Lolita

Lolita


Segunda Parte » Capítulo 14

Página 53 de 77

14

Como quizá tuviera relación con su interés por la danza y el arte dramático, autoricé a Lo a tomar lecciones de piano con cierta señorita Emperador (como podríamos llamarla los estudiosos franceses), hacia cuya casa de persianas azules, a poco más de una milla desde Beardsley, Lo podía pedalear dos veces por semana. La noche de un lunes, a fines de mayo (y más o menos una semana después de ese ensayo especial al que Lo no me había permitido asistir), sonó el teléfono de mi estudio (donde yo atacaba el flanco del rey de Gustave, quiero decir de Gastón) y la señorita Emperador me preguntó si Lo iría a su casa el martes próximo, pues había faltado el martes anterior y ese mismo día. Dije que no faltaría… y seguí jugando. Como supondrá el lector, mis facultades estaban embotadas y dos jugadas después, cuando correspondió mover a Gastón, comprendí a través de la bruma de mi angustia, que podía robarme la reina. También él lo advirtió, pero suponiendo que era una trampa de su astuto adversario, se detuvo un minuto, bufando, silbando, sacudiendo los carrillos y hasta dirigiéndome miradas furtivas, e hizo movimientos irresolutos con sus dedos rechonchos, muriéndose por tomar esa jugosa reina y sin atreverse a hacerlo, hasta que por fin se precipitó sobre ella (¿quién sabe si eso no le enseñó algunas audacias posteriores?) y yo hube de pasar una hora interminable sobrellevando el empate. Terminó su coñac y por fin se marchó, muy satisfecho con su resultado (mon pauvre ami, je ne vous ai jamais revu, et quoiqu’il y ait bien peu de chance que vous ne voyez mon livre, permettez-moi de vous dire que je vous serre la main bien cordialement, et que toutes mes fillettes vous saluent). Encontré a Dolores Haze sentada a la mesa de la cocina, consumiendo un prisma de pastel, fijos los ojos en su libreto. Esos ojos se alzaron para mirarme con una especie de vacuidad. Al enterarse de mi descubrimiento permaneció singularmente impávida y dijo d’un petit air faussement contrit que se sabía una niña muy mala, pero que había sido incapaz de resistirse al encanto y había empleado esas horas destinadas a la música —ah, lector mío— para ensayar en un parque público la escena de la selva mágica con Mona. Dije «muy bien» y me dirigí hacia el teléfono. La madre de Mona contestó: «Oh, sí, está en casa» y se apartó con una risa neutra de amabilidad materna para gritar fuera de escena «¡Te llama Roy!» y un instante después, Mona tomó el tubo y empezó a reñir a Roy con voz monótona, pero no sin ternura, por algo que él había dicho o hecho, y yo interrumpí, y Mona dijo en su más humilde registro de contralto «sí, señor», «sin duda, señor», «soy la única culpable de lo que ocurrió» (¡qué elocución, qué aplomo!), «de veras, no sabe cuánto lo siento» y todo el repertorio característico de esas pequeñas rameras.

