Lorenz

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PORTADA » II. PADRE E HIJO

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En la casa de sus padres no había más que un número modesto de libros. «Los cirujanos no acostumbraban ser muy letrados», afirma Konrad. En este sentido, su padre era superado con creces por su futuro suegro, que tenía una biblioteca mucho más abundante y una variada gama de intereses que, como los productos de su huerto, habían crecido sólo gracias a él. Lorenz sentía una sincera admiración por este hombre autodidacto. También a él le ocurrió lo mismo más adelante: la mayoría de sus propios conocimientos filosóficos, e incluso sus conocimientos sobre la literatura científica acerca del comportamiento animal, los adquirió por su propia cuenta.

Las fotografías de muchacho nos le muestran a los nueve años como un simpático, malicioso y sonriente diablillo; a los once años vemos a un joven bien vestido, dueño de su entorno. Ambos retratos dicen la verdad y siguen diciéndola.

Konrad fue durante mucho tiempo un aficionado a la pesca con red y botes de confitura. A guisa de red utilizaba un alambre retorcido unido a un trozo de tela. Un año antes de poseer los primeros patos, ya tenía en su acuario unos peces atrapados en el Danubio. Los aficionados a los peces de acuario, acostumbrados a los relucientes y hermosos peces miniatura comprados en las tiendas de animales domésticos, sin duda encontrarían estos peces de río poco atractivos y nada interesantes, ni siquiera por su tamaño —de cinco a diez centímetros de longitud—. Únicamente un observador paciente podrá ser recompensado de cuando en cuando por la contemplación de un bonito destello iridiscente producido por el reflejo de la luz en las escamas. Konrad fue y sigue siendo un aficionado encariñado con esos pequeños y aparentemente insignificantes pececillos, y aún cuenta con un acuario donde los conserva.

En los estanques que se encuentran en los alrededores de Altenberg, el pequeño Konrad descubrió a los nueve años de edad las pulgas de agua (Daphnia), unos minúsculos crustáceos que primeramente observaba con una lupa y luego con un microscopio barato. Y tras las pulgas descubrió muchos otros organismos maravillosos de los estanques. En El anillo del rey Salomón, Lorenz cuenta que ésa fue una experiencia crucial en su vida: «Desde ese momento mi destino estaba trazado, pues quien ha contemplado una vez la íntima belleza de la naturaleza ya no puede sustraerse a ella. Tiene que convertirse en poeta o en naturalista, y si tiene una capacidad de observación suficientemente aguzada, puede muy bien convertirse en ambos.»

Existe una ley en biología que afirma que, en líneas generales, la ontogenia recapitula la filogenia; eso significa, por ejemplo, que el desarrollo de un feto en el útero se asemeja a grandes rasgos al camino evolutivo que recorrió la especie a través de los tiempos geológicos. En el caso del feto humano, sus estadios iniciales recuerdan a un renacuajo, lo cual indica que nuestros antepasados procedían de los anfibios. Lorenz extrapola esta ley a la vida cultural, sugiriendo que el desarrollo científico de una persona tiende a recapitular el progreso histórico en el campo científico elegido. Lorenz hace notar que numerosas ciencias pasan por una fase inicial «coleccionista», igual que la que él tuvo. La búsqueda del orden sistemático y las leyes científicas viene después.

Al talante científico que heredó de sus padres y que desarrolló intensamente por su cuenta, se agregaron los valores éticos que adquirió de sus familiares y amigos. Afirma que tuvo «la tremenda suerte de haber sido criado entre familias completamente irreligiosas», añadiendo inmediatamente que, sin embargo, eran «altamente morales y muy espirituales».

Adolf estuvo a la edad de once años en una escuela situada en un monasterio católico; pero mucho más que el catolicismo, conservó en su memoria el recuerdo de la persecución que sufrió por parte de un joven monje (piensa él que debido a su pobreza). La familia que más tarde encabezó él mismo siguió siendo nominalmente católica. En cambio, los padres de Gretl eran teóricamente protestantes. A comienzos del siglo XX, en Austria, la religión era mucho más liberal, hasta el punto de que fue un sacerdote católico quien prosiguió las enseñanzas de la evolución darvinista del joven Konrad. Para él el darvinismo era de una belleza y una exactitud tales que le provocó un impacto mucho mayor que cualquiera de las enseñanzas teológicas. En la época era costumbre enseñar en casa a los chicos hasta la edad de 10 años, cuando necesitaban una educación especial para el examen de ingreso en una escuela superior. Por eso su educación formal comenzó en una escuela elemental privada, financiada por un rico maestro panadero de Viena llamado Mendel y dirigida por una tía de Konrad, que era profesora. A la edad de once años entró en el Schottengymnasium, una de las mejores escuelas superiores de Viena, donde inicialmente sólo estudiaba química, física e historia natural. Al cabo de cuatro años pasaba allí toda la jornada, leyendo a autores como Shakespeare y Homero y apasionándose por las humanidades, además de por las ciencias y muy especialmente por la biología, en la que ya se destacaba. Eso le gustaba a Adolf, por cuanto deseaba orientarle hacia la carrera médica. Su hijo más joven debía seguir ese camino al igual que el mayor, Albert, y no cabía pensar en que ello no se cumpliera. Albert siguió paso a paso las huellas de su padre, convirtiéndose en un cirujano ortopédico con un gran porvenir. Sobrevivió a dos guerras y se casó cuatro veces, para morir a los ochenta años; fue lo que pudiéramos llamar «la oveja blanca» de la familia. Tal como su padre le describe: «Un niño bueno y lleno de salud....»

