Lolita

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Segunda Parte » Capítulo 13

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Cuando la primavera pintó de amarillo, verde y rosa la calle Thayer, Lolita estaba irrevocablemente atrapada por las tablas. La señorita Pratt, que alcancé a distinguir un domingo comiendo con algunas personas en Walton, me vio desde lejos y me aplaudió simpáticamente, discretamente, cuando Lo no miraba. Detesto el teatro como forma primitiva y pútrida, históricamente hablando. Una forma que deriva de los ritos de la edad de piedra y del desatino común, a pesar de esos aportes individuales de genios tales como la poesía isabelina, por ejemplo, que el lector de gabinete entresaca del montón. Como por entonces yo estaba demasiado ocupado con mis propias faenas literarias, no me tomé el trabajo de leer el texto completo de Los cazadores encantados, la obrilla en que Dolores Haze desempeñaba el papel de la hija de un granjero que se cree un hada del bosque, o Diana o cosa así, y que, dueña de un libro sobre hipnotismo, hace caer a unos cuantos cazadores perdidos en diversos trances curiosos, hasta que a su vez sucumbe al hechizo de un poeta vagabundo (Mona Dahl). Eso fue cuanto deduje por unas cuantas páginas arrugadas y mal escritas a máquina del libreto que Lo desparramaba por la casa entera. La coincidencia del nombre con el de un hotel inolvidable era agradable y triste a la vez: cansadamente pensé que era mejor no recordársela a mi encantadora, temeroso de que una ruda acusación de sensiblonería me hiriera aún más que su olvido.

Imaginé que la obrilla sería otra versión, prácticamente anónima, de alguna leyenda trivial. Nada prohibía suponer, desde luego, que en busca de un nombre atractivo, el fundador del hotel había sido influido por la fantasía de su decorador mural y que después el nombre del hotel había sugerido el de la obra. Pero mi mente simple, crédula, benévola, tomó otro camino y sin pensar demasiado en la cosa di por sentado que fresco, nombre y título derivaban de una fuente común, de una tradición local que yo, extranjero poco versado en el acervo cultural de la Nueva Inglaterra, no podía conocer. Por consiguiente, tenía la impresión (todo esto de manera casual, entiéndase bien, fuera de la órbita de mis intereses) de que la maldita obrilla pertenecía a un tipo de fantasía para consumo juvenil, elaborada y reelaborada muchas veces, como Hansel y Gretel por Richard Roe o La bella durmiente por Dorothy Doe o El manto del emperador por Maurice Vermont y Marion Rumpelmeyer, piezas que pueden encontrarse en Obras para actores escolares o ¡Elijamos una obra! En otras palabras, yo no conocía —ni me habría interesado, de saberlo— que en realidad Los cazadores encantados era una composición reciente y original estrenada tres o cuatro meses antes por un grupo intelectual de Nueva York. En la medida en que podía juzgarla por el papel de mi encantadora, me parecía una melancólica muestra de la literatura fantástica, con ecos de Lenormand y Maeterlinck y algunos apacibles soñadores británicos. Los cazadores con sombreros rojos, vestidos de manera uniforme —el primero era banquero, el segundo plomero, el tercero policía, el cuarto sepulturero, el quinto asegurador, el sexto un convicto fugitivo (¡imaginen ustedes qué posibilidades!)—, en manos de Dolly cambiaban por completo de personalidad y recordaban sus vidas verdaderas solo como sueños o pesadillas de que Diana los había despertado. Pero el séptimo cazador (con sombrero verde, el necio) era un joven poeta y aseguraba, con gran exasperación de Diana, que ella y la diversión suministrada (ninfas danzantes, elfos, monstruos) eran suyos, invención del poeta. Creo que al fin, profundamente disgustada por su pedantería, mi descalza Dolores llevaba a Mona, con pantalones a cuadros, a la granja de su padre para demostrar al fanfarrón que no era una creación poética, sino una muchacha rústica, terre à terre. Un beso de último momento destacaba el hondo homenaje de la obra; fantasías y realidad se confunden en el amor. Consideré más sensato no criticar la obra en presencia de Lo: tan sumergida estaba en sus «problemas de expresión». Además, juntaba sus delgadas manos florentinas de manera encantadora, batiendo las pestañas y rogándome que no fuera a los ensayos, como hacían algunos padres ridículos, porque deseaba deslumbrarme con un estreno perfecto… y porque de todos modos yo no hacía más que entrometerme y decir tonterías y quitarle su entusiasmo en presencia de otras personas.

Hubo un ensayo muy especial… corazón, corazón mío…, hubo un día de mayo señalado por un ímpetu de alegre entusiasmo —todo pasó más allá del alcance de mi vista, inmune a mi memoria— y cuando volví a ver a Lo, al final de la tarde, pedaleando su bicicleta, apretando la palma de la mano contra la húmeda corteza de un joven abedul al extremo de nuestro jardín, me impresionó tanto la radiante ternura de su sonrisa que por un instante creí solucionadas todas nuestras dificultades.

—¿Recuerdas —dijo— el nombre de aquel hotel… tú sabes (frunciendo la nariz), vamos tú sabes… de columnas blancas y un cisne de mármol en el vestíbulo? Oh, tienes que recordarlo (ruidosa aspiración)… el hotel donde… Bueno, no importa. ¿No se llamaba (casi un susurro). Los cazadores encantados? Ah, así se llamaba… ¿De veras? (pensativa).

Y con un estallido de amorosa risa primaveral dio una palmada al árbol fulgurante y partió calle arriba, hasta la esquina, y después regresó, con los pies apoyados en los pedales inmóviles, en una postura de abandono, una mano soñadora sobre el regazo de flores estampadas.

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