Bajé, pues, la escalera aclarándome la garganta y conteniendo los latidos de mi corazón. Lo estaba ahora en la sala, en su sillón favorito. Al verla así repantigada, mordisqueándose una uña, burlándose de mí con sus vaporosos ojos insensibles, y meciendo un banquillo sobre el cual había posado el talón de su pie descalzo, advertí de pronto con una especie de náusea cuánto había cambiado desde que la había conocido, dos años antes. ¿O el cambio había ocurrido en esas dos últimas semanas? ¿Tendresse? Sin duda, el mito había estallado. Allí estaba sentada, rígidamente, en el foco de mi ira incandescente. La bruma de mi deseo habíase diluido y no subsistía otra cosa que esa temible lucidez. ¡Oh, cuánto había cambiado! Su cutis era el de una vulgar adolescente desaliñada que se aplica cosméticos con dedos sucios en la cara sin lavar y no repara en el tejido infectado, en la epidermis pustulosa que se pone en contacto con su piel. Su lozanía suave y tierna había sido tan encantadora en días remotos, cuando yo solía hacer rodar por broma su cabeza despeinada sobre mi regazo… Un vulgar arrebol reemplazaba ahora aquella inocente fluorescencia, un resfriado había pintado de rojo llameante las aletas de su desdeñosa nariz. Como aterrorizado desvié mi mirada, que se deslizó mecánicamente por el lado interno de sus piernas desnudas, muy estiradas. ¡Qué pulidas y musculosas me parecieron! Sus ojos muy abiertos, grises como nubes y ligeramente inflamados, seguían fijos en mí y a través de ellos descifré el pensamiento de que al cabo Mona podía estar en lo cierto, de que quizá fuera posible denunciarme sin exponerse a ser castigada. Qué equivocado había estado. ¡Qué loco había sido! Todo en ella pertenecía al mismo orden exasperante e impenetrable, la tensión de sus piernas bien formadas, la planta sucia de su calcetín blanco, el sweater grueso que llevaba a pesar de estar en un cuarto cerrado, su olor joven y sobre todo el borde de su cara, con su arrebol artificial y sus labios recién pintados. El rojo había manchado los dientes delanteros y me asaltó un recuerdo horrible: una imagen que no era de Monique, sino de otra joven, siglos atrás, elegida por otro antes de que yo tuviera tiempo para resolver si su sola juventud alejaba el riesgo de contraer una enfermedad espantosa, y que tenía los mismos pómulos encendidos y prominentes, una maman muerta, grandes dientes delanteros y un pedazo de roja cinta mugrienta en el pelo castaño.

—Bueno, habla —dijo Lo—. ¿Te ha satisfecho la averiguación?

—Oh, sí —dije—. Perfecta. Sí… Y no dudo que entre las dos inventasteis la cosa. En realidad, no dudo que le has dicho todo sobre nosotros.

—Ah, ¿sí?…

Dominé mi respiración y dije:

—Dolores, esto tiene que acabar. Estoy dispuesto a sacarte de Beardsley, a encerrarte ya sabes dónde, pero esto tiene que acabar. Estoy dispuesto a llevarte en el tiempo necesario para que hagas tu valija. Esto tiene que acabar, o sucederá cualquier cosa.

—Sucederá cualquier cosa, ¿eh?…

Arrebaté el banquillo que mecía con su talón y su pie cayó con ruido al suelo.

—¡Eh, despacio! —gritó.

—Ante todo, vete arriba —grité a mi vez, mientras la asía y la obligaba a levantarse.

A partir de ese momento ya no contuve mi voz y ambos nos gritamos y ella dijo cosas que no pueden imprimirse. Dijo que me odiaba. Me hizo muecas monstruosas, inflando los carrillos y produciendo un sonido diabólico. Dijo que yo había intentado violarla varias veces cuando era inquilino de su madre. Dijo que estaba segura de que yo había asesinado a su madre. Dijo que se acostaría con el primer tipo que se le antojara y que no podía impedírselo. Dijo que subiría a su cuarto y me mostraría todos sus escondrijos. Fue una escena estridente y odiosa. La tomé por el puño nudoso, que ella retorcía tratando subrepticiamente de encontrar un punto débil para librarse en un momento favorable. Pero yo la retuve con fuerza y en verdad la lastimé bastante (¡así se pudra por ello mi corazón!) y una o dos veces sacudió el brazo con tal violencia que temí romperle el puño. Mientras tanto, me miraba con esos ojos inolvidables en que luchaban la fría ira y las lágrimas ardientes, y nuestras voces cubrían la campanilla del teléfono, y cuando advertí que llamaba escapó en un segundo.

Como a los personajes de las películas, parecen asistirme los servicios de la machina telephonica y su dios repentino. Esa vez fue una vecina enfurecida. La ventana de la derecha estaba abierta en la sala —felizmente, con el visillo corrido— y tras ella la noche negra y húmeda de una destemplada primavera de Nueva Inglaterra nos había escuchado, conteniendo el aliento. Siempre he creído que este tipo de solterona con mente obscena era el resultado de una cría considerablemente literaria en la ficción moderna; pero ahora sé que la mojigata y salaz señorita Derecha —o, para disipar su incógnito, la señorita Fenton Lebone— había asomado tres cuartas partes de su humanidad por la ventana de su dormitorio, luchando por enterarse del motivo de nuestra riña.