Desde los 10 años, Konrad pasaba necesariamente cada vez más días de la semana en la ciudad, volviendo frecuentemente con sus amigos vieneses a Altenberg para disfrutar de los fines de semana libres. Pero pronto, después de entrar Konrad en la escuela superior, comenzó la I Guerra Mundial. Entonces el transporte se hacía más difícil, los 19 km. desde Altenberg a Viena se alargaban interminablemente. Se suprimieron los trenes y la línea que pasaba por Altenberg se reservó únicamente para las necesidades militares. Tal como lo describe insistente y gráficamente Adolf en su autobiografía, no había carburante para los coches, ni luz por las noches, ni tampoco agua, pues su extracción dependía de una bomba que funcionaba con gasolina. Tampoco había carbón, ni transportes, ni productos alimenticios en el mercado; de manera que la familia Lorenz se mudó a un piso que tenían en la capital, en la Rathausstrasse, cerca de la universidad, durante todo el tiempo que duró la guerra. Allí las condiciones eran incluso peores, por cuanto no tenían siquiera el consuelo de la belleza natural y el sosiego del campo. Mientras la familia estuvo fuera, la casa de Altenberg fue saqueada tres veces. La tercera vez atraparon a los ladrones, uno de los cuales era un inválido de guerra al que le faltaba un brazo. En la capital, el quejumbroso lamento de «¿Cuánto durará esto?» dio paso al de «¿Cómo vamos a seguir subsistiendo?»; recorrer las calles para encontrar una tienda con algo de alimento suponía desgastar un par de zapatos irreemplazable. Adolf intentó cultivar tabaco, pero pronto abandonó la tarea, disgustado ante los exiguos resultados obtenidos; afortunadamente, las cosas le salieron mejor con las patatas. Dentro del compañerismo creado por la nueva pobreza, los antiguos pacientes de su barrio ofrecían lo que poseían para repartirlo entre los más necesitados. Pero Konrad recuerda muy poco aquella miseria de sus padres durante la I Guerra Mundial, salvo —quizá ya en tiempo de paz— un episodio en el que estaba cortando un gran trozo de carne de buey en conserva. Este es su único recuerdo claro de los tiempos de escasez.

La paz dejó a Austria desmembrada por los tratados que, entre otras afrentas, entregaban la Silesia nativa de Adolf a Checoslovaquia. Este se sentía consternado por la dureza con que los aliados trataron a su patria; pensaba que aunque el ejército austríaco había sido vencido, había detenido la oleada del bolchevismo ruso. La paz que siguió a la derrota trajo una hiperinflación que Konrad recuerda más como una curiosidad que como un desastre familiar. Un millón de coronas era algo corriente en la vida diaria de aquellos tiempos. Luego —recuerda Konrad— vino la introducción del chelín austríaco, una moneda de plata que era exactamente del mismo tamaño y peso que la moneda de diez mil coronas a la que reemplazó. La fortuna cuidadosamente invertida de Adolf se redujo catorce mil veces con respecto a su valor original. Esta fue una pérdida que impresionó a Adolf muchísimo más que a su hijo, por cuanto el palacete en que Konrad pasaba los veranos, lo que en otro tiempo se consideró una extravagancia del padre, seguía siendo suyo.

Una vez más, e inesperadamente, Adolf recibió una invitación para acudir a Estados Unidos por parte de un Comité de asistencia a los niños austríacos y alemanes. Eso—pensó— sería bueno no solamente para los niños de Viena, sino también para restaurar su fortuna —cosa que finalmente consiguió, y en una proporción que se acercaba a la anterior—. Pero, en la América de la posguerra, Adolf era un personaje polémico. Admirado por algunos, otros le llamaban «el huno». Reestablecerse profesionalmente fue una tarea muy difícil, y al cumplir los setenta años aún seguía visitando a sus pacientes.

