ejército rojo y seguirían hasta Lwów para mantener una ronda de conversaciones con el servicio de inteligencia soviético.

—Teniendo en cuenta que la Wehrmacht llegó a Lemberg primero —Schenck sonrió con suficiencia, empeñado en utilizar el nombre alemán de Lwów—, es una lástima que tuviéramos que renunciar a ella.

—Las fronteras se pueden modificar —apuntó Bora.

El vehículo de personal pasó junto a varios grupos de personas que iban a la iglesia, personas grises y bien abrigadas que no se dignaron alzar la vista. Al final de casi todas las calles se alzaba una iglesia contra el cielo, como proas o enormes decorados de teatro que hubiesen quedado en pie tras representaciones olvidadas. Habían llegado al cementerio junto al cruce de vías cuando Schenck se echó a reír, en respuesta demorada a las palabras de Bora:

—Es cierto: se pueden modificar.

Pronto, el coche avanzaba a toda velocidad por la carretera nacional en dirección a Tarnów.

Una vez salieron de la ciudad, no encontraron tráfico, ni militar ni civil, que frenase su marcha hacia el este.

Bora dijo, leyendo:

—Existen al menos diez acepciones relacionadas pero distintas de la palabra: «luz, antorcha, fuente de luz, luz del ojo, luz del día…».

—¿En serio? —Schenck lanzó una mirada divertida al aparatoso diccionario que Bora sostenía entre las manos—. Creo que fue muy buena idea asignarlo al servicio de inteligencia. Le gusta excavar. Si sigue así, acabará sacando huesos.

Pasaron la primera línea de colinas al este de Cracovia, que se extendían en diagonal como dedos que se alargasen desde las alturas lejanas de los Cárpatos. La previsión del tiempo anunciaba claros a mediodía, y ya empezaban a abrirse espacios de azul cada vez mayores entre las nubes.

Schenck se quitó los guantes con sumo cuidado.

—Bora, tras su petición hablé directamente con los superiores de Salle-Weber y tenemos muchas probabilidades de echarle mano al expediente «Lumen». Salle-Weber sabrá que fue usted el que presionó para conseguirlo, pero dígale que no ha tenido nada que ver con ello, que fue idea mía. Los capitanes pueden vérselas con otros capitanes, pero los coroneles son harina de otro costal. —Schenck dejó que una sonrisa le cruzase la cara, como ondas en un estanque—. Y pensar que estuve a punto de unirme a las SS hace unos años. Pero lo sistemático de su programa de eugenesia no llegó a convencerme.

Bora esperó a que Schenck terminase de hablar para volver a consultar el diccionario. Leyó varios ejemplos del uso de la palabra tanto en singular como en plural, pero ninguno de ellos parecía venir al caso. Empezaba a pensar que el padre Malecki tenía razón. Dar demasiada importancia a una frase no haría más que entorpecer la búsqueda de las

verdaderas razones. Dijo, sin pensar:

—Coronel, ¿eliminaríamos nosotros a alguien como la madre Kazimierza?

Schenck no movió ni un músculo de su curtido rostro.

—Sí. —Y añadió—: Por supuesto que sí. Si resultara útil a nuestra causa o por razones de seguridad, no le quepa la menor duda.

—¿La eliminamos?

Una vez más, el rostro de Schenck se mantuvo completamente inmóvil. Dejó pasar unos instantes antes de contestar:

—He visto muy buenos perros cavar en los sitios equivocados, capitán Bora. Va a tener que agudizar su sentido del olfato si no quiere acabar malgastando gran cantidad de energía para salir con una piedra entre los dientes, en vez de un hueso. La respuesta es no.

Bora intentó no sentirse avergonzado. Satisfecho, Schenck observó por la ventanilla los campos que pasaban junto al coche. Ya habían dejado atrás Tarnów. Por delante, las colinas iban haciéndose cada vez más frecuentes y la tierra no volvería a tornarse llana hasta después de girar hacia el sur, antes de Lwów.

—Le sugiero que agudice también su sentido de la diplomacia antes de hacerles la misma pregunta a las SS.

Lo primero que notó el padre Malecki al entrar en casa de

Pana Klara fue la ausencia del frío y la humedad que lo habían envuelto cada vez que empezaba a subir las escaleras los días pasados.

Cuando abrió la puerta de su dormitorio, pensó que debía de tener fiebre, porque sintió calor. Se quitó el abrigo y la bufanda y se fijó en que el agua de la palangana ya no estaba cubierta de un velo de hielo. Estirando una mano hacia el radiador, sintió que de este emanaba calor.

—¡

Pana Klara! —gritó con voz ronca—. ¿Qué ha pasado con la caldera?

La casera subió las escaleras secándose las manos con un paño.

—No se lo va a creer, padre Malecki. Hace una hora llegó el camión del carbón y los hombres llamaron a mi puerta para decirme que tenían una entrega para el edificio. Me pidieron que les enseñase dónde tenían que dejarla y me dijeron que tenía que firmarles un recibo. Les contesté que no pensaba firmar nada porque ni siquiera los había llamado y no sabía a cuánto iba a ascender la factura. Pero me aseguraron que no había ninguna factura que pagar.

El padre Malecki estornudó, cubriéndose la nariz con las manos.

—Bueno, ¿y qué explicación le ve usted?

Pana Klara se sacó una tarjeta del bolsillo del delantal.

—En vez de factura, me dieron esto. «Para el sacerdote», dijeron.

La tarjeta estaba en blanco por uno de los lados. Sobre la otra cara, en inglés, Malecki leyó: «Debió haber dejado que lo llevase a casa».

El mayor Retz dejó a Helenka en la esquina de su calle y vio cómo andaba por la acera de camino a casa.

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