«Ese alboroto… no tiene sentido… —graznaba el receptor—, esto no es un inquilinato… Debo advertirle…».

Pedí disculpas por los ruidosos amigos de mi hija. Son jóvenes, usted comprende… y corté un nuevo graznido.

A través del ventanuco de la escalera vi un fantasma impetuoso que se deslizaba entre los arbustos, un punto plateado en la oscuridad —llanta de rueda de bicicleta— que se movía, centelleaba y desaparecía.

El azar había querido que el automóvil pasara esa noche en un taller mecánico de la ciudad. No tenía otra alternativa que perseguir a pie a la alada fugitiva. Aún hoy, a tres años de distancia, no puedo evocar esa calle en una noche de primavera, esa calle con árboles ya tan poblados, sin un estremecimiento de pánico. Frente a su puerta iluminada la señorita Lester paseaba el perro hidrópico de la señorita Fabian. El señor Hyde casi tropezó con él. Caminaba tres pasos y corría otros tres. Una lluvia tibia empezó a tamborilear sobre las hojas de castaño. En la esquina siguiente, apretando a Lolita contra una baranda de hierro, un joven borroso la besaba… no, no era ella. Todavía con una comezón en mis garras, seguí la carrera.

A media milla del número catorce, la calle Thayer se confunde con un terreno privado y una calle diagonal; esta lleva al centro de la ciudad. Frente al primer bar vi —¡con qué melodía de alivio!— la fulgurante bicicleta de Lolita que estaba aguardándola. Empujé, en vez de tirar, tiré, empujé, tiré y entré. A unos diez pasos Lolita, a través del cristal de una cabina telefónica (el dios membranoso seguía acompañándome), ahuecando la mano sobre el tubo y confidencialmente inclinada sobre él, fijos sus ojos en mí, se volvió con su tesoro, cortó a toda prisa y salió meneándose.

—Traté de llamarte a casa —dijo vivazmente—. He tomado una gran decisión. Pero antes ofréceme una bebida, papá.

Observo a la muchacha indiferente que puso el hielo en el vaso, después el helado, después el jarabe de cereza, mientras mi corazón ardía de ansia y amor. Ese puñado de criatura. Mi encantadora criatura. Tiene usted una hija encantadora, señor Humbert. Siempre la admiramos cuando pasa. El señor Pim observaba cómo Pippa sorbía su refresco.

J’ai toujours admiré l’oeuvre ormonde du sublime Dublinois. Mientras tanto, la lluvia se había convertido en una ducha voluptuosa.

—Oye —me dijo Lo haciendo rodar a mi lado la bicicleta, arrastrando un pie sobre la acera de oscuro brillo—. He decidido algo. Quiero salir de esa escuela. La odio. Odio la representación. ¡La odio de veras! No quiero volver nunca, encontraremos otra. Vayámonos enseguida. Empecemos un largo viaje de nuevo. Pero esta vez iremos a donde yo quiera, ¿no es cierto?

—Soy yo quien elige. C’est entendu? —dijo bamboleándose un poco a mi lado. Solo empleaba el francés cuando quería ser una niñita muy buena.

—Bueno, entendu. Ahora apúrate, Lenore, o te empaparás.

Una tempestad de sollozos colmaba mi pecho.

Lo descubrió sus dientes en un adorable mohín de colegiala, se inclinó adelante y se marchó pedaleando, pájaro mío.

La mano cuidada de la señorita Lester abría la puerta para un perro viejo de andar derrengado qui prenait son temps.

Lo me esperaba cerca del abedul espectral.

—Estoy hecha una sopa —declaró con voz aguda—. ¿Estás contento? ¡Al diablo con la representación! ¿Entiendes?

La garra de una bruja invisible cerró la ventana de un primer piso.

En nuestro pasillo, ardiente de luces acogedoras, mi Lolita se quitó el sweater, sacudió su pelo cubierto de diamantes, tendió hacia mí los brazos desnudos y levantó la rodilla.

Quizá interese saber a los psicólogos que tengo la habilidad —caso harto singular, supongo— de verter torrentes de lágrimas evocando tempestades pasadas.

Ir a la siguiente página

Report Page