En 1922 Adolf consideró con atención el futuro de su hijo más joven. Había llegado para Konrad el momento de dejar de lado sus aficiones infantiles, de abandonar a sus animales y de convertirse en médico al igual que su padre y su hermano mayor. Y a ser posible debía casarse con una de sus amigas de la infancia, la rica hija de los dueños del castillo de Altenberg. Las relaciones entre padre e hijo eran íntimas, pues los tradicionales lazos entre las generaciones no se habían aflojado hasta el grado en que Konrad Lorenz piensa que hoy lo están. Cuando reflexiona sobre la distancia existente entre las generaciones, que actualmente se ha ensanchado hasta convertirse en un abismo, evoca las relaciones entre Abraham e Isaac, y las relaciones que él mantuvo con su padre. En ambos casos, el hecho de que el hijo pudiera enfrentarse con su padre era casi impensable, y si hubiera tratado de seguir su propio camino habría provocado un intenso conflicto en su fuero interno.

Konrad nunca había mostrado mucho respeto por la autoridad remota, pero en este caso la autoridad era cercana y personal, y su padre no le daba otro camino que elegir: el médico desprecia las otras ciencias y, naturalmente, era difícil tomar en serio la zoología.

Pero la necesidad más urgente del momento era la de separar a su hijo de Gretl. Obviamente, Konrad se sentía infeliz. Cuando él terminó el colegio a los dieciocho años, ella tenía veintiuno. En aquella época la diferencia de edad parecía mucho mayor. Ella era una muchacha atractiva y capaz que había dejado la escuela antes de completar sus estudios para cuidar a su madre y a sus hermanos más jóvenes, debido a que la madre había sufrido un duro golpe cuando dos de los hermanos de Gretl murieron en la guerra. Para romper las relaciones de una vez y para siempre, Adolf mandó a su hijo al otro lado del océano, a Nueva York, para ingresar en la Universidad Columbia.

Konrad olvidaba sus desgracias pescando en el estuario de Long Island. Esperaba que los profesores del Instituto Zoológico serían capa ces de decirle los nombres de las especies que capturaba, pero, con gran disgusto por su parte, no lo hicieron. Tanto si se trataba de protozoos como de crustáceos, moluscos o aves, siempre le enviaban a la misma persona, un señor alto y delgado, de unos sesenta años, con una barbita parecida a la de Abraham Lincoln. Era un hombre muy simpático y siempre dispuesto a ayudar al estudiante, y tenía una curiosa afición: parecía estar fascinado por las pequeñas moscas del vinagre. No se conformaba con tener sólo una colonia de estos insectos, sino que tenía una estantería tras otra repletas de pequeños frascos con zumbantes moscas en su interior, cuidadas por una señora de cabello blanco que se ocupaba de sus vidas y su linaje.

Finalmente, aguijoneado por la curiosidad, Konrad preguntó para qué servían aquellas moscas tan curiosas. «Una de las cosas de las que me siento más orgulloso—recuerda— es que el primer cromosoma que vi en mi vida lo observé en el microscopio de Thomas Hunt Morgan, el padre de la genética moderna.»

Pero había muchos momentos en que Konrad sentía que estaba perdiendo el tiempo en Nueva York. Cuando volviera a casa tendría mucho que hacer, puesto que los tres primeros años de medicina en Nueva York no serían convalidados en la Universidad de Viena. Y en lo que respecta a Gretl, seguía pensando en ella, tan atractiva y libre a sus veintiún años. Era peligroso para sus esperanzas amorosas permanecer en Nueva York más de la cuenta.

Su padre le asignó cinco dólares diarios para su manutención; pero a él le bastaba un dólar y medio. Al final del curso añadió el dinero que le reembolsaron en la universidad por una parte de las matrículas y se compró un pasaje en un barco para Europa. Aunque la naturaleza poco satisfactoria de los cursos le daban una buena justificación para abandonar la Universidad Columbia, su padre se puso furioso. Konrad abandonó América inmediatamente antes de las Navidades de 1922 con la maldición de su padre, que probablemente fue la que le causó un interminable mareo durante la travesía.

Las someras referencias que Konrad hace de su padre en sus libros nos muestran a éste como un simpático anciano jubilado, pero esto sucedía muy al final de su vida, y vivió muchos años. Lo que Konrad y Gretl recuerdan más de Adolf no son tanto las disputas que tuvieron con él — pues al fin y al cabo Konrad se salió con la suya—, sino su entusiasmo vital: siempre estaba contento, incluso cuando se quejaba de alguna cosa. Un retrato al óleo de Adolf Lorenz ha permanecido durante largo tiempo a la vista de su hijo Konrad, que se lo llevó a Seewiesen, colgándolo en el salón de su piso, situado encima del laboratorio; cuando se retiró, regresó con él a Altenberg, y actualmente sigue colgado en su despacho.

A su manera, Konrad se sometió al deseo de su padre de que se hiciera médico. Ingresó en el Instituto de Anatomía de la Universidad de Viena, y Adolf se sintió contento. Pero se volvió a sentir infeliz cuando mucho más tarde Konrad abandonó finalmente el Instituto de Anatomía. Solamente se tranquilizó cuando su hijo, al acercarse a los cuarenta años, se hizo profesor de psicología, que al fin y al cabo es una respetable rama de la medicina.

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